Entre ir al cielo o quedarse en casa, prefirió esto último, a pesar del poder de la propaganda en contra, y del hecho de que en su casa había goteras y muchas y muy variadas privaciones.
Se puede declarar un incendio, una guerra o el contenido de una maleta, pero no un amor. A propósito del amor, todas las declaraciones son indiscretas, incluso ésta.
Cuando estaba a punto de sacar el cubo, le falló una pierna y cayó al pozo. Mientras caía, le pasó aquello tan conocido de ver de un vistazo toda su vida. Y la encontró lisa, igual y monótona (dicho sea entre nosotros), de manera que se tragó el agua de ahogarse con ejemplar resignación.
Uno de los grandes enamorados que registra la Historia (aunque de momento no lo parezca), fue Luis XVI, que perdió la cabeza por María Antonieta. Pero tuvo la suerte, en medio de su desgracia, de ser correspondido en la misma medida por su amada.
No nos habíamos visto nunca, en ningún sitio, en ninguna ocasión, pero se parecía tanto a un vecino mío que me saludó cordialmente: él también se había confundido.
Excavaron enfrente de su casa. No querían decirle si hacían una piscina o la base de una glorieta. “Se trata de una sorpresa”, respondían a cada una de sus preguntas. Y lo fue, porque cuando completaron las medidas le dieron aquello que se llama cristiana sepultura.
Le salió una rima preciosa, de esas que pueden salvar un poema. Pero había nacido viuda, abandonada de pareja que la justificara, y se quedó sola al final de la raya, sin que ninguna ley métrica acudiera a su socorro. Si no se encuentra remedio, cosas así nos amargarán la vida.