Lucia Joyce |
Pablo Fuentes
LA OSCURA RELACIÓN
ENTRE JAMES JOYCE Y SU HIJA LUCIA
La oscura relación entre James Joyce y su hija Lucía. “La locura estuvo muy cerca de James Joyce, lo rozó y dejó su huella en Lucia”, señala el autor de este trabajo que examina la compleja relación entre padre e hija: “Joyce estaba seguro de que Lucia iba a salir de la noche de la locura cuando él terminara el Finnegan’s Wake, que llamaba el libro de la noche”.
Maravilla salvaje
Su padre, James Joyce, la llamó “maravilla salvaje”; era la luz de sus ojos desfallecientes, él decía que la cabeza de su hija tenía “la claridad despiadada del relámpago”, que era una artista mejor que él, el escritor ya reconocido y genial. Para su familia, y para los biógrafos de su padre, la muchacha no era más que una pobre loca, bizca, problemática, que arruinó la salud y las finanzas del padre con sus extravagancias, arrebatos y múltiples tratamientos, desde médicos y psiquiátricos hasta los más exóticos que consumieron toda su vida. Los estudiosos dicen que la musa, la inspiradora de Joyce fue su esposa, Nora Barnacle, la madre de la loca, pero, secretamente, su padre puso a Lucia Joyce en el centro, ella fue el faro iluminador de su obra maestra final, cuya difícil realización avanzaba en contrapunto con el deterioro psíquico de su hija.
Ella quiso ser artista. Fue una promisoria bailarina, discípula de Raymond Duncan, el hermano de Isadora; también dibujaba y pintaba; todo el tiempo escribía, cartas, diarios, y también, al parecer, fue autora de una novela hoy perdida. Hasta fue actriz, en una película de Jean Renoir. Dicen que su madre desalentaba permanentemente esa vocación y que la rechazaba a ella, desde su nacimiento. También sufría los permanentes celos de su hermano mayor. Había nacido en un hospital de indigentes en Trieste, hablaba cuatro idiomas. Aunque su lengua materna era el inglés, en su casa se hablaba sobre todo italiano y ésa era la lengua en la que se comunicaba con su padre, en la que se escribía con “Bababo”, como lo llamaba.
Su locura se desencadenó cuando se enamoró apasionadamente de un joven amigo de su padre, también escritor, alto y silencioso y que le hacía, a veces, de secretario en la confección de ese libro monumental que consumía los días paternos. El rechazo de Samuel Beckett la sumió en un estado catatónico que duró varios días; a partir de ahí empezó el vertiginoso descenso de Lucia Joyce por la oscuridad de la “histeria pitiática”, de la “hebefrenia”, de la “manía neurasténica”, de la esquizofrenia, como fue diagnosticada por una legión de médicos. Beckett, su amor imposible, decía que no podía corresponderla porque él no tenía sentimientos humanos.
A partir de ahí se acentúo lo que ya era: alucinaciones auditivas, monólogos bizarros, fugas, intentos de incendio, episodios de erotomanía, agresiones físicas y verbales sobre todo a la madre. Ante los reiterados fracasos de los tratamientos, James Joyce negaba la locura de su hija, la veía más bien como una artista frustrada e incomprendida, decía que solamente él la entendía, que compartían el mismo lenguaje, que Lucia era “un ser especial al que yo puedo entender en casi todo”. Para intentar salvarla, afirmaba que los textos incomprensibles, extraños, llenos de neologismos de Lucia se comparaban, eran parecidos a sus propios escritos, los de un proyecto en curso llamado, precisamente, “Work in Progress”, lo que después iba a ser el Finnegan’s Wake, la obra maestra que revolucionó la literatura occidental y donde Lucia, la hija, cuyo nombre había elegido él mismo, es esa luz filial, esa estrella cuyos rastros aparecen por toda la novela.
La familia vivía en Zurich y consultaron por Lucia a Carl Jung, el discípulo renegado de Freud, que, en su momento, se había interesado en Ulysses, su obra maestra anterior, y había escrito un artículo al respecto que Joyce había despreciado bastante. Lucia recelaba de “ese suizo gordo y materialista que intentará adueñarse de mi alma”, que la entrevistó y que examinó con mucho interés sus textos y cartas. En una entrevista, Joyce le habló de la semejanza de los escritos, le mostró sus propios borradores, a lo que Jung contestó con un “sí, pero donde usted nada, ella se ahoga”. Y así era, de la escritura de James Joyce, como una tarea donde las palabras sirven para armar un objeto que invade el mundo, a la escritura de Lucia, es efecto de la invasión de un cuerpo por palabras que no son reconocidas como propias.
James Joyce escribió en una carta: “La chispa o el genio que yo poseo, sea lo que sea, ha sido transmitido a Lucia para encender un fuego en su cerebro”. Pero también pensaba Joyce que ese fuego era la escritura de ese libro revolucionario y absoluto, el Finnegan’s, que lo que quemaba a Lucia era el calor insoportable de esas palabras en fricción, en estallido permanente que construían la novela. Estaba seguro de que Lucia iba a salir de la noche de la locura cuando él terminara ese libro, que llamaba el libro de la noche y que transcurre en la oscuridad, en un sueño circular del que se despierta en otro sueño. O del que no se puede despertar nunca, como le pasaba a Lucia.
Libro de la noche
En la primera página de Finnegan’s Wake, una larga onomatopeya de cien letras, a puras consonantes, introduce la historia. Una historia simple, mítica, circular y cómica. E imposible de leer, por lo menos en un sentido convencional. La fama de Finnegan’s... como libro impenetrable, ilegible, parecería estar justificada en esta primera entrada. A medida que lo exploramos, el libro nos revela la simpleza de su estructura: con la base de la lengua inglesa, Joyce introduce todas las alternativas de la oralidad, el argot, las jergas, los errores de pronunciación, los efectos fonéticos del habla, los neologismos, los significados superpuestos, la condensación y el desplazamiento aplicado a cada palabra, y, además, la infección virósica de otras lenguas, dieciocho reconocidas y expresiones en otras cuarenta y cinco, que hacen más extraño aún ese inglés anonadado, estragado por un permanente contrapunto verbal políglota. Finnegan’s... juega, desde la propia intención del autor, con la idea de la ilegibilidad. Las asociaciones que puede hacer el lector, tanto de sentido como de sonido, son infinitas y a la vez insuficientes, por más conocedor de lenguas o erudito que se pueda ser. En todo caso Finnegan’s Wake exige un lector particularizado, que pueda entrarle por donde sea para, aun de esa forma, ver en sus frases lo que pueda o lo que quiera.
En la segunda página, el libro mutante nos da la pista del título: la caída y muerte de Tim Finnegan, héroe de una célebre balada irlandesa: borracho, albañil, cae de un andamio y muere. La onomatopeya cósmica indica su caída. El libro retorna al pasado, construye su propia historia, el relato se desintegra en una vorágine de referencias históricas, legendarias, con personajes que cambian de nombre y lugar en cada línea. Al final del capítulo, como en la canción, Finnegan despierta en su velorio (Finnegan’s wake, “despertar de Finnegan”) en el momento que se escucha, en lengua irlandesa, la palabra usqueadbaugham, o sea, “whisky”, cuyo significado literal es “agua de vida”, bebida que salpica y así resucita al presunto difunto. Finnegan’s es, también, un libro sobre el despertar y sobre el agua, encarnada en el río Liffey, que atraviesa Dublín, flujo de permanente origen y cambio. El sistema de sustituciones, cambios de escenarios, mutaciones de personajes y lenguas, la vida autónoma de cada palabra es lo que va a ir armando el relato, construyendo la historia en medio de los ruidos de la noche y el sueño.
Joyce había dotado a Ulysses de muchas claves para su comprensión; de ahí su luminosidad a pesar de su dificultad. Ulysses es un libro sobre la jornada, el día, desplegado en toda la geografía de la ciudad de Dublín. Preguntado sobre la diferencia entre los dos libros, Joyce decía que no se parecían en nada, que “Ulysses y ‘Work in Progress’ son el día y la noche”. Finnegan’s Wake es un libro nocturno sobre los ruidos del mundo y cómo suenan en los sueños de unos personajes, el tabernero Humphrey Chimpden Earwicker y su familia, que duermen en su taberna de Dublín. Todos los elementos históricos y míticos del libro, aunque hagan alusión al mundo, se van a situar en referencia a la ciudad fetiche de Joyce, al mundo nocturno y al sueño.
La escena mítica del misterio de la muerte y de la resurrección, simbolizada en el libro con la caída del albañil de la balada, dio comienzo al libro, y todas las noches de la historia, todos los mitos, se condensan en la noche de Humphrey Chimpden Earwicker, el tabernero cuyo sueño de culpa, castigo y resurrección es todo el Finnegan’s Wake.
Como toda novela, Finnegan’s es una novela familiar. La familia de Humphrey es lo que, en términos modernos, llamaríamos irónicamente una familia disfuncional. Los conflictos de esta familia encuentran su correspondencia en la historia del mundo, en las leyendas, en el sistema mismo de la cultura humana. Es más, se reproducen en la Naturaleza misma, en la geografía y la geometría, en la aritmética –el sistema de números– que regula todo el libro. Ese retorno temático, de conflicto familiar, de genealogías, de fricciones de padres, hijos, hermanos, se encuentra también en elementos de la naturaleza: los árboles, los ríos. Y también involucra la relación entre las lenguas, los nombres, los lugares. En toda la novela, el protagonista es designado e invocado con nombres distintos, siempre con las mismas iniciales, “HCE”. Su mujer, Anna Livia Plurabelle, ALP, lleva el nombre de la mujerrío, amnis livia, el río Liffey a cuyas orillas se encuentra la taberna donde sueñan HCE y todos sus nombres. La familia del libro, y el libro mismo, reproducen incesantemente una estructura binaria: al matrimonio de HCE y ALP se corresponde el dúo de los hermanos enemigos, sus hijos, Shem y Shaun, cuyo conflicto cósmico atraviesa toda la historia y cuyo objeto central de disputa es la hermana pequeña, Issy, siempre presentada como dos que en realidad son una, la hija atávica, ángel y princesa. En su libro, Joyce da a la cuestión familiar, una dimensión arquetípica, mítica y, justamente por eso mismo, un estatuto universal.
En Finnegan’s todas las cosas, todas las palabras, sueñan. Toda la novela transcurre en el espacio del sueño, quizás de una pesadilla que abarca toda la historia y que es la historia que se cuenta en el libro. “La historia es una pesadilla de la que trato de despertar”, decía Stephen Dedalus en Ulysses. Así, la historia penetra en los mismos intersticios de cada palabra, en su polisemia, soñando los hechos y poniendo a dormir a la lengua inglesa. Peso del lenguaje, peso de la historia, las palabras en su pesado devenir dejan entrever unos hechos que, al ser presentados, son en realidad otros, como en un sueño.
En Finnegan’s Wake, la lengua vive más allá de su fijación significante en la caja de sonidos que es el libro. Un libro hecho con palabras fermentadas, como las denomina Joyce, que lo escribe casi en estado de ceguera y cuyo primer efecto es su sonoridad inquietante.
Islas que chocan
La escritura de Joyce deshace el sentido y expone el hueso de la palabra, o sea desnaturaliza el lazo de la letra con el significante. La escritura joyceana, con su tratamiento particular de la lengua, la hace sufrir, retorcerse y también gozar. Una escritura como la del Joyce derrota las interpretaciones: por eso Lacan llamaba a Joyce “desabonado del inconsciente”. En su seminario, Lacan se pregunta si Joyce estaba loco. No responde, pero insinúa que la locura estuvo muy cerca, lo rozó y dejó su huella en Lucia. Una de las cuestiones centrales en la relación entre Joyce y Lucia era la creencia del padre en la afirmación de la hija, según la cual esas palabras que la enloquecían le eran impuestas en forma telepática. En esto Lacan afirma que todas las palabras son impuestas, que la palabra es un parásito, o, mejor, un virus; locura común a todos, anudada por su escritura en Joyce y, en el caso de Lucia, desatada.
Loca y ahogada, como la Ofelia de Hamlet, pero por el agua de las palabras impuestas, por un goce no invocado sino invasor, Lucia Joyce no pudo anudar, ante la carencia de un padre demasiado presente pero totalmente lejano por su extrema singularidad, y por la función aduanera de una madre celosa, feroz y estragante. Hubo amor, pero no asunción del lugar del padre. Eran demasiado parecidos, compartían demasiados códigos como para que ella pudiera ser alcanzada en pleno por él. Lacan tendía a ver a Lucia como la caricatura atormentada y frenética de su padre en versión femenina, una artista genial que no llegó a cocerse, quedó cruda en sus desvaríos.
Desesperado ante el fracaso de los tratamientos, Joyce impulsa a Lucia al diseño de tipografías que ella ejecuta con gran destreza. Lucia dibuja letras, y esto la pone en un lugar paródico respecto a su padre. Joyce conmina a sus amigos escritores a utilizar esos diseños para las publicaciones de sus libros. El padre intenta empujar por fuera, desde la voluntad y el sacrificio amoroso, lo que no se pudo anudar por dentro. Comparten códigos, Lucia quiere corresponderle ese amor intentando escribirle al Papa y al rey de Inglaterra para solicitar el reconocimiento de su padre. Intenta viajar a Irlanda para reparar el malentendido entre su padre y su patria de origen. Son simétricos, sacrificio por sacrificio, intento de compartir la locura y las palabras ante la falla de la circulación de la insignia fálica por un lado y la reparación por la suplencia del otro. Pero, así y todo, o por eso mismo, viven en islas diferentes, islas que se chocan, pero tan lejanas como Irlanda.
Pablo Fuentes es psicoanalista.
Fragmento de un trabajo presentado en las IV Jornadas Clínicas de Nota Azul, noviembre de 2010.
Página 12. 23 de diciembre de 2010