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Temporadas en el país de las maravillas/11, último capítulo

17 diciembre 2008


Tenía que trabajar y para eso debía concentrarme. Contaba con unos cinco proyectos, eventos a cubrir y notas que estaban volviéndome loca. Iba de un lado a otro. Dejaba mensajes en los contestadores automáticos y casillas de correo electrónico a todo el mundo. Todos eran unos holgazanes que me dejaban esperando una respuesta y luego tenía que entregar los escritos tarde.
Desde el principio tuve una fama dudosa. Claro que mi comportamiento a la hora de trabajar era correcto, pero a veces creía que la seriedad no iba conmigo.
Asistí a unas clases de la Organización Nuevo Periodismo Argentino para perfeccionarme. Mi primer día en la redacción fue normal, pero el segundo llegué con un esguince en mi mano derecha y como cuarenta minutos tarde. Había tenido que cubrir un recital de una banda Punk la noche anterior y quedé en medio del pogo. Me empujaban y me enviaban de un lado a otro del salón hasta que alguien me dio un puñetazo y caí al suelo. Mientras caía, devolví el golpe y un minuto más tarde perdí una zapatilla intentando salir de ahí.
Algo pasaba cada maldita vez que tenía que ir a la redacción y el jefe de sección solía esperarme para entretenerse con mis historias. Incluso cuando intentaba pasar inadvertida, siempre el destino parecía ponerme en situaciones delirantes. Luego querían que escribiera crónicas de todo lo que me sucedía. Era divertido para todos que esas cosas me ocurrieran incluso cuando no las buscaba.

Justo cuando regresaba a casa de una nota, Sarah me envió un mensaje de texto que decía “Bianca está enferma”. Así era cómo llamábamos a la cocaína. Una bobada más que se nos ocurrió un día a modo de tener nuestras propias claves para hablar de esas cosas.

- ¡El hijo de puta me arruinó! –comenzó a gritar apenas escuchó mi voz- ¡Bianca está mal! Con esta humedad se hizo veneno puro. Está pegada, sucia, el corte es malo… El forro no contesta y no creo que lo haga.
- Algo vamos a poder hacer, dejame verla más tarde –intenté calmarla.
- ¡No! ¡Es un puto bollo de papel!

No podíamos hacer mucho y Sarah terminó mezclándola con gaseosa y tomándola de un sorbo. Después cambiamos de dealer.
Solía ser la oruga y la pequeña niña inquieta del cuento. Ambas cosas al mismo tiempo. A miles de años luz de distancia pero llamándome con voz clara, Sarah me pedía que no la dejara sola en medio de tanta estupidez.
Así fue cómo decidimos salir otra vez, sólo para colmar mis neuronas un poco más hasta enfocarme de lleno en mis tareas.

Le dije que estaba planeando desaparecer durante un tiempo. Necesitaba descansar de todo aquello para dar un rumbo a mi vida.
La idea de quedarse sin un cómplice le afectó notablemente, pero yo me encontraba agotada y aburrida de hacer las mismas cosas. Le dije que quería pasar un tiempo conmigo misma, sola, pero que primero iríamos donde ella quisiera ir.
Quiso asistir a una fiesta en un karaoke del centro y acepté acompañarla. Ya tenía un pie fuera de toda aquella seguidilla de locura en la que estábamos; quedaba un último trecho.
A las ocho de la mañana de un viernes, Lucas vino a verme con los ojos totalmente desencajados. Se había pasado la noche destrozando todo a su alcance. Había enloquecido en su departamento y no logró detenerse hasta que su hermano llegó. Un vecino lo llamó después de escuchar tanto alboroto.
Vino a decirme que iba a dejar la ciudad por un tiempo. Deseé poder hacer lo mismo, pero me era imposible en ese momento. En cambio, recordé que más tarde vería a Sarah y pasé el resto del día paseando por el parque. Íbamos a quedar solas en Buenos Aires y tuve que replantearme muchas cosas.
Ya no creía tener amigos. Lucas se iría y Alex estaba ocupada en sus asuntos. Todos los demás se alejaron de una forma u otra. Incluso la directora había dejado de llamar durante meses y luego lo hizo para dejarme saber que viajaría fuera del país. Se fue a Bolivia a intentar filmar una cultura diferente y visitar amigos que ya estaban allí.

Sarah me pidió llevar mi grabadora al karaoke para grabar su “actuación”. Nos dimos varios pases de cocaína y luego bebimos unos cuantos tragos, mientras esperábamos que fuera su turno de subir al escenario y sacarse las ganas de sentirse una estrella por una noche.
Pedimos tequila, ron y cerveza. Volvió a la mesa y no podíamos concentrarnos en nada. Queríamos hablar y no conseguíamos armar una frase. Olvidé detener la grabadora y todo quedó allí, registrado.

Sarah: - Hagamos un video.
Yo: - Esto sólo graba audio, estúpida.
Sarah: - Che… Quiero mirar mi vaso, pero miro y veo una vela.
Yo: - Eso es porque estás mirando la vela de la mesa.
Sarah: - Ah, gracias. Ya ni me acuerdo de cómo se fuma. ¿Cómo era?
Yo: - No tengo idea. No lo enciendas al revés, te vas a quemar. Mire… Contésteme…
Sarah: - ¡Vamos Led Zeppelin!
Yo: - Y Los Who.
Sarah: - Y “Los Quienes” (Risas descontroladas)
Yo: - Ya van a empezar de nuevo…
Camarera: - ¿Van a querer algo más?
Sarah: - ¿A vos qué te parece?
Camarera: - ¿No?
Sarah: - Bueno, mandate dos hamburguesas…
Yo: - Con todo...
Sarah: - Sí, con todo... Por ahí después te pido bebida.
Camarera: - Dos hamburguesas completas, entonces.
Yo: - No escuchás muy bien, ¿no?
Sarah: - ¡Qué cara de mierda la mina esa!
(5 segundos de silencio)
Camarera: - Vamos a tratarnos con respeto, ¿sí? Todavía estoy acá.

Mientras Sarah cantaba “I Will Survive” en el escenario, sentí una paranoia indescriptible, como si todos estuvieran pendientes de nosotras. Mantuve mi mirada sobre ella y la vi moverse rápido, agitar sus brazos y reír. Su cara se deformaba a medida que la canción avanzaba y supe que realmente estaba haciendo el ridículo porque los demás volteaban de sus mesas para verme.
Había aprendido que en esos momentos nunca sabría qué era real y qué no, y por eso debía simplemente permanecer inmóvil en mi lugar. Pero aun sin tener en cuenta que su cara cambiaba de forma, todo lo demás estaba sucediendo y entonces tuve miedo de que algo saliera mal. Podían echarnos o llamar a la policía. Todo podía irse a la mierda en cualquier momento.

Salimos de ahí y nos quedamos de pie en una esquina, esperando que dejara de llover. Luego nos quisieron echar del boliche que frecuentábamos porque una imbécil nos delató cuando nos metimos al baño para “visitar a Bianca”. Podía decírselo veinte veces por minuto, pero Sarah simplemente no podía evitar hacer tanto ruido cuando aspiraba. Por suerte, El DJ nos reconoció y logramos quedarnos.
Estando drogado uno nota fácilmente quien también lo está. La ocasión se convierte en un ritual, una situación de varios dominados por una fuerza inevitable que nos une a pesar de vernos por primera vez. Especialmente cuando se toma ácido.
No pensaba hacerlo pero lo hice; metí ácido debajo de mi lengua y esperé a que hiciera lo suyo. Dos días después, un grupo de chicos que conocimos en el boliche quiso vernos de nuevo, esta vez en casa de uno de ellos.
Pasamos la noche entera aspirando y bebiendo. Yo aún tenía que darle un rumbo a mi vida, pero pensé que de todos modos iba a “flaquear” de vez en cuando y además estaba consiguiendo mucha inspiración. Al menos a veces aún la conseguía.

Esos chicos eran adoradores de Marilyn Manson. Creo que jamás tomé tanto de todo como esa noche, pero ninguno logró sorprenderme. Algunos confesaron ser satanistas y otros simplemente delincuentes menores. Todo eso lo había visto antes. Todos nos sentíamos para el culo.
Volví a casa aturdida y de mal humor. Pasé horas mirando el techo sin poder pensar. Sarah estaba cansándome y quería hacer algo nuevo, así que llamé a Lucas porque aún estaba en la ciudad. Tenía que despedirse de mí y de otros amigos, y arregló que todos fuéramos al pool de siempre.
Casi todos eran menores de edad. Quedamos tan borrachos que no podíamos volver a casa. Fuimos a tirarnos al sillón de uno de ellos. Los demás se tiraron en la cama y otros simplemente se quedaron sentados en el suelo. Lucas mezcló una media pastilla de Rivotril y un cuarto de Clozapina en mi bebida sin decir nada. Tuvo que confesar cuando quise ponerme de pie y no lo lograba. Mis piernas parecían pesar una tonelada cada una y apenas podía caminar.
Aun así no dejé el alcohol y fumé marihuana. Terminé vomitando y maldiciendo a todos esos “pendejos”. Pero luego presté atención.

- No son nenes bobos –le dije a Lucas al oído.
- ¿Viste? Piensan –se burló de mi observación y agregó- No todos están en alguna tribu rara o compran todo lo que les venden.

No había tenido oportunidad de conocer ese tipo de adolescentes y estaba intrigada. Charlamos toda la noche y descubrí que no todo está perdido. Tal vez nos quieran hacer creer lo contrario, pero pensé que muchos saben cómo son las cosas y sentí un alivio. El tiempo iba y venía mientras me preocupaba por captarlo. Tal vez eso era todo.
Pensé en Sarah y en que pronto estaría trabajando a tiempo completo y no la vería. Nos despedimos una tarde lluviosa, después de algunas cervezas y fichas de pool. Le dije que tenía cosas que hacer y debía irme, pero que podía escribirme cuando se sintiera sola. Ambas cambiamos de una manera u otra.
Primero dudó y dijo que no sabría qué hacer sin mí. Le sonreí, dije que debía cuidarse y que así era mejor.
Recordé a las personas que ya no estaban conmigo; todos esos tigres enjaulados con los que pude compartir mis ocurrencias tanto tiempo. Esos animales salvajes con los que siempre voy a identificarme.
Ya pasadas las siete de la mañana tuve sueño y me acomodé en el sillón junto a Lucas. “Nos vamos a ver pronto”, me dijo, y fui quedándome dormida mientras sentía que me movía hacia alguna parte.
En algún punto de mi sueño volvió Alicia, poco antes de que el sol golpeara mis párpados. Sería el fin de una larga temporada, pensé, o a caso el comienzo de algo más.

Alicia no podía explicarse bien, del todo, cómo fue que empezaron a correr. Pero por más que corrieran no conseguían adelantar nada. “¿No será que todo se mueve con nosotras?”, se preguntó muy intrigada la pobre Alicia. “Aquí, como ves” –dijo la reina-, “se ha de correr a toda marcha simplemente para seguir en el mismo sitio. Y si quieres llegar a otra parte, por lo menos has de correr el doble de rápido”.

Fin.

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

Acerca de "Temporadas en el país de las maravillas"

*******
Con éste capítulo se cierra otra de las ideas que se pergeñaron en la cocina de Klamahama para mostrar otras mentes, otros lugares desde donde decir lo que nos pasa. La experiencia de publicar los textos de Dana fue magnífica por dos razones.
Una, porque su propuesta apareció cuando el blog estaba en plena ebullición, buscando definir un perfil, y por razones de las que todavía me arrepiento, casi la dejamos afuera. Pero acertadamente confié en ella y en su talento para escribir, y las pruebas están a la vista. Eso me permitió, en lo personal, calzarme el saco y evaluarme como editor, no sólo en cuestiones técnicas de la redacción, sino también analizando, intercambiando. Todos buscamos mejorar las ideas para alcanzar las metas que cada uno se propuso al entrar en el juego de trabajar gratis para un blog colectivo. (Esto vale también para los demás colaboradores de Klamahama).

Y dos, porque ella pudo poner a prueba su capacidad para sacar adelante una crónica o un relato y que se convirtieran en semillas de potenciales guiones. Y eso está en camino de suceder, gracias al apoyo de nuestro amigo Gustavo de Tele Retro (otro tipo excepcional que orbitó cerca).

Espero que alguien haya disfrutado de éstos capítulos, espero que sigan leyendo a Dana en su nuevo y sencillo pero valiente intento por seguir dando pelea y ojalá un día la veamos recibiendo un premio al mejor guión de una peli o publicando sus artículos en esa revista que ves en el kiosco todos los meses.
Gracias Dana por pasar por KH y dejarnos algo de tu talento.
Yo empiezo a tomarme unas vacaciones largas y profundas.
Todavía tengo un par de post pendientes, así que por unos días seguiré molestando.

Ariel Martínez
/ Editor

Temporadas en el país de las maravillas/10

16 diciembre 2008


Unos cuantos trips después, volví a meterme ácido debajo de la lengua y decidí escribir la experiencia tal como ocurriera. No importaba si era considerado material periodístico o un relato delirante; era divertido de contar y de leer. Era mi homenaje a Albert hoffman, quien había fallecido recientemente. También era un recreo a tantos recitales que cubrir y bandas que entrevistar. Un ángulo del oficio de reportera muy excitante.

En Compañía del Miedo: Festejo Aniversario Tras 65 Años de LSD, Homenaje a Albert Hoffman
Aún puedo ver la plancha “Hoffy” aniversario… Al principio pensás que nada va a suceder y puteás porque querías que ALGO sucediera. Cualquier cosa estaría bien, sabés. Tu acompañante dice que “tal vez otra media hora o un poco menos” para que haga efecto, y esta vez se mete una dosis más pequeña debajo de la lengua “por si no llegara a pasar nada”. Comenzás entonces a sentirte extraño…
Tus sentidos se intensifican. De repente, notas unas cuantas calaveras detrás de un árbol y tu amiga dice que es sólo un conejo muerto. Pensás que no podes estar seguro de nada y te alejás, pero mirás atrás y te das cuenta de que apenas era una gran roca blanca.
Te reís, parás, reís otra vez. Reís porque te ves riendo, pero en medio segundo olvidaste de qué te reías en primer lugar. Entonces oís pasos acercándose hacia vos y tratás de actuar sobrio. Eso sólo te hace querer desaparecer.
Estás inmóvil. Te estás muriendo de miedo. Te metés coca y perseguís a un pobre gato que está ahí, en el parque. Cosas tontas te salen de la boca como “nunca habría guerras con esto” o “el pasto es muy retro”. Te preguntás seriamente por qué todo es asunto bélico durante estos trips.
Te ves parte de una película sobre Woodstock, algo así como una versión hippy de La Familia Ingalls. Miras el parque con cierto cariño hasta que recordás haber odiado siempre esa serie de tele.
Luego, para cortar el silencio de la noche, creés necesario agregar otra frase y expresas el supremo cagazo que aquellos pasos te habían provocado: “me siento como una ardilla en peligro, es instintivo”. Casi lo escupís con pereza, queriendo tener algo nuevo que decir en mente.
Los grillos se atraen con su canto y una brisa cálida acaricia tus mejillas. Te dejás caer de espaldas para observar las estrellas, como si aquel alivio de la naturaleza te estuviera arropando. Incomparable.
Jamás te habías sentido tan pleno y único antes, pero la brisa se fue y creíste ver un platillo volador rozar Venus. Tu amiga ríe hasta advertirte que está a punto de orinarse y le das un buen puñetazo al hombro.
Justo cruzando el parque hay un bar, nada especial, sólo cinco o seis mesas pequeñas en una habitación no mucho más grande que tu departamento. Tu departamento… ¡Qué maravilloso sería teletransportarte hasta ahí! Nada parece ser imposible, pero sólo por si acaso, decidís que un café va a ser lo mejor. Seguir bebiendo cerveza no sería muy bueno.
Te causa gracia imaginarte como un estúpido en la calle, de pie, esperando cerrar los ojos y estar en casa al abrirlos. No podrías tolerar las miradas ajenas, así que iniciás conversación con un anciano que bebe su cerveza a dos mesas de distancia. Te incomodó que no te quitara la vista de encima y es por eso que querés mostrarte amable…
Tiene la corbata manchada y los pantalones le quedan cortos, sin planchar. Le pedís a tu amiga que lo haga callar y media hora más tarde estás en la cama. Ahora tu frente pesa sobre tus ojos. Ya son las seis de la mañana. Pasó mucho tiempo y llegas a pensar que podría no acabar nunca.
Un minuto más y te alcanza lo peor: relámpagos de azul eléctrico cruzan tu cabeza como un río enfurecido y vos estás en el medio. Tu amiga te había dicho que lo dejaras fluir, que no intentaras bloquearlo o podría hacerte daño. Siempre te fue difícil. Lo sabés, estás seguro de que esto es el punto máximo de tu viaje fantástico y tenés que atravesar ese último trecho.
Tu cara se ve como un tomate y sudás como un cerdo. Pesadillas, miedo, más relámpagos y te aferrás a tu cama porque necesitás mantener los ojos abiertos hasta caer dormido. Ves el infierno cada vez que cerrás los ojos, pero por primera vez realmente podés ver con los ojos cerrados. Entonces pensás que todo está en tu mente aunque no estás del todo seguro. En esos momentos de tormenta, tu única certeza es la incertidumbre.
Diez horas y tus ojos aún se ven como dos enormes bolas negras, pero a pesar de estar completamente irritado, lo peor sigue siendo ese maldito martillo que golpea en tu cabeza cada vez que vas a dormirte. Te impone imágenes aterradoras y no podes hacer más que esconderte bajo las sábanas y contener la respiración, todavía aferrándote a tu cama y a punto de volverte loco.
Doce horas completas.
Tus ojos están en su lugar y tu cuarto también. Ahora nada se mueve. Te das una ducha, comes algo y llamas a tu amiga, quien seguramente se habrá arrojado a su sillón sin dejar pasar la luz del día. Tu escena no es muy distinta, de todos modos.
- El hijo de puta vivió 102 años con esto, che –dice tu cómplice mientras mastica algo.
- Lo felicito, ¿qué querés que diga?
- Nada. Solamente que “Albertito” era un genio.
- Evidentemente… Llamáme el sábado –concluís, pero oís a tu amiga respirar inquieta.
- ¿”Rolling” el sábado? –dice.
Logran reírse de todo lo sucedido e incluso de lo exhaustivo que el viaje ha sido. Te cuenta que el taxista que la llevó a casa era un italiano que sutilmente quiso robarle, que silbó y bailó en su asiento durante todo el recorrido. “Le faltaba la puta pandereta”, decía.
No sabés si creerlo o no. No sabés si tu amiga aún lo cree. Ves Roma, Europa, un plato de pastas mientras escuchás la anécdota. Vas a colgar el teléfono y antes de despedirse ella dice: “no quise alarmarte antes, pero el tipo del bar nunca existió. Hablaste a la nada”.

Alex al fin había conseguido un empleo. Trabajaba como camarera cinco días a la semana en un bar y los sábados toda la noche en un salón de fiestas. Estaba feliz de no tener que trabajar todos los días y sacaba unos mil cien pesos al mes.
Lucas tomaba nueve pastillas diferentes. Su psiquiatra no parecía dar en el blanco y lo medicaba como para hacer algo, pero no tenía idea de qué le estaba pasando. Ni siquiera él lograba explicarlo. Había estado escuchando voces durante un tiempo, voces que lo incitaban a mandar todo al carajo y vivir borracho. Sin embargo, siempre había sido un buen chico, no hacía nada demasiado estúpido. En algunas ocasiones perdía el control y terminaba abrazado al inodoro, vomitando y maldiciendo hasta que alguien lo llevaba a casa. No parecía querer vivir de otra forma y era todo lo que podíamos hacer. Todos nosotros. Teníamos días buenos y días terribles, pero al menos siempre volvíamos a ver amanecer.

Lucas y yo solíamos conversar durante horas. También Alex participaba de las charlas, pero nosotros discutíamos sobre religión, política, sexo y ese tipo de temas que suelen surgir entre copas.
Decíamos que nada nos había sido revelado al nacer salvo el mundo, que la muerte es la única cosa segura y como todo hecho inevitable nos da cierta paz.
Opinábamos que durante el Apocalipsis los salvados serán los muertos, y eso nos daba una idea de lo triste que la vida podía ser. También decíamos que el hombre es el alienígena que cambió la Tierra y olvidó sus raíces. Planteábamos un tema tras otro y quedábamos confundidos.
Las acciones y palabras llevaron al hombre a la muerte sentenciada por otros hombres durante un gran período. Ahora teníamos la sensación de derrota, la condena de haber usado todo el poder. Los restos de oscuridad nos hallaban rendidos a lo que hacíamos y decíamos. Tal vez nunca tendríamos suficiente.
“Pienso y luego existo” pasó a ser “existo, más allá de lo que piense”, y más tarde fue algo así como “cada vez es más difícil pensar y no estoy seguro de mi maldita existencia”. Creí que a todos les importaba una mierda. Me equivoqué. La tele es sólo la tele, después de todo. Esa confusión existencial y muchas veces existencialista, era el resultado de la eterna guerra entre poderes. Un lavaje de cerebro que por fortuna no había logrado aún quebrar todas nuestras defensas.
Pero aún quería ese algo. Entendía que cada repetición de la historia es más sofocante y tormentosa como ocurre con cada verano, año tras año y década tras década. Entendía también que debíamos esperar varios años para comprender qué había ocurrido, pero no tenía ganas de hacerlo. Simplemente abrimos la boca para comernos el mundo. Al menos el que nos rodeaba.
Con los años sabría lo perdido en ese mientras tanto, y aun así sentía que sentiría necesitar algo más. Esa era nuestra palabra clave: “algo” o “algo más”. Durante todo el período de locura que había experimentado, jamás logré encontrar nada que satisficiera mi mente al cien por ciento. Sí encontré opciones, pero fui yo quien buscó tenerlas. Me sirvió saberlo y sentirme fuerte. De todos modos, no hubiese ocurrido nunca sin toda esa locura a mi alrededor. A veces simplemente hay que salir a reír y sufrir para despertar al hecho de que sí hay opciones que tomar de las orejas y hacer propias, sin importar nuestras posibilidades y siempre intentando no desistir en el camino.


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

Acerca de "Temporadas en el país de las maravillas"

Temporadas en el país de las maravillas / 9

15 diciembre 2008

Sentíamos que las vacaciones no eran más que una distracción programada e irreal. Lo mismo con los cumpleaños o año nuevo. Hablaba de los “cerebros lavados” y los “lava cerebros”. Veía a todos frágiles, virtuales, digitales, cibernéticos, egoístas, esclavos modernos y otras cuantas cosas que me hacían doler el estómago. Pensaba que tal vez habría que esperar unos cien años para despegar sus frentes de la pantalla “Mierda 3000 pulgadas” y que volvieran en sí.

Pasaron algunos años desde la última vez que vi a Marie y aún me preguntaba dónde estaría. Llamé a su casa varias veces, pero siempre me atendía un tipo que insistía en que me había equivocado de número. Tampoco logré dar con Irene. Finalmente me rendí, dejé de buscar. Si quería verme me contactaría de alguna forma. No había más por hacer de mi parte. Me hice miles de preguntas y seguí con mi vida.
Había conocido gente nueva en la universidad, algunos que dejé de ver cuando la abandoné, y otros que aún veía los fines de semana.
La única pareja formal que había tenido ya no estaba conmigo. Era un inglés que durante el tiempo que estuvo en Buenos Aires no hizo más que intentar llevarme con él. Se dio por vencido porque tenía asuntos de los que ocuparme. Le dije que podía quedarse conmigo, pero no llegamos a un arreglo y regresó a Londres.

Las cosas con Sarah no habían cambiado. Salíamos todos los viernes por la noche y pasábamos días enteros bebiendo en el parque. Si alguien se molestaba con nosotras, simplemente reíamos y decíamos cosas como “el alcoholismo es genético” o “a usted le vendría bien un trago”.
Uno de esos días decidí que probaría ácido. Estaba con Lucas viendo una banda y Sarah ya no estaba. Comencé a pensar y a entusiasmarme con la idea de experimentar pero no dije nada, sino que escuchaba a Lucas mientras miraba a mi alrededor.
Aquel episodio en la costa había sido confuso y tal vez lo que tomamos ni siquiera había sido ácido. En ningún momento metí nada debajo de mi lengua y no imaginaba cuándo las “viajantes de paso” pudieron poner el ácido en las bebidas. De todos modos nadie me había consultado. Si aquello era LSD, lo había tomado sin saberlo y no quería que mi primer trip fuera de esa forma. Así que pensé que tenía que volver a hacerlo, pero esta vez conciente de que lo hacía y preparada para disfrutarlo.

Los seguidores de la banda eran hippies modernos que tomaban fotografías con sus celulares. Casi todos estaban borrachos y drogados. Era algo muy divertido de ver. Bailaban, reían y se besaban sobre el pasto o detrás de los árboles. Los que estaban más “sacados” corrían a toda marcha y al pasar levantaban arena y hojas secas.
Choqué literalmente con uno de ellos cuando di media vuelta para buscar un baño. Su nombre era Juan y me presentó a sus amigos: Nico, Sergio y Lorena. Nico estaba bebiendo cerveza cerca del lago y apenas me vio se puso de pie, tomó a la chica de la mano y se fueron. Sergio se mostró amable y me dejó fumar porro con ellos.

- Es una especie de ritual. Digo “especie” porque no es lo que era. Para algunos sigue siendo lo mismo, pero hay mucha estupidez en cuanto al tema –dijo Juan mientras abría una cerveza y miraba hacia el lago, pensativo y nostálgico. Me hizo intentar analizar la situación.
- Entiendo. Cuando el contexto cambió y los problemas fueron otros, todo ese significado enorme que traía el ácido se fue al carajo.
- ¿Sabés una cosa…?
- Dana.
- ¿Sabés una cosa, Dana? Te merecés un buen viaje –con eso quedé satisfecha y Juan me pasó la botella. Ya había hecho contacto, y a pesar de dejarme claro que aún me faltaba mucho por comprender, se tomaría su tiempo para explicarme e introducirme al verdadero significado. Mi vida nunca más sería igual.

Mientras tanto, Sarah esperaba un encargo de drogas legales que había hecho por correo electrónico a Europa. Estaba completamente loca. No me sorprendió y la pobre se quedó esperando su pedido en vano porque jamás llegó. Había ahorrado y tenía que pagarlo en euros, pero no hizo falta desperdiciar tanto dinero. Seguimos como estábamos.
Pronto tendría un nuevo nombre, un apodo. Se convirtió en “Acid Queen” porque continuamente buscaba ácido. Ambas lo queríamos a menudo y decíamos estar jugando en las grandes ligas porque podíamos conseguirlo todo. Simplemente obteníamos lo que nos venía en gana. Al menos durante un tiempo.
Ella adoraba investigar sobre drogas y luego experimentábamos juntas. En los lugares que frecuentábamos nos conocían, se acercaban y nos pedían “pases” de cocaína porque sabían que teníamos de buena calidad. Habíamos podido conseguirla casi pura de un dealer que también vendía a un conocido periodista de televisión.
Así nos quedábamos conversando durante horas con adolescentes aburridos, hippies, punks, gente de todas las edades e incluso un guitarrista español que estaba en la ciudad de gira y siempre que nos veía nos pedía algo.
Era muy gracioso mantener conversaciones con ellos. Solíamos decir que si todos fueran quienes son en realidad y no quienes quieren otros que sean, muchos se verían obligados a retroceder. Y eso cabía tanto para los que tenían que dejarnos quemar nuestras neuronas en paz como para los que nos obligaban a comportarnos. Creo que realmente no nos gustaba nadie.
A través de Juan llegué a Leary y la “movida” de la contracultura. Pude saber varias cosas, pero luego pensé que no había tenido en cuenta el desastre con el que su gente se encontraría al despertar y yo no quería propagandas. Algunos de los especímenes que conocimos querían llevar carteles a favor del LSD y otros mantenían un perfil bajo como Sarah y yo. Pero al menos me sentía a gusto, sentía que estaba experimentando y viviendo una época que me había perdido. Al fin podía hacerlo y era como desafiar al tiempo mismo con sus nuevas gentes, situaciones y clases sociales.
No era la única que se sentía de esa forma. “Si estuviera en medio de una multitud, como en el centro de un estadio repleto, tu cara sería la única que vería y me reconfortaría”… Lucas me hizo pensar muchas cosas cuando dijo eso y también me hizo muy bien.

Había una brisa diferente a mi alrededor. Tenía la sensación de que las cosas estaban a punto de cambiar. Tal vez estaba llevando las cosas demasiado lejos o tal vez sólo estaba agotada, pero podía sentirlo sin importar lo que hiciera.
Para entonces, Sarah se había ido de casa después de que su madre le hallara dos gramos de cocaína en su cuarto. La visité en el hotel donde se hospedaba y le llevé sábanas limpias y algo de dinero. El lugar era horrible, así que nos fuimos a beber a nuestro boliche favorito.
Media hora después, estuve abrazada a una columna sin atreverme a cruzar un pasillo alfombrado porque creía que algo terrible me esperaba del otro lado. Luego, olvidé los dinosaurios pintados sobre el muro del parque Centenario y pasamos frente a ellos. Sarah reía y yo me encontraba paranoica. A medida que avanzábamos, los animales parecían venir hacia nosotras y hasta creí escucharlos correr.
Cuando decidimos dejar el parque, atravesamos un pasillo entre los puestos de la feria que funcionaba durante el día. Teníamos una fila de puestos a la derecha y otra a la izquierda, todos cubiertos con lonas verdes y azules. Ese “pasillo del infierno” fue el punto máximo, un laberinto del que creí que jamás saldría.

Dejé a Sarah en su casa y no encontré mis llaves cuando quise entrar a la mía. Había olvidado que mi prima estaría ahí hasta la mañana siguiente y por fortuna me dejó entrar sin darse cuenta de nada.
Las luces estaban encendidas y en todo momento evité mirarla a los ojos, hasta que decidí encerrarme en el baño y esperar a que volviera a la cama. No saldría hasta que estuviera dormida o al menos en su cuarto. Le dije que tardaría, que se fuera a dormir. Salí cuando la escuché cerrar la puerta, pero sólo la había cerrado y la encontré en la cocina preparándome un té.

- ¿Dónde estuviste? –empezó.
- Vi a una amiga. Creo que algo me cayó mal –dije y sucedió lo que venía temiendo que sucediera. Comencé a escuchar cada frase con segundos de retraso y poco claras.
- ¿Querés té… con… día nublado?
- ¿Qué? –dije haciendo que me lanzara una mirada de advertencia – No te endendí, ¿qué dijiste?
- Que me pareció que estaba nublado. También te pregunté cómo querés tu té. ¿Estás bien, boluda? ¿Lo querés con azúcar o solo? –y luego de nuevo– té… día… nublado…

Me dejó sola justo antes de que sufriera un ataque de nervios. Me metí en la cama y me dejé llevar. Vi un reloj extraño, uno que había visto antes, tal vez en mi infancia. Cerré los ojos para retener la imagen y liberé mis recuerdos.

- ¡Qué reloj más raro! –exclamó Alicia- ¡Señala el día del mes y no señala la hora que es!
- ¿Y por qué habría de hacerlo? –rezongó el Sombrerero- ¿Señala tu reloj el año en que estamos?
- Claro que no –reconoció Alicia con prontitud- Pero eso es porque está tanto tiempo dentro del mismo año.
- Que es precisamente lo que le pasa al mío –dijo el Sombrerero- Ahora son siempre las seis de la tarde. Siempre es la hora del té y no tenemos tiempo de lavar la vajilla entre té y té.
- ¿Y lo que hacen es ir dando la vuelta a la mesa, verdad? –preguntó Alicia.
- Exactamente –admitió el Sombrerero-, a medida que vamos ensuciando las tazas. .


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

Acerca de "Temporadas en el país de las maravillas"

Temporadas en el país de las maravillas / 8

11 diciembre 2008



La actriz se marchó cuando Marie me metió a un taxi para llevarme a casa.
Dos días más tarde dijo tener que hacer algo y me llevó con ella. Tomamos el autobús 26 y terminamos en una villa donde nos esperaba una chica para “poder entrar”. Llevaba una campera de jean negra que combinaba con pantalones de vestir y botas estilizadas. Su cabello era negro y largo, y sus ojos azules. Su ropa y su actitud no encajaban en aquel lugar. Pareció leer mi mente cuando lo pensé, ya que enseguida me explicó que su padre había perdido su empleo y fueron a parar ahí. No necesitaba explicar nada, pero sabía lo que las personas pensaban a primera vista.

Había chicos descalzos jugando a la pelota y perros perdidos por todas partes. Las casas eran de chapa y tenían ventanas rotas. Pude ver algún que otro auto desguasado a lo lejos y tres adolescentes compartiendo una botella.
Carla, sin embargo, tenía su casa como un museo de lo más interesante. Tenía una repisa repleta de vinilos de Los Beatles y Los Rolling Stones. En la pared tenía una foto de Paul Mc.Cartney autografiada y una camiseta del equipo de Liverpool que le habían traído de Inglaterra. En un rincón tenía una Fender Strato americana que tocaba su hermano, y junto a una garrafa tenía equipos de audio carísimos, un casco de motocicleta y una caja con más de doscientos cds.
Pidió permiso y sacó una bolsa llena de marihuana. Ahí entendí todo y miré a Marie, pero estaba en su pose de persona de negocios y se limitó a devolverme una sonrisa.
Carla ató su cabello y nos separó más de 50 pesos en marihuana. Salimos a probarla y entonces decidí poner mi parte del dinero. Luego fumamos un poco con ella cerca de su casa, a la vista de sus vecinos, y me marché con Marie. La calidad de esa porquería era “turbo” y en el autobús de regreso no lograba parar de reír, pero de cuando en cuando quedaba callada mientras Marie parecía hablarme en cámara lenta.

- No…te…rías…de…mí –salía de su boca.
- No me río de vos –le dije –Me río de la situación.
- Este viaje…una rareza que…la pendeja que mira –Marie me señaló a una chica que no dejaba de mirarnos, pero era más de lo que podía tolerar entonces.

Alex y yo nos veíamos dos veces por semana, siempre a la noche. A veces se sumaba la directora y una amiga de ella llamada Erika. Esta última no me caía muy bien, pero una vez que se emborrachaba nos hacía doler el estómago de risa.
Cuando no teníamos dónde ir, nos quedábamos en mi casa y en algunas ocasiones nadie se iba hasta las diez de la mañana. Todas esperábamos el fin de semana.
Marie solía unirse y siempre traía alguna anécdota nueva para divertirnos. Podía ser cualquier cosa. Hablaba de cómo Irene estaba perdiendo la memoria, de su ex pareja que era un pésimo amante o incluso de nuestro comportamiento en la costa. Siempre dejábamos el equipo de audio encendido hasta las cinco y apenas bajábamos el volumen cuando comenzaba a amanecer. Marie se tambaleaba y chocaba las paredes hasta llegar al baño para luego salir con el cabello mojado.

Un lunes decidí empezar a hacer algo diferente, no sólo esperar el fin de semana y maldecir los domingos por mi resaca o el desastre de la noche anterior. Compré un cuaderno y comencé a concentrarme en escribir otra vez. Luego me anoté en un curso de dibujo y pintura y en otro de teatro. Sabía que no duraría, pero me esforcé en aguantar y logré asistir a ambos cursos durante tres meses o un poco más. Estaba sin rumbo y agotada de pensar. Era lo único que hacía: pensaba si estaba en lo correcto, si en realidad sólo debía dedicarme a escribir o si tal vez debía volver a formar una banda y tocar en vivo como lo había hecho a los 17 años. Estaba buscando mal porque creía necesitar saber qué era lo más adecuado para mí, en lugar de descubrir qué era lo que realmente quería.

Lo que me hacía bien era escuchar música y conocer gente. Así fue cómo di con una fanática de la música que acababa de dejar la medicación que su psiquiatra le recetaba. Estaba como loca a cualquier hora del día. Su nombre era Sarah y hacía hincapié en escribirlo con una H al final aunque en su documento no la tuviera. Era de baja estatura, cabello corto y castaño, y unos ojos negros penetrantes que por momentos me incomodaban. Cambiaba su aspecto a menudo. A veces aparecía con el cabello teñido de rosa y otras de negro o rubio.
Venía de una familia trágica, de hecho toda su historia era como una tragedia griega. Daba la sensación de que odiaba a sus padres. Les había robado dinero y luego había intentado suicidarse en dos ocasiones. No logré verlo entonces, pero realmente la conocí en el momento preciso para mandar todo al carajo y meterme en más problemas.
Apenas nos habíamos visto dos veces y ya quería involucrarme en un nuevo plan. Quería robar a sus padres una gran suma de dinero para huir y empezar una nueva vida. Nos vimos en un bar cerca del parque Centenario y trajo con ella un plano de su casa. Habló durante dos horas mientras yo bebía mi café. Lo había estado pensando durante los últimos dos meses y al conocerme creyó que ya no tendría que hacerlo sola. En cuestión de minutos supe que sólo me perjudicaría, pero el plan de huir pasó de moda para ella y nos quedamos en la ciudad.
Sin embargo había algo en ella, y esa palabra, “algo”, significaba mucho para mí. Estaba en constante búsqueda de cualquier cosa nueva que pudiera satisfacerme. Creía que nada lo haría, que debía irme a Júpiter para realmente encontrar algo diferente, pero luego decía que aun así pronto me aburriría. Cada vez que decía eso la gente me miraba como hipnotizada. De verdad me sentía así. Ante la reacción de los demás me ponía tensa y comenzaba a explicar. Decía que Júpiter también me aburriría porque después de estar allí un tiempo ya lo habría visto todo. Luego me escuchaba a mí misma nombrar planetas y ahondar en el tema para hacer que me entendieran, hasta que enloquecía y entonces la rabia se apoderaba de mí. Me veía como una imbécil. Diez minutos después sonaba como una loca y simplemente mandaba a todos a la mierda.
Así que pensé que Sarah tenía un “algo” distinto para mí. Era una manera completamente diferente y más arriesgada de meterme en líos.

No mucho tiempo después, tuvimos drogas y alcohol en cualquier momento del día y cualquier día de la semana. El inventario contaba con marihuana, cocaína y distintas pastillas en ciertas ocasiones. Todo lo mezclábamos. En una misma noche podíamos beber dos litros de cerveza cada una, una caja de vino y darnos tantas líneas de cocaína que nos era imposible llevar la cuenta.
Mi nueva compañera de locura compraba las drogas a Omar, un tipo muy poco intimidante que mandaba a un pobre adicto empedernido a que negociara con nosotras. Quedó fuera cuando se descontroló por completo y no le convino a nadie tenerlo cerca.
Varias veces fui con Sarah a buscar las drogas. Ver al infeliz me hacía sentir lástima, pero nunca me puse en su lugar ni temí por nosotras. Sólo íbamos a un boliche sobre Avenida de Mayo y bajábamos las escaleras hasta el sótano envuelto en humo de colores y caras pálidas. También íbamos a otros sitios y a veces tomábamos tabletas enteras de cafeína con gaseosa y tragos de gin con jugo de limón.
De vez en cuando nos acompañaban Alex y la directora, pero no duró mucho. Ninguna de las dos soportaba a Sarah y poco después Alex dejó de salir conmigo para hacerlo con la directora y su amiga. Lo extraño era que Alex tampoco soportaba a sus nuevas compañeras, pero aun así prefería verlas a quedarse en casa o tener que llamarme.
También solía ir con Lucas a una fiesta clandestina debajo de un bar que por fuera se veía como cualquier otro. Teníamos que mencionar al tipo que nos había hablado del lugar para poder entrar.

Justo dos días después de que el bar fuera clausurado, Marie vino a buscarme porque necesitaba “un recreo como el que solíamos hacer”. Pasamos tres noches en un hotel barato, encerradas en la habitación y como a años luz de la civilización. Mi amiga estaba tan desconcertada que inventaba historias a cualquiera que pasara cerca, desde los empleados del hotel hasta otros huéspedes.
La segunda noche y después de permanecer aisladas todo el día, un nene de unos cuatro años se equivocó de habitación y abrió la puerta sorpresivamente. Sus padres se lo llevaron y apenas alcanzaron a ver dos personas sobre la cama. Estábamos acostadas una junto a la otra y no quise pensar qué pudieron haber imaginado. Nos vieron inmóviles mirando el techo, pero apenas se fueron sacamos una botella de licor de debajo de la cama y seguimos bebiendo.

Y ahí están ellos yaciendo en la desilusión, la colapsada ante la vista de los otros. Entumecidos, enfermos, esperando que la muerte llegue y aun sin desear ceder el último respiro. Esperan. Las cosas se volvieron demasiado oscuras de manejar. Creen rechazar el dolor, pero sólo rechazan su existencia como lo hacen con la propia.
Y yo estoy atrapada entre paredes, aunque no durará por siempre. Nada lo hace. Viviré y moriré, pero no soy quien no sabe cuán real todo esto es
”.

Llegué a casa con ese escrito en mi mochila y ojeras casi azules. Marie dijo que pasé una hora entera escribiendo mientras se paseaba de un lado a otro de la habitación. Le pregunté por qué no salió, pero arqueó una ceja y dijo “¿dónde iba a ir?”. Sus ataques de pánico causados por las drogas no la dejaban alejarse. Había intentado salir a la calle y caminar un rato, pero apenas llegó a la puerta principal del hotel tuvo que volverse y colocar una silla detrás de la puerta.
Regresé de una maratón de excesos y quise descansar, así que desconecté el teléfono y encendí la tele. Sarah me había dejado varios mensajes en mi celular y en mi casilla de correo electrónico.
Primero vi a Alex, la directora y Lucas. Vinieron a casa tres fines de semana seguidos, un martes y un jueves, hasta que un poli vino en dos oportunidades por quejas de los vecinos. Volví a ver a Sarah. Comencé a salir con ella aun más que antes y pronto estuve lejos de todo lo que conocía.

No creía en aquel tiempo que mi hartazgo por las cosas que no me gustaban de la vida pudiera aliviarse, sino que mutaba y se expresaba a través de distintas formas de autodestrucción, formas que también iban cambiando y a veces se repetían. Finalmente, no era otra cosa más que una insatisfecha del mundo, una inconforme solitaria. Una persona que apenas lograba tolerar la vida, con inclinaciones autodestructivas y casi siempre sofocantes. Después de una adolescencia espantosa, repleta de gente perversa y situaciones horribles, ya no necesitaba hurtar ni correr de un lado a otro. Al menos era conciente de que quería algo más.

Vi a Marie dos veces y luego desapareció definitivamente. La primera vez vino a casa y me pidió quedarse unos días. Quería ocultarse después de haber quedado detenida tras una especie de redada policial. La habían encontrado en un local alquilado donde sobraban orgías con drogas y gente relajada.
La segunda y última vez que la vi fue por casualidad, en el centro, saliendo de una tienda. Habíamos tenido una discusión enorme y me costó creerle cuando dijo que iría otra vez a la costa por asuntos de Irene. Pensé que tal vez sólo quería alejarse de mí, pero yo hubiese hecho lo mismo en su lugar.
No estaba segura de querer regresar. Se veía preocupada y cansada, pero me dio un abrazo y se despidió. Nunca más oí de ella ni de Irene.



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Florencia Marino es periodista.
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Temporadas en el país de las maravillas / 7

09 diciembre 2008


El Ford Taunus que nos sacaría de ahí estaba sucio, como si no le hubiera pasado una manguera en años. Ayudé a Carmen a subir los bolsos al baúl del auto, mientras Marie hablaba por teléfono a unos metros y se despedía del encargado del edificio haciendo señas. Metimos algunas cervezas y luego subimos para partir. Ya no importaba nada. Lo que considerábamos más relevante era poder satisfacer el hambre una vez que estuviéramos en la capital, darnos una buena ducha en casa y volver a tener dinero en los bolsillos. Luego, Marie se ocultaría de Irene con una pequeña ayuda de sus amigos hasta dar por finalizado el mes. No faltaba mucho de todos modos y ya queríamos dejar la costa atrás.
Cuando partimos le mostramos el dedo mayor a los polis de la estación, pero de los tres que estaban en la puerta sólo se vio molesto uno, que se atrevió a avanzar en nuestra dirección mientras sus compañeros sonreían. Después de todo, había sido divertido detenernos al pasar frente a ellos y hacer chistes en algunas ocasiones. Eso hizo muchas veces que pasaran por alto nuestro comportamiento.

Bajamos las ventanillas y comenzamos a cantar. Todo iba bien, pero el Taunus decidió abandonarnos y se detuvo cuando estábamos saliendo de la ciudad. No había ningún teléfono cerca y Marie repetía una y otra vez que su cerebro se estaba secando con ese “puto calor insoportable”.
Decidimos bajar y mirar al maldito, pero no teníamos idea de qué andaba mal. Caminamos sin ganas, en silencio, marchando por la ruta como tres idiotas hasta que unos galopes y relinches constantes llegaron a nuestros oídos. Teníamos un conjunto de campesinos o granjeros viniendo hacia nosotras, así que cuando estuvimos cerca les pedimos ayuda. Uno de ellos estuvo un largo rato intentando reparar el auto.
Carmen se veía agotada. Tal vez fue el calor o los problemas que no la dejaban en paz, pero lo cierto es que el tipo se ofreció a conducir. Íbamos en la misma dirección y ella aceptó. Él encontró las anfetas y el alcohol apenas subió.

- No deberían viajar y tomar estas cosas.
- No se preocupe, estamos bien –atinó a responder Carmen, pero el tipo sacudió la cabeza y dio un golpecito al volante.
- Mi cuñado es policía. No creo que le guste saber de esto. Estoy seguro de que no… ¿Vos qué creés? –lanzó sobre la pobre.

Resultó ser un infeliz que quería sacar provecho. No sé cuánto tiempo habrá estado balbuceando sobre la moral, pero Marie perdió los estribos y lo llamó “pedazo de mierda”. Luego le dijo “yo sé qué es la moral, usted es un pelotudo”, y de repente el auto se detuvo bruscamente. Cuando quedamos detenidos, también dejaron de andar los demás que iban siguiéndonos a caballo. Carmen estaba a punto de llorar y yo no lograba terminar una frase. Era un griterío infernal.
Tanto lo intentamos que logramos sacarlo del Taurus, y pronto tuvimos a todos esos animales corriendo detrás de nosotras como si se tratara de una mala película de vaqueros y fugitivos. Luego vimos un patrullero al costado de la ruta y aminoramos velocidad yendo hacia él, sabiendo que los campesinos seguirían camino.
Marie estalló cuando Carmen la culpó por traer las anfetas y tuvo que recordarle que estaban ahí como pago por devolvernos a la capital.
El resto del viaje fue tranquilo y no mucho después estuvimos en la terminal de autobuses. Marie estaba molesta por haber tenido que soportar las “incoherencias de una histérica lesbiana”, como se dirigió a ella varias veces durante la discusión. Aun así se despidieron sonriendo y luego nos quedamos esperando que un amigo de Marie llegara para sacarnos de allí. Ni siquiera teníamos dinero para un taxi, pero su amigo nos invitó un café, se cagó de risa con nuestras anécdotas y nos llevó a casa.

En la capital las cosas no habían estado menos locas. Aún se veían vidrios rotos saliendo de los bancos. Abundaban las caras largas, preocupadas, indiferentes en medio de una ciudad tan cosmopolita como Buenos Aires.
Después de la crisis habían surgido los cartoneros, víctimas del desastre que lo habían perdido todo. No tenían más remedio que recorrer las calles en busca de papeles y cartones para conseguir algo de dinero. La industria del papel se encontraba muy desarrollada y vendían el kilo de cartón a los acopiadores por alrededor de veinte centavos. Eran los nuevos personajes de las calles que vivían también de la basura, siempre expuestos a infecciones y malas caras.
Todo lo que había quedado era una inmensa pobreza. Se había ido todo al carajo y pronto nos dejó de sorprender. Los carritos arrastrados por caballos o por sus dueños coparon la ciudad. Encontré a Buenos Aires triste, gris, irremediable.
Después del maldito 2001 hubo un antes y un después en Argentina, y a pesar de la bronca y el dolor, me encontré primero en la costa y luego de vuelta en casa, observando desde un lugar confuso y problemático. No era sencillo ver las cosas con claridad. Sólo unos años después entendería realmente, mirando desde arriba y desde otro lugar en el tiempo, como suele suceder.
Entonces tenía más preguntas que respuestas y a veces lograba sentirme de un lado y luego del otro. Salía de mi burbuja para conocer lo que me rodeaba al mismo tiempo que descubría dónde estaba. Pasé días en los que, tal vez debido a los excesos, podía acercarme tanto a los desorientados de la nueva era como a los despreocupados de fin de semana.
Durante un tiempo realmente bastó con tener una botella o un porro en la mano para que todo tipo de personajes se me acercara, pero en cuanto a excesos no hallé ninguna diferencia entre clases, salvo, tal vez, la manera de fumar o de avergonzarse al respecto de unos y otros.

Lo primero que tuve que hacer cuando llegué a la capital fue asistir a la filmación de un documental sobre películas de ciencia ficción moderna. La directora era amiga mía y la mayor parte del equipo –actores, iluminadores, sonidistas- eran estudiantes de cine de segundo año. Me sentía cómoda e incluso había podido echar un vistazo al guión y citar algunos testimonios. No todos eran reales y los que sí lo eran no resultaron tan impresionantes. Se trataba de fanáticos de La Guerra de las Galaxias, El Señor de los Anillos y ese tipo de cosas.
Debíamos estar ahí desde las tres de la tarde de un viernes hasta las once de la noche, pero nos avisaron que la jornada se extendería, como suele ocurrir, y finalmente nadie sabía si nos podríamos ir antes del amanecer.
Sólo deseaba que pudieran trabajar sin detener las cosas, pero la directora cortaba casi todas las escenas para discutir con su equipo. Conocía sus gestos y maldecía cada vez que la veía repetirlos: se tomaba la cabeza y recogía su largo cabello moreno para luego llevarlo a un costado y cruzarse de brazos.
De todos modos, mi única tarea era quedarme y observar. Era buena en eso. La habitación sin ventanas y repleta de computadoras me estaba afectando. El aire no circulaba y las luces me mataban. Era un lugar asqueroso, un cuartucho clandestino debajo de un bar al que sólo se podía acceder yendo por un pasillo oscuro y bajando una escalera caracol.
Se me ocurrió pensar si a caso Spielberg habría soportado todo eso. Siempre me había fascinado el cine, pero ahora sabía que mi fascinación tenía un límite y seguramente jamás podría dedicarme al séptimo arte. Lo que disfrutaba era observar. Conservaba la idea de escribir un guión alguna vez, incluso de actuar, pero estar detrás de cámaras y tener que controlarlo todo no era para mí.

Las horas pasaban y comencé a temer que el ruido de mi estómago interrumpiera alguna escena, así que subí al bar disimuladamente para comprarme algo de comida y fumar un cigarrillo. Ahí estaba yo, a punto de disfrutar de mi porción de pizza y mi empanada de jamón y queso, cuando miré hacia las escaleras y vi venir a la directora hacia mi mesa.

- Estás cansada ya, ¿no? –suspiró y se sentó junto a mí.
- Un poco. ¿Ya tengo que volver?
- No, quedate un rato acá si querés. Nacho me acaba de dar algo que quiero darte a vos. Vas a ver que te va a ayudar.

Nacho era uno de los actores, el único que nunca hubiera creído capaz de ayudarse con anfetas. Se veía prolijo como un oficinista. Me sorprendió que tomara alguna cosa que no fuera gaseosa dietética. Hablaba como una persona que sabe todo de la vida y jamás se equivoca. Se burlaba de las debilidades ajenas y realmente me era insoportable, pero pensé que tenía que hacer algo por permanecer de pie.
Poco después estaba temblando y el corazón se me aceleraba ante la mínima acción. La directora, que ahora estaba totalmente despeinada, creyó conveniente ofrecerme un pequeño papel y me sentó frente a una cámara. Dije mis líneas y continué hablando sin poder detenerme, mientras todos me hacían señas para callarme. Finalmente, sólo rescatarían dos minutos de todo lo que inventé. Al menos mi imagen de fanática empedernida sería creíble.

Claro que mi breve participación me había entretenido, pero ya no soportaba todo aquello y no tenía ganas de esforzarme. Las horas me eran eternas y me pregunté unas diez veces por qué mierda no me iba de allí.
Terminé llamando a Marie el sábado a las siete de la mañana para que viniera por mí. Todos se habían ido y me quedé sentada a una mesa del bar con una actriz, bebiendo cerveza y escuchando cómo le gustaba preparar sus escenas. Marie se echó a reír apenas llegó. Seguramente me veía patética, pero beber cerveza por la mañana no me pareció estúpido después de haber pasado la noche despierta, como cuando uno sale a un boliche y bebe hasta que cierra al amanecer.”.


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Florencia Marino es periodista.
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Temporadas en el país de las maravillas / 6

04 diciembre 2008



No nos cabía duda de que algo teníamos que hacer, cualquier cosa con tal de conseguir dinero. Irene no iba a prestarnos nada, eso era seguro, pero tampoco íbamos a pedírselo.
Las “viajantes de paso” habían dejado artesanías en el departamento y se nos ocurrió venderlas. Marie se veía agotada, pero la idea de quedarme un día más adentro viendo tele me sacaba de quicio.
Decidimos que de alguna forma sus amigas pagarían al menos una parte de lo que nos debían. Comimos salchichas y nos dimos una ducha. Poco después, el calor nos estaba golpeando la cara de nuevo y Marie agitaba el puño maldiciendo a nuestras antiguas compañeras.

Pasamos una mañana entera yendo y viniendo de la rambla, comparando precios para tener éxito en nuestro propósito y también para tener algo que hacer.
El calor hacía que la ciudad pareciera un horno y por momentos se nos hacía casi imposible seguir caminando. Nos detuvimos para descansar a la sombra y entonces el sudor comenzó a caernos de la frente apenas dejó de darnos el sol. Teníamos que continuar, así que nos derretiríamos más tarde, como decía Marie.
El centro estaba repleto de turistas y nos entusiasmamos. De hecho, todo marchó bien hasta que uno de los chinos del restaurante nos vio. Había un policía a unos metros y el chino le hizo señas sin darnos tiempo para huir con todas esas malditas artesanías. Marie quiso hacerse cargo de la situación y la dejé hacerlo.

- Mire oficial, este hombre nos está reclamando dinero y no entendemos una palabra de lo que dice. Fuimos a cenar a su restaurante, es verdad, pero un grupo de borrachos pretendía irse sin pagar y en medio del lío creyó que yo estaba con ellos. Todos corrían por ahí… -siguió un poco más hasta que el poli quedó aturdido entre la explicación y la desesperación del chino.
- Vamos a hacer esto: trate de explicarle al señor cómo son las cosas y vuelvan al hotel. Tengo más cosas que hacer –dijo finalmente el uniformado sin saber que el hotel del relato no existía, que no estábamos hospedadas en ninguno.

Fuimos al casino por un trago y un par de palancazos a la tragamonedas. Todo fue bien hasta que presioné el botón que activa la luz roja arriba de la máquina, esa que alerta al servicio del casino cuando uno pega suerte y gana una gran cantidad de dinero. Un tipo se acercó y le expliqué que había sido un accidente. La primera vez sonrió, pero la segunda frunció el ceño y me dijo que podían multarnos o echarnos por presionar el botón sin motivo.
Cinco minutos después estuvimos las dos en la calle, puteando al aire y mandando al carajo a quien nos mirara con mala cara. A esas alturas no podíamos regresar al casino, vagar por la peatonal ni pasar frente al restaurante chino.

Los hippies de la rambla estaban hartos de vernos y el encargado del edificio nos amenazó, aunque muy sutilmente, con informar a Irene del ruido que salía de nuestro departamento casi todas las noches. Estábamos atrapadas en la “ciudad feliz” y comenzamos seriamente a desear poder largarnos de ahí.
No había mucho que pudiéramos hacer más que esperar el día de regreso a la capital. Era patético no tener dinero para cambiar los pasajes o para tener una cena decente. Todo lo que consumíamos era salchichas, hamburguesas, melón y a veces tomates. El melón iba con el vino y las hamburguesas con la cerveza. Nada más. Sentía como si no hubiera comido de verdad en años. Cada vez que Marie tenía hambre, iba hasta la heladera y decía “no puedo creerlo… Quedó un tomate”. Siempre quedaba un tomate. Todo lo demás duraba poco.

Estuvimos toda una noche en la playa pasándonos una botella de cerveza y luego otra. Teníamos que cruzar la avenida hasta un almacén cada vez que queríamos más alcohol. La última cerveza nos impidió ver cambiar la luz del semáforo y casi nos atropellan, pero Marie, enceguecida por las luces de los autos, gritó al aire y comenzó a insultar a todos. Un tipo enorme y malhumorado bajó de su coche y salimos corriendo.
No lograba relajarme del todo, sino que bebía mirando fijo el movimiento de las olas desde una roca. Tenía la mente en otro lugar, pero aun así me gustaba estar ahí. Las noches en la playa me llevaban a otros sitios; era lo que realmente podía rescatar de todo el viaje torpe e insano que había decidido hacer. Una parte de mí se divertía con la experiencia y me hacía considerar volver a hacerlo más adelante, pero pocas veces sabía qué quería. Siempre buscaba más de todo y de alguna manera aquello se convirtió en un refugio para las dos.

Despertamos al mediodía boca arriba sobre la arena, con el sol en lo alto quemándonos de pies a cabeza. Teníamos dos botellas vacías y un perro sarnoso junto a nosotras. Sentía en llamas cada centímetro de mi cuerpo, pero aun así me esforcé y me senté para mirar a mi alrededor. Los chillidos de los chicos corriendo por ahí, las pelotas que iban y venían y la gente que pasaba mirándonos como si fuéramos alienígenas, me irritaron de tal forma que me puse de pie de un salto y pegué un grito. Marie se veía como si hubiese llegado de alguna guerra en el oriente y tuve que empujarla para que se echara a andar.
Estábamos muertas de hambre y agotadas. Por suerte, el encargado del edificio no nos vio llegar y corrimos al ascensor. En él había una chica alta y rubia, de ojos marrones. Marie estaba mirándola sonrojada y visiblemente inquieta. La chica sacudió el cabello hacia atrás y abrazó a mi amiga, dejándome absolutamente desconcertada.

- Ella es Carmen –me explicó – Es una vieja amiga de la ciudad. Hace mucho no nos veíamos. ¡Qué loco encontrarnos en el ascensor!
- Sí –rió Carmen – Hacía mucho que no te veía por acá.
No sé por qué me sentí un poco incómoda, así que pensé que lo mejor sería intervenir antes de quedar en evidencia.
- ¿Se conocen desde hace mucho? –pregunté.
- De casi toda la vida –agregó Carmen y volvieron a abrazarse. Genial.

Su amiga no era marplatense, pero las vacaciones siempre las pasaba ahí. Tenía unos pocos años más que nosotras y de pequeña viajaba cada verano con sus abuelos. Se quedaba en el mismo edificio, a sólo dos pisos del departamento de Irene. Marie solía quedarse con su tía en la misma época y ambas tenían los mejores recuerdos de aquella amistad.
Quisieron seguir conversando y Carmen nos invitó a su departamento. Yo me sentía muy cansada. Estaba realmente mareada y muy confundida. Apenas entré comencé a notar que estaba a punto de rendirme, de empezar a delirar o simplemente caerme de espaldas.
Poco después no supe qué estaba sucediendo, pero pude verme sentada a su mesa con una taza de helado de vainilla casi derretido frente a mí. Tampoco podía explicarme cómo había llegado a ese momento, pero recordé haber escuchado algo así como “dejala ahí” o “dejala quieta ahí”, así que supuse que no había podido interactuar demasiado y simplemente me sentaron a la mesa. Luego creí recordar a Carmen preguntándome si quería algo, pero no estaba segura. Tal vez me estaba ofreciendo helado, y al no obtener respuesta de mi parte, lo sirvió y lo dejó donde lo encontré esperando que reaccionara. Me imaginé a mí misma como un muñeco de trapo, totalmente manipulable. Debí haberme visto como una imbécil.
Me sorprendió que la taza de Marie estuviera vacía y que Carmen estuviera llorando. Presté atención. Le contó a mi amiga que había llegado con su novia pero que ésta la dejó sola en las vacaciones. Habían discutido terriblemente y regresó a casa en medio del lío. La madre de Carmen, que cuidaba su casa durante su ausencia, llamó desde la capital para preguntarle quién era la chica que acababa de entrar “con total libertad” a la casa de su hija, y especialmente por qué se llevaba ropa en un bolso.
Carmen se lamentaba cuando de repente me vio escuchando y automáticamente se puso de pie. Retiró de mi vista el maldito helado y pensé que al menos ya no debía preocuparme por mis torpezas. Busqué qué decir, qué sería apropiado. Sin embargo, todo lo que pude hacer fue abrir la boca y decir “¿dijiste novia?”

Quería regresar a la capital la mañana siguiente y dijo necesitar compañía durante el viaje. Nos dejó pensarlo mientras peinaba su larga cabellera rubia y sonreía. Marie y yo, que no teníamos dinero suficiente para cambiar los pasajes o meternos en más líos, le dijimos que iríamos con ella y que a cambio le daríamos algunas anfetas que nos quedaban. La chica era modelo y había estado a dieta durante los últimos dos años, así que los ojos le brillaron ante el ofrecimiento y chocó las manos en un gesto de conformismo.


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Florencia Marino es periodista.
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Vivir al límite

02 diciembre 2008

Escribe: Florencia Marino

El último semáforo en rojo pareció retenernos por horas. No sabía dónde estaba yendo y mi garganta se había secado en algún punto de la noche anterior. Seguramente mientras me decían que no hiciera preguntas y me subiera al taxi que vendría a buscarme después del desayuno.
El taxista no había recibido más recomendación que dejarme en la entrada principal de “ese lugar donde vamos”, y ahí fue dónde bajé del auto sin decir nada. Sobre una pequeña puerta había un cartel que decía “ALUBA: Asociación de Lucha contra la Bulimia y la Anorexia”. No entendía absolutamente nada, pero el tipo esperaba que entrara desde el auto así que lo hice, después de asentir con la cabeza.
Recorrí un pasillo con un jardín de árboles a la izquierda y luego subí unas escaleras. Un tipo no muy alto que llevaba delantal blanco me dejó entrar, siempre sonriendo. “Podés sentarte en el patio y esperarme un minutito”, me dijo, pero entonces ya había notado su manía de achicar los ojos para sonreír.
El patio tenía baldosas blancas y negras, como un tablero de ajedrez. “Así es cómo se ven los loqueros”, pensé. Puertas por todas partes, gente luciendo delantales y varios letreros con frases célebres de profesionales del psicoanálisis – y otras cuantas del estilo de El Alquimista – que aumentaron mi tensión.
¿Quién es el gordito alegre que me recibió?”, le pregunté a una adolescente que pasaba por ahí. “Marcelo. Marcelo Bregua. Es el que coordina todo acá”. La chica siguió su camino y fui al baño. No había espejos “porque las chicas sufren patologías alimentarias”, me dijeron. Entraban y salían del baño en grupo, ninguna podía ir sola. Unos cuantos exámenes y descartaron que sufriera alguna de esas patologías. Me diagnosticaron trastorno Borderline, lo que me dejaba frente a todos como una persona sin límites y peligrosa para sí misma. “No quise suicidarme”, dije unas diez veces, “esto es un error”… Pero aquel estúpido accidente había sido el resultado de una noche de excesos y ellos insistían en que disfrutaba haciéndome daño. “¡Como sea! No pienso abrir la boca”…
Unos meses después comencé a romper el hielo. Pasaba medio día, varias veces por semana, escuchando a otros pacientes del grupo “border” como Mariela, que había intentado terminar con su vida siete veces pero había fallado todas. Dieciséis años y estaba acostumbrada a un padre golpeador y a envolver su cabeza llena de pecas con bolsas negras de residuos.
Carolina tenía problemas con el alcohol, igual que su madre y su abuela. Todos habían estado en problemas durante años de una forma u otra: hurtaban y robaban, se autolesionaban, consumían sustancias en exceso o habían intentado suicidarse. Teníamos una o más cosas en común y eso hizo que me mantuviera callada para escuchar. “Ustedes son terribles inconformistas”, decía Marcelo cada vez que no estábamos de acuerdo con él en algo.

Quise saber algo más del tema y comencé a hacer preguntas e investigar. Supe que no es un trastorno fácil de tratar para los profesionales y que muchos brindan un tratamiento grupal de varias veces por semana. ALUBA tiene el plus de la familia. Quieren que las familias de los pacientes participen de la terapia. Eso no podía tolerarlo. No estaba preparada. “Muchos de ustedes están al margen de la ley y la sociedad. Buscan afecto de maneras equivocadas y tienen que superarse sin esa tendencia a rebelarse y actuar por impulso”, dijo Marcelo antes de que me fuera.
Yo seguía preguntándome en qué iba a ayudar que mis padres estuvieran allí, especialmente cuando aún no reconocían lo disfuncional que siempre habíamos sido como familia y sólo me hacían estallar en ira al recordar el pasado. Una vez más cargaba con mochilas ajenas. La primera parte del tratamiento estaba terminada y pasó un tiempo antes de que continuara con la terapia. Así que le devolví una de esas sonrisas más bien mueca a Marcelo y apreté la mano de Maxi, quien para variar no había caído preso en dos meses. Luego salí a la calle para buscar un taxi y volver a casa. Mariela llegó con su madre y me dijo que querían internarla porque había intentado quitarse la vida una vez más.
No supe si se veía abatida por haber fallado de nuevo o por no poder evitar descontrolarse, pero para entonces ya sabía que podía reconocer cuando estuviera a punto de cruzar mis propios límites y eso me bastaba. ¿Cambié? ¿Tiene cura? Pueden medicarte y pueden encerrarte, pero lleva toda una vida lograr un equilibrio y hay que estar siempre atento. No todos tienen tanta paciencia. ¿Yo? Me cuido en las comidas y miro hacia ambos lados antes de cruzar la calle.

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

Temporadas en el país de las maravillas / 5

28 noviembre 2008


Paula se levantó y fue hacia el baño, entonces Marie dijo que planeaba “desenmascarar a esos chinos asesinos”. Sólo confiaba en Mónica y en mí porque Paula le había ofrecido drogas cuando aún estábamos en el departamento.
Llamó al mozo y encendí un cigarrillo para voltear hacia otro lado, sintiendo que no saldríamos bien de ese lugar.
La situación se mezclaba en mi cabeza: sabía que era poco probable que todo aquello fuese cierto, pero también sabía que no debía descartar nada en esos momentos y hasta llegué a creerle a Marie por un instante.
Mi amiga extendió su mano y le mostró el colgante al pobre tipo, pero por alguna extraña razón, el chino se quedó mirando a Marie con un gesto de intriga y desesperación dignos de una foto. Tal vez sólo temía que quisiéramos pagarle con el colgante, pero ella creyó haberlo dejado al descubierto.

- ¿Qué es esto? –lanzó con bronca sobre el tipo – ¿Le pagan bien en este lugar? Creo que debería decirme la verdad. Solamente quiero saber la verdad –Marie adoraba dirigirse a los demás con cierta educación, y aunque no siempre lo lograba, en su mente quedaba satisfecha.

Paula regresó y pedí al mozo que nos cobrara por las porciones de torta. Le dije que Marie estaba borracha, pero noté más desconcierto que alivio en su cara.
Cuando se fue al mostrador para traernos la cuenta, nos levantamos y fuimos a la mesa de comidas fingiendo ir a llenar nuestros platos. Fue sencillo ocultarnos entre la gente.
No sé exactamente por qué tomé a Marie de la mano y nos largamos del restaurante corriendo. Nos detuvimos en una esquina y esperamos a las otras dos. Marie creyó que habíamos huido de asesinos, no simplemente que habíamos salido sin pagar. Se me ocurrió explicarle que no quería esperar al mozo después de lo que ella había hecho, pero insistió que en cambio el tipo nos había amenazado y no quise contradecirla. “¡Está bien, carajo, huimos!”, estallé al fin.
Tomamos un taxi, pero en lugar de ir hacia el departamento nos dirigimos a la terminal de autobuses. Mónica estaba paranoica. Imaginó que el taxista sería interrogado y que yendo hacia otra parte lo despistaría. El pobre tipo nos preguntó si estábamos bien y Paula dijo que era sólo “locura de ácido”. Miré a Marie inmediatamente y me guiñó un ojo, como para plantarme la duda.

- ¿Por qué dijiste “ácido” si no fue eso? –empezó Mónica.
- Las anfetas no te pusieron nunca así, Moni –respondió Marie, mirando hacia fuera con una calma absoluta.
- ¿No son eso? –intervine.
- ¡Basta! No sé, no puedo saber todo –estalló Marie.
- Para tu información, anfetas y ácido no son la misma cosa. Aunque quisieras que fuera así, aunque puedas estar un poco confundida… -seguí.
- ¡La re puta madre, Dana! ¿Qué harían si fuera ácido? ¿Cuál es el problema? –Marie me miró con los ojos desencajados y se produjo un silencio pesado. Después de tanto alboroto, la falta de sonido me hizo sentir mareada, como si hubiera saltado de una calesita enloquecida. Me pregunté si todo eso de verdad había sucedido.

El taxista suspiró y lanzó un débil “ya llegamos”. En la terminal encontramos otro chino. Este llevaba campera de cuero y botas texanas. No logré entender enseguida qué mierda hacíamos ahí observando al pobre chino, pero no me importaba demasiado. Por momentos quería irme a dormir y terminar con todo aquello de una vez, pero de cuando en cuando temía que la mafia china viniera por nosotras.
Un patrullero estaba estacionado a unos metros y Paula quiso pedirle ayuda al poli. Estaba totalmente loca. No teníamos pruebas de nada y ni siquiera sabíamos qué era real y qué no.
El chino de botas texanas nos observaba y no tardó en acercarse. Era un taxista borracho que creyó que necesitábamos ir a alguna parte. Cuando Mónica lo echó como a un perro, el tipo enloqueció por completo y comenzó a gritarnos en una mezcla confusa de idiomas. El patrullero ya no estaba y empezamos a alejarnos del tipo lentamente hasta que apuró los pasos agitando el puño, y entonces salimos corriendo tan rápido como nos fue posible.

Cuando llegamos, los polis junto al edificio nos miraban frunciendo el ceño. Estábamos con la mente en todo lo que habíamos alucinado e incluso nos reímos. Luego estuvimos horas expectantes de la puerta, temiendo que la derribara algún chino mafioso para llevarse el colgante, que nos exigieran pagar la cuenta o que el chino de botas texanas nos partiera una botella en la cabeza. Y todo era culpa de Marie porque había rescatado el colgante del mar estando drogada.
Recordó haber visto dos chinos discutiendo y mirándola cuando se llevaba el hallazgo. De ahí en adelante, todo había sido una alucinación continua en la que yo también estaba involucrada. En mis instantes de lucidez intentaba razonar, decirle a Marie que nadie había sido asesinado y que el colgante simplemente se le habría perdido a alguien.

A la mañana siguiente, Marie me despertó echando chispas y sacudiendo un trozo de papel en el aire. Era una nota de Paula diciendo que tomaría el autobús de la mañana para regresar a casa.
Tanto ella como Mónica debían dejarnos dinero por el tiempo compartido, pero Marie estaba fuera de sí y las discusiones hicieron que todo se fuera al diablo. Mónica terminó tomando sus cosas y yéndose detrás de su amiga. Ahora ni siquiera teníamos dinero para cambiar los pasajes, y cuando volvimos al departamento después de intentar una solución en la terminal, Marie estaba tan enojada que dio un puñetazo a la puerta y volvió a salir.

También yo me sentía frustrada. La seguí y caminamos un rato para terminar sentadas en la acera. El aire era denso y cada tanto nos caía una que otra gota de sudor.
Tres góticos se nos acercaron. Nos miramos y los dejamos sentar junto a nosotras. Parecían igual de aburridos. “Join the club”, les dijo Marie cuando admitieron no tener nada mejor que hacer.
Poco después estuvimos los cinco bebiendo en la playa, hablando de la muerte, de Marilyn Manson y de cómo quisiéramos que fuera el mundo.
Uno de ellos terminaba cada frase diciendo “y me importa una mierda”, y de repente se puso de pie y corrió hacia el mar. Nadie le prestó atención, pero entró al agua con sombrero y todo y pronto lo vimos hundirse. Marie sufrió otro ataque de nervios. Se quedó sentada en la arena, bebiendo de la botella y mordiéndose los labios de bronca. Una y otra vez decía “lo único que me faltaba” y “no se puede estar tranquilo”.
Los otros góticos sacaron a su amigo del agua mientras me llevaba a Marie. Uno de ellos quiso hablarme y le dije que sí, pensando que al menos podría despedirme. Me dio un trozo de papel con un número de teléfono. Le expliqué a mi amiga que era hora de irnos; habíamos tenido suficiente calor y mal humor. De todos modos, estuvimos bien en el departamento. Bebimos algo y cuando el cansancio al fin nos comenzó a vencer, simplemente dijimos que horas más tarde sería otro día y que todos podían irse al carajo. Luego, desperté con ella mirándome sin pestañar.

- ¿Qué carajo hacés? –me sobresalté.
- Todo esto nos está afectando, la gente está muy loca.
- Está bien. Al menos ahora no tenemos a nadie que nos joda. Tratá de dormir –agregué y le guiñé un ojo.
- No entendés. Yo tampoco, realmente.
- ¿Querés decirme algo? –ya estaba molestándome. La había notado extraña horas atrás, pero aún no se animaba a decirme qué le ocurría. Estaba sentada en mi cama y comenzaba a fastidiarme.
- Es que estoy cansada. Tal vez Paula no se hubiese ido así, no sé, podrías haber sido más simpática.
- ¿Qué? Paula se fue porque no quiso pagar o porque nos drogó, incluso es probable que se haya ido por el incidente de aquel tipo en la playa.
- ¿Y qué vamos a hacer sin plata? –dijo con mirada de cachorro abandonado, dándome pena.

Ahí supe que todo lo que le molestaba era estar sin dinero y no poder regresar. La entendí. Por momentos yo también quería irme. De todas formas, tomó su billetera y salió sin decir cuándo volvería.
Intenté dormir pero realmente no podía, así que me levanté y abrí una cerveza. Quise ver tele, pero no lograba concentrarme y tampoco me importaba. Busqué el papel que el gótico me había dado y lo llamé, sin saber exactamente qué pasaría. Quería salir del departamento, pero no hacerlo sola.
Llegó en menos de una hora y se quedó a beber un rato. Luego caminamos por la playa y terminamos en un bar que siempre cerraba después del amanecer. Pensé que me había salido una cita de la nada y me puse algo nerviosa, pero intenté conservar la calma y simplemente seguí bebiendo.
Realmente no estaba nada mal. Tenía cabello largo y castaño, y unos ojos grises que lograban distraerme. No era como los otros, sus amigos, que llevaban campera de cuero y tachas pero nada de pelo en las piernas. Pude verlo cuando se sentaron en la arena; algo bizarro y estúpido. Sea como fuere, empecé a darme cuenta que había algo en todo aquello que estaba excitándome de una manera indescriptible.
No queríamos despedirnos y no teníamos dónde ir, así que pensé que Marie tardaría y lo llevé al departamento. Por suerte regresó cuando ya estaba sola y apenas me dijo “buenas noches, Dan”. Se tiró en su cama y eso fue todo.
Prácticamente había echado a mi cita después de canalizar mi frustración. No quería que mi amiga pensara que me estaba divirtiendo mientras ella vagaba por ahí. Dejé de preocuparme cuando noté que estaba ebria. Se me ocurrió que ambas necesitábamos separarnos y que entonces estuvo bien.

Ya para cuando el sol volvió a salir, Marie estaba de un notable mejor humor e incluso parecía contenta. Casi no teníamos dinero y aún no podíamos regresar, pero nos pusimos a jugar a las cartas y nos quedamos adentro viendo tele, ignorando cómo los días pasaban a través de las ventanas.


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

Acerca de "Temporadas en el país de las maravillas"

Temporadas en el país de las maravillas / 4

22 noviembre 2008


Estando en la costa en aquellos momentos, me era imposible ignorar el movimiento a mi alrededor. Mucha gente quiso volver a casa para cuidar el dinero que le quedaba. Habiéndose convertido cada billete en algo así como un tesoro, era para todos un paso lógico.
Podía notarse en sus caras quiénes habían quedado en bancarrota y quiénes disfrutaban de sus vacaciones por no haber dejado dinero en el banco. La costa era una especie de abanico donde en cada pliegue se podía hallar una realidad distinta. Se cerraba y se abría, nos alejaba y unía cada vez.
Me quedé sola en el departamento mientras Marie y sus “viajantes de paso” tomaban sol en la playa. Había pasado todo el día anterior en el mar y no había una sola parte de mi cuerpo que no sintiera en llamas.
Me recosté y comencé a recordar muchas cosas, situaciones y ocasiones en las que me había sentido un poco de ese modo, como parte del abanico. Recordé a mi amiga Alex y nuestra terrible insatisfacción en los tiempos de escuela. Ambas vimos de cerca a una parte de la juventud que se creía subversiva, cuando en realidad cumplían el papel de una pava que es llevada al fuego para servir té o café. Estaban constantemente hirviendo y creyendo que sus ideas eran propias. Algunos conocían la palabra “convicción”, mientras que el resto no sabía su léxico y disfrutaba de la popularidad banal que conlleva una rebeldía irreal.
El sacerdote del establecimiento hacía orgías con menores de edad y abusaba del alcohol. Las autoridades comunicaron que había viajado a Nueva York cuando en realidad estaba preso. El grupo de engreídos hablaba de justicia y compromiso, pero apenas pasaron dos semanas, los vi riéndose y diciendo que el cura era “un capo”. Supuse que las contradicciones surgían porque no entendían nada y sólo obedecían a órdenes intelectuales, que a decir verdad, tampoco eran nada.
También había de “los otros”, los que mantienen la boca cerrada durante los cinco años de escuela y parecen tener un orgasmo si alguna autoridad halaga su desempeño. Decían que una persona rebelde es estúpida, alguien de quien hay que cuidarse porque odia a todo el mundo sin fundamento. Esos perros falderos creían sólo lo que les ofrecían creer y les era más sencillo decir esas cosas.
Claro que nosotras falsificábamos firmas y mandábamos a todos al carajo, pero nadie nos pidió hacerlo y durante toda mi vida tuve que aprender las cosas por mi cuenta. Uno piensa durante años qué está bien y qué está mal, hasta que un buen día se mete todo en el culo porque no hay más que eso. No hay satisfacción de ninguna de las partes y sólo queda ser fiel a uno mismo, hacer lo que venga en gana sin joder a nadie pero sin dejarse joder. Sin pensar, simplemente, qué es lo bueno y qué es lo malo en esta vida.
Finalmente Irene estuvo satisfecha y Marie salió airosa de la situación. La pareja estaba feliz y la venta confirmada. Regresarían a la capital para reunirse con Irene, mientras Marie y yo sentíamos un gran alivio y aún teníamos tiempo de sobra para meternos en problemas.
Un mediodía despertamos cuando el sol nos abofeteó la cara. Habíamos olvidado bajar las persianas después de jugar a las cartas toda la noche. Mónica y Paula dormían como bebés en el suelo del living, y tuve que ir hasta el baño en puntas de pie para no pisarles la cabeza.
Marie les dejó una nota y nos fuimos a comer a un bar barato y viejo, lleno de personajes extraños. Parecía uno de esos lugares que pueden hallarse al costado de la ruta, cerca de los moteles. Seguramente no figuraba en ningún folleto turístico, pero la comida no estaba nada mal.
Una pareja con dos nenes iba y venía del teléfono público. La mujer se tomaba la cabeza con preocupación y dos jóvenes se reían de ella desde una mesa, haciéndose gestos y tardando en comer para observar.
La familia claramente no era del lugar. Se les notaba cierto temor y al mismo tiempo bronca por haber ido a parar allí. En cambio, los jóvenes lugareños se veían distendidos, sin prisa, y llevaban remeras sucias y gorras como las de baseball.
Marie terminó su cerveza y fue hacia el baño, mientras yo me levantaba con esfuerzo para acercarme a la familia y entender qué les pasaba. Apenas sonreí, la mujer me pidió cambio para hacer otra llamada. Su esposo alzó a uno de los nenes y se acercó.


- Te lo agradezco, de verdad. Hace como una hora que estamos acá tratando de hablar.
- No hay problema, ¿pasó algo malo? –pregunté, a pesar de que era algo obvio y el tipo tomó aire como si fuera a relatarme la Odisea de Homero.
- Quedamos en medio del quilombo. Mi suegra se descompensó esperando en la puerta del banco, ¿viste? Todavía está mal y ahora tenemos que cambiar los pasajes y volver, pero tendríamos que hacer magia para llegar con el efectivo.

Marie volvió del baño y quiso irse, pero antes me acerqué a los jóvenes lugareños con la excusa de preguntarles la hora.

- Un lío con esos, ¿no? –comencé.
- Sí, ¿qué te parece? Mirá, nosotros quisimos tirarles unas monedas, pero creyeron que íbamos a pedirles algo y casi nos mandan a la mierda. ¡Que se jodan! Todos tenemos problemas.

Tal vez los pliegues del abanico se estaban abriendo en la misma dirección.
Llamé a casa y encontré a mi padre, que estaba usando mi computadora y disfrutando de sus vacaciones. Marie también llamó a la capital. La escuché pedir que “todo esté en paz y preparado” al regresar, y luego me invitó a una fiesta con gente que yo aún no conocía, a modo de celebrar cualquier cosa. Marie adoraba arreglar las jodas con antelación y hacía fiestas simplemente porque sí.
Después de hacer nuestras llamadas caminamos por la playa, puteando y peleando irritadas por el calor. Fuimos hasta el muelle y vimos a una chica masturbando a su novio entre unas rocas. Las olas rompían a nuestros pies y retrocedían dejándonos su espuma. Regresamos al atardecer con las “viajantes de paso”, nos cansamos de andar y nos acostamos en la arena tibia con un perro vagabundo que se quedó junto a nosotras. El horizonte parecía estar pintado a mano, y tras observarlo un largo rato, nos preguntamos si acaso Dios le daría pinceladas al cielo para dejarlo de esa forma.
No puede apreciarse de ese modo entre los altos edificios de la capital, donde tampoco hay tiempo suficiente para pensar en ello. En la playa se respiraba nuestra propia existencia; nos hacía reír y pensar sobre cuestiones extrañas y luego nos ofrecía un alivio que, al menos para mí, era algo así como una voz interna que me dejaba entender que no era necesario hacerme tantas preguntas. Sólo tenía que relajarme y disfrutar cada vez que me sintiera así.

Los días pasaban rápidamente. Estaba comenzando a tener ganas de conseguir un empleo y quedarme. Tal vez alquilar un departamento barato cerca de la playa o a treinta cuadras, no importaba, pero realmente me planteé vivir en esa ciudad. Adoraba el mar y la playa. Me gustaba el constante aroma a sal que llenaba las calles y las casas de piedra. Había empezado a soñar, pero tuve que detenerme y recordar lo impulsiva que solía ser. Tampoco tenía el dinero para hacerlo.
Así que en cambio me quedé con mis compañeras un par de días sin salir, para ahorrar, jugando a las cartas y consumiendo comida chatarra. En la tele no pasaba nada interesante, salvo por alguna película vieja, y ya quedaban pocas cervezas en la heladera. Sobre la mesada de la cocina había un colgante del que pendía una “K” dorada que Marie había rescatado del mar.
Muertas de aburrimiento, nos dirigimos a un restaurante chino de tenedor libre que estaba cerca del centro. Era un lugar poco agradable pero para nada caro. Los manteles no estaban del todo limpios. La tele estaba encendida y constantemente venían hasta nosotras los aullidos de los nenes que correteaban entre las mesas, desobedeciendo a sus padres. Una china observaba todo desde el mostrador y ofrecía helado a los nenes sin moverse de su lugar, señalando la pequeña heladera que tenía a su izquierda.
Había que hacer fila para tomar la comida de las bandejas y no teníamos muchas ganas de esperar. Tampoco teníamos hambre, así que fuimos directamente al postre y tomamos una porción de torta de chocolate cada una. Le puse crema encima y volví a la mesa.”.


[Continúa...]

Florencia Marino es periodista.
Su fotolog: reporterarg

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