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Miradas XII
Bernardo Torrens
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James Salter
Anochecer
Traducción de Antonio Puigrós
La señora Chandler, vestida con un traje entallado, estaba sola junto al escaparate, casi delante del letrero de neón que, en letras pequeñas de color rojo, anunciaba: CARNES DE PRIMERA. Parecía estar mirando las cebollas; tenía una en la mano. No había nadie más en la tienda. Vera Pini permanecía sentada ante la caja registradora, con su bata blanca, mirando los coches que pasaban. Afuera estaba nublado y soplaba el viento. El tráfico circulaba en un flujo casi continuo.
─Hoy tenemos un Brie excelente ─comentó Vera, sin moverse─. Acabamos de traerlo.
─¿De veras es bueno?
─Muy bueno.
─Está bien, me llevaré un poco.
La señora Chandler era una clienta habitual. No recurría al supermercado de las afueras del pueblo. Era una de las mejores clientas. O lo había sido. Ahora ya no compraba gran cosa.
En el panel de cristal del escaparate impactaron las primeras gotas de lluvia.
─Mire eso ─dijo Vera─. Ya empieza.
La señora Chandler volvió la cabeza. Observó el paso de los coches y tuvo la sensación de que no era como años atrás. De pronto, por alguna razón, se puso a pensar en las muchas veces que había salido con el coche, o en tren, y que al llegar al campo, nada más pisar el largo y desnudo andén en medio de la oscuridad, su esposo o uno de los chicos le salía al encuentro. Hacía calor. Los árboles eran enormes y negros. Hola, cariño. Hola, mami, ¿has tenido buen viaje?
El pequeño letrero de neón brillaba con intensidad sobre el fondo gris. Al otro lado de la calle estaban el cementerio y su propio coche, de una marca extrajera, muy limpio, aparcado cerca de la puerta, en contradirección. Siempre lo hacía. Era una mujer que había vivido de una manera particular. Sabía cómo organizar una cena para mucha gente, cuidar perros, entrar en los restaurantes. Tenía su propia forma de contestar a las invitaciones, de vestirse, de ser ella misma. Se los podría calificar de hábitos incomparables. Era una mujer que leía libros, jugaba al golf y asistía a bodas, cuyas piernas estaban en forma, que había capeado temporales, una mujer espléndida a la que ahora nadie quería.
La puerta se abrió y entró uno de los granjeros. Llevaba botas de goma.
─Hola, Vera ─saludó.
Ella me miró.
─¿Cómo? ¿No estás cazando?
─Demasiada humedad ─contestó él: era viejo y parco en palabras─. En muchos sitios, el agua ha subido casi medio metro.
─Mi marido ha salido.
─Haberme avisado con tiempo, mujer ─dijo el anciano maliciosamente; tenía el rostro como borrado por el tiempo; descolorido igual que un viejo grabado.
Era tiempo de caza, lluvioso y con poca visibilidad. La temporada acababa de empezar. Todo el día se habían oído los nada frecuentes estampidos de escopetas, y cerca del mediodía una bandada de seis gansos había pasado, en desorden, por encima de la casa. Ella estaba sentada en la cocina y había oído sus chillidos estúpidos y ruidosos. Los había visto a través de la ventana. Volaban muy bajo, justo por encima de los árboles.
La casa estaba en medio del campo. Desde el piso de arriba podían verse graneros y cercas. Era una casa bonita, que durante años había considerado única. El jardín estaba cuidado, la leña apilada, las puertas de tela metálica en buen estado. Y por dentro lo mismo, todo bien seleccionado, los sofás mullidos y blancos, las alfombras, los sillones, la cristalería de Suecia que tan agradable era al tacto, las lámparas. «La casa es mi alma», solía decir.
Recordó la mañana en que había descubierto el ganso sobre el césped, un ejemplar de gran tamaño, largo cuello negro y collar blanco, inmóvil a menos de cinco metros. Ella había corrido hacia la escalera.
─Brookie ─había susurrado.
─¿Qué?
─Baja. No hagas ruido. Se acercaron a la ventana y luego uno al otro, Mirando sin atreverse a respirar.
─¿Qué hará, tan cerca de la casa?
─No sé.
─Es grande, ¿verdad?
─Mucho.
─Pero no tanto como Dancer.
─Dancer no puede volar.
Todo había desaparecido: caballo, ganso, muchacho… Recordaba aquella noche en que regresaban a casa después de cenar en casa de los Werner, donde habían conocido a una joven de rasgos muy puros, que había dejado a su marido para estudiar arquitectura. Rob Chandler no había hecho ningún comentario, se había limitado a escuchar, distraído, como si estuviera familiarizado con esa clase de noticias. A medianoche, en la cocina, nada más cerrar la puerta, se lo anunció. Le había dado la espalda para no mirarla, y estaba de cara a la mesa.
─¿Cómo? ─inquirió ella.
Su marido se disponía a repetirlo, pero le interrumpió.
─¿Cómo has dicho? ─preguntó paralizada.
Había conocido a otra.
─¿Qué has qué?
Ella se quedó con la casa. Había ido una sola vez al piso de la calle Ochenta y Dos, con sus grandes ventanales desde los que, si apretabas la mejilla contra el cristal, podías ver las escalinatas de la entrada al Museo Metropolitano de Bellas Artes. Un año después, él volvió a casarse. Durante un tiempo, ella había virado sin rumbo. Por las noches se sentaba en la sala de estar vacía, casi desvalida, sin preocuparse por comer, por hacer nada, acariciando la cabeza del perro y hablándole, acurrucada en el sofá a las dos de la madrugada y todavía sin desvestir. Un cansancio fatal se había apoderado de ella, pero después se serenó, empezó a ir a la iglesia y volvió a pintarse los labios.
Ahora, mientras regresaba a casa después de hacer la compra, las nubes enormes y plomizas se entremezclaban con la luz y se deslizaban por encima de los árboles. El viento soplaba a ráfagas. Cuando giró por el camino de la entrada, vio un coche aparcado allí. Por un momento se asustó, pero luego lo reconoció. La figura de un hombre se dirigía a su encuentro.
─Hola, Bill ─le saludó.
─Deja que te eche una mano. ─El hombre cogió del coche la bolsa de comestibles más grande y siguió a la mujer hacia la cocina.
─Déjala encima de la mesa ─dijo ella─ Eso es. Gracias. ¿Qué tal te ha ido?
El hombre llevaba una camisa blanca y una chaqueta deportiva, muy cara en su momento. Parecía hacer frío en la cocina. A lo lejos se oyó el débil estampido de las escopetas.
─Entra ─dijo ella─. Hace frío aquí.
─Sólo he venido para ver si hace falta reparar algo antes de que lleguen las heladas.
─Oh, entiendo… Bueno, está el baño de arriba. ¿Volverán a causar problemas?
─¿Te refieres a las cañerías?
─¿Se romperán otra vez este año?
─¿No pusimos aislamiento allí? ─preguntó él: había un ligero y elegante balbuceo en su forma de hablar, como si deslizara los sonidos por el borde de la lengua. Siempre lo había tenido─. El problema es que da al norte.
─Sí ─reconoció ella, mientras buscaba vagamente un cigarrillo─. ¿Por qué crees que lo colocarían allí?
─Bueno, ahí es donde siempre los ponen ─dijo él.
Tenía cuarenta años, pero aparentaba menos. Había algo sólido y desesperado en él, algo que le conservaba la juventud. Todo el verano en el campo de golf, y a veces hasta diciembre. Incluso allí parecía indiferente, con su cabello negro al viento… Incluso entre sus compañeros, como si estuviera matando el tiempo. Corrían un montón de rumores acerca de él. Era un ídolo caído. Su padre poseía una agencia inmobiliaria cerca de la autopista. Solares, granjas, tierras. Era una familia muy antigua en aquella región. Su apellido daba nombre a un camino vecinal.
─Hay un grifo estropeado. ¿Quieres echarle un vistazo?
─¿Qué le pasa?
─Gotea ─dijo ella─. Te lo enseño.
Le precedió escaleras arriba.
─Allí ─señaló hacia el baño─. ¿Lo oyes?
Con gestos espontáneos, Bill abrió y cerró varias veces el agua, tanteó debajo del grifo. Lo hacía sin acercarse, con un ligero movimiento de muñeca, como al descuido. Ella podía verle desde el dormitorio. Daba la sensación de que estuviera examinando otras cosas en la encimera.
Ella dio la luz y se sentó. Estaba a punto de anochecer, y de inmediato la habitación se torno acogedora. El papel de las paredes tenía un estampado azul y la moqueta era de un color blanco suave. La piedra pulimentada de la chimenea daba cierta sensación de orden. Afuera, los campos estaban desapareciendo. Era una hora serena, una hora que ella solía eludir. A veces, mirando hacia el océano, pensaba en su hijo, si bien aquello había ocurrido en el estrecho hacía mucho tiempo. Ya no lo recordaba todos los días. Aseguraban que con el tiempo el dolor se apagaba, pero que en realidad nunca se extinguía. Como ocurría con muchas otras cosas, en esto tenían razón. Él era el más joven y el más animado, aunque algo frágil. Todos los domingos rezaba por él en la iglesia. Su oración era muy sencilla: Oh, Señor, no lo desampares… Es muy pequeño… Tan sólo un chiquillo, añadía a veces. La visión de algo muerto, un pájaro aplastado en la carretera, las patas rígidas de un conejo, o incluso una serpiente muerta, la sobresaltaba.
─Creo que es la arandela de goma ─dijo él─. Voy a ver si te traigo una cuando vuelva.
─Bien… ¿Entonces pasará otro mes?
─Marian y yo volvemos a estar juntos. ¿Lo sabías?
─Oh, entiendo… ─Dejó escapar un ligero suspiro involuntario; se sentía extraña─. Yo, en… ─Qué debilidad, pensó luego─. ¿Y cuándo ha sido eso?
─Hace unas semanas.
Al cabo de un segundo, ella se levantó.
─¿Vamos abajo?
Percibió el reflejo de ambos al pasar ante la ventana de la escalera. Vio pasar su falda color albaricoque. El viento seguía soplando. Una rama desnuda frotaba contra el lateral de la casa. A menudo la oía por la noche.
─¿Tienes tiempo para una copa?
─Mejor que no.
Ella se sirvió un poco de whisky y fue a la cocina en busca de hielo de la nevera, luego añadió un poco de agua.
─Supongo que no te veré durante algún tiempo.
No había sucedido gran cosa. Algunas cenas en el Lanai, algunas noches inverosímiles. Era sólo la sensación de estar con alguien que te caía bien, alguien sencillo y contradictorio.
─Yo… ─Ella intentaba encontrar algo que decir.
─Desearías que no hubiese ocurrido.
─Algo por el estilo.
Él asintió. Seguía allí de pie. Su rostro había palidecido con la palidez del invierno.
─¿Y tú? ─preguntó ella.
─¡Oh, demonios! ─Nunca le había oído quejarse, sólo de ciertas personas─. Yo sólo soy un simple encargado de mantenimiento. Y ella es mi esposa. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a verla algún día y contárselo todo?
─Yo nunca haría una cosa así
─Espero que no ─dijo él.
Cuando la puerta se cerró, ella no se volvió. Oyó que, fuera, el coche arrancaba, y vio el reflejo de los faros. Se quedó frente al espejo, examinando su rostro con frialdad. Cuarenta y seis años. Estaban allí, en el cuello y bajo los ojos. Nunca sería tan joven. Debería haber suplicado, pensó. Tendría que haberle dicho todo lo que sentía, todo lo que de pronto le oprimía el corazón. L verano, con sus esperanzas y sus largos días, había concluido. Sintió el impulso de seguirle, de pasar con el coche por delante de su casa. Las luces estarían encendidas. Podría ver a alguien a través de las ventanas.
Esa noche oyó las ramas golpear contra la casa y resonar los bastidores de la ventana. Sentada a solas, pensó en los gansos, podía oírlos allí fuera. Había refrescado. El viento agitaba sus plumas. Vivían mucho tiempo, decía la gente; entre diez y quince años. El que habían visto en el césped tal vez siguiera con vida, acomodado en los campos junto con los demás, llegado del océano, de donde huían para ponerse a salvo, los supervivientes de las emboscadas sangrientas. En algún lugar de la hierba mojada, imaginó, habría uno de ellos, el oscuro pecho empapado, todavía erguido el gracioso cuello, las grandes alas pugnando por aletear, sangrientos sonidos expulsados por los agujeros del pico. Deambuló por la casa apagando las luces. La lluvia seguía cayendo, el mar chocaba con estrépito, un compañero yacía muerto en medio de los remolinos de la oscuridad.
James Salter
Anochecer
Muchnik Editores, Barcelona, 2002, pp. 121-128
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