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lunes, 30 de octubre de 2017

Juan Carlos Onetti / Los besos




Juan Carlos Onetti
LOS BESOS

Los había conocido y extrañado de su madre. Besaba en las dos mejillas o en la mano a toda mujer indiferente que le presentaran, había respetado el rito prostibulario que prohibía unir las bocas; novias, mujeres le habían besado con lenguas en la garganta y se habían detenido sabias y escrupulosas para besarle el miembro. Saliva, calor y deslices, como debe ser.
Después la sorpresiva entrada de la mujer, desconocida, atravesando la herradura de dolientes, esposa e hijos, amigos llorones suspirantes.
Se acercó, impávida, la muy puta, la muy atrevida, para besarle la frialdad de la frente, por encima del borde del ataúd, dejando entre la horizontalidad de las tres arrugas, una pequeña mancha carmín.


martes, 13 de octubre de 2015

Triunfo Arciniegas / La bella y el gusano


Triunfo Arciniegas

LA BELLA 
Y EL GUSANO
     
Era un gusano solitario y triste que se enamoró de una golondrina que pasó una tarde de verano. Una bella golondrina de suave y lánguido vuelo que vivía de fiesta en fiesta, sin ninguna preocupación, arrogante y feliz.

El desdichado gusano se enamoró hasta la locura de aquella golondrina. No vivió más que para pensarla, para el deseo de verla, para la remota esperanza de que ella lo amara. La volvió a ver otra tarde pero no pudo alcanzarla. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? Ya lo torturaban las preguntas. Se arrastró con pena hasta lo más profundo del bosque, donde su cueva se le antojó más fea que nunca, y volvió a esperarla. No podía permanecer quieto. Se revolcaba hasta dormido y amanecía pálido y sudoroso, enredado.

Otra tarde en que su corazón no daba más la golondrina se detuvo a su lado y picoteó entre las piedras. El gusano se sintió perdido; de una vez se hizo un violento nudo y se paralizó. Ay, madre. El pobre ni parpadeaba. Ya la golondrina alzaba el vuelo cuando tartamudeó:

-¿A dónde vas?

-Voy a beber al lago -dijo la golondrina.

-¿Dónde vives?

-En el tejado del hotel Los Ángeles -dijo la golondrina.

Y desapareció.

Qué linda, pensó el gusano, pero qué criatura más linda. La perfección del universo.

El gusano corrió, corrió hasta el lago, donde llegó de noche porque corría muy despacio y porque sucumbió a la tentación de recoger las flores más bellas del camino: la golondrina no estaba. La brisa rasgaba el espejo del agua, que a esa hora no retrataba los despeinados árboles de la orilla. Como el gusano no conocía ningún hotel, pasó allí la noche.

La golondrina vino temprano a bañarse porque tenía una fiesta al mediodía: vivía muy ocupada. El gusano le habló, temblando de su profundo amor. Temía que la golondrina no le entendiera, no le diese tiempo de explicarse, siguió hablando sin saber qué decía, el corazón dando saltos de trapecista, siguió no supo al fin cuánto rato, luego se quedó mudo como una piedra, sin atreverse a entregarle las flores que durante la noche se marchitaron y las hormigas mordisquearon en los descuidos del enamorado vigilante. Pasado el asombro, la golondrina se burló, lo humilló con su arrogancia de loca feliz y se fue. Se le hacía tarde.

El gusano siguió esperándola.

-Picotéame -le dijo, desesperado.

Pero a la golondrina no le gustaba el sabor a gusano. Era muy exquisita. Volaba alto y divino.

-Cásate conmigo.

Pero la golondrina no amaba al gusano.

-Tú estás loco, descarado.

No amaba a nadie. Quería disfrutar la vida. Y no amaba a nadie. Era libre.

-Muérete -dijo la golondrina, que tenía un corazón duro. Que era bella pero con un corazón duro.

Y el gusano murió.

Las hormigas se repartieron su carne y durmieron la siesta entre trocitos de hojas, arrulladas por un ritmo delicioso y profundo.

Era la golondrina que se bañaba en el lago.


             



viernes, 23 de enero de 2015

Patricia Highsmith / La evangelista



Patricia Highsmith
LA EVANGELISTA

THE EVANGELIST 
Little Tales of Misogyny
 
Dios vino tarde a Diana Redfern… pero vino. Diana tenía cuarenta y dos años cuando, caminando por su calle encharcada sobre la que caían gotitas desde los olmos, por la lluvia que muy poco antes había cesado, experimentó un cambio… una revelación. Esta revelación afectó a su mente, a su cuerpo y también a su alma. Notó la presencia de la naturaleza y de un Dios todopoderoso penetrando en ella. En ese mismo instante el sol, que había estado tratando de salir entre las nubes, se derramó sobre su rostro y su cuerpo y sobre la toda la calle, que se llamaba la calle del Olmo.

jueves, 22 de enero de 2015

Patricia Highsmith / La bailarina


Fotografía de Christopher Peddecord
Patricia Highsmith 
LA BAILARINA

THE DANCER
Little Tales of Misogyny 
BIOGRAFÍA DE PATRICIA HIGHSMITH

Bailaban maravillosamente juntos, evolucionando de un lado a otro de la pista a los eróticos ritmos del tango, a veces del vals. A la edad de veinte y veintidós años respectivamente, Claudette y Rodolphe se hicieron amantes. Quisieron casarse, pero su empresario consideró que resultaban más excitantes para los clientes si no estaban casados. Así que permanecieron solteros.

martes, 20 de enero de 2015

Patricia Highsmith / Ama de clase media


Patricia Highsmith
AMA DE CASA DE CLASE MEDIA

THE MIDLE-CLASS HOUSEWIFE
Little Tales of Misogyny

Pamela Thorpe consideraba que el Women's Lib era uno de esos estúpidos movimientos de protesta sobre los cuales les gusta escribir a los periodistas para llenar sus páginas. Las del Women's Lib afirmaban que "querían independencia" para las mujeres, mientras que Pamela pensaba que, de todas formas, las mujeres dominaban a los hombres. Por eso, ¿para qué armar tanto jaleo?

domingo, 18 de enero de 2015

Patricia Highsmith / La perfecta señorita



Patricia Highsmith
LA PERFECTA SEÑORITA


BIOGRAFÍA DE PATRICIA HIGHSMITH
Little Tales of Misogyny 

Theodora, o Thea como la llamaban, era la perfecta señorita desde que nació. Lo decían todos los que la habían visto desde los primeros meses de su vida, cuando la llevaban en un cochecito forrado de raso blanco. Dormía cuando debía dormir. Al despertar, sonreía a los extraños. Casi nunca mojaba los pañales. Fue facilísimo enseñarle las buenas costumbres higiénicas y aprendió a hablar extraordinariamente pronto. A continuación, aprendió a leer cuando apenas tenía dos años. Y siempre hizo gala de buenos modales. A los tres años empezó a hacer reverencias al ser presentada a la gente. Se lo enseñó su madre, naturalmente, pero Thea se desenvolvía en la etiqueta como un pato en el agua.

jueves, 23 de octubre de 2014

Anaïs Nin / El erotismo en las mujeres



Anaïs Nin
EL EROTISMO EN LAS MUJERES

El ensayo traducido aquí, titulado originalmente “Eroticism in Women”, de Anaïs Nin apareció en 1974 en la revista Playgirl y luego fue compilado en su libro In Favor of a Sentitive Man and Other Essays (1976). Para entonces, la autora vivía el pleno éxito de su obra que durante décadas fue censurada y publicada con reservas debido a su alto contenido erótico y transgresor; era la época del feminismo setentero, la liberación de la mujer y la sexualidad. El ensayo de Nin, de hecho, refleja muchos de los problemas que el feminismo de la época enfrentaba y que ahora, en algunos países, son considerados como superados, sirva de ejemplo la postura de Anaïs en cuanto al uso de los pantalones de mezclilla que las mujeres de esa generación comenzaron a usar.
“la literatura erótica escrita por hombres no satisface a las mujeres y es tiempo de que escribamos nuestra propia literatura”
Desde mi experiencia, diría que las mujeres no han separado aun el amor de la sensualidad como los hombres lo han hecho. Ambos están combinados en la mujer: ella necesita amar al hombre que se entrega o ser amada por él. Después del acto sexual, parece que necesita asegurarse de que es amor y que el acto sexual de la posesión es parte de un intercambio que es dictado por el amor. Los hombres se quejan a menudo de que las mujeres demanden una confirmación o una expresión de amor. La cultura japonesa reconoce esta necesitad y en los tiempos antiguos era una regla estricta que, después de la cúpula, el hombre debía escribir un poema y dedicárselo a su amada antes de que ella despertara. ¿Qué es esto, sino la conexión del acto sexual con el amor?
A mi parecer, las mujeres todavía se preocupan por una partida prematura o una falta de reconocimiento del ritual que ha tenido lugar, todavía necesitan palabras, necesitan la llamada telefónica, la carta, los gestos que hacen del acto sensual algo particular, algo que no es anónimo y meramente sexual.
Este fenómeno pudiera o no desaparecer en las mujeres modernas que decidirán poner un punto final a sus predecesoras; tal vez sí logren separar el amor del sexo que, en mi opinión, disminuye el placer y reduce la calidad intensiva del coito. Porque éste es mejorado, elevado e intensificado por las emociones. Comparen la diferencia entre un intérprete solitario y la grandeza alcanzada por una orquesta.
Intentamos quitarnos de encima todo lo falso de nosotras, lo que nos es inculcado por nuestra familia, nuestra cultura y nuestra religión. Es una tarea enorme porque la historia de las mujeres no ha sido contada completamente de la misma forma que la de los negros. Algunos acontecimientos han sido ocultados. Culturas como las de India, Camboya, China y Japón tienen una vida sensual accesible y popular, pero a través de la perspectiva masculina. Muchas veces, cuando las mujeres han querido revelar algunos aspectos de su sexualidad, son reprimidas. No de manera tan obvia como sucedió con la ardiente obra de D. H. Lawrence, o la censura de Henry Miller o James Joyce, sino de una manera que es denigrante, constante y continúa por los críticos. Muchas escritoras recurrieron a los pseudónimos masculinos para evitar los prejuicios. Tan sólo hace un par de años Violette Leduc escribió la más explícita, elocuente y conmovedora descripción del amor entre dos mujeres. Simone de Beauvoir fue quien la descubrió para el público y aun así todas las reseñas que he leído son juicios morales contra su apertura. También hubo muchos juicios morales sobre el comportamiento de los personajes de Henry Miller, sobre todo criticaban su lenguaje, pero en el caso de Violette Leduc era contra ella misma.
Leduc en La Bâtarde es totalmente libre:
Isabelle me recostó de espaldas sobre el edredón, me levantó y me sostuvo entre sus brazos: me llevaba a otro mundo que era completamente desconocido para de allí lanzarme a otro mundo que ni siquiera había imaginado. Sus labios abrieron los míos ligeramente, me humedecieron los dientes. Su lengua carnosa me daba miedo, pero su extraña virilidad no batalló para entrar en mí. Distraída y calmadamente, esperé. Sus labios recorrieron los míos. Mi corazón latía fuertemente y yo deseaba prolongar la dulzura de su huella, la nueva experiencia del roce sobre mis labios. Isabelle me está besando, me decía a mí misma. Trazaba un círculo alrededor de mi boca, encerraba el ruido, dejaba un beso frío en cada comisura, dos notas staccato en mis labios. Siguió presionando su boca contra la mía, una hibernación… Nos abrazamos, queríamos engullirnos una a la otra… Conforme Isabelle se recostaba sobre mi corazón abierto, yo quería sentirla cómo entraba. Ella me enseñó a abrirlo en flor… Su lengua, su pequeña flama, ablandó mis músculos, mi carne… Una flor abierta en cada poro de mi piel…
Tenemos que abandonar la consciencia. Las mujeres tienen que evitar copiar a Henry Miller. Está bien tratar a la sexualidad caricaturizándola con humor y picardía, sin embargo esa es otra forma de relegarla a lo casual, a las áreas ordinarias de la experiencia.
Las mujeres han sido amedrentadas para revelar su propia naturaleza sensual. Cuando escribí Spy in the House of Love en 1954, muchos críticos serios llamaron a Sabina [el personaje] una ninfómana. La historia de Sabina es la de una mujer que ha tenido solamente dos amantes y una amistad platónica con un homosexual. Fue la primera historia de una mujer que intenta separar el amor de la sexualidad de la misma forma que un hombre para poder alcanzar la libertad sensual. Incluso fue etiquetada de pornográfica cuando apareció. Aquí uno de los fragmentos “pornográficos”:
Ambos huyeron de los ojos del mundo, de los proféticos, estridentes y ováricos prólogos del cantante. Hacia las barandas oxidadas de las escaleras del subsuelo nocturno, hacia el primer hombre y la primera mujer en el comienzo del mundo, un mundo sin genitivos para poseer uno al otro, sin música de serenatas, sin regalos de cortesía, sin torneos para impresionar y forzar una caricia, sin instrumentos secundarios, sin ornamentos, collares, coronas que sojuzgar, sólo un solo ritual, un gozoso, alegre, jubiloso y dichoso empalamiento de una mujer en el mástil de un hombre.
Aquí otro pasaje etiquetado como pornográfico por los críticos:
Sus caricias eran tan delicadas que se sentían como una provocación, un reto evanescente que ella temía corresponder por temor a que se desvaneciera. Sus dedos la incitaban y se alejaban cuando la excitaban; su boca la estremecía y luego se retiraba; su rostro y cuerpo se acercaron, esposó cada uno de sus miembros para luego deslizarse en la oscuridad. Él exprimía cada curva y recoveco para extraer el placer de su fino cuerpo y después permanecía quieto, dejándola en suspenso. Cuando tomaba su boca, él apartaba las manos de ella; cuando ella respondía al placer de sus muslos, él cesaba de exprimirla. En ningún momento él permitía que aconteciera una fusión total sin saborear cada abrazo, cada parte del cuerpo de ella para luego desertarlo, como encender la llama y luego eludir el derretimiento. Un corto circuito de sentidos, provocador y tibio, trémulo y elusivo, tan móvil e incesante como era él durante el día; pero ahora aquí en la noche, con las lámparas de la calle develando la desnudez de ambos, pero no la de su mirada, ella era incitada a un casi insoportable y previsto placer. Él había convertido su cuerpo en un manojo de rosas para exfoliar el polen de cada una de ellas.
Tan postergado, tan incitado que la posesión llegó para vengar la espera con un largo, prolongado y profundo éxtasis.
Las mujeres en sus conversaciones revelan una persistente represión. En el diario de George Sand leemos el siguiente incidente: [Émile] Zola la cortejó y tuvieron una noche de amor. Por el hecho de haberse entregado sin reservas sexuales, él le dejó dinero en el buró cuando se retiró, implicando así que una mujer apasionada no podía ser sino una prostituta.
Sin embargo, si seguimos estudiando la sensualidad de las mujeres nos encontramos con que en última instancia no hay generalizaciones, que hay tantos tipos de mujeres como mujeres mismas. Hay un punto en común: que la literatura erótica escrita por hombres no satisface a todas las mujeres y que es tiempo de que escribamos nuestra propia literatura, y que hay una diferencia en nuestras necesidades eróticas, fantasías y actitudes. Barracas explícitas o palabras clínicas no excitan a la mayoría de las mujeres. Cuando el primer libro de Henry Miller fue publicado, yo predije que a muchas mujeres les gustaría. Pensé que les gustaría la manifestación honesta del deseo, el cual estaba a punto de desaparecer en una cultura puritana; sin embargo, no hubo respuesta alguna en cuanto al lenguaje agresivo y vulgar. El Kama Sutra, el compendio de sabiduría erótica india, remarca la necesidad de acercársele a la mujer con sensibilidad y romanticismo, no ir directamente a la posesión física, sino prepararla con cortesía amorosa. Estas costumbres, hábitos y prácticas varían de un país a otro. En el primer diario escrito por una mujer (escrito en el año 900), La historia de Gengi de Murasaki [Shikibu],[1] el erotismo es extremadamente sutil, está envuelto en poesía, y se enfoca en partes del cuerpo que el mundo occidental raramente toma en cuenta, como el cuello desnudo que se muestra entre el cabello largo y el kimono.
No obstante, sí hay un punto común, que es que la zonas erógenas de la mujer están dispersas en todo su cuerpo, que es más sensible a las caricias y que su sensualidad no es directa ni inmediata como la del hombre. Hay una atmósfera vibrante que necesita explorarse y que tiene una conexión con el último incitamiento.
La feminista Kate Millet es injusta con Henry Miller. Sea lo que sea que implique ideológicamente, ella no fue lo suficientemente atenta para ver en su trabajó, y aquí es donde yace el verdadero sentido, a Miller le preocupaba la respuesta de la mujer.
Mi pasaje favorito de El amante de Lady Chatterly es este:
Entonces, conforme él se fue convulsionando, hundido en el orgasmo inexorable, surgió en ella un nueva y extraña onda excitante en su interior. Ondeaba, ondeaba, ondeaba como delicadas flamas consumiéndose unas a otras, suaves como plumas, despidiendo pavesas exquisitas, exquisitamente derritiéndose y fundiéndose dentro de ella. Como campanas ondeando incesantemente hasta la culminación. Cayó desvanecida por los gemidos que espetó hasta el final… sintió en sus adentros los brotes de él, un extraño ritmo fluyendo hacia ella con un extraño pasmo in crescendo, hinchándose una y otra vez hasta que llenó y atravesó su consciencia, y después, una vez más, la indecible moción inamovible, remolinillos puros y profundos de sensación girando adentro y más adentro de sus tejidos y su consciencia, hasta que ella toda fue un sentimiento fluido perfecto y concéntrico. Cayó llorando, inconsciente, lloridos inarticulados. ¡La voz brotó de la profunda noche, era la vida!
Fue una desilusión, en nuestros tiempos modernos, descubrir que el cortejo entre las mujeres no adoptó necesariamente una forma más sensual y sutil de obtener placer sin proceder con la misma agresión y el ataque directo de los hombres.
Desde mi perspectiva, esto es lo que creo: el brutal lenguaje que usa Marlon Brando en El último tango en París, lejos de afectar a la mujer, le resulta repulsivo. Denigra y vulgariza la sensualidad; ofrece la mirada puritana acerca de ella como algo bajo, maldito y sucio. Es una perspectiva puritana. No provoca ninguna excitación porque bestializa la sexualidad. Muchas mujeres ven esto como una destrucción del erotismo. Entre nosotras hemos hecho una distinción entre lo pornográfico y lo erótico: lo pornográfico trata a lo sexual grotescamente para llevarla a un nivel animalesco; lo erótico incita lo sensual sin menester de lo animal. Y muchas mujeres con las que he discutido al respecto quieren desarrollar un escritura lejos de los parámetros masculinos. El cazador, el violador para quienes la sexualidad es simplemente un impulso y nada más.
Ligar el erotismo a los sentimientos, al amor y a la selección de determinada persona, personalizarlo e individualizarlo, es una tarea para las mujeres. Así habrá cada vez más y más escritoras que escribirán basándose en sus propios sentimientos y experiencias.
El descubrimiento de las cualidades eróticas de las mujeres, así como la expresión de los mismos, vendrán cuando dejemos de culpar a los hombres por nuestras penas. Si no les gusta el cazador y la caza, es nuestra tarea expresar lo que sí nos agrada y revelárselo a los hombres, de la misma manera que lo han hecho las historias orientales, a los placeres de otras formas de amar. Hasta ahora, la escritura de mujeres ha sido negativa: solamente escuchamos lo que no les gusta. Repudian el rol de la seducción y el encanto para crear la atmósfera erótica con que sueñan. ¿Cómo puede un hombre enterarse de la sensibilidad corporal de la mujer cuando ella viste pantalones de mezclilla que hacen ver a su cuerpo como el de sus contrapartes y sí solamente hay una sola ranura que sirve para la penetración? Si acaso es verdad que la sensualidad de la mujer yace en todo su cuerpo, entonces la forma en que se viste hoy en día es una total negación de este factor.
Ahora bien, hay también mujeres inquietas por el papel pasivo al que son confinadas. Algunas quieren tomar, invadir y poseer al igual que el hombre. Es la fuerza liberadora de nuestra consciencia actual la que queremos renovar para que cada mujer sea un patrón individual, no uno generalizado. Me gustaría que hubiera una computadora que le otorgara a cada mujer un molde diseñado especialmente para sus propios deseos. Esta es la excitante aventura en la que nos encontramos hoy en día: cuestionar todas las historias, las estadísticas, confesiones, autobiografías y biografías para crear nuestro propio patrón individual. Para lograrlo, es menester aceptar lo que nuestra cultura siempre nos ha negado, que es la necesidad de la examinación individual introspectiva. Esta simple tarea nos permitirá saber lo que somos, saber nuestros reflejos, gustos y disgustos, y a partir de aquí podremos actuar sin culpa ni dudas para saber nuestras capacidades. Existe un tipo de hombre que busca hacer el amor igual que nosotras, y hay al menos un hombre así para cada mujer. Sin embargo, para reconocerlo, primero debemos conocernos a nosotras mismas, conocer los hábitos y las fantasías de nuestro cuerpo, los dictados de nuestra imaginación. No solamente debemos saber lo que nos mueve, nos excita y provoca, sino también cómo obtenerlo y alcanzarlo. Y, al final, la mujer debe generar su propio patrón erótico de satisfacción a través de una enorme cantidad de mitad información y mitad revelación.
El puritanismo está muy arraigado en la literatura anglosajona y esto es lo que hace a sus escritores escribir sobre la sexualidad como algo bajo, vulgar y como un vicio animalesco. Algunas escritoras han imitado a estos escritores debido a que no tienen modelos a seguir y en lo único que han tenido éxito es en dar una vuelta a los roles: sus personajes femeninos se comportan como si fueran hombres, hacen el amor y a la mañana siguiente se retiran sin decir una palabra tierna o sin una promesa de continuidad. La mujer se convirtió así en una depredadora, en una agresora. Nada cambió con esto. Todavía nos hace falta descubrir cómo siente una mujer y sobre todo va a tener que expresarlo en la escritura.
Las mujeres jóvenes de ahora sostienen reuniones para explorar su sensibilidad y disipar sus inhibiciones. Una joven profesora de literatura, Tristine Rainer, invitó a varias estudiantes de la Universidad de California en Los Ángeles a discutir literatura erótica y sobre por qué las mujeres se inhíben tanto al momento de escribir de sus sentimientos. Había un tabú muy grande. Pero apenas lograron comunicarse entre ellas sus fantasías, sus deseos y sus experiencias, la escritura, de igual forma, también fue más libre. Estas jóvenes buscan nuevos modelos porque se han percatado que imitar a los hombres no conduce a la libertad. Las mujeres francesas han sido capaces de producir bella literatura erótica porque no lidiaron con el tabú puritano, y algunas de esas escritoras voltearon la mirada hacia el erotismo sin haber sentido que la sexualidad era algo vergonzoso y que debía ser tratado con desdén.
Lo que tendremos que alcanzar, lo ideal, es el reconocimiento de la naturaleza sexual femenina, la aceptación de sus necesidades, el conocimiento de su variedad de temperamentos, y una actitud feliz hacia ella como parte de su naturaleza, tan natural como el brotar de una flor, las olas del mar y el movimiento de los planetas. La sensualidad como naturaleza con posibilidades de éxtasis y goce. O en palabras zen, con posibilidades de alcanzar el satori. Aún vivimos bajo la opresión puritana y el hecho de que las mujeres escriban sobre el sexo no significa que sean libres, porque lo hacen con la misma actitud vulgar y pobre que los hombres, no lo hacen con orgullo y goce.
La verdadera liberación del erotismo estriba en aceptar el hecho de que tiene miles de facetas, hay muchas formas eróticas, muchos objetos, situaciones, atmósferas y variaciones de él. Primero que nada tenemos que dispensar la culpa de su expansión, después abrirnos a sus sorpresas y variadas expresiones y (aquí añado mi consejo personal para su completo disfrute) fusionarlo amorosa y pasionalmente con una sola persona, mezclarlo con los sueños, las fantasías y las emociones para que llegue a su máximo potencial. En el pasado tal vez haya habido rituales colectivos en los cuales el desfogue sensual haya sido la norma, pero ya no vivimos en una época así, y entre más fuerte sea la pasión por una persona, el ritual de sólo dos personas será más concentrado, intenso y extático.

Traducción de Francisco Serratos.


[1] Anaïs Nin pudo haber confudido el diario de Murasaki con La historia de Gengi, que es considerada por muchos críticos como la primera novela, no un diario.



lunes, 10 de febrero de 2014

James Salter / Anochecer

Miradas XII
Bernardo Torrens

James Salter
Anochecer
Traducción de Antonio Puigrós

La señora Chandler, vestida con un traje entallado, estaba sola junto al escaparate, casi delante del letrero de neón que, en letras pequeñas de color rojo, anunciaba: CARNES DE PRIMERA. Parecía estar mirando las cebollas; tenía una en la mano. No había nadie más en la tienda. Vera Pini permanecía sentada ante la caja registradora, con su bata blanca, mirando los coches que pasaban. Afuera estaba nublado y soplaba el viento. El tráfico circulaba en un flujo casi continuo.
─Hoy tenemos un Brie excelente ─comentó Vera, sin moverse─. Acabamos de traerlo.
─¿De veras es bueno?
─Muy bueno.
─Está bien, me llevaré un poco.
La señora Chandler era una clienta habitual. No recurría al supermercado de las afueras del pueblo. Era una de las mejores clientas. O lo había sido. Ahora ya no compraba gran cosa.
En el panel de cristal del escaparate impactaron las primeras gotas de lluvia.
─Mire eso ─dijo Vera─. Ya empieza.
La señora Chandler volvió la cabeza. Observó el paso de los coches y tuvo la sensación de que no era como años atrás. De pronto, por alguna razón, se puso a pensar en las muchas veces que había salido con el coche, o en tren, y que al llegar al campo, nada más pisar el largo y desnudo  andén en medio de la oscuridad, su esposo o uno de los chicos le salía al encuentro. Hacía calor. Los árboles eran enormes y negros. Hola, cariño. Hola, mami, ¿has tenido buen viaje?
El pequeño letrero de neón brillaba con intensidad sobre el fondo gris. Al otro lado de la calle estaban el cementerio y su propio coche, de una marca extrajera, muy limpio, aparcado cerca de la puerta, en contradirección. Siempre lo hacía. Era una mujer que había vivido de una manera particular. Sabía cómo organizar una cena para mucha gente, cuidar perros, entrar en los restaurantes. Tenía su propia forma de contestar a las invitaciones, de vestirse, de ser ella misma. Se los podría calificar de hábitos incomparables. Era una mujer que leía libros, jugaba al golf y asistía a bodas, cuyas piernas estaban en forma, que había capeado temporales, una mujer espléndida a la que ahora nadie quería.
La puerta se abrió y entró uno de los granjeros. Llevaba botas de goma.
─Hola, Vera ─saludó.
Ella me miró.
─¿Cómo? ¿No estás cazando?
─Demasiada humedad ─contestó él: era viejo y parco en palabras─. En muchos sitios, el agua ha subido casi medio metro.
─Mi marido ha salido.
─Haberme avisado con tiempo, mujer ─dijo el anciano maliciosamente; tenía el rostro como borrado por el tiempo; descolorido igual que un viejo grabado.
Era tiempo de caza, lluvioso y con poca visibilidad. La temporada acababa de empezar. Todo el día se habían oído los nada frecuentes estampidos de escopetas, y cerca del mediodía una bandada de seis gansos había pasado, en desorden, por encima de la casa. Ella estaba sentada en la cocina y había oído sus chillidos estúpidos y ruidosos. Los había visto a través de la ventana. Volaban muy bajo, justo por encima de los árboles.
La casa estaba en medio del campo. Desde el piso de arriba podían verse graneros y cercas. Era una casa bonita, que durante años había considerado única. El jardín estaba cuidado, la leña apilada, las puertas de tela metálica en buen estado. Y por dentro lo mismo, todo bien seleccionado, los sofás mullidos y blancos, las alfombras, los sillones, la cristalería de Suecia que tan agradable era al tacto, las lámparas. «La casa es mi alma», solía decir.
Recordó la mañana en que había descubierto el ganso sobre el césped, un ejemplar de gran tamaño, largo cuello negro y collar blanco, inmóvil a menos de cinco metros. Ella había corrido hacia la escalera.
─Brookie ─había susurrado.
─¿Qué?
─Baja. No hagas ruido. Se acercaron a la ventana y luego uno al otro, Mirando sin atreverse a respirar.
─¿Qué hará, tan cerca de la casa?
─No sé.
─Es grande, ¿verdad?
─Mucho.
─Pero no tanto como Dancer.
Dancer no puede volar.
Todo había desaparecido: caballo, ganso, muchacho… Recordaba aquella noche en que regresaban a casa después de cenar en casa de los Werner, donde habían conocido a una joven de rasgos muy puros, que había dejado a su marido para estudiar arquitectura. Rob Chandler no había hecho ningún comentario, se había limitado a escuchar, distraído, como si estuviera familiarizado con esa clase de noticias. A medianoche, en la cocina, nada más cerrar la puerta, se lo anunció. Le había dado la espalda para no mirarla, y estaba de cara a la mesa.
─¿Cómo? ─inquirió ella.
Su marido se disponía a repetirlo, pero le interrumpió.
─¿Cómo has dicho? ─preguntó paralizada.
Había conocido a otra.
─¿Qué has qué?
Ella se quedó con la casa. Había ido una sola vez al piso de la calle Ochenta y Dos, con sus grandes ventanales desde los que, si apretabas la mejilla contra el cristal, podías ver las escalinatas de la entrada al Museo Metropolitano de Bellas Artes. Un año después, él volvió a casarse. Durante un tiempo, ella había virado sin rumbo. Por las noches se sentaba en la sala de estar vacía, casi desvalida, sin preocuparse por comer, por hacer nada, acariciando la cabeza del perro y hablándole, acurrucada en el sofá a las dos de la madrugada y todavía sin desvestir. Un cansancio fatal se había apoderado de ella, pero después se serenó, empezó a ir a la iglesia y volvió a pintarse los labios.
Ahora, mientras regresaba a casa después de hacer la compra, las nubes enormes y plomizas se entremezclaban con la luz y se deslizaban por encima de los árboles. El viento soplaba a ráfagas. Cuando giró por el camino de la entrada, vio un coche aparcado allí. Por un momento se asustó, pero luego lo reconoció. La figura de un hombre se dirigía a su encuentro.
─Hola, Bill ─le saludó.
─Deja que te eche una mano. ─El hombre cogió del coche la bolsa de comestibles más grande y siguió a la mujer hacia la cocina.
─Déjala encima de la mesa ─dijo ella─ Eso es. Gracias. ¿Qué tal te ha ido?
El hombre llevaba una camisa blanca y una chaqueta deportiva, muy cara en su momento. Parecía hacer frío en la cocina. A lo lejos se oyó el débil estampido de las escopetas.
─Entra ─dijo ella─. Hace frío aquí.
─Sólo he venido para ver si hace falta reparar algo antes de que lleguen las heladas.
─Oh, entiendo… Bueno, está el baño de arriba. ¿Volverán a causar problemas?
─¿Te refieres a las cañerías?
─¿Se romperán otra vez este año?
─¿No pusimos aislamiento allí? ─preguntó él: había un ligero y elegante balbuceo en su forma de hablar, como si deslizara los sonidos por el borde de la lengua. Siempre lo había tenido─. El problema es que da al norte.
─Sí ─reconoció ella, mientras buscaba vagamente un cigarrillo─. ¿Por qué crees que lo colocarían allí?
─Bueno, ahí es donde siempre los ponen ─dijo él.
Tenía cuarenta años, pero aparentaba menos. Había algo sólido y desesperado en él, algo que le conservaba la juventud. Todo el verano en el campo de golf, y a veces hasta diciembre. Incluso allí parecía indiferente, con su cabello negro al viento… Incluso entre sus compañeros, como si estuviera matando el tiempo. Corrían un montón de rumores acerca de él. Era un ídolo caído. Su padre poseía una agencia inmobiliaria cerca de la autopista. Solares, granjas, tierras. Era una familia muy antigua en aquella región. Su apellido daba nombre a un camino vecinal.
─Hay un grifo estropeado. ¿Quieres echarle un vistazo?
─¿Qué le pasa?
─Gotea ─dijo ella─. Te lo enseño.
Le precedió escaleras arriba.
─Allí ─señaló hacia el baño─. ¿Lo oyes?
Con gestos espontáneos, Bill abrió y cerró varias veces el agua, tanteó debajo del grifo. Lo hacía sin acercarse, con un ligero movimiento de muñeca, como al descuido. Ella podía verle desde el dormitorio. Daba la sensación de que estuviera examinando otras cosas en la encimera.
Ella dio la luz y se sentó. Estaba a punto de anochecer, y de inmediato la habitación se torno acogedora. El papel de las paredes tenía un estampado azul y la moqueta era de un color blanco suave. La piedra pulimentada de la chimenea daba cierta sensación de orden. Afuera, los campos estaban desapareciendo. Era una hora serena, una hora que ella solía eludir. A veces, mirando hacia el océano, pensaba en su hijo, si bien aquello había ocurrido en el estrecho hacía mucho tiempo. Ya no lo recordaba todos los días. Aseguraban que con el tiempo el dolor se apagaba, pero que en realidad nunca se extinguía. Como ocurría con muchas otras cosas, en esto tenían razón. Él era el más joven y el más animado, aunque algo frágil. Todos los domingos rezaba por él en la iglesia. Su oración era muy sencilla: Oh, Señor, no lo desampares… Es muy pequeño… Tan sólo un chiquillo, añadía a veces. La visión de algo muerto, un pájaro aplastado en la carretera, las patas rígidas de un conejo, o incluso una serpiente muerta, la sobresaltaba.
─Creo que es la arandela de goma ─dijo él─. Voy a ver si te traigo una cuando vuelva.
─Bien… ¿Entonces pasará otro mes?
─Marian y yo volvemos a estar juntos. ¿Lo sabías?
─Oh, entiendo… ─Dejó escapar un ligero suspiro involuntario; se sentía extraña─. Yo, en… ─Qué debilidad, pensó luego─. ¿Y cuándo ha sido eso?
─Hace unas semanas.
Al cabo de un segundo, ella se levantó.
─¿Vamos abajo?
Percibió el reflejo de ambos al pasar ante la ventana de la escalera. Vio pasar su falda color albaricoque. El viento seguía soplando. Una rama desnuda frotaba contra el lateral de la casa. A menudo la oía por la noche.
─¿Tienes tiempo para una copa?
─Mejor que no.
Ella se sirvió un poco de whisky y fue a la cocina en busca de hielo de la nevera, luego añadió un poco de agua.
─Supongo que no te veré durante algún tiempo.
No había sucedido gran cosa. Algunas cenas en el Lanai, algunas noches inverosímiles. Era sólo la sensación de estar con alguien que te caía bien, alguien sencillo y contradictorio.
─Yo… ─Ella intentaba encontrar algo que decir.
─Desearías que no hubiese ocurrido.
─Algo por el estilo.
Él asintió. Seguía allí de pie. Su rostro había palidecido con la palidez del invierno.
─¿Y tú? ─preguntó ella.
─¡Oh, demonios! ─Nunca le había oído quejarse, sólo de ciertas personas─. Yo sólo soy un simple encargado de mantenimiento. Y ella es mi esposa. ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a verla algún día y contárselo todo?
─Yo nunca haría una cosa así
─Espero que no ─dijo él.
Cuando la puerta se cerró, ella no se volvió. Oyó que, fuera, el coche arrancaba, y vio el reflejo de los faros. Se quedó frente al espejo, examinando su rostro con frialdad. Cuarenta y seis años. Estaban allí, en el cuello y bajo los ojos. Nunca sería tan joven. Debería haber suplicado, pensó. Tendría que haberle dicho todo lo que sentía, todo lo que de pronto le oprimía el corazón. L verano, con sus esperanzas y sus largos días, había concluido. Sintió el impulso de seguirle, de pasar con el coche por delante de su casa. Las luces estarían encendidas. Podría ver a alguien a través de las ventanas.
Esa noche oyó las ramas golpear contra la casa y resonar los bastidores de la ventana. Sentada a solas, pensó en los gansos, podía oírlos allí fuera. Había refrescado. El viento agitaba sus plumas. Vivían mucho tiempo, decía la gente; entre diez y quince años. El que habían visto en el césped tal vez siguiera con vida, acomodado en los campos junto con los demás, llegado del océano, de donde huían para ponerse a salvo, los supervivientes de las emboscadas sangrientas. En algún lugar de la hierba mojada, imaginó, habría uno de ellos, el oscuro pecho empapado, todavía erguido el gracioso cuello, las grandes alas pugnando por aletear, sangrientos sonidos expulsados por los agujeros del pico. Deambuló por la casa apagando las luces. La lluvia seguía cayendo, el mar chocaba con estrépito, un compañero yacía muerto en medio de los remolinos de la oscuridad.


James Salter
Anochecer
Muchnik Editores, Barcelona, 2002, pp. 121-128