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martes, 4 de febrero de 2014

Antonio Muñoz Molina / La fraternidad de los cuadernos



Antonio Muñoz Molina

La fraternidad de los cuadernos

Dibujar es aprender a mirar, es adiestrar los canales que conectan la pupila, el cerebro, la mano


Dibujo de Enrique Flores que formó parte de la exposición 'Si no puedo dibujar... no es mi revolución'.

Hay admiraciones puras y admiraciones envidiosas. La admiración pura es la que nos despierta aquello que está más allá de nuestras capacidades o de nuestras ambiciones. La admiración envidiosa es la que lleva dentro como una pepita un poco amarga la pena de no saber hacer aquello que se admira. Yo tengo una admiración pura por pintores, directores de cine, arquitectos, poetas, compositores, virtuosos de un instrumento musical. Lo que ellos hacen es inaccesible para mí. Puedo disfrutarlo sin la menor necesidad de emulación imaginaria, con el puro deslumbramiento de quien contempla desde la seguridad de su butaca a un equilibrista. La admiración envidiosa la reservo para el que hace algo que me gusta mucho y que razonablemente yo también podría haber hecho. Por eso no envidio a un pintor, pero sí a un dibujante, y no a un gran pianista, pero sí a ese conocido que aprendió lo bastante como para tocar en casa, sin la entrega agotadora y la neurosis solitaria del músico profesional, pero con ese conocimiento que solo se adquiere desde el interior de un arte, desde su práctica asidua. Tengo un amigo en Nueva York que se jubiló hace unos años de un trabajo de ejecutivo bancario y ahora dedica una gran parte de sus días a estudiar violonchelo. Fui a su casa y cuando vi en su estudio el chelo sobre su soporte, junto al atril de las partituras, sentí una envidia que no se me ha pasado. Mi amigo no va a dar conciertos, ni a competir con otros músicos, ni falta que le hace, igual que un corredor o un ciclista aficionado no sentirán la frustración de no batir ningún récord. Pero su relación con la música va a ser mucho más honda y más placentera que la mía, porque sabrá disfrutar no solo del resultado final, sino de lo que es mucho más importante, el proceso que lleva a él, los saberes necesarios para que suceda. Con frecuencia los juicios de un experto en un arte pueden ser demasiado vagos y demasiado tajantes: asistir a una conversación entre dos artistas, dos pintores o dos músicos, es asomarse a la maravilla modesta de lo concreto, como oír hablar a cualquiera de su oficio, a un jardinero o un albañil o un mecánico, cualquiera que tenga la inteligencia de las manos y sepa cómo funcionan por dentro las cosas.









Soy capaz de admirar sin ninguna reserva a un director de cine porque no me imagino dirigiendo una película. De un pintor me siento algo más cerca, porque veo que el suyo es un trabajo más descansado y solitario, en el que no hace falta darse grandes madrugones, ni estar rodeado de mucha gente y muchos aparatos en sitios inverosímiles. De los pintores no me da envidia el oficio, pero sí, y una envidia bastante insana, los espacios desmesurados de sus talleres, en los que suelen haber un desorden entre de chamarilerías y carpinterías, y una luz poderosa y serena de exposición al norte. En los talleres de los pintores uno puede encontrarse cosas estrambóticas, y como pasan muchas horas a solas en ellos se acaban pareciendo a torreones de faros y a refugios de náufragos en los que se han ido acumulando hallazgos desorbitados y arbitrarios. Me acuerdo del taller de mi amigo Juan Vida en Granada, con varios balcones sucesivos que daban a la Carrera de las Angustias, con un gran radiocasete rodeado de trapos viejos, botes de pintura, tarros llenos de pinceles, con un gran sillón abatible y casi ortopédico de barbería antigua, con su reposacabezas de cuero y sus manivelas y palancas de hierro. Plantado en medio del taller el sillón irradiaba una autoridad episcopal, y Juan se sentaba en él para considerar a distancia el cuadro que estuviera pintando, o para escuchar la música del radiocasete o el rumor fluvial de la gente y los pájaros en las copas de los árboles de la Carrera.

Ampliar
Moisés, 2003
Técnica mixta sobre lienzo
Juan Vida
A quienes les tengo envidia de verdad es a los dibujantes. Hay capacidades que están más repartidas de lo que parece. Igual que muchísima gente podría aprender a tocar con solvencia un instrumento musical, o cultivar la voz, o escribir con claridad y precisión, o a practicar un ejercicio saludable, estoy seguro de que una educación plástica temprana revelaría en muchas personas una capacidad al menos aceptable para el dibujo.

Ilustración de Pep Carrió

En los cuadernos de los dibujantes están las imágenes del mundo, el diario visual y el 'collage' de la vida
Dibujar es aprender a mirar; es adiestrar los canales neurológicos que conectan la pupila, el cerebro, la mano. El dibujo es manejar la herramienta simple y prodigiosa del lápiz, permanecer alerta a las variaciones sutiles en la materialidad del papel, su resistencia, su suavidad, su aspereza. Yo llevo siempre conmigo un cuaderno, y no me separo de él hasta que no he llenado todas sus páginas, pero no hay casi nada que me dé más envidia que los cuadernos de los dibujantes. Los míos son cuadernos monótonos en los que no hay nada más que palabras, si acaso la entrada de algún concierto, o la de un museo, o una hoja o un tallo de hierba. En los cuadernos de los dibujantes están las imágenes del mundo, el diario visual y el collage tangible de la vida, la crónica instantánea de la mirada. El ilustrador Enrique Flores se va intrépidamente de viaje a los sitios más improbables del planeta y vuelve con cuadernos prietos de acuarelas y dibujos, visiones de la India o de Cuba o de África que se habrán fijado con más precisión en su memoria porque las ha inscrito en el papel. El diseñador Pep Carrió lleva exhaustivos diarios visuales que le recuerdan a veces a uno aquellos cuadernos en los que Durero dibujaba paisajes y sueños. Pep Carrió usa cuadernos rayados, agendas en las que cada página tiene la marca de una fecha, y eso acentúa la cotidianidad disciplinada de su tarea, el compromiso del empeño diario. La inspiración salta ante el desafío del papel en blanco, que es al mismo tiempo límite seguro y pura posibilidad. Una hoja se llena orgánicamente de ramificaciones de árbol que brotan de la cabeza de una silueta humana. El gozo de recortar y pegar acentúa la destreza manual del dibujo. Pep Carrió tiene una pasión por las acumulaciones dispares que le recuerda a uno las cajas de Joseph Cornell, un talento para los choques visuales que viene de Max Ernst y de René Magritte, un humorismo y un amor esmerado por las caligrafías meticulosas del dibujo aprendidos tal vez de Paul Klee.

Isidro Ferrer (photo by C. Anguila)
Isidro Ferrer
A medias con Isidro Ferrer, Carrió acaba de publicar un libro de dibujos en cuadernos que se titula Abierto todo el día. El encuentro de dos artistas tan diferentes entre sí resalta la singularidad de cada uno, la fraternidad profunda del oficio. Los cuadernos pertenecen al mundo, para algunos obsoleto, de lo que puede tocarse y olerse, del papel y la tinta, pero gracias a una aplicación despliegan al mismo tiempo inusitadas posibilidades digitales: cobran movimiento, tienen música, dejan oír las voces de los dos artistas. Cada página es como una chistera de mago o una caja de tentetieso, y contiene al menos un descubrimiento: máscaras, monigotes, árboles, animales, listas de nombres, figuras y signos como de jeroglíficos. Cómo no va uno a tenerle envidia a quien hace esos cuadernos.



domingo, 27 de octubre de 2013

Alice Munro / Nadie como ella / Antonio Muñoz Molina

Alice Munro

Nadie como ella

La rigidez moral de los 50 está presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, 'Dear life'



Al final o cerca del final de casi cada cuento de Alice Munro hay que regresar al principio. Un quiebro ha sucedido y la historia ha cambiado de dirección tan bruscamente como si uno hubiera saltado unas páginas y se encontrara leyendo otro cuento; algo queda tan inexplicado que uno vuelve a las primeras páginas en busca de un nombre o de una información clave en la que no reparó; o simplemente uno vuelve al principio por el gusto de leer entera otra vez la historia, por el placer de observar con qué astucia y en cada momento pequeños indicios fueron señalando —para quien prestara la debida atención— que en realidad el cuento era otra cuento, que por debajo de lo dicho discurría un caudal subterráneo que es el rumor que le avisa a uno de que la literatura se escribe callando no menos que contando, y que más allá de lo que vemos y escuchamos y de lo que descubrimos en momentos singulares de lucidez o perspicacia hay cosas que no sabremos nunca, espacios en blanco a los que no llegan el conocimiento ni el recuerdo y que sería fútil rellenar con ficción.
Una mujer mayor que ha tenido algunos problemas de memoria sin importancia llega al barrio desconocido para ella en el que está la consulta del médico y descubre que ha olvidado en casa el papel donde apuntó el nombre. Un veterano vuelve de la guerra en el verano de 1945 y cuando después de un largo viaje a través de Canadá le falta menos de media hora para llegar a su pueblo salta del tren en marcha, aprovechando que ha reducido mucho la velocidad en una curva, y se acerca a una granja en la que vive una mujer sola. Un ama de casa joven que ha publicado por primera vez unos poemas en una revista es invitada a una fiesta de escritores en la que nadie le hace caso y se emborracha tanto que tiene que sentarse en el suelo, y un desconocido la ayuda a levantarse y la lleva a casa, y cuando ella va a salir del coche él le dice que ha tenido la tentación de besarla. Una maestra muy joven viaja en mitad del invierno hacia su primer trabajo en un sanatorio para niños tuberculosos que está cerca de un lago helado. Un arquitecto joven, casado, con hijos, se hace amante de la hija de un potentado local, y durante años él y ella han de pagar el dinero del chantaje que les hace una criada que descubrió el enredo por casualidad. Un niño ve que su hermana mayor está a punto de ahogarse en una laguna y corre a pedir ayuda y luego no recuerda por qué motivo se sentó en los escalones a la entrada de su casa en lugar de golpear la puerta. Una mujer casada con un hombre doce años mayor que ella recibe a una vendedora de cosméticos a domicilio, y cuando el marido, un profesor, un poeta célebre, vuelve a casa, él y la vendedora se quedan hechizados mirándose porque tuvieron una historia de amor muchos años atrás, cuando él era soldado y estaba a punto de partir para la guerra.
Los años de la II Guerra Mundial, los tiempos oscuros de la Gran Depresión, la rigidez moral de los cincuenta, el gran cambio que sobrevino muy poco después, están presentes de un modo u otro en las historias del último libro de Alice Munro, Dear life. El contraste del ayer lejano y el ahora ha sido siempre uno de sus motivos centrales, y con él la brusquedad de los cambios, en las costumbres y en las vidas, la libertad conquistada o encontrada, sobre todo para las mujeres, y junto a ella una desolación o una crudeza que habrían sido como el reverso inevitable de todo lo que se ganó: las calles vacías y las tiendas cerradas en el corazón de las pequeñas ciudades arruinadas por la omnipresencia del coche y de los centros comerciales; los viejos que ayer mismo eran fuertes y jóvenes extraviados en espacios impracticables que no comprenden; los nombres y las vidas de los muertos que se disuelven rápidamente en un olvido que será definitivo cuando desaparezcan también los últimos que los recordaban, o cuando el Alzheimer les vaya borrando la memoria.
En libros anteriores, incluido el penúltimo, Demasiada felicidad, Alice Munro se ha movido con solvencia entre un mundo y otro, entre el presente observado con un máximo de agudeza y los pasados sucesivos que se remontaban hasta su infancia e incluso más atrás, hasta la memoria de los emigrantes escoceses que viajaban a Canadá en el siglo XVIII dispuestos a sobrevivir en circunstancias durísimas, en un continente de llanuras sin límite y de inviernos polares. Nacida en 1931, ella tuvo tiempo de conocer la aspereza de aquellas vidas, antes de la prosperidad que trajo por primera vez la guerra, antes de la calefacción central, los electrodomésticos, las autopistas, la fiesta del consumo mezclada con la alegría de la emancipación sexual.

A los 81 años es lícito que en sus historias las inventadas y las otras prevalezca el pasado
Ahora, a los 81 años, es lícito que en sus historias, las inventadas y las otras, prevalezca el pasado. Eso no quiere decir que Alice Munro capitule a la nostalgia. Incluso su agudeza es ahora más afilada porque ha ido todavía más lejos en el despojamiento de su escritura, que ahora tiene brevedades lapidarias, frases comprimidas sin verbo y párrafos que consisten en una sola palabra y un punto y aparte. Una palabra del todo común o un nombre propio le bastan para titular la mayoría de los cuentos: Amundsen, Gravel, Haven, Pride, Corrie, Train, Dolly, Night, Voices. En cada uno de ellos están las fronteras visibles o secretas a las que se asoma cualquiera en su vida, las que se dejan atrás y las que nunca llegan a cruzarse, las que separan desde el nacimiento a los seres humanos, en pobres y en ricos, en hombres o mujeres, en atrevidos o cobardes; la frontera entre el que vive en la ciudad y quien ve sus luces desde lejos, entre el momento anterior a un encuentro definitivo y lo que viene después, entre los actos imaginados y los actos cumplidos, las palabras dichas y las que se quedan en el silencio.
En la última sección del libro, Alice Munro, que ha construido tantas ficciones con los materiales de su biografía, decide atenerse a unos cuantos recuerdos explícitos, cuatro estampas separadas entre sí que tienen algo de confesión y de despedida: “… las primeras y las últimas cosas —y también las más fieles— que tengo que decir sobre mi propia vida”.
No son grandes experiencias, o no aparentan serlo. Ni siquiera son historias con tramas definidas, con principio final. Casi nada sucede en ellas, salvo las sensaciones de la infancia, esa mezcla de percepción muy viva e información fragmentaria que llena de misterios unas veces confortadores y otras amenazantes la vida de un niño. Y la lectura que piden no es la de la prosa sino la de la poesía: un regreso al principio después del final, una revelación de algo que no se agota porque está en las palabras y un poco más allá de ellas.