EL PRIMER BESO
Más
que conversar, aquellos dos susurraban: hacía poco que el romance había
empezado y andaban tontos, era el amor. Amor con lo que trae aparejado:
celos.
–Está bien, te creo que soy tu primera novia, me pone contenta. Pero dime la verdad: ¿nunca antes habías besado a una mujer?
–Sí, ya había besado a una mujer.
–¿Quién era? –preguntó ella dolorida.
Toscamente él intentó contárselo, pero no sabía cómo.
El
autobús de excursión subía lentamente por la sierra. Él, uno de los
muchachos en medio de la muchachada bulliciosa, dejaba que la brisa
fresca le diese en la cara y se le hundiera en el pelo con dedos largos,
finos y sin peso como los de una madre. Qué bueno era quedarse a veces
quieto, sin pensar casi, solo sintiendo. Concentrarse en sentir era
difícil en medio de la barahúnda de los compañeros.
Y
hasta la sed había empezado: jugar con el grupo, hablar a voz en
cuello, más fuerte que el ruido del motor, reír, gritar, pensar, sentir…
¡Caray! Cómo se secaba la garganta.
Y
ni sombra del agua. La cuestión era juntar saliva, y eso fue lo que
hizo. Después de juntarla en la boca ardiente la tragaba despacio, y
luego una vez más, y otra. Era tibia, sin embargo, la saliva, y no
quitaba la sed. Una sed enorme, más grande que él mismo, que ahora le
invadía todo el cuerpo.
La
brisa fina, antes tan buena, al sol del mediodía se había tornado ahora
árida y caliente, y al entrarle por la nariz le secaba todavía más la
poca saliva que había juntado pacientemente.
¿Y
si tapase la nariz y respirase un poco menos de aquel viento del
desierto? Probó un momento, pero se ahogaba en seguida. La cuestión era
esperar, esperar. Tal vez minutos apenas, tal vez horas, mientras que la
sed que tenía era de años.
No
sabía cómo ni por qué, pero ahora se sentía más cerca del agua, la
presentía más próxima y los ojos se le iban más allá de la ventana
recorriendo la carretera, penetrando entre los arbustos, explorando,
olfateando.
El
instinto animal que lo habitaba no se había equivocado: tras una
inesperada curva de la carretera, entre arbustos, estaba… la fuente de
donde brotaba un hilillo del agua soñada.
El autobús se detuvo, todos tenían sed, pero él consiguió llegar primero a la fuente de piedra, antes que nadie.
Cerrando
los ojos entreabrió los labios y ferozmente los acercó al orificio de
donde chorreaba el agua. El primer sorbo fresco bajó, deslizándose por
el pecho hasta el estómago.
Era la vida que volvía, y con ella se encharcó todo el interior arenoso hasta saciarse. Ahora podía abrir los ojos.
Los
abrió, y muy cerca de su cara vio dos ojos de estatua que lo miraban
fijamente, y vio que era la estatua de una mujer, y que era de la boca
de la mujer de donde salía el agua.
Se acordó de que al primer sorbo había sentido realmente un contacto gélido en los labios, más frío que el agua.
Y
entonces supo que había acercado la boca a la boca de la mujer de la
estatua de piedra. La vida había chorreado de aquella boca, de una boca
hacia otra.
Intuitivamente,
confuso en su inocencia, se sintió intrigado: pero si no es de la mujer
de quien sale el líquido vivificante, el líquido germinador de la vida…
Miró la estatua desnuda.
La había besado.
Lo
invadió un temblor que desde fuera no se veía y que, empezando muy
adentro, se apoderó de todo el cuerpo y convirtió el rostro en brasa
viva.
Dio
un paso hacia atrás o hacia delante, ya no sabía qué estaba haciendo.
Perturbado, atónito, se dio cuenta de que una parte de su cuerpo, antes
siempre serena, estaba ahora en una tensión agresiva, y eso no le había
ocurrido nunca.
Dulcemente
agresivo, se hallaba de pie, solo en medio de los demás con el corazón
latiendo pausada, profundamente, sintiendo cómo se transformaba el
mundo. La vida era totalmente nueva, era otra, descubierta en un
sobresalto. Estaba perplejo, en un equilibrio frágil.
Hasta
que, surgiendo de lo más hondo del ser, de una fuente oculta en él
chorreó la verdad. Que en seguida lo llenó de miedo y también de un
orgullo que no había sentido nunca.
Se había…
Se había hecho hombre.