Roman Polanski es un genio. Un genio extraño, pero un genio en definitiva. Y uno, además, que tiene la capacidad de hacer películas sorprendentes, muy diferentes las unas de las otras aunque se atisben algunos rasgos comunes a otros títulos de su filmografía. Un dios salvaje ahonda en parte de lo que había expuesto en El escritor pero poco tiene que ver, por ejemplo, con El pianista. Es diferente y, además de ser un filme demoledor, un ejercicio de estilo que mueve con elegancia la cámara en el marco de una pieza teatral o, y eso es lo importante, una escena de la vida real. Esta es demoledora y Polanski agarra con fuerza su esencia para volcarla sobre unos diálogos tan hilarantes e hirientes como veraces y genuinos. Y si para plasmar esa historia cuenta Polanski con cuatro actores en estado de gracia, lo que resulta es una película soberbia y cautivadora, poseedora de numerosos matices y lecturas, capaz de generar apasionados debates sobre cada uno de sus elementos, incluso de los más ínfimos de su estructura. Una obra de arte con mayúsculas a pesar de esconderse en un envoltorio de película menor.
¿Por qué digo lo del envoltorio de película menor? Porque la excusa argumental de Un dios salvaje es cotidiana, liviana, casi ínfima. Un chaval golpea a otro con una rama y le rompe dos dientes, con lo que los padres de ambos se reúnen para aclarar la situación como si fuera algo mucho más grave que un simple juego de niños. Polanski sabe de la ligereza de su argumento y rueda ese arranque con una maestría casi inconsciente, con un plano lejano, desenfocado. Se ve lo que se tiene que ver, lo que da pie a todo lo que sucede a continuación en el interior de un apartamento neoyorquino, pero Polanski dirige al espectador como quiere con ese sencillo gesto de no mostrar a los protagonistas de esa escena inicial. No es lo que busca. No es lo que quiere. Su intención es la de mostrar una carnicería (Carnage es el título original, mucho más adecuado que el español, que dirige hacia la obra de teatro original, God of Carnage, menos expuesto a la imaginación del espectador) , la que se va gestando poco a poco y, en realidad, desde antes incluso de que la cámara enfoque a los cuatro protagonistas por primera vez. La carnicería en que se convierte lo que aparenta ser una conversación civilizada.
Un dios salvaje es una película llena de ácidas críticas. Se pueden sacar muchas interpretaciones del carácter de cada uno de los cuatro personajes, incluso enfrascarlos en estereotipos, pero plasmarlas en estas líneas sería limitar el poder que tiene la película, pues son muchas, muy variadas y seguramente encontrarán diferentes puntos de vista en cada espectador. Esa es una de las grandezas de la película de Polanski, como también lo es la apuesta por una ironía cargada de resentimiento que es la que acaban desbordando los cuatro protagonistas. La película, en realidad, es un crescendo que muestra cómo las personas se pueden ir deshinibiendo a medida que se van conociendo, que se van sitiendo agredidas o generando una inusual e inesperada empatía. Y es un humor cargado de cinismo porque cada uno de los personajes va cambiando repetidamente de bando. La película comienza con dos claramente identificados, un matrimonio a cada lado. Pero después las empatías van cambiando por un detalle, por una frase, por un gesto, por una opinión. Como la vida misma.
Muchas críticas han destacado a Christoph Waltz por encima de sus compañeros de reparto y tengo que decir que no estoy de acuerdo. No porque él esté mal o peor que el resto, ni mucho menos, sino porque entiendo que Un dios salvaje es un mosaico de cuatro lados en el que todos son imprescindibles y están encarnados en un actor que está ofreciendo una interpretación prodigiosa. Walt está inmenso y destaca porque Polanski le ha reservado el personaje más franco y por tanto hiriente desde la primera escena. Es, quizá, el que menos evoluciona pero también el que más impacta durante más tiempo. Pero es una experiencia grandiosa ver la sobriedad, y cómo la va perdiendo, del personaje de Kate Winslet. Es espectacular ver el tono más campechano y cercano de John C. Reilly (sin tanta fama, me parece un actorazo, de esos que suele aparecer tanto como secundario que todo el mundo conoce su cara y pocos su nombre). Y es maravilloso ver la evolución del personaje de Jodie Foster, de manipuladora a manipulada, de perfecta a derurmbada. Los cuatro están brillantes.
La experiencia de ver Un dios salvaje es gloriosa, parece difícil no encontrar regocijo en sus apenas 79 minutos de duración, pero a pesar de todo no es una película perfecta. Juega en su contra que es muy difícil sacudirse la sensación de que estamos viendo una obra de teatro filmada, en la que la aportación del séptimo arte pasa apenas por el prólogo y el epílogo. También que el final es extraño, casi como si su director no hubiera sabido dónde detener la escalada verbal en que se convierte el filme y, simplemente, le hubiera puesto un punto y aparte, que podría haber sido antes o después con la misma facilidad, para que la imaginación del espectador cierre la historia. Pero son detalles mínimos ante el disfrute que aporta la película, gracias tanto al intenso vigor de las actuaciones de Waltz, Winslet, Foster y Reilly como a la inagotable maestría de Polanski, que, con polémica o sin ella en torno a su figura, es un director extremadamente interesante y casi siempre cautivador. Absolutamente recomendable a todos los niveles: como crítica social, como comedia ácida y como teatro filmado.