Ojos cambiantes
A lo lejos, la marea. Él observaba en el espejo los surcos de su rostro. Algunas arrugas, algunas cicatrices. Observaba las gotas de transpiración que descendían lentamente, tomando a veces el largo camino de la sinuosa cicatriz que comenzaba en la ceja y terminaba en el mentón. Observaba sus delgados labios, que no sentían el calor de otra boca hacía ya mucho tiempo. Observaba su barba rala, su nariz aguileña, sus patillas casi inexistentes.
Luego se dispuso a observar sus ojos verdes, que cambiaban a celeste cuando salía de la cabaña y caminaba unos metros hasta estar cerca del mar. Ahora eran verdes, y los observaba fijamente, concentrado sólo en ellos. Los observaba, y de fondo escuchaba la marea. Llevaba mucho tiempo frente al espejo, quién sabe cuánto exactamente. Observó sus ojos hasta que se pusieron celestes, y la ola fue tan grande que nunca volvieron a ser verdes.
El descensorista
Su trabajo comenzó como el de cualquier otro operario: subía y bajaba pasajeros que se dirigían a oficinas de hechiceros de las leyes, intermediarios de travesías mundanas y fabricadores de números. Pero con el tiempo se cansó de subir y decidió que dedicaría su vida al ejercicio del descendimiento.
Desde aquel entonces, hace ya centurias, el descensorista no desafía más a la gravedad y sigue el rumbo natural de las cosas. Pero, oh destino, siempre cruel, su despiadado descensor lo ha atrapado y ahora la caída es perpetua. No se detiene más, su puerta ya no se abre. El descensor baja y baja y el descensorista llora solo, atrapado entre rejas y botones y una palanca que no sirve para nada más que rascarse la espalda.
El final del descensorista es triste y solitario, pero sobre todo, incierto. Ya nadie sabe por qué subsuelo anda.
El autor
Juan Ignacio Luque es un traductor rosarino de 26 años. A veces se anima a desarticular las ideas que dan vueltas por su cerebro y las convierte en cuentos o microrrelatos. Le gustan mucho las películas de Stanley Kubrick y los libros de Ursula K. Le Guin. Antes era fundamentalista del invierno, pero de a poco va entendiendo que cada estación tiene cosas buenas. Si les interesa leer otras mentiras elucubradas por él, pueden dirigirse a http://www.milmonosconmilmaquinasdeescribir.blogspot.com.
Inauguramos la sección dedicada a microrrelatos orales con dos obras de Javier Gómez.
Breve biografía
Javier Gómez es un traductor y escritor de Rosario, Argentina que a veces se
convierte en Zemog Oderam o en Zé do Madeiro. Nació en esta ciudad y de
su padre heredó el gusto por las letras y la capacidad de escribir algo
más o menos coherente. De su madre heredó la tenacidad y la nariz.
También fue (¿o es?) periodista de rock, intérprete ocasional, cocinero y
muchas otras cosas. Pueden leer sus escritos en http://cabizbundoymeditabajo.blogspot.com y algunas de sus traducciones literarias en http://hermenoteca.blogspot.com.
Dos finales
El final era necesario. A dos horas de la entrega, pateaba los adoquines con odio. La música le mordía el cerebro, se retorcía para acomodar los ruidos de la calle en su cadencia deforme. Despreciaba esas últimas frases que no llegaban a los dedos. El final era necesario. Una hora y media, tres cafés y ni una letra. Salió del bar. Los viejos, lagartos al sol en la plaza. Un banco roto, la escuela cerrada, rejas verdes. Una hora. El final era necesario. Con la vista esquivaba los conocidos del barrio. Media hora. Las letras se desordenaban, era inútil. Caminaba más rápido. La casa estaba cerca. Cruzaba la calle sin mirar y pudo cerrar una idea. El alivio del punto final tapó la luz roja, la frenada y los gritos. Ese final no era necesario.
Los dueños de casa
No importaba cuánto los estudiasen, nunca lograban comprender los asuntos de los grandes. Los veían salir de la cama y correr al baño, a la cocina, a la cochera. La puerta los escupía hacia la calle, como atragantada. Tampoco tenían sentido los llantos ahogados en la almohada, las llamadas a escondidas, los gritos ocasionales, la cena en silencio y ese árbol con luces de colores una vez al año. Jamás conseguirían entender a los grandes. Se encogieron de hombros, se rascaron las orejas puntiagudas y volvieron a la cueva, detrás de la biblioteca. En el caldero hervían las diez arvejas robadas.
La asociación Colectivo Iletrados de Murcia (España) está preparando el número 12 de su fanzine Manifiesto Azul. Hasta el Domingo 20 de Mayo se pueden enviar microrrelatos, poemas, reseñas e ilustraciones a colectivoiletrados@hotmail.com
Esta publicación, que aparece en papel y en versión electrónica (aquí podéis leer el último número), apareció en 2004 y a lo largo de su historia han publicado en él autores de minificción de la talla de David Lagmanovich, David Roas, Alejandro Bentivoglio, Leandro Hidalgo o Santiago Eximeno.
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