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jueves, diciembre 25, 2014

'Big Eyes', Tim Burton cambia más de lo que mejora

Que Tim Burton no atraviesa el mejor momento de su carrera es algo notorio. La inesperadamente aburrida Alicia en el País de las Maravillas y la intrascendente Sombras tenebrosas, con el juguetón y genial paréntesis de Frankenweenie, sembraron dudas sobre la carrera del director, que rápidamente ha buscado un cambio radical de registro con Big Eyes. La película es correcta, no está mal llevada, deja buenas interpetaciones y la historia es atractiva, pero la mejora no es tan palpable como ese cambio de rumbo. No es que Tim Burton se mueva mucho mejor en mundos de fantasía (eso es innegable, por mucho que ya antes haya sabido imprimir genialidad a historias de corte más realista como la extraordinaria Ed Wood), es que Big Eyes no termina de encajar en las inquietudes burtonianas casi en ningún momento de la película, por lo que el resultado es frío y carente de emoción. Hay momentos en los que no es así, en los que sí se ve genialidad, pero son fugaces, más localizados de lo que seguramente esta historia permite.

Big Eyes sigue los pases de Margaret (Amay Adams), una pintora que realiza unas curiosas figuras de grandes ojos, que tiene que rehacer su vida con una hija y se encuentra casi por casualidad con Walter (Christoph Waltz), un tipo de marcada sensibilidad artística. El filme cuenta un hecho real bastante popular en el mundo del arte del siglo XX, pero para quien lo desconozca por completo lo mejor es dejar ahí la sinopsis y sorprenderse con la narración. Y hablando de sorpresas, la principal está en el tono de la película, alejado de los burtoniano casi de principio a fin. Parece evidente que Burton ha buscado una forma de recuperar prestigio por una vía que le alejase de su mundo gótico y siniestro, pero lo único que ha ganado es tiempo. Big Eyes no es una película que merezca críticas negativas como las de sus dos anteriores filmes de imagen real, pero tampoco nos devuelve al mejor Burton.

La clave hay que buscarla en que no saca partido del material que tiene entre manos. La historia pone sobre la mesa muchos temas, pero Burton no termina de rematar ninguno, hasta el punto de que la película se convierte en una narración lineal que no explota en ningún momento y que deja por el camino tramas (el ex marido de Margaret). Hasta su final sorprende porque no da la sensación de serlo. Si los temas se quedan a medio confeccionar, lo mismo se puede decir de muchos personajes. Los secundarios son inexistentes en su mayor parte, y se nota que hay personajes sumamente desaprovechados como el del periodista que interpreta Danny Huston (que, para colmo, es el narrador de la película, por mucho que desaparezca durante incontables minutos), el crítico de arte de Terence Stamp o hasta la hija de Margaret, Jane (primero Delaney Raye y después Madeleine Arthur). Big Eyes se centra exageradamente en la relación entre Margarte y Walter, y es, por tanto, una película para que se puedan lucir Amy Adams y Christoph Waltz.

Aunque ninguno de los dos deja una interpretación especialmente memorable, siempre da la sensación de que ella está un peldaño por encima de él, y eso que Waltz abraza un histronismo que quizá tendría mejor encaje en los gustos burtonianos y que deja los momentos más divertidos en el tercio final, pero la poca sensibilidad que en realidad tiene la película es la que desborda Adams. Lástima que Burton no desarrolle más a su protagonista femenina, dejando escapar incluso algunas obsesiones que se intuyen a lo largo de la historia. Burton se acaba quedando en un biopic simpático en el que el paso del tiempo es casi inadvertido, y que tarda bastante en arrancar y en llegar a los momentos más interesantes. Poca cosa para un director capaz de construir universos atractivos con tanta facilidad, pero sin duda una mejora con respecto a sus películas previas. Con todo, aún es difícil decir qué puede ofrecer Tim Burton en el futuro, Big Eyes no arroja demasiada luz sobre la supervivencia de este otrora genial director.

viernes, noviembre 28, 2014

'The Zero Theorem', Gilliam fascina incluso con un rumbo extraño

Hay pocos directores que tengan la capacidad de fascinar siempre con sus universos de fantasía. Terry Gilliam es uno de ellos y The Zero Theorem cumple con esa norma no escrita. Esta tragedia de extraño rumbo captura desde lo visual, desde su ejecución y desde el desarrollo de sus personajes, aunque sea quizá la película de Gilliam más difícil de seguir desde un punto de vista tradicional. Claro que lo tradicional nunca se ha aplicado a su cine, con lo que eso puede ser una paradoja más de las que hacen que sus películas encuentren un espacio propio que no comparten con las de ningún otro director. Pues a clasificar lo inclasificable, hay momentos en los que The Zero Theorem recuerda a Brazil, una de sus mejores películas, pero hay otros que provocan una sensación mucho más difusa e incluso, por qué no admitirlo, perplejidad. Pero todo eso, mejor o peor, forma parte del imaginario que aumenta Gilliam película a película.

Lo más problemático de Gilliam es sopesar qué tiene más importancia, si el universo que crea o la historia que acontece en él. Escoger la segunda opción obliga al espectador a realizar un trabajo mucho más complejo, porque la película tiene numerosas lecturas e interpretaciones. ¿Cuál es la correcta? Eso sólo Gilliam lo sabe, pero de lo que no se puede dudar es de que The Zero Theorem es una de las películas más trágicas de su carrera. Es verdad que algunas son comedias, pero Brazil, El rey pescador o Miedo y asco en Las Vegas ya eran títulos que buceaban a su manera en lo más oscuro de la psicología humana. El personaje al que da vida Christoph Waltz, quizá con un toque de la misma perplejidad que azota al espectador, es triste sin medida, es un hombre que vive una vida sin vivirla, sin disfrutarla, sin compañía, con incontables miedos y fe solamente en una llamada de teléfono que cree que ha de producirse en algún momento.

Sólo con esos datos ya se puede ver que el guión de The Zero Theorem esconde muchas claves, a las que se pueden sumar otros muchos personajes de la película y escenas de gran trascendencia, incluso sin que parezca claro cuál es su propósito. Y ese es justamente el problema que muchos espectadores afrontarán con esta cinta, no saber exactamente qué pretende contar, hacia dónde se dirige y cuál es su objetivo. Sin una meditada atención al conjunto y al detalle (quizá más al detalle), es fácil caer en ese vacío cósmico que tantas veces se ve en la pantalla. Por eso el universo que crea Gilliam es al final tan importante para evitar una peligrosa frustración. Incluso sin conectar con alguna posible explicación a la historia, es imposible no sentirse fascinado con ese entorno de ciencia ficción que crea el director, tan propio de sus películas y al que siempre sabe dotar de imágenes nuevas.

The Zero Theorem no es una película fácil. No lo es ni siquiera prestando atención sólo a lo visual, porque nada es gratuito y cada pieza que diseña Gilliam acaba teniendo una importancia vital en la historia. Y al no ser fácil camina peligrosamente por la frontera de la indiferencia del espectador, y eso es algo que se nota incluso admitiendo que hay momentos fantásticos en la película, un reparto muy bien medido (David Thewlis borda esos personajes extraños que parecen saber algo más que el protagonista y que el espectador) y momentos clave muy atractivos (el encuentro con la Dirección, interpretado por Matt Damon; o la historia de amor que se gesta con Bainsley, con el cuerpo y el rostro de Mélanie Thierry). Gilliam tiene unas reglas tan personales que a veces parece que en su cine no hay reglas. Eso hace que sus películas sean valientes, pero también que su público objetivo sea mucho más reducido del que seguramente querría.

viernes, enero 18, 2013

'Django desencadenado', Tarantino desbocado

Cada vez que Quentin Tarantino estrena una película y escribo sobre ella, me siento en la obligación de recordar que no soy un fan de su cine, más bien al contrario. Lo hago porque le reconozco una fidelidad a su forma de pensar y de rodar. Entiendo que a quien le gustase cualquiera de sus películas anteriores, disfrutará con Django desencadenado. A mí no me gusta desde Reservoir Dogs y, la verdad, sin demasiado entusiasmo. No le encuentro la genialidad a sus diálogos, no le veo rompedor en los temas, no encuentro fondo en sus películas y no hallo disfrute en su discurso. Django desencadenado es un capítulo más en esa relación que mantengo con el director norteamericano. Desde esa visión, esta violenta transformación del spaghetti western no es más que una larguísima excusa de Tarantino para pasárselo bien rodeado de amigos, para traspasar todas las barreras imaginables y para saltarse las normas de lo verosímil incluso dentro de la irrealidad de su forma de ver el arte de producir películas.

Lo que parece difícil de justificar, mal endémico en el cine contemporáneo, es la duración de la película. 165 minutos, dos horas y tres cuartos, es algo a todas luces excesivo para la historia que Tarantino tiene entre manos. El descontrol en el guión y en la sala de montaje es algo muy habitual en él y que, salvedad hecha de los 247 minutos de Kill Bill que obligaron a cortarla en dos entregas, alcanza aquí su cúspide. Pero, claro, parece más bien fácil llegar a ese desmesurado metraje si se emplea media hora simplemente en presentar a los dos personajes protagonistas y una hora en que arranque la trama principal de la película. La capacidad de síntesis, y eso lo tendrán que reconocer incluso sus fans, no es el punto fuerte de Tarantino. Lo que el director tiene claro es que, ya que se pone a ello, mejor ofrecer lo más posible de cada una de las historias que toca. Esa máxima, que no tiene mucho de positiva, la cumple Django a rajatabla, consiguiendo que quien no comulgue con sus postulados atisbe numerosísimas irregularidades en su ritmo.

¿De qué va Django desencadenado? Es la historia de un esclavo, Django (Jamie Foxx), liberado por un cazador de recompensas, el doctor King Schultz (Christoph Waltz, en una reconversión amable de su personaje de Malditos bastardos... con un prólogo muy, muy parecido), que le propone sumarse a su forma de ganarse la vida durante el invierno para después ayudarle en la búsqueda de su esposa, Broomhilda (Kerry Washington), todavía esclava y propiedad de un importante esclavista del sur, Calvin Candie (Leonardo DiCaprio). Tarantino da a esta sencilla historia su habitual envoltorio de violencia y sangre, excediéndose en los límites de lo grotesco como suele ser habitual (ojo a lo que le sucede a un personaje tras pedirle Django a una esclava negra que se despida o a los disparos en el descontrolado tiroteo que actúa de falso clímax final). Da igual que sea una historia de artes marciales, de mafiosos de ciudad o de nazis de la Segunda Guerra Mundial, Tarantino es Tarantino y quiere hacer lo que se espera de Tarantino, por poca evolución que eso signifique en su forma de rodar. Eso sí, siempre con el revival de un actor caído en el olvido, en este caso Don Johnson.

Hay un cierto olor a ya visto, y no solo en lo que se refiere al cine de Tarantino sino también en el de sus muchos seguidores e imitadores, y una llamativa ausencia de grandes personajes. El único que deja huella, aunque no precisamente por la épica sino porque es el único que parece encajar en el tono de burla generalizada en la que quiere convertir Tarantino la película, es Samuel L. Jackson, dando vida a un viejo cascarrabias que controla la hacienda de Candie (denominada Candyland). Lo demás, grandilocuentes fuegos de artificio, excesos sin control (partiendo de la misma base de que un esclavo se convierta, de repente y sin explicación, en el más certero cazarrecompensas) y un intento de modernizar el spaghetti western que, en realidad, falla desde su misma base. No estamos ante un spaghetti, ni ante una revisión del western. Tampoco ante una película con mensaje, por mucho que la esclavitud previa a la guerra civil norteamericana esté tan presente. No creo que Tarantino pretenda hacer eso. Simplemente ha encontrado un escenario distinto a los que ya ha usado y lo ha usado para colocar sus mismos diálogos cotidianos, sus momentos de inusitada y teóricamente desenfadada violencia y sus personajes de una pieza.

Django desencadenado, como cabía esperar, es un exceso de un Tarantino desbocado. Para bien y para mal, puro Tarantino. En mi caso, para mal.  Pero ya no es cuestión de no engancharme con sus características habituales, muy presentes en Django. Es que el descontrol se apodera de la película por los cuatro costados, incidiendo en lo que ya le sucedía a Malditos bastardos en sus peores momentos (aunque sea lo que más guste a sus seguidores). Este western tiene poca historia, demasiados desvíos narrativos que no aportan o son redundantes y vaivenes difíciles de explicar, lo que la convierte en una película innecesaria y extremadamente larga. Da la sensación de que a Tarantino le importan mucho más los detalles puntuales, las frases supuestamente ingeniosas, las escenas que rompan las convenciones de género o de narrativa, los cameos (incluyendo el de él mismo; tiene su gracia tanto para admiradores como para detractores su última escena en el filme) y todo aquello que tendría que formar una película, pero sin prestar tanta atención a la película en sí. La consigna a todo el que pasa por delante de la cámara parece ser que disfruten con el exceso. Yo no lo he disfrutado, pero imagino que el fan de Tarantino sí lo hará. Mejor para ellos.

lunes, diciembre 05, 2011

'Un dios salvaje', demoledor Polanski

Roman Polanski es un genio. Un genio extraño, pero un genio en definitiva. Y uno, además, que tiene la capacidad de hacer películas sorprendentes, muy diferentes las unas de las otras aunque se atisben algunos rasgos comunes a otros títulos de su filmografía. Un dios salvaje ahonda en parte de lo que había expuesto en El escritor pero poco tiene que ver, por ejemplo, con El pianista. Es diferente y, además de ser un filme demoledor, un ejercicio de estilo que mueve con elegancia la cámara en el marco de una pieza teatral o, y eso es lo importante, una escena de la vida real. Esta es demoledora y Polanski agarra con fuerza su esencia para volcarla sobre unos diálogos tan hilarantes e hirientes como veraces y genuinos. Y si para plasmar esa historia cuenta Polanski con cuatro actores en estado de gracia, lo que resulta es una película soberbia y cautivadora, poseedora de numerosos matices y lecturas, capaz de generar apasionados debates sobre cada uno de sus elementos, incluso de los más ínfimos de su estructura. Una obra de arte con mayúsculas a pesar de esconderse en un envoltorio de película menor.

¿Por qué digo lo del envoltorio de película menor? Porque la excusa argumental de Un dios salvaje es cotidiana, liviana, casi ínfima. Un chaval golpea a otro con una rama y le rompe dos dientes, con lo que los padres de ambos se reúnen para aclarar la situación como si fuera algo mucho más grave que un simple juego de niños. Polanski sabe de la ligereza de su argumento y rueda ese arranque con una maestría casi inconsciente, con un plano lejano, desenfocado. Se ve lo que se tiene que ver, lo que da pie a todo lo que sucede a continuación en el interior de un apartamento neoyorquino, pero Polanski dirige al espectador como quiere con ese sencillo gesto de no mostrar a los protagonistas de esa escena inicial. No es lo que busca. No es lo que quiere. Su intención es la de mostrar una carnicería (Carnage es el título original, mucho más adecuado que el español, que dirige hacia la obra de teatro original, God of Carnage, menos expuesto a la imaginación del espectador) , la que se va gestando poco a poco y, en realidad, desde antes incluso de que la cámara enfoque a los cuatro protagonistas por primera vez. La carnicería en que se convierte lo que aparenta ser una conversación civilizada.

Un dios salvaje es una película llena de ácidas críticas. Se pueden sacar muchas interpretaciones del carácter de cada uno de los cuatro personajes, incluso enfrascarlos en estereotipos, pero plasmarlas en estas líneas sería limitar el poder que tiene la película, pues son muchas, muy variadas y seguramente encontrarán diferentes puntos de vista en cada espectador. Esa es una de las grandezas de la película de Polanski, como también lo es la apuesta por una ironía cargada de resentimiento que es la que acaban desbordando los cuatro protagonistas. La película, en realidad, es un crescendo que muestra cómo las personas se pueden ir deshinibiendo a medida que se van conociendo, que se van sitiendo agredidas o generando una inusual e inesperada empatía. Y es un humor cargado de cinismo porque cada uno de los personajes va cambiando repetidamente de bando. La película comienza con dos claramente identificados, un matrimonio a cada lado. Pero después las empatías van cambiando por un detalle, por una frase, por un gesto, por una opinión. Como la vida misma.

Muchas críticas han destacado a Christoph Waltz por encima de sus compañeros de reparto y tengo que decir que no estoy de acuerdo. No porque él esté mal o peor que el resto, ni mucho menos, sino porque entiendo que Un dios salvaje es un mosaico de cuatro lados en el que todos son imprescindibles y están encarnados en un actor que está ofreciendo una interpretación prodigiosa. Walt está inmenso y destaca porque Polanski le ha reservado el personaje más franco y por tanto hiriente desde la primera escena. Es, quizá, el que menos evoluciona pero también el que más impacta durante más tiempo. Pero es una experiencia grandiosa ver la sobriedad, y cómo la va perdiendo, del personaje de Kate Winslet. Es espectacular ver el tono más campechano y cercano de John C. Reilly (sin tanta fama, me parece un actorazo, de esos que suele aparecer tanto como secundario que todo el mundo conoce su cara y pocos su nombre). Y es maravilloso ver la evolución del personaje de Jodie Foster, de manipuladora a manipulada, de perfecta a derurmbada. Los cuatro están brillantes.

La experiencia de ver Un dios salvaje es gloriosa, parece difícil no encontrar regocijo en sus apenas 79 minutos de duración, pero a pesar de todo no es una película perfecta. Juega en su contra que es muy difícil sacudirse la sensación de que estamos viendo una obra de teatro filmada, en la que la aportación del séptimo arte pasa apenas por el prólogo y el epílogo. También que el final es extraño, casi como si su director no hubiera sabido dónde detener la escalada verbal en que se convierte el filme y, simplemente, le hubiera puesto un punto y aparte, que podría haber sido antes o después con la misma facilidad, para que la imaginación del espectador cierre la historia. Pero son detalles mínimos ante el disfrute que aporta la película, gracias tanto al intenso vigor de las actuaciones de Waltz, Winslet, Foster y Reilly como a la inagotable maestría de Polanski, que, con polémica o sin ella en torno a su figura, es un director extremadamente interesante y casi siempre cautivador. Absolutamente recomendable a todos los niveles: como crítica social, como comedia ácida y como teatro filmado.