Cosas que una recuerda

Debíamos estar en sexto, porque nuestro profesor era Jordán, pero no éramos tan mayores como para estar en octavo y aún guardábamos algo de la ingenuidad de los diez años. Debía ser la clase de euskera, porque recuerdo las respuestas en euskera, pero no recuerdo exactamente la pregunta. Quién es tu mejor amigo, debió ser, nor da zure lagun hoberena, pero entonces no sé por qué Izaskun se confundió con quién es tu amigo más grande, porque hoberena es mejor, no grande. La cosa es que ella contestó que Iñaki, porque era el más alto de la clase, y todos nos quedamos un poco extrañados. Nunca supe quién era la mejor amiga de Izaskun. Cuando éramos pequeñas, en primero o así, era yo, pero luego crecimos. Y ya no lo fuimos más.

Es curioso lo que la mente recuerda, y por qué lo recuerda. Recuerdo la ronda que hicimos, y recuerdo lo atenta que yo estaba a las respuestas. Luis dijo que Aitor era su mejor amigo, y Aitor dijo Luis. Pero antes de eso, Andoni dijo Aitor y Unai dijo Luis, y a mí me dieron hasta pena, como quien ve a alguien intentando ligar con una que ya tiene novio. Luis y Aitor eran Pin y Pon, Zipi y Zape, Pepe Gotera y Otilio. A quién se le ocurre meterse en medio. Tenían que haberlo sabido.

Cuando llego mi turno, no dudé, dije Sonia sin mirar a nadie, pero nadie se extrañó, porque Sonia y yo éramos Pili y Mili, sal y pimienta, arroz con tomate. Pasaron varias personas más y le llegó el turno a Sonia, y me recuerdo pensando “por favor, que no diga Ainhoa, que no diga Ainhoa, que no diga Ainhoa”, en un ataque de celos injustificado porque Sonia dijo Ruth casi sin pensarlo, sin darle importancia, con un tono de “joder, vaya pregunta más tonta, si todo el mundo lo sabe ya”. Y yo me recuerdo dejando escapar el aire, respirando profundamente y sonriendo, porque nadie más había dicho Ruth pero sí había más gente que había dicho Sonia, pero Sonia había dicho Ruth. Y lo demás no importaba. Ni siquiera recuerdo si alguien dijo Nagore, con el asco que le tenía yo a esa chavala, pero sé que Nagore dijo Nélida, porque era muy guapa y les gustaba a todos los chicos (Nélida, no Nagore). No sé qué dijo Ainhoa. No sé qué dijo Maider. Yo estaba demasiado preocupada con lo mío.

Qué cosas vienen a la mente de vez en cuando. Qué cosas.

28 de marzo de 1941


Un día como hoy, hace 69 años, Virginia Woolf se llenó los bolsillos de su ropa de piedras y se ahogó en el río que pasaba cerca de su casa, en Sussex. Sus restos se encontraron semanas más tarde, el 21 de abril, y sus cenizas se esparcieron en el jardín de su casa. Virginia dejó una nota para su marido que incluyo en inglés, con mi torpe traducción debajo:

Dearest, I feel certain I am going mad again. I feel we can't go through another of those terrible times. And I shan't recover this time. I begin to hear voices, and I can't concentrate. So I am doing what seems the best thing to do. You have given me the greatest possible happiness. You have been in every way all that anyone could be. I don't think two people could have been happier till this terrible disease came. I can't fight any longer. I know that I am spoiling your life, that without me you could work. And you will I know. You see I can't even write this properly. I can't read. What I want to say is I owe all the happiness of my life to you. You have been entirely patient with me and incredibly good. I want to say that - everybody knows it. If anybody could have saved me it would have been you. Everything has gone from me but the certainty of your goodness. I can't go on spoiling your life any longer.

I don't think two people could have been happier than we have been.

V.'



Querido:

Estoy segura de que me estoy volviendo loca otra vez. Siento que no podemos volver a pasar por uno de esos terribles momentos. Y no me recuperaré esta vez. Empiezo a oír voces, y no me puedo concentrar. Así que hago lo que creo que es mejor. Me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todos los aspectos más de lo que nadie podría haber sido. No creo que dos personas pudieran haber sido más felices hasta que llegó esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y lo harás, lo sé. Ves, ni siquiera puedo escribir esto bien. No puedo leer. Lo que quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido absolutamente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decir que todo el mundo lo sabe. Si alguien pudiera haberme salvado, habrías sido tú. Todo se ha ido de mí, menos la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida por más tiempo.

No creo que dos personas pudieran haber sido más felices que nosotros.

V.



Virginia Woolf sufría de lo que hoy llamamos transtorno bipolar, o eso se cree tras analizar sus diarios y sus cartas personales. Lo más seguro es que nunca sepamos qué le pasaba realmente, por qué sufría esos ataques de euforia y después de depresión, porque los mal llamados psicólogos de la época se limitaban a recetarle "curas de reposo": meterla en un sanatorio mental, aislarla de todo y todos y obligarla a comer como un cerdo. Ella, admiradora de Freud y del psicoanálisis, no se fiaba de la nueva técnica, que, paradojas de la vida, podría haberla salvado. Está probado que sufrió abusos sexuales por parte de su medio hermano, que su padre era un tirano y que su madre murió cuando sólo era una niña. Hoy en día, su enfermedad se habría podido tratar y no habría sucumbido a la locura, como ella dice en su carta.

Según varios escritores de su época, Virginia era el alma de la sociedad literata en el Londres de finales del XIX, principios del XX. Todo el que quería ser alguien, el que aspiraba a escribir, tenía que pasar por su casa de Bloomsbury y conocerla, a ella y al resto de increíbles genios que se juntaban en la casa de la familia Stephen. No me puedo imaginar lo que debían ser aquellos coloquios que duraban hasta bien entrada la madrugada, con T.S. Elliot, James Joyce y compañía tratando de aclarar qué era el arte, qué era la literatura. Con razón se convirtió Virginia en lo que se convirtió. Absorbió todo lo que su entorno pudo darle y se transformó ella misma en artista.

De Virginia Woolf se han dicho muchas cosas, algunas falsas, otras con fundado conocimiento. Tras leer la nota de suicidio, a mí no me queda ninguna duda de que quería mucho a su marido, pero todavía hay voces que la tachan de lesbiana. Teniendo en cuenta que todas las feministas de la época tenían que ser lesbianas sí o sí (patriarcado británico dixit), no es extraño que el rumor se extendiera entonces, pero parece raro que aún se mantenga. No creo que su sexualidad importe lo más mínimo, todo sea dicho. Ella era un genio, una artista, quisiera a quien quisiera. Su A Room of One's Own se ha convertido en el único ensayo que he leído dos veces; Mrs Dalloway, aunque obviamente influenciada por James Joyce, abre la mente a nuevas maneras de contar las cosas, a nuevas formas de ver la vida. No todo el mundo puede hacer algo así. Sólo los grandes pueden.

Hoy hace 69 años que el mundo perdió una de sus estrellas más brillantes. El 28 de marzo queda, pues, grabado en mi mente como uno de los días más tristes de la historia de la humanidad.

Momentos

La vida está hecha de pequeños momentos sin los cuales no merecía la pena vivirla. A veces tardamos meses en darnos cuenta de uno; hay días, sin embargo, en los que los puedes contar a pares.

Una niña de seis años se acerca a mí para que le corrija el ejercicio del libro de inglés. Le dibujo su carita sonriente en el libro -nunca menospreciéis el valor de un garabato- y ella sonríe, pero no se va. Abre la boca, duda un momento, y al final me dice con un tono de voz apenas audible: "¿Sabes? Hoy es el cumpleaños de mi aita". Sonrío y le digo que le dé un tirón de orejas de mi parte. Toda contenta, vuelve a su silla. Sé que le he alegrado el día, pero no tengo muy claro cómo.

Llueve y hace viento. Mi paraguas comprado en un bazar chino se desintegra por momentos. Se suelta la tela de una varilla, la otra se dobla para el lado que no es, y de repente me encuentro haciendo malabares para poder utilizar el trocito de paraguas que aún queda intacto. De frente viene un chico algo más joven que yo. Su paraguas tiene incluso peor aspecto que el mío. Me mira, sonríe y se encoge de hombros. Yo sonrío también, es más, suelto una pequeña carcajada. Y, sin saber cómo, ese pequeño gesto me ha dejado sonriendo toda la tarde.

Son momentos, son instantes, son tonterías, pero animo a cualquiera a seguir adelante sin ellos. No se puede. Es imposible.

Cosas de cine y un sábado tranquilo.


Creo que me van a quitar el carné de gafapasta: he visto Blade Runner y no me ha gustado. Aparte de que sabía cómo iba a acabar en el minuto diez de la película, no podía dejar de reírme por la visión futurista de la historia. Sí, mucho coche volador y mucha cabina telefónica con videoconferencia, pero no fueron capaces de "inventar" el móvil, internet o los periódicos digitales. Y parece ser que en 2019, Los Ángeles va a estar lleno de chinos. Qué cosas, oye.


Sandra Bullock se ha separado de su marido. Mecachis... Con lo que me gusta a mí esta chica y lo majo que me parecía su Jesse James (no me digáis que no es el nombre ideal para un mecánico de coches, por muy televisivo que sea). Pues ahora resulta que el tonto del culo se ha liado con una modelo, o eso dicen. Y la Bullock, como cabía esperar, le ha mandado a la mierda; bueno, más bien se ha ido ella. Ya me pareció a mí raro que no diera un morreo a su maridín cuando recogió el Oscar, con lo enamoradísima que estaba al principio. Yo de mayor quiero ser Sandra Bullock. Monísima, majísima y graciosísima. Estupendísima de la muerte.


Hay como cinco nuevas películas de Alan Rickman que todavía no he visto. Si a esas les sumamos todas las viejas que no consigo encontrar porque son demasiado raras, podría pasarme un mes viendo una película suya al día. Ay. Suspiro.


No he visto la última de Hugh Grant. No me gusta cuando participa en comedias americanas, prefiero las inglesas, aunque Sarah Jessica Parker me es simpática. Intenté verle una vez en una de Woody Allen y la tuve que quitar. "Two weeks notice" sí mola, pero ahí el mérito es de Sandra. Si es que ya digo yo, que la Bullock es mucha Bullock. Que sí, que sí, que merece la pena. De hecho, creo que me la voy a volver a ver esta tarde. Eso, o estudio alemán.



(saltad al minuto 4:38 para mi escena favorita)

Vamos, que voy a ver una película.

19 de marzo

Hoy es el día del padre.

Nunca he celebrado esta fecha. Nunca le regalé nada a mi padre en este día. Se llamaba José Ignacio, así que hoy, además del día del padre, era su santo. Muchos años nos tenía que recordar el día que era. Muchas veces le miraba y le decía "y qué". No creo en fechas señaladas.

Curiosamente, hoy le voy a echar más de menos que nunca. Qué cosas tiene la vida.

Demasiadas horas

El otro día me dio por sentarme y pensar (sí, no lo hago a menudo porque en algún sitio he leído que tiene efectos secundarios, como tener ideas, y eso está muy mal visto). Cogí boli y papel y me hice un croquis de las horas que dedico a mis aficiones, siendo realista y sin contar "dormir" como afición, sino como necesidad biológica. Me salieron más horas dedicadas a mis hobbies que las que dedico a trabajar.

Eso quiere decir una de dos cosas: que trabajo poco o que tengo demasiadas aficiones.

Va a ser la tercera opción: ambas dos, que diría algún sabio.

Soy profesora. Tengo tiempo libre. No soy de las que se llevan exámenes para corregir a casa (a ver quién es el guapo que le hace un examen de inglés a un niño de cuatro años, aunque esa excusa sólo me vale este año). Pero también soy de las que trabaja mejor bajo presión. Cuanto menos obligaciones tengo, menos hago. Necesito rendir cuentas a alguien, aunque sea a mí misma. Las buenas notas en los exámenes de la UNED son una forma de medirlo. Mis conocimientos de alemán -todavía muy escasitos-, otro. El número de libros que me he leído este año -van seis, y sólo dos eran por "obligación" (que nadie me ha tenido que retorcer el brazo para leer a la Woolf, vaya)- también cuenta. Y luego está lo de escribir. Lo último que hago al día, porque así me acuesto y sigo dándole vueltas a la cabeza, y no veáis lo que sueña una cuando se va a la cama con sus personajes. Aquí la única vara de medir es las horas que le meto. De momento estoy entrenando el músculo. Creo que por fin he entendido que sólo seré buena si escribo, pero que necesito paciencia y una caña, que diría algún otro sabio. Ni siquiera soy capaz de elegir un género en el que moverme. Ahora me ha dado por escribir un guión. Y hasta me he apuntado al hermano pobre de NaNoWriMo y me he dicho a mí misma que antes de finales de abril lo termino. De momento, me está gustando, aunque aún no escrito ninguna escena, un guión tiene mucho de preparación previa. Pero los personajes están vivos, tienen cara, les veo. Y no me hace falta entrar en su cabeza porque les juzgo desde fuera. De momento, parece más fácil.

(De momento. Dentro de dos semanas os estaré contando cómo he mandado a la mierda el guión y me rindo ante el hecho de que nunca ganaré el Oscar, ni conoceré a Alan Rickman cuando trabaje en una de mis películas, ni conseguiré que Hugh Grant se enamore locamente de mí y se deje de ir de putas a Puerto Banús. Qué pasa, nunca dije que fuera realista.)

Así que aquí ando, liada, pero tranquila, porque sé que todo lo que hago lo hago porque me gusta. En el momento en que no pueda con algo, lo dejaré. Pero está bien estar ocupada (bueno, quizás no tanto). Está bien tener la mente activa. Me mantiene espabilada. Me mantiene viva.

Que, al fin y al cabo, es de lo que se trata.

Nada nuevo que contar

No sé qué contar. Ni en el blog ni en mi vida diaria. Hace días que no escribo. Ayer, por primera vez en una semana, fui capaz de coger el boli y anotar a vuela pluma unas cuantas escenas (creo que estoy a punto de dar a luz un guión, aunque ya se verá). No se me ocurre nada nuevo. Todo es un refrito de cosas que he leído, que otros han dicho antes. Debo estar incubando algo. Espero que sea la semilla del genio.

Hoy debería escribir sobre la muerte de Delibes, pero no quiero ser una falsa. Lo cierto es que yo creía que estaba muerto, imaginaos lo que sé yo de literatos. Delibes me trae recuerdos de la ikastola, del instituto, de horas intempestivas leyendo por la noche porque simplemente no podía dejar Cinco horas con Mario. Recuerdo a mis compañeros de clase rezongando por lo coñazo que era el libro; yo volvía atrás y releía párrafos enteros, y saboreaba las palabras, porque sonaban reales, sonaban auténticas. ¿Y El camino? Tendría diez u once años cuando leía las fotocopias que nos daban en sexto o séptimo, con el Moñigo y el Mochuelo haciendo de las suyas, y creo que aún recuerdo pasajes de memoria, como lo de que las heridas saben a metal cuando te las has hecho con algo metálico, pero ninguno de los dos podía explicar por qué sabían también a metal cuando te rozabas la rodilla con la grava del camino. Delibes cambió mi manera de mirar la literatura. Desde que le leí a él quise lograr escribir con esa naturalidad que él lucía. Todavía sigo buscando una voz que se parezca a las suyas, frescas, ligeras, honradas. Reales. De momento, búsqueda infructuosa.

Ahora estoy leyendo a Virginia Woolf, y mi pobre y maltrecho ego está más de bajón que nunca. Después de leer Mrs Dalloway y A Room of One's Own, me pregunto a qué juego yo, qué pretendo hacer pasando horas delante del ordenador. Leer a los clásicos es lo que tiene. Me pasó también con Henry James, aunque quizás no tanto. Con Virginia me siento diminuta. Una pulga en un inmenso desierto. En mi mesilla de noche descansa una novela de Marian Keyes que apenas he sido capaz de empezar. Después de llevar semanas de comida de chef, no me apetece un MacDonalds. Creo que voy a ir directa a James Joyce y dejaré la "chic-lit" para verano.

Nada más en mi horizonte. Todo en calma. Calma chicha.

8 de marzo



Hay gente que no entiende que tengamos un día de la mujer trabajadora. ¿Cuándo es el de los hombres?, oigo decir, sobre todo a mujeres (sí, sobre todo a mujeres). Pobrecitos, a vosotros no os celebra nadie. No se dan cuenta de que los hombres tienen el resto del año, 364 días. O quizás sean cosas mías.

No está todo hecho, ni por asomo. Las mujeres siguen cobrando un treinta por ciento menos que los hombres por el mismo trabajo. Siguen teniendo más difícil el acceso al mundo laboral. Siguen siendo las encargadas de la casa, el trabajo, los niños, el cuidado de personas dependientes... Se ha avanzado, sí, por supuesto, pero no lo suficiente. Todavía no hemos llegado.

Algunas se conforman con lo que tienen. Alguna habrá que lea esto y piense "ésta, ¿de qué se queja?" Pero me quejo. Me quejo por las que no tienen voz, me quejo por las que no pueden quejarse, me quejo por las que no saben que pueden quejarse. Me quejo por las que se conforman. Me quejo por las que me dicen que no me queje tanto. Qué le vamos a hacer, soy una quejica.

Feliz día de la mujer trabajadora. Que no se os olvide nunca que sois las dos cosas, y, ante todo, personas.

El jitanbón

Estamos en clase de patchwork. La profesora, una mujer que en su otra vida debió de ser profesora de educación infantil porque es capaz de estar en todo y no se altera por nada, evalúa mi trabajo.

-Vaya, veo que has adelantado con la bolsa. Mira, ahora sólo te falta coserle una tira de color aquí para luego cosérsela al forro. Preséntalo con alfileres y te lo paso por la máquina en un momento.

Lo hago. Ella, presta y rápida como una bala, me cose la tira al cuerpo de la bolsa.

-Vale. Ahora cosemos los bolsillos al forro -los cose ella, yo no sé coser a máquina- y ahora le vas a poner aquí con alfileres... No, mejor punto cruzado... No, mejor puntada de lado... Ah, no, ya sé. Vamos a ponerle un trozo de jitanbón, que da más cuerpo y queda muy recto.

Me enseña a poner un trozo de papel sobre la tela, con pegamento a un lado. Le pasa la plancha por encima, quita el papel y pega otro trozo de tela por la parte de atrás del pegamento. Pienso que es un invento cojonudo para no tener que volver a subirme un bajo en la vida. Me fijo en el nombre del invento, me pregunto si se escribirá con g y de dónde vendrá un nombre tan curioso. Y entonces leo.

Heat and bond.

Vaya con el jitanbón.

Ella

Llego a las ocho y media de la mañana al colegio. Ella entra conmigo, sin prisa, charlando del viento. Yo no le doy palique, no me cae bien. Ella lo sabe. Enseguida se calla. Tengo mucho que hacer. Me pongo a trabajar.

Saco fotocopias mientras por otro lado repaso las rima y las canciones que no me sé y tengo que enseñarles esta semana. La fotocopiadora hecha humo, pero es lenta, muy lenta, y yo necesito setenta y cinco copias. Ella pasea por la sala de profesores, deja el abrigo, lo vuelve a coger, lo estira, pasea, se sienta, se levanta. Las fotocopias no acaban. Voy pensando en qué hacer hoy con los de cinco años, porque lo de las témperas que comentar el programa no me convence y la podemos montar parda. Colores. Colores y números. Piensa, Ruth, algún juego, hazlo divertido. Ya está, creo que ya lo tengo. Encuentra tres cosas azules, dibuja cuatro círculos rojos. Divertido, creo. Sí. Les va a encantar.

Ella se acerca al teléfono, marca, sale fuera pero se queda justo en la puerta porque el cable no da para más. Las fotocopias acaban. Corta y grapa, hay que hacer setenta y cinco libros. Joder, cómo vuela el tiempo, son casi las nueve. Y ella vocifera para toda la escuela un buenos días Antonia qué tal te va hace tiempo que no hablamos qué tal tu marido pues mira me he dicho les voy a llamar que hace mucho que no sé de ellos. Y yo corto y grapo, pero es lento, muy lento, y no me va a dar tiempo, y voy pensando en qué puedo hacer con los de cuatro años si no termino, y mientras ella no me digas que le han operado qué me cuentas no sabía verás cuando le diga a mi marido qué disgusto. Y corto, y grapo, y las nueve y diez, y yo no acabo. La tienda, vamos a jugar a la tienda. Ellos piden juguetes y practicamos contando billetes hasta cinco. Igual puedo introducir el seis, si tienen buen día. Pero la tienda, no falla, les encanta.

Ella entra en la sala de profesores, yo corto y grapo, corto y grapo. Cuelga, vuelve a descolgar. Ahora habla con su marido, no sabes majo al marido de Antonia le han operado y está en el hospital. Llega más gente. Miradas. Ceños fruncidos. Yo me callo. Cuelga el teléfono, vuelve a llamar. Ya no escucho. Hay más vida. Creo que me va a dar tiempo, pero he decidido que hoy no hacemos libro, me gusta lo de la tienda. Va por la cuarta llamada. Sonrisas entre los otros profesores. Cuelga.

Las nueve y veinte. Me da tiempo hasta a echar un pis y charlar un poco sobre el fin de semana. Ella se sienta en la mesa, se pone los cascos y escucha música, o la radio, o su propia voz. Alguien le pregunta algo. Ella no contesta a la primera, no oye. ¿Puedes hacerme las carpetas de los niños? Ay, no sé, hoy estoy muy mal, me duele mucho la espalda, si puedo te las haré, pero no sé, ya veremos... Y a las once, ¿puedes ir a vigilar mi clase un momento? Ay, no, no, que yo con niños no puedo estar, ya lo sabes, me ha dicho el médico que no me altere, que me sienta mal...

Y yo me pregunto qué hace una mujer así en la enseñanza, cómo se explica su sueldo y cómo cojones le dieron una hija en adopción.