UN CASO DE LA VIDA REAL (O NO)
ELEMENTAL, MI QUERIDO GOMEZ
LOS YANQUIS CONSERVAN EL MONOPOLIO DE LOS MITOS: SAM SPADE, PHILIP MARLOWE, LEW ARCHER. LOS DETECTIVES LOCALES NO BEBEN GIMLETS NI TOCAN EL VIOLÍN MIENTRAS PIENSAN, PERO, HAY QUE VERLO, TAMBIEN SE LAS TRAEN...
Por Nicolás Corey
Fotografías de Eduardo Grossman
Le otorgaron el caso. Nadie acudió, sin embargo, a su despacho: carecía de uno. Tampoco pudo recostarse en un sillón, ni armar un cigarrillo, como el Bogart de El halcón maltés. Permaneció, más bien, incómodo sobre una vieja silla, las rodillas juntas, la mirada de cordero.
El escritorio pertenecía al otro, al que le estaba encargando el caso. La voz de ese otro exponía los hechos, pero desde un lugar que no era el de la vulnerabilidad. Durante ese lapso, no pudo dejar de pensar que, pese a que era él quien debía hacerse cargo, pese a que era él quien debía llevar adelante la investigación, lo estaban tratando como a un cliente.
Se vive bajo el imperio de la (formalmente) libre empresa.
"La cuestión es simple", dijo el otro, haciendo crujir el cuero de su asiento. "La gente conserva, aún hoy, una imagen idílica de los detectives. Un prototipo con bemoles, desde Holmes y Auguste Dupin, pasando por Marlow, hasta los más infantiles arquetipos televisivos, como Batman o Matt Houston”. El teléfono comenzó a sonar, pero el otro no pareció reparar en él: tenía la mente fija en un punto, y hacía allí avanzaba.
"En Buenos Aires también hay detectives. Nadie piensa en ellos, quizás por un temor inconsciente a la decepción, al abismo que tal vez los separe de los Spade y los Columbo y los Archer", dijo, y marcó, entonces, con su silencio, con su ademán, un rotundo punto y aparte.
"Quiero que investigue a los detectives de Buenos Aires. Qué clase de asuntos atienden. Cuál es su relación con la Policía. Cuáles son sus métodos. Todo", reclamó, inclinándose hacia él por sobre el vidrio del escritorio.
Dijo que sí, y sólo entonces preguntó las condiciones.
Nueve carillas de 25 líneas por 70 espacios, destinadas a ocupar, más o menos, cuatro páginas de la revista. El precio oscilaba entre tantos y tantos australes por página. No había viáticos. No había archivo con el que contar. La fecha de entrega era concreta, inamovible.
"Gracias", musitó antes de retirarse, acompañando la palabra con un movimiento de su cabeza.
De regreso en su casa, hizo una llamada para pedir dinero. Nadie obtiene información alguna sin un par de billetitos en el bolsillo.
Probó, primero con el Who’s Who de los ingenuos: la guía telefónica.
Se hizo con las señas de cuatro agencias -de detectives particulares, ni rastros- y salió a la calle.
En la primera, que quedaba, como la oficina de Etchenaik, el investigador de Manual de perdedores, en un tercer piso sobre Avenida de Mayo, no había nadie sino una secretaria de tez cetrina. "El comisario Equis vuelve después de las ocho", admitía, algo azorada por el exterior de su interlocutor: melena, borceguíes nuevos y un jean roto en las dos rodillas.
Etchenaik no paraba allí, entonces. Etchenaik no era comisario.
En la segunda nadie respondió al timbre. De acuerdo a la cartelera del hall del edificio, el octavo piso estaba vacío de oficinas. Desierto. Alguien, sin embargo, se tomó el trabajo de observar por la mirilla a quien llamaba a su puerta. Alguien que, hasta ese momento, había estado hablando por radio con otro alguien, que le pasaba números. Alguien que decidió no abrir.
En la tercera, lo atendió otra Effie Perine, algo entrada en carnes. Quiso sonsacarle por qué un tipo de esa revista quería hablar con los dueños de la agencia. Fracasó. Sugirió, entonces, que regresara al otro día.
En la cuarta, no pudo detenerse. La puerta del ascensor del quinto piso, el de sus oficinas, estaba trabada con alambres: abrirla era imposible. Siguió hasta el sexto, y luego usó las escaleras. Una vez dentro, lo miraron con sorna. Expuso los motivos de su visita. La sorna no se esfumó. Obtuvo una cita, al día siguiente. Bajó al cuarto piso y llamó al ascensor.
Acodado en un café, desplegó sobre la mesa sus notas y el magro material que había obtenido. Estaba en cero, casi. Advirtió que nadie le había pedido identificación alguna.
Mejor. Carecía de credenciales. No tenía, siquiera, un simple documento de identidad.
En Buenos Aires, la mayor parte de las agencias está inscripta en la Cámara Argentina de Empresas de Seguridad e Investigaciones (CAESI). Todo un logro para un quehacer que conserva mucho de misterioso, y que precisa de los pocos escrúpulos -para ocuparse de ellos, para tratar con ellos- como la reina al zángano.
La CAESI, según averiguó, funcionaba en un tercer piso de Montevideo 666.
Le gustó el número.
[Nota de Klamahama: en la entrada anterior publicamos imágenes de todas las páginas de éste suplemento y en nuestras galerías de Flikr las compartimos en gran tamaño. Busquen la referencia gráfica al número 666 que leyeron renglones arriba y comprueben como Caín está hecho de pequeños y asombrosos detalles.]
Cuando arribó allí, por la tarde, el edificio estaba sin luz. Empleó las escaleras. Lo atendió Federico Macchi, gerente ejecutivo de CMSI, en persona: Macchi ignoraba que él sabía que era Macchi. Se abstuvo de presentarse. A la requisitoria, respondió diciendo que era precisa una nota por parte de la editorial, para dar el cauce correspondiente -dijo: "Legal"- a la cuestión.
"Lo siento", arguyó. "Estamos sin luz...”.
Sabía, ya, que la CAESI agrupaba a 170 agencias. Que, para manejar una de ellas, hacía falta ser oficial retirado de seguridad o de las Fuerzas Armadas. Que en la provincia basta con cumplir una serie de requisitos para poder habilitar una, pero en la Capital se depende de un edicto, esto es, de la (buena) voluntad del Jefe de Policía.
Anotó: "Hace mucho tiempo que no se abren agencias aquí".
Sabía que, para ser socio fundador, hacía falta tener un mínimo de 40 años. Que no pesaran procesos judiciales sobre la persona, o, en caso de estar pendientes, que no afectaran la "honorabilidad". Que debía gozar de "buen concepto vecinal", en una ciudad en que nadie conoce a nadie. Que debía demostrar "idoneidad", no se sabe si con los silogismos o los puños o las lecturas de Jim Thompson o los interrogatorios.
Un detective, a quien, para no identificar públicamente, registró como "el señor R", desglosó ante el las funciones que, en teoría, pueden cumplir las agencias.
Vigilancia de fábricas, de edificios, de countries.
Custodia de personas, valores, mercaderías en tránsito.
Informes comerciales, entre ellos de pre-incorporación a empresas. Cualquier aspirante a un empleo, pues, puede ser hurgado sin siquiera saberlo.
Investigación de hechos delictivos (en otra agencia, negaron enfáticamente esta actividad, ya que, dijeron, "la Policía nos lo prohibe”).
Lo que en la jerga legal se conoce como "solvencias morales". Es decir, investigar las actividades prematrimoniales o extraconyugales de un sujeto.
Servicio secreto de información: hay quienes se infiltran -en empresas, admiten: niegan, por el contrario, hacerlo en gremios o partidos políticos- para “prevenir" robos o sabotajes.
Le dijeron que no existía la portación de armas para civiles. Que los ex oficiales, en cambio, podían hacerlo.
Cuando indagó sobre sus fuentes, sobre cómo hacían para toparse con los antecedentes de un individuo, le respondieron siempre: "No pregunte lo que no se puede contestar”.
Investigó, después, a un tal Seutella, quien tenía una agencia en Avenida General Paz y Rivadavia. Entre los detectives, Seutella gozaba de fama como "el James Bond del sub-desarrollo", alguien que se preciaba en la mostración pública, que alardeaba de sus "métodos", presto a aparecer en cualquier medio que lo requiriera.
Chequeó, más tarde, todo el listado de agencias. La mayoría optaba por una fachada de respetabilidad suma. Algunas, sin embargo, no podían reprimir un guiño. Makros Seguridad SRL ostentaba, en su logo, una lupa a la Holmes. Otra se llamaba Magnum. Otra, Cipol. Otra aseguraba contar con "sistemas Radarson", sin más precisiones al respecto.
Se hizo con documentos y los textos de las leyes pertinentes, como la 9603.
Obtuvo, en la CAESI, cantidad de folletos institucionales.
Fue entonces, y no antes, que comenzó a dudar.
Advirtió que le presentaban una fachada monolítica, de sumisión a la ley, de urbanidad, que no cuajaba con el microuniverso en el que las agencias se movían. Se dijo que todo parecía tan apasionante como si se tratara de un estudio de contabilidad, y no de agencias dedicadas a "investigaciones, peritaciones, criminalística", como rezaba uno de los avisos.
Ese exterior uniforme era, también, lingüístico. Todos los "detectives" con los que se había topado se expresaban en una suerte de jerga proto-legal, como si fueran abogados. Todo el material vinculado a la CAESI insistía en ese registro hasta la parodia, con clichés como "'prestigio institucional", "labor académica", “promoción de la ética" y "representatividad para una armónica relación laboral".
Se preguntó si, para vulnerar un sistema, no era preciso conocerlo al dedillo.
De todos modos, ese frontispicio tenía límites. Había chocado con ellos, una y otra vez. Cuando le decían: "No pregunte lo que no se puede contestar". Cuando le decían: "Se supone que un policía en actividad no puede trabajar para una agencia". Cuando le decían: "Las vías legales no contemplan esa labor".
Concluyó, entonces, que aquello que le interesaba saber estaba vedado, por el muro invisible que las agencias habían levantado entre ellas y el mundo de la luz. Que no podría obtener información alguna a no ser, que encontrara a un marginado dentro de ese sistema, cuyo testimonio, de todos modos, sería válido sólo de un modo relativo.
Los detectives, pues, esos detectives, los que uno acariciaba en la imaginación, no existían en Buenos Aires.
Lo cual era una mala noticia. Si no había detectives no había nota.
Todavía andaba, por allí, Evaristo Meneses, el Evaristo de la historieta, quien conservaba su propio bureau de investigaciones privadas. Según Sasturain, su oficina parecía "digna de Marlowe”.
Meneses, sin embargo, era un anacronismo. Operaba como la excepción a la regla.
Abundaban por el contrario, las agencias, como la Pinkerton, como la Continental hammettiana.
Insertadas en un país con un Poder Judicial endeble. Otto Paladino estaba vinculado a una agencia. Suárez Mason estaba vinculado a una agencia.
Parientas de un poder policial visiblemente enfermo. Un oficial masacró gente en Río Cuarto. Otros fusilaron a jóvenes en Budge. Otro, asesinó a la abuela de Fito Páez.
No hay certezas. Siente que no puede dar fe, que los asideros escapan de sus manos, que no puede dar cuenta de nada sino de sus dudas, de sus tinieblas, de sus deseos de estar vivo. Cree saber, apenas, que ser detective en esta ciudad es duro.
O imposible.
De algún modo, aflora a su mente el M. Emmett Walsh de Simplemente sangre, que acepta primero un encargo para probar la infidelidad conyugal de una mujer, luego recibe dinero para matarla y, finalmente, asesina a su cliente.
La otra salida es plegarse a un organismo, se dice. A una corporación. Donde uno está protegido. Donde la responsabilidad se diluye.
Se lo ocurre, entonces, que el periodista-detective también es quimérico en Buenos Aires. No hay medio capaz, mejor, no hay medio interesado realmente en una investigación. La mayoría de los periodistas locales, piensa, trabajan a partir de un par de fuentes cercanas al poder, algún trascendido y una fotocopia de un presunto documento, para unir luego todo con mucha -en lo cuantitativo- imaginación.
Recordó así que John Houston se había iniciado como periodista. Duró poco. Lo echaron porque "guardaba muy poca estima por los hechos reales".
Decidió declinar el caso. En el hall de la redacción, le entregaron dos cartas y un mensaje. Leyó el nombre y el teléfono. Luego, la anotación: "Urgente, por la nota sobre los detectives".
Se comunicó desde su casa.
Escribió que el hombre era gordo, que sudaba, que vestía corbata. Uno de esos datos era cierto, otro falso, otro ambiguo: hacía eso para proteger la identidad de su informante. Un detective. Alguien que quería hablar.
Se negó puntualmente a ahondar en la cuestión de las agencias. "Todas las cosas que usted intuye son ciertas", se limitó a decir. "Incluso las buenas".
Lo invitó a una ginebra. Quería hablar, sí, pero de él mismo. No hubo forma de regresarlo al otro territorio, al más vasto, al genérico. Nadie sino él marcaba el cauce de la conversación: el periodista ya había pasado por trances similares.
Dijo que había sido oficial, que se había retirado joven, que había puesto una oficina propia. Uno de esos datos era cierto. Dijo, también, que en sus comienzos le complacía fraguar las soluciones de los casos. "Hurgaba un poco y después me cansaba: prefería imaginar el resto". Dijo que ese modus operandi no le había causado trastornos mayores. Sólo que un día se hartó. Había que pensar demasiado.
Entonces empezó a poner pruebas donde no las había. A deslizar sobrecitos de cocaína en bolsillos vírgenes. A trucar fotografías. A contratar prostitutas para que sedujeran a maridos cuarentones. Uno de esos datos era falso. A partir de entonces, había prosperado. Gozaba, aseguró, de un prestigio considerable en su medio. "Saporiti nunca se equivoca" rió.
Suponía que el periodista conocía las viejas películas de los Cinco Grandes del Buen Humor, de las que entraba y salía un detective chapucero llamado Saporiti. Pero el periodista no llegaba a los treinta.
Sin embargo, el hombre suponía bien.
Hablaron de los bajos sueldos de la policía, de aquellos que se acostumbraban a pegar y luego no podían parar, de una agencia que se especializaba en romper huelgas. Uno de esos datos era ambiguo. Acabada la ginebra el hombre amagó retirarse. Le aclaró, antes de hacerlo, que pensaba negar todo lo que, había dicho, y que no contaba con pruebas para atribuirle una sola de las palabras que había pronunciado.
El periodista le preguntó cómo estaba seguro de que no lo había grabado.
Sonrió. Entonces se le abalanzó, registró sus ropas, sacó todo lo que llevaba en la mochila y la revisó también, ante la atónita mirada de los comensales del bar.
“Así”, dijo, "así estoy seguro".
Una vez que hubo pasado todo en limpio, sobre el final del texto, el periodista añadió una recomendación. Que se lo leyera como una simple nota. Que se lo leyera como un informe, seco, despojado. Que se lo leyera como una ficción, que lo era.
Sugirió, también, que quien llegara final estampara su firma sobre el papel impreso. Como hace el forense cuando termina de leer un certificado de defunción.
Un nuevo encuentro con el amante celoso precipitó el fin. “Te avisé: con la Betty no se jode”, le oyó decir, mientras recibía un castigo cruel. Allí se desplomó, en Catalinas Sur, en la Plaza Malvinas Argentinas. No, no murió. Tenía, apenas, tres costillas rotas. Eso le bastó. A los cuarenta días, se conchabó como empleado en un banco, y, meses más tarde, se consagró en un aviso de dentífrico.
Perdónalos Marlowe, porque no saben lo que hacen
"Por abrumadora mayoría, las novelas policiales negras y argentinas han copiado o tendido a reproducir una parcela pequeñísima de la novela negra americana. Exagerando, podría decirse que no han elegido una corriente, ni un autor, sino un personaje, Marlowe...".
"(En la mayoría de los casos) se produce la fractura de verosimilitud como crear un detective privado en una trama social en la que no existe la necesidad o posibilidad no sólo de existencia real y actuante, sino también (lo que es más importante para la novela) de existencia mítica del detective privado. En el plano mítico, se sabe que los detectives privados existen en Nueva York o Chicago, nunca en Corrientes y Caballito. "De manera que el protagonista ya viene rengueando. Porque, además, por lo general se trata lisa y llanamente, de un chanta, y para colmo de males, de un chanta indeciso...".
Elvio E. Gandolfo, en el N° 23 de la revista Fierro
EL ÚLTIMO DETECTIVE
En un país peculiar como la Argentina, no hay formas ortodoxas de ser detective, sino, también, mil formas peculiares. A la luz de esa certeza, nadie podría objetar que uno de los grandes detectives nacionales, y quizás el último, fue Rodolfo Walsh. El actuaba como tal, seguía sus pistas como perro de presa, cambiaba de identidad, portaba un arma, gambeteaba a los villanos y después para colmo de males, buscaba la forma de exponer públicamente el caso. Esto le valió la inquina de los profesionales de la cuestión, puesto que Walsh no tomaba los casos que le traían, sino los que él iba a buscar, sin que nadie le pagara, porque si, por afán de verdad. Esto le valió la inquina, también, de quienes se veían perjudicados por sus pesquisas.
Nadie sino ellos sonrió cuando Walsh fue muerto.
Su desaparición, sin embargo, no alteró una verdad: la única clase de detectives que es útil a esta sociedad, que la limpia, que la hace mejor, es la que Walsh fundó. Esa es la que debe hacer escuela.
Publicamos la tapa del libro Manual de perdedores de Juan Sasturain, para ilustrar esta historia de CAIN. Pero también porque nos abre dos atajos hacia futuros post. El primero hacia uno de los artistas preferidos de Klamahama: Oscar Chichoni, argentino, de fama mundial, ilustrador de libros y revistas de cómics y ciencia ficción, sólo por citar una parte de su historial.
Y el segundo hacia la revista española CO&CO (ya desaparecida). Una publicación de altísimo vuelo, cuyos artículos, fotografías, ilustraciones, historietas y cuentos cubrían un espectro temático irresistible que se anunciaba en la tapa: comic, rock, jazz, cine y letras.
Tanto de la revista como de Chichoni estamos preparando entradas, digamos, a la altura de las circunstancias.
Por el momento dejamos estas imágenes a modo de señalador: una tapa de CO&CO ilustrada por Chichoni y el dibujo original completo (la revista excluye todo el entorno de la figura central). Pero además, presten atención al detalle de la mano: en el dibujo se ve enroscada en su dedo índice y en la muñeca una porción de tela. Pero en la tapa de la revista desaparece. Es llamativo, como si la editorial buscara un impacto mayor al creado originalmente por Chichoni. Si alguien conoce la verdadera historia de esta situación de censura inversa, puede dejarnos un comentario al final de la entrada.
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