A mis alumnos y alumnas les hablo en inglés la mayor parte del tiempo, menos cuando me enfado, que sale el genio de la lámpara y puedo hablar en cualquier idioma, hasta uno que yo no conozca. Les hablo con acento británico (o lo más parecido que yo puedo hacerlo), pero las expresiones que utilizo son más bien estadounidenses, porque siete años mandando callar en inglés a los críos de ese país han hecho estragos. Una que me gusta especialmente es "zip it", que significa, literalmente, cierra la cremallera, queriendo decir calla la boca. Cada vez que la usaba con los de sexto, los críos se reían y yo imaginaba que era por lo infantil de la expresión, porque hay que reconocer que eso de cerrar cremalleras está un poco antiguo, o quizás por el sonido silbante de la zeta, que a mí me gusta especialmente. Hasta que hoy, después de decir la dichosa palabrita y aguantar las risas, un crío me ha llamado aparte.
–¿Ya sabes lo que significa "zip" en árabe?
–No, claro.
–Pues es polla. Por eso nos reímos todos.
Toma ya. Y solo han esperado dos meses para decírmelo.
Lo que más gracia me ha hecho es que el niño que me lo ha dicho no es árabe, y parte de los que se reían en clase tampoco. Esto, como siempre, viene a probar mi teoría de que cada uno aprende lo que quiere y aquello que le interesa, porque estoy convencida de que ninguno de ellos sabe decir "Me llamo Ramón" en árabe.
Entrega de diplomas
Como los asiduos a este blog ya sabéis, a mí me va la marcha y los últimos años los he pasado estudiando una licenciatura, por más que ya tuviera una oposición y un trabajo fijo para el que no necesitaba mayor titulación. Pero una es un poco masoca, y por eso de que había vuelto con buen nivel de inglés de Estados Unidos se me ocurrió que sería buena idea meterme en filología inglesa, en el plan antiguo, de cuando eran cinco añitos. El trabajo no me permitía ir a clase en la universidad presencial, así que me matriculé por la UNED. En junio, tras siete años de estudios, conseguí titularme y quitarme por fin la espinita esa de tener una carrera que fuera algo más difícil que el chiste que resultó magisterio.
Ayer, en el centro asociado de Vitoria, nos hacían entrega de la insignia de la universidad y un papelajo que no vale más que para ocupar sitio, símbolo del fin de nuestros días como estudiantes. Yo engañé a mi familia para que me acompañara, porque el título es simbólico pero el momento de dar por finalizada la carrera vale mucho, y allí que me fui después de haber confirmado mi asistencia por email. A poco de empezar el acto me llevé la sorpresa de la tarde, porque unas amigas mías decidieron venir a darme apoyo moral y me las encontré allí sin yo esperarlo (me las hubiera comido a besos). Todo el que se haya licenciado –y aquí sois muchos– sabéis qué tipo de acto es uno como el de ayer; no voy a entrar en detalle porque quien más quien menos se ha visto en un brete parecido, solo diré que había tantas "personalidades" en la mesa que me aburrí de oír a cada participante empezar su perorata con "Ilustrísimo señor don Fulanito de Tal", "Excelentísimo vicerrector", etc. Una profesora que me resultaba conocida (y eso en la UNED es raro) dio una charla sobre el acento al aprender una lengua extranjera durante la cual mi madre estuvo a punto de echar una cabezada pero que a mí me encantó, y después llegó la hora de los diplomas. Y ahí se jodió la marrana.
Cosquilleo en la tripa, nervios, qué os voy a decir. Cuándo dirán mi nombre, tropezaré, le daré la mano al que no es, se me caerá algo en el camino. Todo para nada. El secretario empezó a llamar a la gente diciendo primero su carrera. Las dijo todas –todas, todas las que existen– menos la mía. De repente soltó un "y por último, Fulanita de Tal" que me dejó clavada a la silla. ¿Y yo?, dije para mí, pero nadie me oyó porque una de mis amigas dijo, en voz bien alta para que la oyera el tribunal, "Falta una". No faltaba una, faltaban cuatro. Cuatro personas que, aunque más tarde recogimos nuestra imitación de diploma serio y nuestra insignia de la UNED, nos quedamos sin ese momento de dar la mano a las autoridades y sentir que todo el mundo te aplaude por algo que te ha costado un gran esfuerzo alcanzar. Pero la directora parecía realmente avergonzada, nos pidió disculpas un millón de veces y, qué demonios, la culpa había sido del secretario que no se dignó a pedirnos perdón y que no había sido capaz de apuntar los nombres de los correos electrónicos en el papelito de marras.
Salí de allí más muerta de vergüenza que si me hubieran dado el diploma cuando me lo tenían que dar, pero con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Llevo meses siendo licenciada, pero ayer lo compartí con la gente más cercana a mí, y eso vale aún más. Acudió gente que no esperaba que acudiera, y no vinieron más porque tenían que trabajar. Me hizo ilusión. Hoy es día para digerir que sí, que soy licenciada (ni que fuera doctora o catedrática, oye, qué ilusión me hace), pero también para pensar que la cosa no para aquí. El día que yo dejé de estudiar es que me ha dado un ictus. De momento le daré a los idiomas, pero creo que no es la última ceremonia de licenciatura a la que asisto. A ver si la próxima me dan el título cuando me lo tienen que dar.
Ayer, en el centro asociado de Vitoria, nos hacían entrega de la insignia de la universidad y un papelajo que no vale más que para ocupar sitio, símbolo del fin de nuestros días como estudiantes. Yo engañé a mi familia para que me acompañara, porque el título es simbólico pero el momento de dar por finalizada la carrera vale mucho, y allí que me fui después de haber confirmado mi asistencia por email. A poco de empezar el acto me llevé la sorpresa de la tarde, porque unas amigas mías decidieron venir a darme apoyo moral y me las encontré allí sin yo esperarlo (me las hubiera comido a besos). Todo el que se haya licenciado –y aquí sois muchos– sabéis qué tipo de acto es uno como el de ayer; no voy a entrar en detalle porque quien más quien menos se ha visto en un brete parecido, solo diré que había tantas "personalidades" en la mesa que me aburrí de oír a cada participante empezar su perorata con "Ilustrísimo señor don Fulanito de Tal", "Excelentísimo vicerrector", etc. Una profesora que me resultaba conocida (y eso en la UNED es raro) dio una charla sobre el acento al aprender una lengua extranjera durante la cual mi madre estuvo a punto de echar una cabezada pero que a mí me encantó, y después llegó la hora de los diplomas. Y ahí se jodió la marrana.
Cosquilleo en la tripa, nervios, qué os voy a decir. Cuándo dirán mi nombre, tropezaré, le daré la mano al que no es, se me caerá algo en el camino. Todo para nada. El secretario empezó a llamar a la gente diciendo primero su carrera. Las dijo todas –todas, todas las que existen– menos la mía. De repente soltó un "y por último, Fulanita de Tal" que me dejó clavada a la silla. ¿Y yo?, dije para mí, pero nadie me oyó porque una de mis amigas dijo, en voz bien alta para que la oyera el tribunal, "Falta una". No faltaba una, faltaban cuatro. Cuatro personas que, aunque más tarde recogimos nuestra imitación de diploma serio y nuestra insignia de la UNED, nos quedamos sin ese momento de dar la mano a las autoridades y sentir que todo el mundo te aplaude por algo que te ha costado un gran esfuerzo alcanzar. Pero la directora parecía realmente avergonzada, nos pidió disculpas un millón de veces y, qué demonios, la culpa había sido del secretario que no se dignó a pedirnos perdón y que no había sido capaz de apuntar los nombres de los correos electrónicos en el papelito de marras.
Salí de allí más muerta de vergüenza que si me hubieran dado el diploma cuando me lo tenían que dar, pero con una sonrisa de oreja a oreja en la cara. Llevo meses siendo licenciada, pero ayer lo compartí con la gente más cercana a mí, y eso vale aún más. Acudió gente que no esperaba que acudiera, y no vinieron más porque tenían que trabajar. Me hizo ilusión. Hoy es día para digerir que sí, que soy licenciada (ni que fuera doctora o catedrática, oye, qué ilusión me hace), pero también para pensar que la cosa no para aquí. El día que yo dejé de estudiar es que me ha dado un ictus. De momento le daré a los idiomas, pero creo que no es la última ceremonia de licenciatura a la que asisto. A ver si la próxima me dan el título cuando me lo tienen que dar.
Sin fijarme
Voy por la calle sin fijarme nunca en nada. Aunque vaya mirando al frente, rara es la vez que distingo caras conocidas en la muchedumbre. La gente que conozco debe pensar que soy una borde, porque no saludo si no me saludan primero, a veces con algo de retintín en la voz, como queriendo decir “ya me he dado cuenta de que no querías saludar, pero te saludo yo, hala, chincha”. Pero no es eso, de verdad (o no siempre, al menos). Parece que miento, pero aunque tenga la vista clavada en el rostro de alguien, muchas veces no me doy cuenta de a quién estoy viendo. Es lo que tiene ser despistada y miope, que crea equívocos.
No me fijo en nada porque voy en mi mundo, por más que sepa que eso no es bueno. La vida pasa ahí fuera, donde están los demás, y yo ando encerrada en un universo paralelo que solo tiene cabida en mi cerebro. Invento clases magistrales que luego no doy; pienso en cómo explicar un concepto que no se ha entendido; voy imaginando recetas que luego me da pereza cocinar, o pensando en cómo llegar del punto A al punto B sin perderme, sobre todo si tengo que coger el coche. Tengo la sensación de que mi cabeza no descansa nunca, que no me doy tiempo a observar lo que hay ahí fuera, donde la gente normal se dedica a mirar a la cara de aquellos con los que se cruza. Y ando, ando, ando, casi como un fantasma, pasando por las huellas que he pisado un millón de veces, sin ver más de lo necesario para llegar a casa sin perderme.
Me hace ilusión cuando alguien me para y me saluda. La gente va entendiendo cómo soy. Se dan cuenta de que soy el despiste personificado y no se ofenden. Todas y todos tenemos nuestras manías, ¿no? Supongo que esa es la mía. Pero quiero hacer un esfuerzo por salir al mundo, cruzar mi mirada con alguien y decir con los ojos “bonito día, ¿verdad?, que te vaya bien”, y sentirme así un poco más parte de la vida.
Oui, ç'est moi
Y entonces me vino un pensamiento (este ya en castellano, claro): ¿¡QUÉ LES ESTOY HACIENDO YO A MIS POBRES ALUMNOS Y ALUMNAS!? ¿Cómo no van a poner cara de susto cada vez que me dirijo a ellos y ellas en inglés? La sensación de impotencia, de no entender nada, de no ser capaz de valerte por ti misma en clase… ¿Eso es lo que sienten? ¿Es eso lo que transmito? Porque no es que vaya a cambiar mi metodología, un idioma se aprende mejor al ser oído y cuando te obligan a hablarlo, pero ¡ay, madre!, lo que cuesta y lo poco que nos damos cuenta. Es la primera vez en mi vida adulta que me enfrento a un idioma desconocido en una clase presencial (di mis primeros pinitos en alemán online, cuando fui a una clase presencial ya entendía lo más básico), y la experiencia, aunque muy positiva, me ha abierto los ojos. No es fácil manejarse en un idioma desconocido. Mi profesora es estupenda y se hace entender, igual que yo me hago entender en clase a base de dibujitos en la pizarra y hacer el pino puente con las orejas, pero se requiere un esfuerzo del que las profesoras de idiomas quizás no seamos conscientes. Aprender un idioma desde cero cuando el idioma de la clase es ese en el que te están hablando es muy difícil. Es la única manera de aprenderlo bien, sí, pero es muy difícil.
Espero que la ilusión con el francés no se evapore y me dé por seguir con el idioma (y encontrar la manera de no perder el alemán). Espero seguir aprendiendo, no solo para defenderme en francés sino para ser mejor profesora. Debería ser obligatorio aprender un idioma nuevo para las profesoras de lengua. Darnos cuenta de lo mucho que cuesta. La empatía siempre es importante, pero es difícil llegar a ella cuando ya se te ha olvidado lo que significa aprender algo nuevo.
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