Por qué
Vivimos amenazados por la intransigencia y por los fantismos. No estoy pensando ahora mismo en el integrismo islámico, del que bastante se ha hablado ya. Me refiero al integrismo que reside en el corazón de nuestra civilización occidental.
Nuestro mundo está regido por los medios de comunicación, muy especialmente por la televisión. ¿Qué aparece una nueva moda por la pequeña pantalla? Todos a seguirla como borregos. ¿Que el humorista de turno se saca de la manga una nueva expresión jocosa? Todos a repetirla como loritos.
Pero esto es algo menor en comparación con el poder mediático en la manipulación de opiniones. Lo que no sale en la televisión no existe; lo que sale, es lo único que existe y centro y foco de nuestra atención. El resto de medios tradicionales (prensa y radio sobre todo) se limitan a actuar de caja de resonancia.
La gente compra, piensa, vota y organiza su vida en función de lo que le dicen por la televisión. ¡Qué crédulos que somos! ¿Cómo es posible que nos creamos lo que dice una empresa de sus propios productos sólo por el hecho de hacerlo con una musiquita agradable y con unos modelos fantásticos retocados por ordenador, a todo color?
Pero la publicidad no es ni de lejos lo peor. ¿Se acuerdan de aquella época en que en España había manifestaciones multitudinarias y mareas negras de petroleros que se hundían que eran negadas sistemáticamente por la televisión pública atribuyéndolas a cuatro descontrolados, mientras que daban a bombo y platillo la boda de la hija del Presidente del Gobierno en el Escorial?
Y sin embargo no es esto lo peor que Occidente es capaz de producir. Ni si quiera citaré las múltiples intervenciones -generalmente armadas, raramente legales y nunca éticas- de muchos gobiernos en otros países por el control del petróleo, el uranio o los diamantes. También sobre eso se ha escrito bastante.
Estoy pensando en la intransigencia y en el fundamentalismo religioso. Sí, ese mismo fundamentalismo del que nos quejamos cuando hay disturbios por las viñetas de Mahoma, pero que cuando se produce en países como Estados Unidos, suele pasar bastante desapercibido.
No importa que en la principal potencia científico-tecnológica del planeta los propios estamentos oficiales que la gobiernan promuevan la teoría creacionista, negando la teoría de la evolución, sólidamente fundamentada en pruebas. No importa que su intransigencia religiosa sea una lacra que se extienda por el país y que exporten también a otros lugares del planeta. Pero es que eso también es Occidente.
Nuestras democracias no son tan perfectas como algunos nos quieren hacer creer. Es verdad que las elecciones en muchos países del tercer mundo están amañadas. ¿Pero hay mucha diferencia entre un régimen de partido único y uno de dos partidos que se alternan en el poder, que gobiernan con políticas parecidas y que se distinguen, básicamente, porque unos mandan y los otros están en la oposición? El control que ejercen los partidos en muchas democracias como la nuestra de los medios de comunicación es tremendo. Y sin embargo, nosotros estamos encantados. Mientras no nos toquen nuestra lavadora, nuestro coche y nuestra tostadora, que hagan lo que quieran.
Por supuesto, después nos envalentonamos en dar lecciones de democracia, libertad y pluralidad informativa a todos los demás. Tenemos las santas narices de presumir de laicidad, cuando el 12 de octubre o el 25 de julio, las autoridades del estado visten sus mejores galas en el Pilar de Zaragoza o en la catedral de Santiago. Cuando en las fiestas mayores, los plenos municipales acuden a la misa mayor y cuando en semana santa, desfilan detrás de los pasos. ¿Es esto una sociedad laica?
Vivimos en un país en que la Iglesia interviene en política, yendo a manifestaciones, asociándose con ciertos partidos políticos de derechas (PP y UDC sobre todo) y poniendo trabas a la legislación promulgada por las Cortes, por nuestros representantes electos. Incluso opinan sobre la unidad de la patria o sobre si hay que negociar y cómo con ETA. Es fascinante.
En esta sociedad, hace falta gente con opiniones propias que no se dejen llevar fácilmente por lo que los medios dictan. Hace falta que sepa buscar los diferentes ángulos de una noticia, que se pregunte -simplemente- el porqué de las cosas. En definitiva: hacen falta ciudadanos con criterio.
Por eso leo ciencia ficción. Porque me gusta pensar. Porque me gusta leer hard y que alguien me cuente de manera comprensible que el Universo es inteligible y que no hace falta recurrir a teorías fantasiosas (y más simples) de cómo funcionan las cosas, como el creacionismo. Por eso me gusta el soft, las utopías y las distopías, porque creo que otro modelo de sociedad es posible, porque creo que si no solucionamos nuestros problemas, las cosas empeorarán y porque creo que vivimos en una situación inestable a largo plazo.
Por eso me gusta leer un tipo de literatura que me obligue a reflexionar sobre la naturaleza del género humano, sobre las consecuencias de los avances tecnológicos o sobre las nuevas tendencias socio-culturales.
Y es por eso que no me gusta circunscribirme a novelas de ciencia ficción de un tipo u otro y me importa un comino si algo es o no es literario, pues a pesar de que creo distinguir entre la literatura de calidad de la que no lo es tanto, leo por otras motivaciones.
Y también es por eso por lo que los debates endogámicos sobre la ciencia ficción que se diluye en el mainstream, sobre etiquetas o sobre cualesquiera otra consideraciones menores no dejan de ser un simple entretenimiento para mí.
La realidad está ahí fuera y es fría. Y mientras así sea, la ciencia ficción tendrá algo que decir. Lo que ya no veo tan claro, viendo el poco interés por la lectura de las nuevas generaciones, es si en el futuro tendrá público. Pero dudo que ello sea debido sólo a cuestiones formales o internas. Tal vez debiéramos buscar los problemas del género en otro lugar.
Mientras tanto, yo seguiré leyendo ciencia ficción y los demás debates al respecto, no dejarán de ser para mí sino entretenidas charlitas de café.
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