Los fisgones
Ha aparecido en prensa una
noticia que me ha parecido ciertamente deliciosa. Según un artículo publicado
en The Astronomical Journal por el investigador James
Benford, se nos sugiere que investiguemos a fondo unas rocas espaciales
cercanas a la Tierra llamadas cuasisatélites, que son coorbitales a la Tierra,
porque en ellas –podría ser- que los alienígenas hubiesen instalado
dispositivos espía para tenernos más o menos controlados. Los fisgones, los
llama.
Sinceramente, reconozco
que algunas personas tienen mucha imaginación. Quizá lo único que pretenda es
obtener fondos para investigar su materia favorita o quizá no. Los chinos, de
momento, ya se han apuntado al carro y tienen intención de enviar una sonda en
el futuro.
Creo que si existiesen
dichos dispositivos, muy posiblemente tendrían la función de transmitir
ocasionalmente datos a sus creadores y de momento no hemos encontrado nada
parecido. Claro que a lo mejor no hemos mirado en el sitio adecuado. Quizá no
teníamos que apuntar los radiotelescopios al infinito, sino al espacio cercano
a la Tierra.
Si nos están espiando, se
lo deben estar pasando en grande. Especialmente, con las teleseries
venezolanas, con las series de anime o con los programas sobre ovnis. Por lo
demás, si no están alucinando por nuestro absurdo comportamiento, es que se
parecen mucho a nosotros y eso podría ser ciertamente peligroso.
No obstante, lo más
probable es que no haya nada ahí. Solo rocas y polvo espacial. No perdería
mucho tiempo investigando la idea. Es más útil buscar rocas potencialmente
peligrosas cuyas órbitas intercepten la de la Tierra. Las rocas coorbitales no
presentan de momento mucho riesgo.
Tal vez los malvados “marcianos”
de La guerra de los mundos no están en Marte, pero sí que se
encuentran en el vecindario y nos han dejado de regalito unos preciosos
dispositivos espía para ver cómo vamos progresando. Es un decir, claro.
Liándola con el GPS
Cada dos por tres, en los
medios de comunicación aparece la noticia de que un camión, o una autocaravana
o algún otro vehículo más o menos grande se ha metido en el estrecho casco
urbano de alguna población malguiado por un dispositivo con GPS y la ha liado
parda, porque se ha quedado atascado en alguna callejuela o alguna cosa por el
estilo.
La culpa, en general, no
es del GPS, sino del algoritmo que guía el coche o, mucho más frecuentemente,
de que los mapas de que dispone el dispositivo no están suficientemente
actualizados o bien especificados e inducen a error. Sí: el famoso error
informático, que es cuando le queremos echar la culpa al ordenador de algo que
ha hecho mal una persona, por ejemplo, el programador o el encargado del
mantenimiento de los mapas.
Con el advenimiento de los
coches automáticos, cada vez tendremos que aprender a confiar más en estos dispositivos
(¡qué remedio!). Los vehículos automáticos son bastante antiguos en la ciencia
ficción. Por ejemplo, Isaac Asimov se los imaginaba como robots con cuerpo de
coche y nos da muestra de ello en el precioso relato corto “Sally” (1953).
Aunque el posicionamiento
puede ir mucho más lejos que recurrir a un red de satélites. En el disco de oro
anodizado que se envió en las sondas Voyager 1 y Voyager
2, aparece la posición de la Tierra en referencia a la distancia de
un seguido de púlsares. Es una versión futurista de los GPS.
Y los errores de
posicionamiento utilizando estrellas como referencia pueden salir muy caros,
tal y como nos muestra también Asimov, en su relato “Luz estelar”
(”Star Light”, escrito en 1962 y revisado en 1965),
contenido en la colección de relatos Estoy en Puertomarte sin
Hilda, en el que un delincuente huye con una nave que utiliza este
sistema para posicionarse, con terribles consecuencias para él. Crimen y
castigo.
La edad y la mortalidad
En ciencia ficción, uno de
los temas recurrentes es el de la edad. A veces, los seres que aparecen tienen
edades muy cortas; otras, muy largas; y otras, puede que los casos más
interesantes, hay una contraposición de seres con edades cortas y con edades
largas.
Así, tenemos
Gente de barro (Kiln People, 2002), de
David Brin, en que los “ídems”, una especie de fotocopias de seres humanos
normales, tienen una vida de un solo día y carecen de cualquier tipo de derecho
y son utilizados para todo tipo de tareas que nadie quiere realizar.
Otro caso de seres con la
edad limitada a unos pocos años se da en ¿Sueñan los androides con
ovejas eléctricas? (Do Androids Dream Of Electric
Sheep?, 1968), de Philip K. Dick y su más conocida versión
cinematográfica Blade Runner, donde los androides (los
replicantes) tienen una vida limitada a unos pocos años, no sea que se vuelvan
un desafío para los seres humanos de verdad.
Una serie de novelas en
las que encontramos un choque de civilizaciones entre longevos y no longevos es
la serie de los robots de Asimov, sobre todo en novelas como Los
robots del amanecer (The Robots of Dawn, 1983),
El sol desnudo (The Naked Sun, 1956) o
Robots e Imperio (Robots and Empire,
1985).
En esta serie, la
Humanidad se ha escindido en dos grandes grupos: los terranos, que habitan en
una Tierra superpoblada y que tienen una mortalidad como la nuestra de hoy día
y los Espacianos, que viven en los mundos espaciales, asistidos cómodamente por
robots y con una muy baja densidad de población, que gracias a técnicas de
eugenesia y a la eliminación de las efermedades, viven 200 o 300 años con
facilidad. Eso sí, unas vidas la mar de aburridas e insulsas.
En una de las novelas,
cuando se le pregunta a la protagonista Gladia Delmarre, que es espaciana, si
prefiere vivir 300 años vacuos u 80 plenos, afirma que prefiere lo segundo. Un
poco lo que les pasa a los elfos de El Señor de los Anillos
y otras novelas del mismo universo tolkeniano.
Otra serie de novelas en
las que aparecen humanos a los que se les ha alargado artificialmente la vida
és Dune (Dune, 1963-1965), de Frank Herbert,
en que ello es posible gracias a la especie geriátrica la melange,
que tiene también otras aplicaciones bastante espectaculares. Naturalmente, la
melange es un producto muy caro que solo los más ricos y
poderosos pueden permitirse.
También de Frank Herbert,
tenemos Los ojos de Heisenberg (The Eyes of
Heisenberg,1966 ), cuyos protagonistas, como su nombre indica, no
mueren fácilmente y sus vidas son extraordinariamente diferentes de las de los
mortales a los que sojuzgan.
Y para acabar, otra de
robots mortales e inmortales. Se trata de El hombre
bicentenario (The Bicentennial Man, 1976), que
podenmos encontrar como novela corta o larga en la que el robot protagonista
ansía por encima de todo ser humano. Planteada la cuestión a la ONU, esta falla
que el robot no puede ser humano porque es inmortal y la mortalidad nos define,
lo que hace tomar una interesante decisión al robot protagonista.
¿Es cierto de la
mortalidad nos define? Mucho me temo que sí. A pesar de los intentos de la
cultura occidental contemporánea de ocultar todo lo que huela a muerte y
potenciar una falsa eterna juventud, la muerte está ahí y nos define como
especie y como individuos.
Tal vez uno de los
diálogos más sutiles sobre este tema lo encontremos dentro del mundo de la
ciencia ficción en lo que dice el capitán Picard en Star Trek:
Generations cuando compara el concepto de la muerte que tiene el
antagonista (“el tiempo es la hoguera en la que ardemos” o “el
tiempo es como un depredador con dientes afilados”) con la suya
propia (“el tiempo nos recuerda que debemos mimar cada momento y
acompañarlo hasta el final”). Podemos escoger.