Cuando en el primer semestre de 1939 cientos de miles de militares y civiles españoles se congregaron en el sur de Francia tras su huida masiva a través de las fronteras pirenaicas y fueron concentrados en los durísimos campos de internamiento galos, los sentimientos de todos ellos eran encontrados. Unos deseaban escuchar de los nuevos amos palabras prometedoras de inmunidad, para emprender sin falta el regreso. Otros buscaban el sosiego y la paz de la derrota en el exilio francés, belga, británico o ruso, sabiéndose perdedores pero salvos, al fin. Unos cuantos, bastantes, ansiaban liberarse de la sojuzgante tutela de las autoridades francesas, ejercida por medio de sofocantes encierros e indigno maltrato, y anhelaban comenzar a reorganizarse políticamente y --a corto plazo— retomar la actividad militar de resistencia frente al fascismo patrio. Y muchos, muchos, anticipando los vientos de guerra europeos, sólo aspiraban a escapar de Europa embarcándose en alguno de los barcos del exilio fletados por el SERE, la JARE, el gobierno mejicano, los cuáqueros, o alguna otra organización filantrópica americana (vease la entrada del miércoles 3 de septiembre de 2008 en este mismo blog “Todos los Rostros” titulada “¿Refugiados sin refugio?: Algunos Hombres y Mujeres Justos”).
Entre estas decenas de miles de españoles deseosos de huir de suelo europeo y embarcar para América se encontraban Angelines Hidalgo, joven malagueña de dieciocho años y su marido Francisco Miranda Díaz, canario de 32 años y capitán de la Marina Mercante Española, así como una decena más de expatriados, que tenían entre ellos poco en común: Layo Rodríguez, oficial de la Marina Mercante Española; Elio Rodríguez, estudiante de Medicina de la Universidad Central de Madrid; Hostilio Rodríguez, doctor en Derecho; Manuel Pereira, maquinista naval; Marcos Hormiga, marino; Juan Francisco González, contable, José Junco, linotipista; Zoilo Hernández, caricaturista; y Alberdi Sebastián, mecánico de aviación. A excepción de uno de ellos, vasco, la mayoría eran originarios de las Islas Canarias, de donde tuvieron que huir al poco de iniciarse el golpe de Estado fascista. Todos ellos tenían profundas convicciones ideológicas y por ello muchos militaron como oficiales y clase de tropa, en el Ejército Popular de la República española, comprometiéndose con ello y haciendo que su regreso hubiera supuesto un enorme riesgo. Otros, por ser militantes de base, responsables de organizaciones políticas y sindicales o hijos de significados políticos republicanos, tenían igualmente asegurada la prisión y la muerte en territorio español.
Todos, veteranos de guerra y de política, consiguieron cruzar la frontera, tras de lo cual fueron internados en los campos de concentración franceses de Argelès, Barcarés, Saint Cyprien…. La historia de Zoilo Hernández, el caricaturista, por ejemplo, es muy similar a la vivida por el resto de sus compañeros. Zoilo cruzó junto con otros miles de refugiados la frontera por Cerbère “e hizo noche en Banyuls, cobijado en unos grandes establos a las afueras del pueblo. Al día siguiente, tras una caminata que duró todo el día, llegaron a Argelès-sur-Mer. Al ver la playa cercada de alambradas de espino y a las tropas coloniales armadas vigilando, Zoilo intentó escapar corriendo con otros compañeros. Pero fueron atrapados por los guardias franceses y metidos en el Campo a empellones. Los soldados senegaleses, con bayoneta calada, flanqueaban la entrada y metían prisa a los aturdidos españoles a los que gritaban con gestos desconsiderados: «allez, allez, allez...». Aquella primera noche Zoilo y sus compañeros tuvieron que improvisar para cobijarse unas tienduchas hechas con cañas, muletas, mantas y capotes. Acurrucados unos contra otros algo pudieron dormir, sobre todo a causa del cansancio acumulado. A la mañana siguiente quedaron estremecidos cuando vieron que sacaban a la calle exterior del Campo, al otro lado de las alambradas, varios cadáveres arrastrados sobre mantas. El frío, las pulmonías y las colitis empezaban a hacer estragos entre quienes llevaban ya algunos días recluidos en el Campo”.
Tras varios meses en estas penosas y horribles condiciones, los refugiados futuros navegantes canarios consiguieron salir de los campos tras ser reclamados por familiares que disponían de domicilio fijo, o por ser gestionada su libertad por el Gobierno Republicano en el exilio. Una vez libres y al corriente de la situación política que se vivía como consecuencia de la agresividad nazi en el centro de Europa, los exiliados barruntaron lo que se avecinaba y decidieron poner tierra de por medio. Pero no encontraban la vía de escape, ya que era casi imposible conseguir algún pasaje en los navíos fletados por el gobierno de Méjico, o por el español en el exilio. Solo la generosa donación de un viejo barco, el “Alexandrine Eudoxia” por parte de Francisco Pérez Triana, un canario afincado en Cuba, y la especial ayuda del cónsul de Cuba en Burdeos/Saint Nazaire, José Carballal, que fue fundamental para arbolar la nave, consiguió finalmente que los exiliados se aventuraran a cruzar un océano y a desembarcar en otro continente.
La singladura más peligrosa de sus vidas comenzó el 30 de julio de 1939 zarpando del puerto francés de La Rochelle bajo bandera cubana. La Alexandrine era una vieja goleta de madera, con catorce metros de eslora y cinco de ancho y de unas dieciocho toneladas de registro bruto, que durante cincuenta años había estado transportando de cabotaje carbón entre la ciudad de La Rochelle y la cercana isla de Re, en la costa atlántica francesa al norte de Burdeos. El veterano barco fue arbolado con dos palos para cuatro velas y dotado de un motor auxiliar de gasolina.. La travesía encerraba enormes dificultades. El capitán Miranda –experto navegante y profundo conocedor de la ruta entre Tenerife y Cuba-- pilotaba el barco con los instrumentos de navegación más imprescindibles, todos ellos reliquias de décadas anteriores: un sextante, una brújula, un cronómetro, un mapa y un morse. Al carecer de recursos, no habían podido dotar a la embarcación de una radio.
Durante los tres primeros días disfrutaron de una cómoda travesía pero un temporal de nordeste los alcanzó durante la cuarta jornada. Olas de cuatro y cinco metros de altura, y algunas del tamaño de una pequeña montaña, hicieron cabecear al barco y poner peligrosamente a prueba la solidez de su casco durante toda la tarde y la noche. A la mañana descubrieron que habían sido arrastrados cerca de las costas españolas del asturiano Cabo de Peñas, pero antes de que pudieran ser divisados y capturados por algún buque franquista recibieron la providencial ayuda de un capitán español y republicano de un pesquero de Luarca, que les ayudó a enderezar el rumbo.
Después del temporal, los refugiados vivieron dos semanas de tranquila navegación, hasta que repentinamente llegaron días de calma chicha. Los vientos desaparecieron, no soplaba ni la más ligera brisa y “el barco apenas se cimbreaba, parado en la soledad del océano”. Tras tres días de velas muertas y ausencia de viento, el capitán Miranda rogó a los tripulantes que por prudencia limitaran el consumo de agua y alimentos y que si la situación se prolongaba tendría que proceder a racionar las vituallas. Sin embargo, alguno de los exiliados pensó que el capitán había errado la derrota del buque y que estaban más al sur de lo que Miranda estimaba. Se fue gestando así un gran malestar en el barco, que desembocó en una situación de motín. Angelines Miranda, esposa del capitán, lo contaba así en el año 1.999: “Estando en alta mar y debido al desespero, parte del grupo empezó a inquietarse y vinieron los desacuerdos, ya que pensaban que el capitán Miranda se encontraba fuera de rumbo. Se formaron dos bandos. En una ocasión de acalorada discusión, al ver que tenían cercado a mi marido, lo primero que se me ocurrió ante el inminente peligro que corría, fue coger una olla grande y descargársela en la cabeza a uno de ellos. Ante la confusión, mi esposo logró escabullirse a su camarote y tomar su revólver para defenderse. De allí en adelante, nos turnábamos para no dejar nunca solo al capitán Miranda”.
Tras el regreso de los vientos, pudieron reanudar la navegación hacia América. Una noche de niebla cerrada se vieron presa de un enorme peligro y recibieron por morse la peor de las noticias. Esta es la narraciçon de Angelines, la mujer de Francisco Miranda: “No recuerdo el nombre del transatlántico con el que casi chocamos una noche. No podíamos ver nada a causa de la niebla. Se nos venía encima. Fue un milagro que el velero no se volteara con el oleaje que produjo la pasada de este buque. Paco habló con ellos por clave morse. Así nos enteramos de que los alemanes habían entrado por el norte de Francia. De esta manera supimos que la Segunda Guerra Mundial había comenzado”.
La navegación entre los bancos de niebla duró varios días hasta que las condiciones de visibilidad, brisas y cielo despejado retornaron. Pero a los pocos días se vieron atrapados por una enorme galerna de proporciones inusitadas y vientos huracanados. El temporal abarcaba todos los horizontes. Olas gigantes zarandearon el barco durante diez interminables en los que se vieron al borde de la muerte. En septiembre u octubre (no conocemos la fecha exacta) de 1939, Elio Rodríguez, Angelines Hidalgo y Hostilio Rodríguez lo contaban así en una crónica del periodista Domínguez Benavides publicada en un diario venezolano:
“-¡Nunca hemos visto una cosa tan terrible! -dice Elio Rodríguez. Se abrían abismos amenazadores, que unas olas imponentes llenaban rápidamente para abrirse unos metros más allá y renovar el peligro. -No había que pensar en escapar. Si queríamos salvarnos teníamos que hacer frente. Y mantenernos así, sin desfallecer un instante, que podía ser el último de nuestra vida. Figúrese usted -añade, recurriendo a un ejemplo- que aquel cerro que se ve allí y señala la cordillera que rodea al puerto de La Guaira- se moviese y avanzase hasta nosotros para desplomarse cuando estuviera encima. Pues eso son las olas que forman una galerna.
-Estábamos más tiempo bajo el agua que en la superficie -interviene Angelina Hidalgo, la esposa del capitán. La proa del Alexandrine Eudoxie señalaba, como la aguja de una brújula, el peligro. Todo el mar era un imponente movimiento de masas vivas que se alzaban, se hundían, volvían a alzarse, rugiendo y buscando la presa para triturarla y sepultarla en el abismo. Un golpetazo arrancó el tambucho de popa. Por allí empezó la goleta a embarcar agua hasta anegar la bodega.
-“Yo -comenta Hostilio Rodríguez- me había acostado y veo que por la escotilla entraba el agua a toneladas. Salí como pude a cubierta, y, con ayuda de José Junco, me dediqué a clavar unas tablas. Esto en medio de golpetazos espantosos, que nos obligaban a permanecer agarrados como lapas” Otra ola arrancó la tapa de la válvula de la bomba. Y otra se llevó una pesadísima cadena de cubierta. -“¡Aquello era el fin!”. Pasó una hora y otra. De noche la negrura del mar hacía más dramática la condición en que estábamos. -“Vimos las luces de situación de un barco. Fue como un relámpago, porque desaparecieron tragadas por el agua”. Y luego, para aumentarla angustia a bordo, una ola se entró por la proa, abrió las compuertas y apagó los fuegos. El Alexandrine Eudoxie quedó a merced de la galerna. Una rotura del timón podía ser el final del drama.
-“Nos creíamos irremisiblemente perdidos -agrega Angelina Hidalgo-, ya no era cosa de bregar con el temporal, sino de cuidar de mantenernos de cara al tiempo. La goleta, sin ofrecer ninguna resistencia, saltaba de cresta en cresta como un corcho. Y las olas nos empujaban con empujones brutales. ¿Dónde estaríamos? Y si pasábamos aquello adónde nos llevaría el mar”. Hubo que recurrir a los recursos supremos. En la bodega estaba la comida, el aceite para guisar. Y en el camarote general, único, las lentejas y las judías. Echamos por la borda el aceite y algún lubricante para establecer un embalse. El aceite y el lubricante se acabaron pronto y la galerna continuaba. Cabeceaba la goleta como un potro salvaje. Entonces se recurrió a tirar por la popa dos anclas, una por cada banda, sujetas con grandes cadenas. Ello nos ayudó a mantener la dirección del mando. “Hasta dos baúles tuvimos que tirar al mar. Cuanto menos peso, más probabilidades de mantener la goleta a flote”.
Así un día, otro, otro... Cerca de diez días de lucha.
La experiencia fue tan traumática para los exiliados que, como cuenta Félix Santos en el libro “La Odisea del Capitán Miranda”, “durante aquellas terribles jornadas de lucha contra la galerna llegaron a despedirse, abrazándose, varias veces. Tantas veces cuantas tuvieron la evidencia de que el naufragio y la muerte de todos era inminente”.
Finalizada la galerna, los atemorizados refugiados, hambrientos, sedientos, desesperados, exhaustos y eufóricos por seguir con vida y ya cerca de América, se afanaron en sacar el barco a flote, achicando el agua que inundaba hasta un metro de la bodega, e izando una vela en el palo mayor y dos en el de mesana para proseguir la navegación. Así, renqueando, a los pocos días y después de dos meses y medio de travesía, los navegantes de fortuna capitaneados por Francisco Miranda llegaron a las costas venezolanas con su barco averiado, pero se encontraron con la negativa de las autoridades de Venezuela a permitirles el desembarco. Desmoralizados, los exiliados fueron obligados a partir de nuevo, en busca de mejor puerto. Así lo narró Angelines Hidalgo:
“Zarpamos nuevamente y pasamos por las islas de Aruba y Curacao, para luego llegar a las costas Colombianas con nuestro desvencijado barco, remendado y casi desmantelado, donde gracias a la inteligencia de mi marido y el coraje de todos pudimos hacerlo caminar. Al llegar aquí, a Puerto Colombia, fuimos auxiliados y admirados por la gente nativa del lugar. Cabe notar que recién llegados y mientras esperábamos el permiso para desembarcar, el barco se incendió y tuvimos que lanzarnos al mar, en la zona de «Bocas de Ceniza», zona infestada de tiburones, pero gracias a Dios vinieron unas lanchas prontamente en nuestro auxilio y nos llevaron a tierra. El fuego, fue controlado y el barquito nuevamente subsistió.”
En Puerto Colombia fueron recibidos con los brazos abiertos, hasta el punto de que el Presidente colombiano, el doctor Eduardo Dantos, les hizo una visita. Y el 16 de noviembre de 1939, el “Boletín al servicio de la migración española” publicado en Méjico narraba la llegada a América del Alexandrine y los refugiados:
“Noticias directas de Colombia nos informan de la llegada al puerto de Barranquilla de un barquito de veinte toneladas, el Alexandrine, que llevaba a bordo a diez hombres y una mujer, que partieron de La Rochelle (Francia), el 30 de julio…. Los arriesgados compatriotas nuestros estuvieron a pronto de estrellarse en las costas españolas del cabo de Peñas (Asturias), y fueron auxiliados por un pescador español y republicano, que les puso a salvo. Entre los expedicionarios figura un hijo del que fue diputado a las Cortes Constituyentes, Rodríguez Figueros, y hay también miembros de la familia del diputado socialista Junco Toral.”
La hazaña de los exiliados fue comentada así por un entusiasmado colombiano:
“…la proeza de vuestros compatriotas, de esta odisea magnífica, émulo de aquellos valerosos conquistadores que aquí dejaron la semilla generosa de su sangre; pues bien, sabedlo, aquí han llegado y han encontrado los brazos abiertos como si ha tiempo fuesen esperados. Nosotros los colombianos que dejando a un lado todo romanticismo estamos leyendo en el libro del presente la dura realidad, con nuestro gobierno anheloso de recobrar el terreno perdido por años de dominación retrógrada, queremos y reclamamos gente como la que ha llegado a nuestras playas, gente valerosa, inteligente, noble, corajuda e ilustrada; por ello, además de la hospitalidad que les hemos brindado y de considerar su situación y de estudiar nuestra necesidad, vemos que lo natural y lógico es que hagamos el esfuerzo por quedarnos con esa inmigración regalada que nos trajo el destino; no permitir tampoco que ese puñado de hombres a quienes acompaña una mujer igualmente valiente, se empeñe en la labor suicida que sería empujarlos a continuar la ruta de destino primitiva (Cuba), en un barquichuelo de escasas veinte toneladas, remendado, casi desmantelado, donde solo la inteligencia y el coraje pudieron hacerlo caminar sobre las olas noventa días, dejando con su odisea, atrás, la hazaña de Cristóbal Colón…”.
A excepción de Angelines Hidalgo, ninguno de los compañeros de esta aventura regresó a España. Unos se establecieron en Méjico, otros en Venezuela y el resto en Colombia. Y todos fueron falleciendo con el tiempo. El primero en morir recién llegado a Puerto Colombia, fue Sebastián Alberdi, mecánico naval recién graduado, al caerse accidentalmente en un balneario fracturándose la columna vertebral. El Capitán Miranda y Angelines, su mujer, permanecieron también en Colombia. Tuvieron cinco hijos: María Libertad, Pedro, María del Carmen, María de los Ángeles y Francisco. En la actualidad Angelines tiene ocho nietos. La hija mayor, María Libertad, publicó un artículo, escrito en inglés, en una revista de Alburquerque (EE. UU.) explicando el porqué de su nombre y lo que significaba eso para sus padres. Algunos párrafos del artículo decían así:
“En 1970, cuando llegué a ser una ciudadana americana, el tribunal miró mis papeles y me dijo: «no necesitas más todos tus nombres -María Libertad Miranda Hidalgo Díaz Kalberg-, María M. Kalberg es suficiente». «¡¡Oh, no!! -grité- no va a quitar usted Libertad, esa es la parte más importante de mi nombre». Fui bautizada María Libertad Miranda en 1940 en Cartagena de Indias donde mi padre, Francisco, tenía un negocio de pesca. En casa me llamaban «Libe»; pero en público mi nombre fue siempre Libertad. Cuando era una niña pequeña solía preguntar a mi padre: «Papá, ¿por qué mi nombre es Libertad? No es un nombre como el de mis amigos, ellos piensan que es un nombre divertido». Entonces mi padre se sentaba a mi lado y movía su cabeza: «Eres muy joven para entenderlo, Libe, pero cuando seas mayor te lo intentaré explicar». Con el paso de los años fui comprobando que mi padre era un apasionado exponente de la idea de libertad. «Libe, me decía, todo el mundo necesita esforzarse en preservar la libertad. La libertad es como las flores delicadas que cada día deben ser cuidadas, si no morirían. Lo más importante de todo el ancho mundo es el derecho de todo ser humano a elegir la libertad».
«Papi»; le pregunté un día, «¿es por eso por lo que elegiste llamarme Libertad?»
«Sí», dijo, «así cada vez que tu nombre se mencione será como un recordatorio».
Cuando tenía más o menos 13 años, mi padre me contó el resto de la historia sobre mi nombre. Mi padre nació en las islas Canarias en 1907 y, como resultado tenía la piel oscura como los nativos de esa área, pero fue, por supuesto, ciudadano español. Era un hombre alto, con penetrantes ojos marrones y temperamento orgulloso que le fue muy útil como capitán de barco. No me resulta difícil imaginar a aquel joven capitán de antes del comienzo de la guerra civil española. Fue una de las más brutales y sangrientas guerras civiles que jamás haya habido, y es fácil comprender que una persona decente reaccionara contra las tácticas fascistas de Franco y sus seguidores. Junto con otros miles de liberales que creían en la justicia y en la libertad, mi padre luchó en las calles de Madrid y de Barcelona, a menudo con su mujer al lado. Mi padre y mi madre estaban en Barcelona cuando les llegó la noticia de las victorias de Franco en Cataluña y, sin dudarlo ni un momento optaron por incorporarse a los miles de refugiados que temiendo por sus vidas huyeron a Francia cruzando los Pirineos. ¿Qué iba a hacer Francia con miles de refugiados desamparados? Muchos de ellos, incluidos mis padres, actuaron clandestinamente para ayudar a los republicanos españoles. La vida de mis padres estaba constantemente en peligro. Finalmente, durante el invierno 1938-1939 mi padre persuadió al Comité de Norte Americanos para que le ayudasen a comprar un pequeño barco de pesca, el Alexandrine, que se había utilizado para pesca de bajura. Esto fue el salvoconducto para la libertad de once refugiados españoles, mi padre y otros diez, incluida mi madre, que era la única mujer del grupo. Su destino era Cuba, el único país que aceptó recibir refugiados españoles.
El peligro era enorme. Once personas intentando cruzar el Atlántico con un pequeño barco. Una tempestad les batió durante nueve días. Lograron hacerle frente y continuar el viaje. Durante semanas, día a día, noche tras noche, sin ver nada más que océano y cielo. Hubo un fuego en el barco, todos saltaron al agua, pero pudieron apagarlo con agua del océano. Los daños sufridos por el Alexandrine, fueron pequeños y pudieron continuar su viaje. Algunos de los que iban en el barco empezaron a dudar de la habilidad del capitán Miranda para conducirles a Cuba. Ocho en concreto estuvieron en contra de mi padre. Mientras peleaban unos con otros, mi padre le gritaba a mi madre: «Hazte cargo del timón, mantén el rumbo». Ella agarraba el timón lo más fuerte que podía hasta que mi padre volvía a reemplazarla. Finalmente el grupo divisó tierra, pero era la isla de Trinidad en vez de Cuba. Los isleños miraban con sorpresa a aquellos once exhaustos refugiados que pisaban tierra por primera vez después de 57 días. Desde Trinidad se extendió la noticia de la increíble odisea de este pequeño grupo de refugiados españoles que pronto llegaron a ser famosos por todas las Américas. Una semana después el Alexandrine prosiguió su ruta. Llegó a la costa de Colombia. El presidente Eduardo Santos había oído de su heroísmo y fue a darles la bienvenida. Pronto mi padre encontró trabajo en un cargador. Llegó a ser socio en una Compañía propietaria de barcos de carga que operaba a través del canal de Panamá, de una costa de Colombia a otra. Llegó a ser un hombre de negocios con éxito y crió una familia de cinco hijos. Él nunca olvidó su lucha por la libertad y siguió apoyando causas importantes. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando otros capitanes de barco no se atrevían a navegar fuera de las aguas de Colombia, mi padre transportaba valientemente crudo para Colombia.
Papá murió este pasado septiembre. Le echo mucho de menos. Sus recuerdos los llevo siempre conmigo cuando veo o escucho mi nombre. El juez me permitió quedarme con el nombre de Libertad como mi primer nombre. Es, sin duda, un nombre singular, pero no puedo imaginarme con otro nombre”.
El capitán Francisco Miranda Díaz murió el 7 de septiembre de 1985 en Barranquilla, Colombia. Él, su esposa Angelines Hidalgo, y Layo Rodríguez, Elio Rodríguez, Hostilio Rodríguez, Manuel Pereira, Marcos Hormiga, Juan Francisco González, José Junco, Zoilo Hernández y Alberdi Sebastián protagonizaron una de las mayores hazañas marítimas de los últimos tiempos cruzando el Océano Atlántico en un pequeño velero, desprovisto de los adelantos técnicos de hoy en día, pero repleto de ilusión, compromiso político, honestidad e integridad. Muchos otros se quedaron en el camino, naufragando y hundiéndose en el mar. Mi homenaje a todos ellos.
Post Scriptum: para la elaboración de esta entrada, he tomado en prestamo buena parte de los datos contenidos en el libro electrónico de Félix Santos titulado “La Odisea del Capitán Miranda”, que puede encontrarse en la genial página de la Biblioteca Virtual "Miguel de Cervantes", en concreto en su enlace http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/03691630990336284199079/p0000001.htm
Lugar de la memoria visual de los prisioneros y presos republicanos y antifranquistas, construido como homenaje a todos los represaliados por el fascismo y el franquismo en la España de la guerra civil y postguerra.
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sábado, 25 de octubre de 2008
La Odisea épica de Francisco Miranda y la goleta "Alexandrine"
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