Los superdotados

(No puedo evitarlo. Mis "monstruos" me dan material para escribir un post todos los días, pero he decidido controlarme un poco y acumular unos cuantos para no aburrir a aquellos a los que mis desventuras con los niños os importen tres pepinos. Pero es que hay cosas que no puedo evitar compartir.)

El primer día que entré a trabajar, ya me dijeron que la clase que me había tocado era muy buena, probablemente la mejor que ninguno de los profesores allí presentes -y había unos cuantos- había conocido nunca. Yo estaba encantada, porque me daba pavor dar sexto -muy mayores para alguien acostumbrada a peques de primero-, pero no podía imaginarme lo que me esperaba. Son unos santos. Unos benditos. Divertidos, traviesos en su justa medida, buenos niños, trabajadores, listos... Me quedo sin adjetivos. Como muestra, un par de botones.

La semana pasada les dije -y era cierto- que un par de profesoras me habían dicho que el comportamiento general de la clase había empeorado un pelín (habían bajado de un 10 a un 8, vamos). Como la única variable que había cambiado de un año a otro era yo (aparte de la edad, me dijo otra compañera; son los mayores, los que más poder tienen en el centro), imaginé que el problema era que yo era mucho menos estricta que las profesoras que habían tenido anteriormente, así que tuve una charla con ellos y les dije que, o se comportaban mejor, o iba a tener que sacar el látigo y nos íbamos a limitar a lo académico y se acabaron las charlas, coloquios y bromas que muchas veces ocurren en clase. Todos me prometieron que se iban a portar mejor, pero que por favor no dejara de reírme en clase y amenizar un poco la carga lectiva. "La profesora del año pasado sólo sonrió tres veces en todo el curso. Y sólo cuando nos dejábamos los deberes o se nos olvidaban los libros en casa".
Así que ellos mismos decidieron que había que poner una serie de reglas y consecuencias para el que las rompiera. Cuatro faltas por hablar fuera de turno, 20 divisiones de dos cifras o copiar cuarenta veces "no volveré a hablar cuando no me toca". Llegar tarde a clase, recuperar el tiempo perdido en el recreo. Pelearse o jugar a "pressing catch", pérdida del recreo y carta de disculpa a la otra persona o a la andereño si estaban jugando. Yo no dije ni mú, fueron ellos los que decidieron las prendas.
Y hoy me ha llegado un niño con una tabla, hecha a mano, para que empiece a poner las faltas de las que hablamos el viernes. "A mi madre le ha parecido una idea estupenda, así que me ha dicho que te haga esta tabla". Curiosamente, es el niño de la carta porno. El más bicho de clase. La madre sabe lo que tiene en casa.

Este fin de semana, les he mandado dos redacciones de deberes, una en castellano y otra en euskera. Tema y formato libres, que se explayen, tienen imaginación para dar y tomar.
Sólo me ha dado tiempo de corregir las de euskera; la mayoría eran cuentos, muchos de ellos usando como personajes a los reyes visigodos (mañana tenemos examen de conocimiento del medio) y princesas de los reinos cristianos. Pero una de las redacciones me ha dejado muerta (creo que hasta me he sonrojado cuando la he leído, menos mal que estaba sola). El niño explicaba lo que hacía en la ikastola todos los días, hablaba de sus asignaturas favoritas y de las que más le aburrían: "Tenemos de todo un poco; asignaturas divertidas, como conocimiento del medio o plástica, y asignaturas aburridas, como lengua, euskera o matemáticas. Antes "cono" era un rollo, pero con Ruth se ha convertido en la asignatura favorita de la clase y estamos deseando que llegue para que nos cuente batallitas". Sin palabras.

Mis alumnos tienen mi email y yo tengo el suyo. Este fin de semana he recibido varios preguntándome cosas sobre los deberes. Mi padre no entiende que niños de 11 años sepan usar el correo electrónico. Ya le vale.

Z: -Ruth, ¿qué es un indígena?
Ruth: -A ver, ¿quién puede decirle a Z. lo que es un indígena?
X: -Pues como E.T.
Ruth: -INDIgena, X., no ALIENÍgena.

En fin, que me emociona mi clase. Lo único que me apena es saber que éste es el último año que están juntos y que ya no volveré a tener una clase como esta en mi vida, porque es imposible. Intentaré disfrutarlos todo lo que pueda y reírme con ellos como me he reído hasta ahora. Cómo los voy a echar de menos, madre...

¡MECAGUEN LA %$#@ UNED!

Un mes, UN MES, llevo esperando los libros de nuestra maravillosa Universidad Nacional de Educación a Distancia. Un mes, UN MES, sin poder ponerme a estudiar, con los exámenes, como quien dice, a la vuelta de la esquina. Un mes, UN MES, llamando día sí y día también a la $%&# librería de la universidad para que me manden los dichosos libros y limitarme a escuchar a Lionel Richie cantar el "Say you, say me" durante tres minutos para que me corten la llamada. Un mes aguantando la vocecita que me repite "En estos momentos todos nuestros agentes están ocupados. Por favor, continúe en espera y su llamada será atendida en breves instantes". ¡ODIO A ESA MUJER! ¡SI OIGO SU VOZ POR LA CALLE, JURO QUE LA APALEO!
Ni una mala página web donde presentar quejas. Ni una dirección de internet a la que dirigirme. Y luego que hay que formar a la gente, que hay que dar una educación global y barata...
¡MECAGÜEN LA $&%# UNED!

Publicada, al fin

La revista literaria "La Botica" ha tenido a bien publicar una de las historias que les mandé hace unos meses. Revista gratuita de tirada bastante decente en Vitoria, se suele publicar semestralmente (aunque el último número ha tardado un año) y está al alcance de cualquiera en las grandes librerías. ¡Qué ilu!
También tiene formato digital, para aquellos de vosotros que no tenéis la suerte de vivir en nuestra maravillosa ciudad. Lo malo es que no sé qué le pasa al archivo que no hay quien se lo descargue. A ver si lo arreglan prontito para poder hacerme vista.
Os dejo la dirección por si queréis pasaros.

La Botica

A beautiful world

Me encanta esta canción. La escucho cuatro o cinco veces al día, y sé que voy a acabar cogiéndole manía de tanto escucharla, pero no puedo evitarlo. Me hace sentir, lo que para mí no es tan corriente con la música.
Cuando la oí por primera vez, me quedé con el título y el estribillo, y el ritmo de guitarra que caracteriza al cantante; me pareció una canción alegre, me levantaba el ánimo y me resultaba ideal para el paseíto de la mañana. Pero luego empecé a escuchar la letra y me di cuenta de que la canción tenía un toque melancólico y resignado que no se escucha la primera vez. Habla de una felicidad tranquila, quizás algo superficial, en la que siempre hay un vacío que no se sabe con qué llenar. "Quizás sea eso a todo lo que podamos aspirar". He llegado al punto de sentir un nudo en la garganta cada vez que escucho ciertas partes.
Y me ha inspirado una película. Sí, una película, y tengo hasta los actores en la cabeza, y ésta sería la canción ideal para el trágico final de una tragedia tan épica como posible. Llevo una semana dándole vueltas a la idea y creo que, por qué no, me voy a poner a escribirla (ya que la UNED no tiene a bien mandarme los libros y no me puedo poner a estudiar).
Disfrutad de la música. Escuchad la letra.

Obsesion



Le encontró por casualidad, en una de esas películas que no son buenas pero sí taquilleras, un domingo por la tarde en el que hubiera podido tragarse cualquier bodrio. Su personaje destacaba sobre los demás -malo, perverso, odioso-, pero no por mérito del guión, sino gracias al actor que le encarnaba. Su manera de andar, de moverse, esa mirada... Se sorprendió a sí misma siguiendo la acción de la película, absorbiendo cada escena en la que salía él y desechando el resto, impaciente por ver al alma de la película. ¿De dónde había salido aquel actor? ¿Cómo era posible no haberle visto antes, si ya tenía que tener más de cincuenta?
La segunda vez que le vio también fue por casualidad. Había ido al cine a ver una de miedo y se lo encontró de bueno esta vez; su angustia era tan real que ella quería cruzar la pantalla, abrazarle, consolarle. ¿Por qué tienen que pasarle cosas tan malas a este hombre que, salta a la vista, no se merece sufrir? Salió del cine con el corazón en un puño, furiosa con el asesino que le había robado más que la vida, y se supo capaz de matar por vengar su dolor, el de él. No, no podía ser fingido, una angustia así no se puede fingir. Aquel hombre era real. Su dolor era real.
Y entonces empezó a buscarle. Investigó en Internet y consiguió todas sus películas en orden inverso; primero las más recientes y después las de sus comienzos. Con cada fotograma, cada imagen, cada fotografía rescatada de números antiguos de revistas a las que ella jamás había prestado atención, se iba enganchando a él un poco más, sin darse cuenta de que el objeto de su obsesión cada vez tenía menos años en su mente, cada vez retrocedía más en el tiempo, cuando el de verdad estaba cerca de cumplir los sesenta. Encontró la página de su club de fans y consiguió hasta su dirección. Obvió el hecho de que estuviera casado. No quería nada con él, sólo adorarle, admirarle. Tenía que ir a buscarle.
Y lo hizo. Aprovechó un puente largo para plantarse en Inglaterra y se aposentó frente a la puerta de la que ella sabía era su casa, sin pasar siquiera por el hotel, aterrada de que un momento de descanso pudiera significar perderse su salida. Eran las cinco de la mañana; el frío era tan intenso que no sentía la cara, las manos se le habían helado dentro de los guantes de piel, pero ella no se movió. Al fin, a las ocho, la puerta se abrió y un labrador canela apareció tirando de un hombre mayor que su propio padre. El hombre se subió el cuello de un jersey marrón, se ajustó las gafas y echó a andar hacia donde ella estaba sentada, sin verla. El perro se le acercó, juguetón, y apoyó sus patas en sus rodillas. El hombre pegó un tirón de la correa y le pidió perdón. Ella vio sus ojos, esos ojos que tantas veces había observado en la pantalla, y sintió un tirón en el estómago; pero luego se fijó en las ojeras bajo ellos, en las mejillas caídas, en las arrugas que inundaban todo su rostro, y supo que no era él. Se había equivocado de casa. El club de fans tenía una dirección errónea.
Volvió a su ciudad en el vuelo siguiente. Y siguió buscando.
Aún lo hace.

Otra de niños

Me había prometido a mí misma no llenar este blog de anécdotas escolares e incluir más relatos y más temas relacionados con la escritura, que era para lo que fue ideado, pero es que no me puedo resistir. Permitidme este lápsus prevacacional.

Esta tarde, día previo a un puente, no tenía ganas de dar clase. Hemos intentado atacar el libro de euskera, pero tocaba gramática, y, si en todos los idiomas la gramática es un hueso, en euskera ni os cuento. Después de perderme dos veces y darme cuenta de que al menos cinco niños me miraban con ojos vidriosos y a mí se me caían los párpados, he decidido dejarlo, para gran alegría de la chavalería.
Ruth: En vez de seguir con el libro, me vais a escribir algo. Lo que sea. Tema completamente libre, la única condición es que sea en euskera.
J: ¿Puede ser una carta?
R: Te he dicho que sí, lo que sea.
I: ¿Una receta?
R: Que sí...
A (chaval con pendientes en las orejas que me trae música de Scorpions y Metallica a clase de plástica): ¿Y una carta porno?
R: ¿Una quééé?
A: Una carta porno.
Yo me quedo mirándole, sabiendo que es todo fachada, y le reto.
R: Vale. A ver si tienes valor.
Pero por el color de su cara, sé que no lo va a tener.
Una hora después, tras muchas risas y muchos "¡silencio, leñe, que aquí no hay quien se concentre!", todos han terminado y me piden leer los textos en clase. Van saliendo; escuchamos los cuentos típicos de los once años, una preciosa descripción de una amiga en un euskera impoluto que yo no tengo, un par de atentados contra la lengua que me hacen darme cuenta de que, me guste o no, tengo que dar esas clases de gramática, y una disertación algo cansina sobre la flora y la fauna de Euskadi que nos obliga a aplaudir ocultando un bostezo. La única mano que queda levantada es la de X., que me mira con cara de bueno. Lo que significa que está preparando alguna.
R: Vale, X., te toca.
X: Bueno, como has dicho que si nos atrevíamos podíamos hacerlo, yo he escrito una carta porno.
Carcajadas, caras rojas, ojos abiertos que miran en mi dirección. Yo mantengo rostro de póker, pensando en qué entenderá por porno un niño de once años. Asiento con la cabeza y X. empieza a leer. Sus compañeros y compañeras no pueden aguantar la risa -y todavía no ha empezado-, las lágrimas y la vergüenza. Todos están como tomates.

Querida Señorita Y:
Quiero hacer cosas eróticas contigo. ¿Cuánto cobras? ¿De qué sabores te gustan los condones? A mí de chocolate. Llámame y luego quedamos para hacer ñaca-ñaca. Tiene que ser más tarde de las siete, que tengo entrenamiento.
Sin más, se despide X.


Al César lo que es del César. Ha sido muy valiente leyendo la carta, pero le ha caído un puteo de narices por haberse pasado una hora para escribir cuatro líneas (tiene letra grande). Ahora, lo que me he reído con las caras de sus compañeros no se paga con dinero...

Ni qué decir tiene que ahora todos los críos quieren que los jueves sea día de escritura...

Krhon

Siempre he querido ser delgada, algo que, por supuesto, me fue negado. Desde pequeña -tanto que no recuerdo la primera vez que sentí envidia por unos pómulos salientes- he despreciado mi aspecto, he deseado arrancarme los mofletes que todas mis tías pellizcaban con ansia, he soñado con librarme de los odiados michelines que sobresalían siempre por encima de los vaqueros de tiro bajo. Dieta tras dieta, régimen tras régimen, mi cuerpo nunca adquiría la forma que yo deseaba. Siempre había un cúmulo de grasa sobre mis muslos, una capa de piel fofa sobre mi vientre, hoyuelos en una cara demasiado ancha, demasiado gorda, demasiado asquerosa.
Hasta que cumplí los veintisiete y, como en los cuentos de hadas, mi deseo se vio cumplido. Me diagnosticaron la enfermedad de Krhon. Mi cuerpo empezó a no retener nada de lo que comía y poco a poco, la grasa que un metabolismo demasiado lento no había podido quemar empezó a desaparecer. Capa tras capa, rincón tras rincón, fui mermando hasta que incluso mis hoyuelos empequeñecieron. Por fin tenía los pómulos marcados. Por fin un vientre plano. Por fin unos muslos finos que no se rozaran al andar.
Y ahora me encuentro sentada en el sofá de mi casa, diez años después de aquel primer diagnóstico, demasiado débil para moverme. Y sólo puedo fijarme en las fotos de mi yo anterior, mi yo sano, y envidiar aquel rostro que sonreía con timidez, aquel cuerpo perfecto que escondía bajo camisas y jerseys demasiado anchos. Y vuelvo a desear, con todas mis fuerzas, aunque sé que mi hada madrina -o la malvada bruja del oeste- ya se ha ido y mis deseos no son escuchados: hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo. Hazme gorda de nuevo...