Ucronías a la carta
La ucronía es un género en alza. Hace
unas décadas, se contaban con los dedos de las manos las pocas ucronías que se
podían encontrar dentro y fuera del mundillo. Pero últimamente,
proliferan bastante.
Es cierto que las que había, como El
hombre en el castillo (The Man in the High Castle, 1962, Premio
Hugo 1963), de Philip K. Dick, o Pavana (1968), de Keith Roberts
eran bastante buenas, pero eran pocas. Ahora la cosa ha cambiado bastante,
tanto en lo literario como en las series de televisión.
Aun así, muchas son bastante previsibles
y tocan épocas muy manidas. Creo que hay algunos episodios históricos, a veces
poco conocidos o no muy explotados, que podrían servir para desarrollar algunas
ucronías bastante interesantes, desde mi modesta opinión, claro.
Por ejemplo, hay almenos un par de
ucronías sobre qué hubiese sucedido si no hubiese caído el Imperio Romano. Una,
más antigua, de Lyon Sprague de Camp, titulada Que no desciendan las
tinieblas (Lest Darkness Falls, 1939) y otra más reciente, de Robert
Silverberg: Roma Eterna (2003). A mí, me gustaría saber qué hubiese
pasado si no hubiesen asesinado a Julio César o si Juliano el Apóstata se
hubiese salido con la suya y hubiese devuelto la religión romana tradicional al
poder. O si el probre Marco Aurelio hubiese gozado de un reinado relativamente
tranquilo, como el de sus predecesores y no hubiese tenido un hijo tan cretino
como Cómodo.
En el mundo chino, encuentro fascinante
el papel del almirante de la inmensa flota comercial china, Zheng He y su
emperador, Yongle (s. XIV), que de haber persistido sus sucesores en la
aventura comercial, podrían haber sido los artífices de la primera
globalización terrestre. Hemos tenido que esperar unos siglos para ello. Podría
ser también un excelente tema para un mundo ucrónico. [Puntualización. Existe:
El ciclo de Xuya, de Aliette de Bodard].
En Estados Unidos también se han
construido algunas ucronías muy famosas. Por ejemplo, Lo que el tiempo se
llevó (Bring the Jubilee, 1953), de Ward Moore, en donde el sur
confederado gana al norte en la Guerra de Secesión. A mí me gustaría saber, en
cambio, que hubiese sucedido que Lyncoln no hubiese sido asesinado y hubiese
podido reconstruir el país de una manera ordenada y no con el odio con que se
hizo en la realidad. Tal vez, los actuales conflictos y desigualdades raciales
serían mucho menores. Aunque tal vez tampoco lo hubiera conseguido.
En lo que a España se refiere, ha habido
dos intentos bastante loables. Uno, relacionado con Franco y qué hubiese
sucedido si hubiese perdido la guerra civil o si esta no hubiese tenido lugar o
si las cosas hubiesen sucedido de otra manera. Podemos ver algunos relatos muy
interesantes en la recopilación Franco. Una historia alternativa (2006).
Otro, con Eduardo Vaquerizo como autor,
nos habla de una España en la que Felipe II muere y es sustituido por su
hermanastro Juan de Austria, ganador de la batalla de Lepanto, quien ocupa el
trono y abraza la religión protestante como la oficial. Este es el tema del
universo en que se desarrolla Danza de tinieblas (2005).
A mí me gustaría saber, qué hubiese
sucedido si los árabes no hubiesen sido expulsados de la península o si en el Compromiso
de Caspe, en vez de acceder al trono de la Corona de Aragón Fernando de
Antequera, lo hubiese hecho Jaume II de Urgell.
También han aparecido algunas ucronías
que podríamos llamar negativas o de ausencia. Por ejemplo, en la película Yesterday
(2019), los Beatles nunca existieron. ¿Qué hubiese sucedido si no hubiese
existido Jesucristo, William Shakespeare, Isaac Newton o Alejandro Magno? ¿Los
habríamos tenido que inventar igualmente? Aquí hay un filón que explotar, os lo
aseguro.
Peligro radiactivo
La ciencia ficción ha tratado los
peligros de la radiación en múltiples y variadas ocasiones, aunque a veces, lo
ha hecho de manera bastante peculiar.
Una de las primeras referencias que hay,
la encontramos en el relato “El hombre que evolucionó” (“The Man Who
Evolved”, 1931), que podemos encontrar en la antología “Antes de la Edad de
Oro”, recopilada por Isaac Asimov. En el relato, se utiliza la propiedad
mutagénica de la radiación para inducir un cambio evolutivo inmediato en los
sujetos expuestos a esta. Está claro que no se conocían bien los efectos de la
radiación por aquel entonces.
Algunos relatos describen un mundo que
ha sufrido una guerra nuclear y en el que las radiaciones impiden la existencia
de embarazos normales, abundando todo tipo de anomalías. Por ejemplo, algo así
sucede en la novela de Roger Zelazny, Tú, el inmortal (This Immortal,
1966, Premio Hugo 1966), aunque aquí la radiación es la excusa para
justificar a unos seres mutantes que simulan a los antiguos dioses de la
mitología griega.
En Dune (1965, Premios Hugo
y Nebula 1966), de Frank Herbert, se menciona al antiguo planeta capital
del Imperio, Salusa Secundus, hoy devastado por la radiación y en el que
no puede sobrevivir nada al aire libre.
En las series de televisión encontramos
un poco de todo. Desde la heroica muerte de Spock en Star Trek: La
ira de Khan (1982), hasta la más reciente serie The Expanse, en que
la radiación espacial es omnipresente. En uno de los capítulos, uno de los
protagonistas es fuertemente irradiado con una dosis mortal, cosa que le
obligará a usar fármacos anticancerígenos el resto de su vida.
Una de las series en que la radiación es
omnipresente en múltiples formas, es Los 100: hay radiación en las
estaciones espaciales, en la Tierra devastada por un holocausto nuclear, en el
posterior colapso de las centrales nucleares que sobrevivieron al Armagedón…
Hay radiación por doquier y ello acaba generando mutaciones que protegen a sus
portadores de esta. Los afortunados que las tienen, claro.
En general, la radiación siempre suele
ser algo malo, perverso. Es un mal silencioso e invisible que siempre está al
acecho y que suele coger desprevenidos a los pobres humanos que la padecen.
Puede estar en el aire, en la lluvia, en los alimentos… por todas partes. Es
sin duda, el villano perfecto: inhumano, incontenible y no se puede negociar
con él.
Estrellas invitadas
A veces, en los relatos y novelas de
ciencia ficción, aparecen como encastados, ciertos personajes que tienen o que
no tienen gran cosa que ver con la trama central del relato. En ocasiones, son
personajes y en otras, son ideas o incluso filosofías o teorías científicas. Son
lo que yo llamo las “estrellas invitadas”.
Por empezar con un ejemplo ajeno al
mundo de la ciencia ficción, en la ópera “Così fan tutte”, de W. A.
Mozart, aparece una escena bastante divertida en que se rinde homenaje al mesmerismo,
corriente pseudocientífica de Franz Anton Mesmer, antiguo benefactor de Mozart.
Ya en la ciencia ficción, un autor que
era muy dado a poner referencias de este tipo era Arthur C. Clarke, quien
llegaba a saturar sus narraciones más tardías. Por ejemplo, en algunas de las
novelas de la serie Venus Prime firmadas conjuntamente con Paul Preuss,
aparecen personajes como Michael Ventris, que da nombre a una especie de
submarino extraterrestre. Ventris, junto con John Chadwick consiguió descrifrar
el Lineal B, un alfabeto, por entonces desconocido, del griego arcaico.
En la misma serie de Venus Prime,
aparecen otras estrellas invitadas, como la teoría de las inteligencias
múltiples de Howard Gardner. O en El espectro del Titanic (The Ghost
from the Grand Banks, 1990), también de Clarke, aparecen múltiples
referencias al conjunto fractal de Benoît Mandelbrot. Para acabar con
las citas a este autor, faltaría Rama II (1989), junto con Gentry Lee,
en la que la estrella invitada es Juana de Arco, en su versión teatral.
Algunas obras no habrían podido ser
desarrolladas sin la teoría central de la que beben. Tal es el caso de Los
lenguajes de Pao (The Languages of Pao, 1957), de Jack Vance, o Babel
17 (1966, Premio Nebula, 1966), de Samuel R. Delany, cuya estrella invitada
es la hipótesis de Sapir-Whorf.
O en las últimas novelas de la Fundación
de Asimov, como Los límites de la Fundación (Foundation’s Edge,
1982, Premios Hugo y Locus 1983) o Fundación y Tierra (Foundation
and Earth, 1987), o en la novela más o menos independiente, Némesis
(1989), donde se explora la hipótesis Gaia, formulada por James Lovelock o Lynn
Margulis, llevada por unos derroteros un tanto fantásticos.
En las series de televisión de ciencia
ficción, las estrellas invitadas abundan. Por ejemplo, en Star Trek,
gracias a los viajes en el tiempo, los universos alternativos y otro tipo de
fenómenos raros, es posible revisitar a Abraham Lincoln (en La Serie
Original), Amelia Earhart (en Voyager) o a Samuel L. Clemens (Mark
Twain) o a Jack London (en La Nueva Generación).
En la serie de humor “El Enano Rojo” (The
Red Dwarf), en el capítulo titulado “Fusión” (“Meltdown”, 1991),
aparece un mundo habitado por androides de cera que recrean personajes
históricos de la Tierra, que luchan entre sí. Entre los buenos, encontramos a
Elvis Presley, Marilynn Monroe, Mohandas Gandhi, la Madre Teresa de Calcuta, la
reina Victoria de Inglaterra, Abraham Lincoln o Albert Einstein. Entre los
malos, Adolf Hitler, Rasputín o Calígula.
También Isaac Asimov, en un cuento: “El
bardo inmortal” (“The Immortal Bard”, 1954), traía a William Shakespeare
al presente, jocosamente, donde acaba matriculado en un curso sobre literatura
de sí mismo, en el que era humillado con un suspenso.
La fascinación por ciertos personajes
históricos ha hecho que la ciencia ficción, ucronías aparte, los haya incluido
en sus tramas de una u otra manera, en múltiples ocasiones.
Correlaciones: Con el leve aleteo
La empresa alemana Festo,
especializada en automatización y robótica ha presentado recientemente BionicSwift,
un pájaro robot que mueve las alas con un sorprendente realismo y que es capaz
hasta de realizar picados.
La ciencia ficción nos ha hablado muchas
veces de robots humaniformes, pero no es menos cierto que también en algunas
ocasiones nos ha prometido robots de otros tipos, como animales sintéticos.
Uno de los casos más conocidos es el
famoso búho artificial que aparece en Blade Runner (1982), magnífica
película de Ridley Scott, basada en la novela de Philip K. Dick, ¿Sueñan los
androides con ovejas eléctricas (Do Androids Dream Of Electric Sheep?,
1968). En el mundo de Blade Runner, los animales reales son
prácticamente inexistentes y han sido recreados por los humanos en forma
robótica.
En la reciente serie Star Trek:
Picard, aparece un mundo de seres artificiales de matriz positrónica, los sintéticos,
en los que ha sido recreados algunos animales, como las mariposas.
En el relato “Qué es el hombre” (“That
Thou Art Mindful of Him!”, 1974), de Isaac Asimov, aparecen insectos
positrónicos, dedicados a exterminar plagas.
En uno de los capítulos de The Red
Dwarf aparecen unos peces robóticos, llamados Lennon y McCartney,
cuya única finalidad parece ser la de estar allí y entretener a sus potenciales
observadores.
Recientemente, en el mundo real, hemos
visto en Singapur, perros robóticos que campaban a sus anchas por los parques
para avisar a los transeúntes que debían respetar las distancias de seguridad
debidas a la emergencia sanitaria del covid-19.
La ficción y la realidad se
entremezclan. Hay toda una rama de la Ingeniería combinada con las Matemáticas
dedicada a estudiar el movimiento de las patas de los insectos para aplicarla a
los robots. Esto podría tener mucha importancia en el futuro cercano a la hora
de enviar sondas robóticas, por ejemplo, a la Luna o a Marte.
Al paso que vamos, sí que puede suceder
que dentro de un siglo (o menos) los grandes animales se conviertan en algo
extremadamente raro o inexistente y debamos conformarnos con sus simulaciones
robóticas, aunque quiero creer que no seremos tan estúpidos como para llegar a
esos extremos.
¡Qué rico!
Recuerdo de pequeño ver a Alfredo
Amestoy en la televisión, hablándonos de cómo sería la comida del futuro. Él
afirmaba que básicamente serían unas pastillitas que nos las tomaríamos y ya
habríamos comido, con todas las proteínas, vitaminas y sales minerales
necesarias. Supongo que regadas con un buen trago de agua.
Ese mundo “idílico” recuerda un poco a
la comida para astronautas, que ya nos adelantó la película de Kubrick 2001.
Una odisea en el espacio (1968), en la que podíamos ver a los tripulantes
de la Discovery 1 comiendo una especie de purés de colorines.
De hecho, siempre se afirmó que la mayor
parte de la comida que ingeriríamos en el futuro sería sintética o de origen
vegetal. Las algas estaban de moda entonces y parecía que todo tenía que ser un
derivado de estas talofitas. Hoy parece que ya no se predican tanto, aunque
supongo que conforme las necesidades nutricionales de la ingente masa humana
vayan a más, tendremos que reducir la proteína animal y sustituirla por
proteína vegetal y las algas serán una buena opción.
En Star Trek, la comida ya no es
natural. La producen unas máquinas llamadas replicadores que la materializan en
función de unas recetas preprogramadas, desde el agua fresca, pasando por el
zumo de tomate hasta la más indigesta comida klingon, como el gagh o el targ,
pasando por los deliciosos oskoids betazoides.
Algo parecido lo encontramos en las
máquinas expendedoras de The Red Dwarf, donde desde que se ha acabado la
leche de vaca, se ofrece leche de perra, que es muy nutritiva y diurética y que
tiene la ventaja que sabe igual fresca que caducada.
En fin, que pastillas a parte, purés
multicolores y algas poliaromáticas, siempre nos quedarán, en caso de
necesidad, las inefables galletitas Soylent Green.
Ucronías mágicas
El género ucrónico está de moda. No
obstante, algunas de las ucronías más conocidas son poco clásicas, por decirlo
de alguna manera y están emparentadas fuertemente con la literatura fantástica.
Comencemos con Bula Matari, de
José Miguel Pallarés y León Arsenal, una África neopúnica, en la que los
cartagineses vencieron a los romanos, tiene un estilo más cercano a la novela
de aventuras pulp tipo Haggard.
Después está Pavana (1968), de
Keith Roberts, que nos habla de un mundo en el que la Armada Invencible de
Felipe II fue realmente invencible y la Iglesia Católica se ha adueñado de
Occidente.
No obstante, Pavana introduce
elementos fantásticos que poco tienen que ver con las ucronías clásicas, aunque
el desarrollo general de la novela es más cercano a la ciencia ficción que a la
fantasía.
Y también está el Madrid ucrónico creado
por Eduardo Vaquerizo en Danza de tinieblas (2005), que combina la
ciencia ficción del: ¿qué hubiera pasado si Juan de Austria hubiera sucedido a
Felipe II?, con elementos más propios de la fantasía de El Golem.
Finalmente, Materia celeste (Celestial
Matters, 1996), de Richard Garfinkle, en el que se nos describe un mundo en
el que Alejandro Magno no murió en Babilonia de joven y los griegos se hicieron
con el control de Occidente. Nuevamente, el elemento fantástico aflora, ya que
la ciencia que funciona es la de los cuatro elementos y aquella en la que los
griegos clásicos creían.
Vigila con lo que deseas…
Antes, cuando estabas esperando que
llegase el tren o el bus, en la consulta del dentista o si estabas esperando
que empezase una reunión que se demoraba, la gente solía aburrirse. Tal vez
ojeaban una revista, pensaban en qué harían para cenar o simplemente dejaban
volar la imaginación.
¿Os habéis dado cuenta de que eso hoy
día se ha convertido en un lujo asiático? Vaya, que lo que hace todo el mundo
es sacarse el móvil del bolsillo y ponerse a navegar, consultar el whatsapp
o recrearse en algún juego del smart. Bueno, ¿es eso tan grave? A fin de
cuentas, es una manera como otra de aprovechar el tiempo, ¿no?
Más bien es una manera de matar el
tiempo. O más concretamente, el aburrimiento. Vivimos en una época en que
aburrirse es poco menos que un pecado mortal. Si alguien se aburre, se le
compadece y se le recomienda que haga alguna de las cientos de actividades que
están a nuestra disposición cada día: pasear, ir al gimnasio, ver una película
o una serie de televisión a través de una plataforma, quedar con los amigos,
jugar con la videoconsola, participar en alguna de las muchas redes sociales
existentes o incluso leer un libro o ver la televisión, aunque eso está cada
vez más deprecated. ¿Pero aburrise? ¡No, gracias!
Y así, pasa lo que pasa. La creatividad
disminuye. La materia prima de la creatividad es el tiempo: tiempo para pensar,
tiempo para crear, tiempo para aburrirse. Ahora ya no nos aburrimos. Rellenamos
cada instante de nuestra vida con algo que hacer. Esa ha sido una de las
grandes funciones del teléfono móvil.
Hay un delicioso relato de Isaac Asimov,
contenido en la recopilación titulada Azazel que nos habla de esto.
Azazel es un pequeño demonio que concede deseos a quien se lo pide, con tan
mala leche, que al concederlos, la persona teóricamente agraciada acaba
profundamente decepcionada.
En el relato “Tiempo para escribir” (“Writing
Time”, 1984), un escritor le pide a Azazel que le evite todos los tiempos
muertos de su vida. Cuando vaya a coger el autobús o el metro, que siempre esté
allí el transporte y no tenga que esperarse. Lo mismo con el ascensor, la cola
de una tienda o la espera en el salón del dentista. Todos los tiempos muertos
desaparecen.
Aparentemente ello es una gran ventaja,
porque ahora dispondrá de más tiempo para crear. Pero el escritor descubre
horrorizado que era en esos instantes de espera cuando se le ocurrían la mayor
parte de las ideas que después convertía en cuentos o artículos y ahora tiene
una sequía creativa brutal.
Así que, la próxima vez que vayáis al
médico o estéis esperando a alguien que no llega a su hora, resistíos un
poquito antes de coger el móvil y utilizad ese tiempo valioso para pensar. Tal
vez os sorprenda lo que consigáis con ese tiempo extra.
Cómo diablos me metí en esto
Mis inicios en la literatura de ciencia
ficción fueron un tanto raros. La primera vez que leí un texto de ciencia
ficción -Julio Verne a parte- fue en lo que entonces era 8º de EGB (el actual 2º
de ESO). En el libro de lengua castellana, aparecía un fragmento del relato
“Compre Júpiter” (”Buy Jupiter”, 1958), de Isaac Asimov.
Aunque soy un devoto del Buen Doctor,
admito que “Compre Júpiter” no es de los mejores relatos de Asimov,
precisamente y como ejemplo para incitar a la lectura de la ciencia ficción me
parece bastante malo.
La cosa continuó. En 1º de BUP (3º de
ESO), en la asignatura de Ciencias Naturales, se nos ofreció un fragmento de
otro relato de Asimov, esta vez sobre una forma de vida basada en el silicio,
una siliconia, en “La piedra viviente” (”The Talking Stone”, 1955).
Conceptualmente, el relato estaba bien, pero era más fatuo que la leche.
En la asignatura de lengua catalana, el
autor escogido para introducir la ciencia ficción era Ray Bradbury.
Concretamente, una de sus crónicas marcianas. Pero claro, un fragmento carente
de todo interés y completamente descontextualizado.
Finalmente, en 2º de BUP (4º de ESO),
también en lengua catalana, se nos mostraba otro fragmento de un relato sobre
robots positrónicos de Isaac Asimov, al tiempo que en el libro de
Física/Química, se nos recomendaban algunas recopilaciones de relatos como Cuentos
de la taberna del ciervo blanco (Tales from the White Hart, 1957),
de Arthur C. Clarke y en inglés se nos animaba a leer una versión abreviada de Cita
con Rama (Rendezvous with Rama, 1973, Premios Hugo, Nebula
y Locus 1974), también de Clarke (en versión original, claro).
A esas alturas, yo ya me había leído El
juego de Ender (Orson Scott Card), La nube negra (Fred Hoyle), Cánticos
de la lejana Tierra (Arthur C. Clarke), la Trilogía de las Fundaciones
y Yo, robot (Isaac Asimov), Crónicas marcianas (Ray Bradbury) y
unos cuantos libros canónicos más. Incluso me había tragado Nuestros amigos
de Frolik-8, de Philip K.Dick. Por suerte. Porque si hubiese tenido que
seguir los consejos de mis libros de texto, habría considerado que la ciencia
ficción era un coñazo insoportable.
De hecho, lo primero que leí de Asimov
no fue algo de ciencia ficción, sino un ensayo titulado “’X’ representa lo
desconocido”, que cambió totalmente mi vida y mi forma de pensar, muy magufa en
aquella época, aunque dicho término dudo que existiese, todavía (se acuñó en
1997).
Finalmente, quiero decir que a pesar de
todo ello, sí que descubrí un autor que escribía cuentos de ciencia ficción y
de fantasía muy poco conocido fuera del ámbito catalán, que es Pere Calders y
que se convirtió en uno de mis escritores favoritos. Algo positivo sacamos de todo
aquello.