Pages

Mostrando entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Cuentos. Mostrar todas las entradas

Sudor

16 abril 2010


Un cuento bien caliente de Pedro Mairal


Estuvimos cuatro años de novios con Valeria hasta que empezamos a buscar departamento para irnos a vivir juntos y en la búsqueda infinita me empecé a dar cuenta de que yo rechazaba todos los departamentos que veíamos porque en realidad no quería mudarme con ella. Pero todo lo demás fue felicidad. O casi todo.


Valeria era hija única, vivía con sus padres cerca del hipódromo de San Isidro en una casa con pileta, mini jardín y hasta un cuarto de servicio que no se usaba, junto a la cocina en la planta baja. En ese cuarto dormía yo los fines de semana. Me llevaba bien con mis suegros, a mi suegro le celebraba los asados, a mi suegra los postres y así me hospedaban amablemente desde el viernes a la noche hasta el domingo a la tarde.


Habían tenido a su hija ya pasados los cuarenta y ahora eran un matrimonio mayor, ya entrados en una especie de plácida menopausia. Me trataban bien, algo distantes, cuidadosos, pero me querían. Si me mantenía durmiendo en ese cuarto en planta baja, más o menos lejos de su hija, me querían. Aunque supongo que sabían que su hija no era virgen, no sé hasta qué punto sospechaban de los cruces nocturnos. Lo cierto es que cuando ya todo estaba en calma y apenas se oía ladrar algún perro de la cuadra a las dos de la mañana, Valeria bajaba y se metía conmigo en la cama. Casi no tengo imágenes de esas noches porque cogíamos con la luz apagada, no por pudor sino para que no nos descubrieran. Pero sí me acuerdo de los sofocones, de los gritos mudos, del jadeo. Nos convertíamos en un monstruo empapado. Valeria fue la primera mujer que me hizo sudar, o la primera por la que estuve dispuesto a agotarme hasta el desmayo. Siempre me pedía más, me pedía que aguantara. A veces poníamos nuestros zapatos bajo las patas de la cama para evitar que la madera rechinara contra el piso de baldosas. Nos pasábamos casi todas las noches del viernes y del sábado chocando el uno contra el otro, estrellándonos. Porque eso era lo que hacíamos, nos estrellábamos. Yo era adicto a sus orgasmos, los necesitaba. Pero a ella le costaba alcanzarlos. Me hacía trabajar. Ella misma me compraba forros texturados y hasta unos que venían con tachas para provocar más fricción. Todos esos forros que se iban por el inodoro, usados y prolijamente anudados‚ al final de la noche.


A ella le gustaba estar encima mío, me cabalgaba con esa insistencia pélvica femenina de moverse, no tanto de arriba abajo sino de adelante a atrás, un movimiento que se iba perfeccionando a medida que crecía nuestra transpiración jabonosa porque su culo patinaba sobre mis muslos y la pija le entraba más hondo. A veces yo me incorporaba un poco en la cama, quedaba sentado, y ella me rodeaba la cintura con las piernas, todavía arriba mío, abrazándome, y yo le sentía con mi mejilla el pelo mojado pegado al cuello, y con las manos el canal de la espalda también mojado y tenso.


Creo que nuestro secreto era el sudor. Yo hasta entonces me había acostado primero con putas y después con dos novias sucesivas y discretas que no soltaban el tigre. Las putas no sudan en la cama, no pueden desvivirse furiosamente por cada cliente, no les daría el físico para estar así todo el día, o toda la noche; apenas con unos gemiditos profesionales les basta para alentar y abreviar el forcejeo del macho triste. Las novias discretas tampoco sudan, seguramente porque no es uno quien les despierta la fiebre necesaria sino algún otro novio o amante venidero. Es decir que Valeria fue la primera con quien me entregué al zarandeo olímpico. A veces me imaginaba que su viejo entraba de golpe prendiendo la luz y decía “¿Qué están haciendo?” y yo le contestaba “¡Suegrito, estamos rompiendo todos lo récords.” Pero eso no pasó exactamente.


Nos partíamos el alma hasta que cantaba el primer pajarito del día (desde el último perro hasta el primer pajarito). Y creo que nos excitaba el sudor porque el forro era como una barrera seca entre los dos, casi como sexo virtual. En cambio el empape del sudor era real y animal. Era nuestro gran secreto, el estado casi acuático de nuestro abrazo. Un logro mutuo. Valeria me agarraba de la nuca, le gustaba sentirme la nuca mojada. Yo le mordía las tetas, le pasaba la lengua por su esternón salado, le subía la mano por la espalda, le juntaba el pelo largo en una coleta abundante y húmeda. Hay algo que pasa cuando se suda cogiendo (o se coge sudando), y es que todo se vuelve más fluido, las caricias ya no son sectorizadas, eso de te agarro el culo y después las tetas y después te acaricio los muslos, sino que el contacto se vuelve todo un continuo, una sola superficie de placer, las partes del cuerpo se difuminan, se estiran casi, se vuelven un todo escurridizo, sin límites ni nombres diferenciados, la piel se vuelve toda beso mojado, mordisco resbaloso, y se coge entre mechones empapados, gotas que caen por el torso en hilos y hay que despejarse la frente y seguir.


Valeria era incansable, guerrera. Me gusta esa palabra, guerrera porque realmente la peleábamos juntos en la cama, cuerpo a cuerpo, en un combate oscuro y extenuante que nos aceleraba el corazón, con susurros violentos y tiernos dichos al oído, hasta que ella empezaba a desarmarse encima mío, como a caerse pero abrazándome fuerte, ahogando un gemido largo hasta que se quedaba quieta y volvía en sí, volvía como un animal jadeante después de una carrera, con la crin pegada sobre la cara, sobre los ojos. De a poco nos sosegábamos, recuperando el aire, buscando oxígeno en bocanadas asmáticas. Y en un momento ella me soplaba suavecito el pecho y me hacía sentir el sudor fresco aliviándome del calor, y yo se lo hacía a ella, le soplaba entre las tetas y hacia abajo hasta el ombligo. Nos alternábamos una vez cada uno y así nos quedábamos un rato dormidos. Después Valeria se volvía en puntas de pie hasta su cuarto.


Pero no podía durar tanta felicidad clandestina. Un sábado a la mañana vimos a mi suegro en el jardín con un tipo de overol azul. Miramos por la ventana de la cocina. El jardín estaba inundado y sobre el pasto se veían cositas de colores. Valeria se tapó la boca. Mirá, me dijo. Era el pozo séptico de la casa, que se había desbordado y habían salido a la superficie todos nuestros forros, los polvos de cuatro años decoraban el jardín. El tipo de overol sonreía, el padre de Valeria no. Y lo peor de todo fue que nunca nos dijo nada. Nosotros huímos como si tuviéramos algún programa imperdible y no supimos quién recogió nuestro inventario profiláctico. Pero esa tarde‚ dando vueltas por el barrio sin animarnos a volver‚ ella me dijo que quizá podíamos empezar a buscar un lugar donde irnos a vivir juntos. Tenía razón. Era el fin de los buenos tiempos y había que empezar a ganarse el pan con el sudor de la frente.

Vía Eterna Cadencia

El debut del chico tatuado

06 abril 2010


Un cuento clínico-punk de David González

Entré en la oficina del maestro de perfiles a recoger el sobre que contenía el resultado del reconocimiento médico-laboral que me habían efectuado en los servicios médicos de la empresa quince días antes.
SE ACONSEJA ACUDIR A SU MÉDICO DE CABECERA CON ESTOS ANÁLISIS.
Acudí.
En la sala de espera, dos mujeres daban la lengua:
- ¿Cuánto has adelgazado? -preguntó una.
- Veintiséis kilos -respondió la otra.
- Estás más guapa así.
Oí mi nombre y mis apellidos. Entré en la consulta, me senté, dije:
- He adelgazado nueve kilos en menos de un año.
- Me vas a hacer análisis de sangre y orina.

- ¿Y tú a qué lo achacas? -me preguntó, unos días después, el médico, el mismo.
- A los nervios -le dije.
- ¿Así que tú crees que la causa son los nervios?
- Sí- le dije -. Eso creo. Sí.
- Veamos -dijo.
Pulsó uno de los botones de su interfono:
- ¿Están por ahí los resultados de la analítica practicada a David González?
Estaban. Se los trajeron. Les echó un vistazo por encima.
- Diabetes -me dijo-. Esa, y no otra, es la causa del adelgazamiento.
- ¿Y eso tiene cura? -le pregunté.
- La diabetes es una enfermedad crónica -me contestó.
- ¿Y tendrá que pincharse insulina? -le preguntó la mujer que antepone mis necesidades a las suyas.
- Si no hubiera indicios de acetona, quizá no.
- ¿Pero cuál es la relación de la acetona con la diabetes? -le preguntó ella.
- Cuando aparece acetona significa que la insulina que produce el páncreas no trabaja bien -le dijo el médico-. No depura el azúcar ―explicó―. Entonces, el organismo sustituye esa insulina por otra sustancia, la grasa por ejemplo. De ahí que David haya adelgazado tanto- terminó.
Luego me preguntó:
- ¿Hay antecedentes de diabetes en tu familia?
- Que yo sepa no -le respondí-. Aunque mi madre se puso insulina durante mi embarazo.
- Te voy a preparar un volante para que vayas mañana al hospital -me dijo-. Vas por urgencias.
El bolígrafo con el que garabateaba, de madera, tenía su nombre grabado, en letras doradas, en la pestaña de acero inoxidable.
- ¿Fumas? -me preguntó.
- Sí.
- ¿Cuánto?
- Dos cajetillas al día.
- ¿Fumas porros?
- Alguno, sí. Pero pocos.
- ¿Alguna otra droga?
La realidad era mi droga, recuerdo que decía Cyril Collard.
- ¿El alcohol cuenta?
- Sí.
- Pues entonces alcohol también.
- ¿Y aparte del alcohol?
- A veces esnifo farlopa?
- ¿Cocaína?
- Sí.
- ¿Qué cantidad?
- No sé…Tres o cuatro rayas los fines de semana.
¿Pero a quién pretendías engañar, tío? ¿Al médico o a ti mismo? Sabías de sobra que era raro el finde que bajabas de los dos o tres gramos.
El médico me miró, como si pensara: y qué más.
- Y pastis.
- ¿Éxtasis?
- Sí. En alguna fiesta.
- ¿Tus padres viven?
- Sí - aún no les había matado a disgustos.
- ¿Tienes alguna enfermedad?
- Diabetes - le vacilé.
Levantó los ojos de la mesa, me miró.
- Aparte - me dijo.
- No.
Me firmó el parte de la baja laboral.
- Y no te preocupes -me dijo-. Podrás seguir haciendo una vida normal (ya) y podrás seguir trabajando (sí, también).
Salimos de la consulta, del ambulatorio, y subimos al coche (porque de aquella aún tenía coche). No alcanzaba a comprender todavía, a imaginar siquiera, si finalmente se confirmaba, la importancia de lo que el médico de cabecera acababa de decirme. La gravedad de la dolencia que me había diagnosticado. Ni cómo afectaría a mi vida y a la de todos aquellos con quienes la compartía, en especial a la de la mujer que se desvive por mí.
- ¿Avisaré a mi madre? - le pregunté.
- Espera a mañana -me dijo-. Espera a ver qué pasa mañana, qué te dicen. No la dejes preocupada.
Cuando le di a la llave de contacto, las lágrimas arrancaron a la primera.
- Tranquilo -me dijo ella acariciándome la espalda con ternura-. Tranquilo –repitió-. Deja de llorar. No llores más. Ahora ya sabemos por qué eres tan dulce.

A las nueve en punto de la mañana entregué el volante en la ventanilla de admisión de urgencias del hospital.
Un celador me acompañó hasta una habitación minimalista: una cama diminuta, un armario metálico y una mesa.
- Quítate toda la ropa, menos los calzoncillos, y métela en esa bolsa.
Una bolsa de plástico, como las de la basura, del mismo color.
- Y ponte este camisón.
No sabía cómo se ponía, así que terminé por ponérmelo del revés. Me dejaba al descubierto los tatuajes del pecho: una paloma con una hoja de laurel en el pico y un revólver del calibre cuarenta y cinco.
Entró una enfermera, reparó en los tatuajes.
- ¿Tiene ganas de orinar el chico tatuado? - me preguntó.
- No muchas, la verdad.
- Entonces me veré obligada a ponerte la sonda - dijo.
- De repente me han entrado unas ganas tremendas - dije.
Entró una mujer, médico, endocrino, joven, guapa, saludable. La paloma, en su vuelo, le pasó raspando la cara. El revólver la encañonó.
- ¿Dónde te hiciste eso? - me preguntó.
Es mejor, siempre que sea posible, decir la verdad.
- En la cárcel -le dije.
- ¿Y por qué fuiste allí? -quiso saber.
- Por malo.
- ¿Y estuviste mucho tiempo?
- Tres años.
Entró otra vez la enfermera.
- Vamos a hacerle un electro al chico tatuado - dijo.
Entonces, de repente, reparé en las uñas de mis pies. Con las prisas, los nervios, el madrugón, me había olvidado de cortarlas. Me daba vergüenza, mucha vergüenza, que la enfermera pudiera llegar a pensar que yo era un marrano. La sábana no alcanzaba a taparme los pies. Estaban largas, mis uñas, tan largas que hubiera podido enroscarlas sin ningún problema a los barrotes que había a los pies de la cama. Sin embargo, la enfermera no pareció darse cuenta, o ya estaba acostumbrada, y mi cuerpo se transformó, en apenas unos instantes, en un amasijo de cables, pinzas y parches.
La habitación no tenía puerta. Cortinas. Estaban descorridas. Observé lo que sucedía en el interior del cuarto número seis. Exploraban a una paciente, una chica joven, pelirroja, con aspecto de yonqui. Llevaba puestas unas bragas y un sujetador, a juego con el color de su piel, el blanco. El adjetivo delgado se quedaría corto si me viese en la tesitura de tener que hacer una descripción de su cuerpo. Pero si tuviese que describirlo, diría que estaba consumido. Igual que su rostro. Los pómulos sobresalían tanto que parecían nudillos. Los ojos, en un intento desesperado por escapar de la invasión a que estaba siendo sometida su intimidad, se detuvieron, por unos segundos, en los míos, reconociéndolos, aceptándolos. Su mirada lo decía todo: En manos de extraños, tío, así acabamos. En manos de extraños.
Entró un médico. Se fijó en las tres cicatrices del antebrazo, del siniestro. Puso cara de asco. Pero era humano, el endocrino, sentía curiosidad.
- ¿Y eso? -me preguntó-. ¿Te cortaste?
- Me lo hice en la cárcel con la hoja de una maquinilla de afeitar - le contesté.
- Así que te diste a la mala vida, ¿eh?
- Algo parecido, sí.
- Pues ahora ya se te acabó - dijo, con satisfacción.
Me acordé de Hubert Selby Jr, el escritor estadounidense, de algo que dijo, o escribió: La luna de miel se ha terminado.
- Tienes diabetes de debut, diabetes insulinodependiente -me dijo el medico-. ¿Has venido con alguien? Vamos a dejarte aquí.
En manos de extraños, pensé, y volví la vista hacia el cuarto número seis, pero en el cuarto número seis no había nadie. La chica con aspecto de yonqui, la pelirroja, ya no estaba. Se la habían llevado.



El debut del chico tatuado (Relatos completos 1998 - 2009), recopila todos los relatos de David González. El cuento lo encontramos en el blog de la editorial Azotes Caligráficos

Y si te gustó la pluma de este poeta gijonés -de quien dicen que su obra es autobiográfica- la entrevista realizada el año pasado que encontramos en el blog Subcultura-El arte underground en Granada te ofrece algunas pistas sobre él y su trabajo.




David no es un perdedor, aunque su último poemario: Loser, signifique eso precisamente. Es alguien con las cosas muy claras, un poeta de no ficción, un poeta de hoy que habla de cosas de hoy. David González nació en 1964 en San Andrés de los Tacones, Gijón. Dirige la colección de poesía Zigurat, que edita el Ateneo Obrero de Gijón. Ha publicado, entre otros, los siguientes libros: Reza lo que sepas (Eclipsados, 2006), El amor ya no es contemporáneo (Ediciones Baile del Sol, 2005), Tango azul (Universidad Católica de Córdoba, Argentina, 2005) y Anda, hombre, levántate de ti (Bartleby Editores, 2004), Algo que declarar (2007), En las tierras de Goliat (2008) y su último poemario Loser (2009) Bartheby Editores. Sus poemas han sido traducidos al inglés, al alemán, al francés, al árabe y al húngaro.

Como poeta, tiene un concepto crítico muy personal del mundo que le rodea y hace de su poesía una constante llamada de atención a la conciencia. David, se enfrenta al Goliat de la sociedad actual con la honda de la palabra en un tiro certero, como su poesía. Desde su Ciudad Gris, nos ha contestado estas preguntas que nos dejan acercarnos más a él.

1- David, la pregunta más simple, ¿por qué escribes?
Ya lo he dicho en más ocasiones: Escribo para limpiarme por dentro. Pero en los últimos tiempos he comprendido que me ensucio a más velocidad de la que escribo.

2- Tu último libro, Loser, ¿qué supone en tu poética?
El final de la misma.

3- ¿Dónde aprende a escribir un poeta al que luego se le etiqueta como “autobiografista”?
En la Universidad de la Vida. Y leyendo a escritores de No Ficción.

4- Hablando de etiquetas… “realismo sucio”, “poesía de la conciencia”, “realismo comprometido”, “poesía de la contracultura”… son algunas de las que aparecen en tu biografía. Realmente ¿se puede etiquetar la poesía de David González?
Ya que en esta sociedad de mierda en que vivimos se tiene la manía de etiquetarlo todo, mi poesía se podría etiquetar como Poesía de No Ficción y de ninguna otra manera.

5- Por cierto… ¿qué se siente al ser uno de los poetas contemporáneos que aparece en la Wikipedia?
Nada. Eso no tiene nada que ver con el acto físico de la escritura.

6- Lejos de la imagen bohemia del poeta, te has adaptado a los tiempos, tienes página web y blog, te prodigas en publicaciones en la red, comentarios, reseñas de otros autores ¿en qué está influyendo la “era internet” en la poesía actual?
Esa imagen bohemia del poeta no se corresponde con la realidad. Es una imagen de otros siglos. El hecho de tener web o blog no te hace ni más ni menos bohemio. Ser un artista bohemio no tiene nada que ver con el uso que ese artista haga de las nuevas tecnologías. Sobre todo teniendo en cuenta que administrar un blog es totalmente gratuito y teniendo en cuenta además que con la conexión wifi ni siquiera tienes que gastarte un euro en pagar cuotas, solo el café que te tomes en una zona wifi.
La Era Internet está influyendo en la difusión de la poesía, en una mayor difusión de la misma. Ya no hace falta comprarse libros para tener a tu alcance poemas de toda clase y condición. También está originando una mayor democratización de la poesía. Y también en que un poeta desconocido, inédito, puede dar a conocer su poesía a través de su blog por ejemplo a un número infinito de lectores, cosa que antes no podía hacer. Y en este sentido, como lector de poesía, es algo que me fascina, pues he descubierto a grandes poetas gracias a esto que te digo.

7- “Perdóname, pero te amo…” Realmente, ¿se puede pedir perdón por amar? ¿Por qué otras cosas habría que pedir perdón hoy en día?
Si el que ama soy yo, sí se puede pedir perdón por amar. De hecho, gente como yo deberíamos ser conscientes de que amar a alguien es hacer sufrir a ese alguien.
Habría que pedir perdón por tantas cosas que la lista sería infinita. Pero deberíamos pedir perdón por entretenernos con chorradas o por estar enganchados al consumismo puro y duro mientras convivimos con personas que duermen en la calle o se mueren, literalmente, de hambre o de sed; mientras que nosotros, yo el primero, andamos por ahí derrochando la guita en copas, discotecas, coches, etc…

8- Cada vez hay menos poesía de amor-desamor y más poesía social, poesía denuncia, poesía de la conciencia, de la experiencia… ¿qué está pasando en la actualidad con el tema más universal, el amor?
Quizá lo que pasé es que “El amor ya no es contemporáneo”.

9- ¿Qué necesita David para escribir un poema?
Algo que declarar.

10- Imaginemos mirar en los cajones de David ¿encontraríamos muchos poemas aún inéditos?
Uno o ninguno.

11- La poesía ¿es un género para minorías? ¿Para inmensas minorías?
La poesía es un género para poetas y amigos y familiares de poetas.

12- El hombre actual ha perdido muchas cosas, muchos principios morales ¿Cuáles echas de menos, David?
El del compromiso con los más desfavorecidos.

13- Pregunta número 13 para un hombre fuera de toda superstición: danos un motivo para leer poesía.
Me acojo a la Quinta Enmienda para no responder.



En la web de David González hay más información sobre el autor.

Me entero de cosas superinteresantes, como la obra de David González, en el blog Escrito en el viento de José Angel Barrueco.

Todo está por suceder

09 abril 2008

Max Headroom Un cuento de Rudy (fragmento)


Buenas noches, queridos, estimados o desconocidos televidentes: como todos los días a esta misma hora u otra parecida, con ustedes yo, la Señorita Noticias, con parte de la información necesaria y un montón de datos superfluos pero indispensables para considerarse “adentro”. Comencemos por un aviso de nuestro sponsor, Pensador: Contrate ya mismo nuestro servicio de “generador automático de ideas”, el único que piensa para que usted no piense, y recuerde usarlo de ser posible dentro de la hora pico, para favorecer una mejor facturación. Pensador tiene a su disposición generadores de deseo, sueños e ilusiones a precios promocionales. Adquiéralos ahora, antes de que sean obligatorios y elevemos nuestros precios.
Gracias, Pensador y recuerden que ¡Pensasur es peor! Ya que ahora obliga a sus Cautivos a un servicio permanente según el cual no pueden dejar de pensar, o si lo hacen, ¡la tarifa por “no pensar” es más alta todavía! Hace medio siglo era difícil comunicarse. ¡Ahora es imposible no hacerlo! Vamos a una Noticia Local: Lucio Mario López, vecino del barrio de Chabón, se despertó a las 20 horas de este día. Y digo este día, y no esta noche, ya que, recordemos, por disposición del gobierno se abolió la diferencia entre “Día y Noche” por ser discriminatoria. Lucio desayunó un juancarlos tibio y tres rodajas de pan integral, y luego se quejó por no poder visualizar ni una sola teta de su vecina Diana, en razón de hallarse las persianas bajas y el departamento a oscuras.
En otro orden de cosas, hoy es 10 de diciembre de 2033 en la Ciudad de Buenos Aires y sus alrededores, 17 de octubre de 2038 en las provincias el Sur, y 15 de noviembre de 1775 en las del Norte. El tiempo es bueno, aunque con serias probabilidades de atrasar varias décadas más en el norte, debido a la contaminación cultural del anticiclón Georges W.


Links relacionados

El cuento lo tomamos prestado de Página 12

La zona de influencia


Un cuento de Pablo De Santis


Tardé cuatro horas en llegar a la casa del doctor Sáenz. Después de salir de la autopista tomé un camino lateral en la dirección equivocada y anduve varias horas perdido. Había trabajado con él dos años atrás, cuando aparecieron los primeros casos de la enfermedad. Ahora el mismo doctor Sáenz, que había recorrido el país para conocer los casos y completar la más completa descripción del mal, estaba enfermo.En aquella época todavía no se sabía cómo se producía el contagio.
La casa mostraba esos ligeros signos de deterioro, que aislados son insignificantes, pero reunidos conducen a la ruina. A pesar de haberlo tratado casi diariamente, no sabía nada de su vida. Sáenz era uno de esos científicos que dejan en claro, apenas uno los conoce, que su verdadera identidad está puesta en el trabajo, y que todo lo demás es sólo una apariencia que es mejor ignorar.
Había olvidado cargar combustible y el tanque estaba casi vacío cuando me detuve frente a la casa. En una de las ventanas del segundo piso se asomó una muchacha. Aún antes de haberla mirado detenidamente supe que era hermosa; tenía esa clase de aura que se impone inclusive a la lejanía y la distracción. Lllevaba un anticuado vestido azul.
No me abrió la puerta la muchacha, como hubiera deseado, sino la esposa del médico. Recordé haberla visto en un congreso, pero ella no se acordaba de mí. Como algunos periodistas se habían acercado a la casa, mostró reservas para hacerme pasar y sólo aceptó cuando le hablé del trabajo que habíamos hecho en común con su marido.
Me hizo sentar en un sillón y me sirvió un café en un pocillo que tenía una rajadura. Pensé que quería examinarme antes de permitirme ver al enfermo, pero en realidad sólo tenía necesidad de hablar. Conversamos de conocidos comunes y de las ventajas de vivir en la zona, todavía libre de edificaciones. Cuanto más tratábamos de ignorar la enfermedad, más invadía la conversación, y aún los comentarios triviales parecían metáforas del mal. Le pregunté cómo estaba su marido, si había mejorías.
-Ninguna. Con cada cosa que aparece, él se debilita más y más.
-¿Son objetos reconocibles?
-Casi siempre, sí. Algunos parecen a medio terminar.
-¿Inanimados?
La mujer vaciló. Quería responder otra cosa, pero dijo:
-Sí, siempre. ¿Otro café?
Fuimos a un cuarto apartado de la casa. La mujer golpeó antes de entrar y dijo mi nombre. Se oyó una voz débil. Aún así la voz sonó investida del poder.
Sáenz estaba consumido. Los brazos, con las venas marcadas, mostraban señales de pinchazos inútiles. Tenía los ojos clavados en el cielorraso. Al principio no distinguí nada: parecía hiedra o telaraña. Después vi los objetos envueltos en los hilos repulsivos: una tijera, una fotografía de gente sin rostro, una rosa que crecía hacia abajo. Había muchas otras cosas sin terminar. En general los objetos eran más chicos que los originales. También invadían la alfombra. Caminé con cuidado para no pisarlos.
-¿Es una visita social o profesional?
-Hace tiempo que no sé cuál es la diferencia. ¿Le hicieron un pronóstico?
-Puedo sobrevivir tres meses. La nueva droga que estábamos probando fracasó.
Reduce la formación de objetos pero no mejora al paciente. Provoca extrañas malformaciones. Las cosas se materializan gastadas, rotas.
Miré a mi alrededor. Había cosas en el piso, junto a la cama, pero no mucho más allá. Cubrían un radio de tres metros. Hasta poco tiempo atrás no se conocían casos de más de dos. El mal agrandaba su zona de influencia.
-¿Reconoce los objetos? -pregunté.
-Algunos. Otros no. La enfermedad saca sus modelos de rincones remotos, de cosas que vimos al pasar. Estoy cansado, doctor.
-¿Y la voluntad?
-No funciona. Intenté, pero no pude modelar nada. Si me dejan elegir, materializo la hoja de una guillotina y con un último esfuerzo, la hago caer.
Le costaba reír.
-Algo me consuela: me toca morir en una época en la que somos una curiosidad, una aberración, pero no un peligro. Pero pronto la zona de influencia crecerá. Modificaremos áreas más vastas. La enfermedad sólo tiene dominio sobre lo inanimado, pero no está lejos el día en que actúe sobre los otros. Usted mismo, ahí sentado, tratando de disimular la piedad, podría sufrir una transformación. Entonces tendrán que deshacerse de los contagiados. Al primer síntoma, una ejecución.
Recogí del piso un pequeño libro infantil. Los libros eran poco comunes. Había algunas palabras escritas y unas pocas ilustraciones de mediados del siglo XX.
-¿Lo lleva para fotografiar? Tiene que hacerlo rápido. Apenas un objeto sale de la zona de influencia se empieza a deshacer. Mientras esté en la casa las cosas mantienen su forma, después se convierten en ceniza.
Me llevé el libro de la habitación. Iba a hacer la prueba de sacarlo de la casa pero lo dejé. Me sentía un intruso. En el fondo del pasillo vi a la chica del vestido azul. Pensé que me abriría la puerta, pero se fue. Era una actitud común en los parientes: cansados de la brusca aparición de los objetos, se dedicaban a desaparecer de improviso. A la invasión le oponían la huída.
Durante los meses siguientes visité a Sáenz cada quince días. El quería que yo hiciera un seguimiento exhaustivo de la enfermedad. El hecho de saber que en la casa estaba la muchacha, y no sólo el horrible proceso de destrucción, aligeraba mis visitas. A veces la veía por la ventana; otras en el fondo de la sala, frente a una taza de té que se enfriaba, siempre con su vestido azul. Alguna vez le hablé a Sáenz de su hija, pero no le dio importancia: la enfermedad era su único tema.
En junio Sáenz entró en agonía y su esposa me llamó al hospital para pedirme que fuera rápido. Una congestión en la autopista me demoró más de lo acostumbrado. Me pareció que todos esos autos eran convocados por mis deseos secretos de llegar tarde y no tener que enfrentarme al moribundo. Pensé en la chica del vestido azul, para aligerar ese viaje que una vez más -como en todos los casos que había conocido- me llevaba hacia la derrota.
Cuando llegué, el médico ya había muerto. Su esposa dudaba un poco del carácter definitivo de la muerte, no por dolor ni por sorpresa, sino porque la enfermedad la había acostumbrado a tal punto a la extrañeza, que la resurrección le hubiera parecido un milagro trivial. Me hizo pasar al cuarto del fondo. No quedaba ningún objeto, se habían convertido en cenizas que ahora se extendían sobre la cama y el cuerpo. Con la muerte del dios, las cosas creadas se apagaban. Sólo la mano derecha había quedado fuera de la capa gris, crispada en un gesto que parecía una orden.
Abrí las ventanas. La casa ya estaba libre de la enfermedad y de la barrera que había impuesto entre nosotros: ahora podía buscar a la chica del vestido azul. Pensaba consolarla: consolarla de su dolor y de su alivio. Le pregunté a la viuda por su hija, y respondió que nunca habían tenido hijos. Recorrí en vano cuartos y pasillos, hasta encontrar, en un rincón del comedor, la taza rota, el té derramado y la ceniza.


La foto del fantasma es de Stephen Groeneveld

Acerca del autor
Pablo De Santis puede presentarse como escritor, periodista, crítico, autor de ensayos o guionista de textos para historietas y para televisión. Todo eso lo define.

En el foro de Imaginaria dice De Santis que su cuento lo escribió “rápido, porque debía salir en un suplemento de cultura que Clarín preparó para el fin de 2000, junto con cuentos de otros escritores. La ciencia ficción no es el género con el que me sienta más a gusto, aunque allí la idea de esa enfermedad futura esconde el hecho de que se trata de un cuento de fantasmas”.

De Santis nació en Buenos Aires, en 1963. En 1984 (a la edad de 21 años) ganó el premio al mejor guionista otorgado por la revista Fierro. A partir de entonces se dedicó con entusiasmo a la historieta, a través de guiones y ensayos sobre el género. A los veinticuatro años publicó su primera novela “El palacio de la noche”.
Llegó a ocupar el cargo de Jefe de Redacción de Fierro, y en televisión fue guionista de los programas “El otro lado” y “El visitante” (conducidos por el periodista Fabián Polosecki, quien se suicidara en 1996), así como coautor de la miniserie “Bajamar, la costa del silencio”. En casi todos sus textos se ha acercado a la novela policial, al género fantástico y, en menor medida, a la ciencia-ficción. Sus libros han sido traducidos a ocho idiomas.
En 2007 recibió el Primer Premio de Narrativa Iberoamericana Planeta-Casa de América por su novela "El enigma de París".



Links relacionados