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martes, 14 de mayo de 2024

¿Por qué sí me gusta Donald Trump?



Orlando Luis Pardo Lazo

Cibercuba

05/10/2020 


Mi amigo Carlos Alberto Montaner, maestro de generaciones de cubanos libres ―ciudadanos de la Isla y del Exilio que pertenecemos a un futuro donde el castrismo será sólo una nota al pie de nuestra vida nacional―, me honra al dedicarme su más reciente columna de opinión: ¿Por qué no me gusta Donald Trump?


Mi primera reacción fue compartir las razones de Carlos Alberto Montaner en mis redes sociales y también en mi blog Lunes de Post-Revolución, a pesar de no compartirlas ni con mi cerebro ni en mi corazón. Ahora más que nunca debemos defender contra viento y marea su derecho a pensar, escribir, publicar, promocionar y cobrar derechos de autor, al comentarnos en público por qué no le gusta Donald Trump. Se trata exactamente del mismo derecho que tengo yo de pensar, escribir, publicar, promocionar y cobrar derechos de autor, al comentarles ahora en público por qué ni siquiera es necesario que nos guste Donald Trump para votar con libre albedrío por él.


Carlos Alberto Montaner enumera una docena de redundantes razones por las cuales le disgusta como presidente el ciudadano Donald Trump. Todas y cada una de ellas son legítimas, por cierto, incluso cuando muchas no sean exactamente sus razones, sino un copy-and-paste de la trumpofobia infantil que la izquierda norteamericana se inventó tan tarde como el martes 16 de junio de 2015, cuando Trump finalmente se lanzó en serio como candidato presidencial Republicano, bajando las escaleras homónimas de la Trump Tower neoyorkina.


Antes de esa fecha, Trump era un millonario simpático más. De hecho, uno de los más mediáticos y acaso con menos en metálico. Alardoso y adúltero, afable y ateo, actor amateur y autor amañado, belicoso y bonachón: la típica inspiración de latinos y afronorteamericanos, con la plusvalía de las féminas de mundo y medio. Sólo eso. Y a nadie en su sano juicio se le hubiera ocurrido acusarlo conspiranoicamente de nada antes de esa fecha fundacional del fascismo, según reza el dogma de la corrección política. Mucho menos a Carlos Alberto Montaner.


Hasta ese martes 16 de junio de 2015 el ciudadano Donald Trump no ostentaba en su pedigrí ni un pelo de guerrerista, ni de censurar a la prensa ni de coartar el libre comercio, ni de polarizar pueblos, ni de diseñar jaulas para infantes, ni se cuestionaba la legal estrategia tributaria del magnate, ni era problemático el tipo de chistes y de palabrotas que soltaba, entre otras joyas de joker o jodederas de jerk. Mucho menos era visto como misógino, homofóbico, ni nadie lo tildó jamás de racista o supremacista blanco o dorado. Al contrario, era blanco ―quiero decir, diana― de parodias y hasta de burlas de personas en el poder. Hasta que de pronto, esa misma noche de verano, republicanos y demócratas por igual, empezaron a pintar a Trump como el hombre más peligroso del mundo. A nuestros efectos, un tipo ya a punto de invertir en La Habana y clavarle una puñalada trapera al exilio cubano: algo así como un clásico clon de Obama, supongo. Por favor.


Recordemos al respecto que Donald Trump ha sido desde siempre un Republicano demasiado voluble para ser verosímil. Nuestro rubio en la Casa Blanca fue miembro del Partido Demócrata durante ocho años y pasó al menos otros cuatro jugando a ser Independiente o sin filiación partidista: es decir, no ha sido Republicano durante casi un tercio de su vida política. Como todo buen norteamericano promedio, incluido acaso Carlos Alberto Montaner.


A menos de un mes de las elecciones generales del martes 3 de noviembre, con el presidente infectado por la pandemia china y con los Estados Unidos amargados por un anti-norteamericanismo radical o racional, no es este el momento para enfrascarnos en un jiujitsu retórico con la eminencia no gris sino muy grata de Carlos Alberto Montaner. Por supuesto, sería irrespetuoso ignorarlo. Antes bien, hay que agradecerle de nuevo por todas sus décadas de magisterio sobre la historia de Cuba, y por haber sido una referencia moral para la otra Cuba que algún día llegará, lleguemos o no lleguemos a verla. Pero hasta ahí.


El voto sigue siendo libre y secreto, y cada quien sabrá a su manera cómo escoger a su candidato, convéngale o no le convenga al final. Lo demás es literatura, teclazos de élite que no cambiarán el reino de lo real, donde ni Trump ni Carlos Alberto Montaner son un peligro para la democracia norteamericana. Sin embargo, la intolerancia tóxica a Trump sí lo es, y muy grave. Aunque es también algo que vienen sufriendo en prestigio propio aquellos que defienden al capitalismo como medida de todas las cosas, desde Ayn Rand hasta Dinesh D’Souza. Se trata de un pecado literalmente capital, y Carlos Alberto Montaner nos confiesa al respecto su desconfianza en los “dólares y céntimos”. Se entiende, pues, que Trump tienda a aterrarlo.


Puede que Carlos Alberto Montaner no esté equivocado en nada de lo que dice. Pero no es obligatorio averiguarlo antes de votar en masa por Donald Trump. La verdad no siempre nos ha hecho libres. O puede incluso que su equivocación no sea de carácter ético, sino etario. Tras toda una vida vivida en las democracias desarrolladas, desde donde ayudó muchísimo al desmerengamiento conceptual del comunismo a la soviética, a Carlos Alberto Montaner le cuesta darse cuenta de que la vulgaridad ha devenido un espectáculo estético del que es muy peligroso espantarse.


Marx se disfraza siempre de alternativa moderada. Trump entraña resistencia a esos buenos modales que prodigan no pocos caudillos de cuello y corbata. Y, en este sentido, Trump es un presidente proletario sin los paternalismos del proletariado, cuyos trompones de cheer-leader han cortado de cuajo 16 o más años de monopartidismo Demócrata en los Estados Unidos. Ese despertar popular los Demócratas no se lo perdonarán por el resto del siglo XXI. Su legado, toda vez en manos de los académicos, habrá de ser el lodo, pero a Trump le asiste constitucionalmente el derecho de disfrutarlo por otros cuatro años, de ser esa la voluntad del electorado nativo, no la mía ni la de Carlos Alberto Montaner (dos ciudadanos naturalizados: es decir, extracomunitarios).


Sin caer en la tentación del anti-intelectualismo norteamericano, habría que añadir aquí que a veces no basta con tener o no tener la razón. En ocasiones, el dato estadístico es engañoso. Lo factual pasa a ratos por la ficción, no por la práctica. La Realpolitik no necesita necesariamente de políticos profesionales, sino también de una persona real, sin apego al poder, probablemente providencial: un pasajero improvisado con más inercia que ideología, con más visión que convicción, con más sentido común y menos sensiblería comunitaria. Un Trump promedio, con sus trampitas y corruptelas y todo, pero sin cargar con tantas culpas y complejos de clase, más la tara de una justicia social que aspira a un igualitarismo inaguantable.


El contexto no es el texto, como bien conoce Carlos Alberto Montaner. Los cubanos de buena fe aplaudimos su coraje cívico para quedarse sólo una vez más, en medio de una comunidad que, un poco caricaturescamente, ya comienza a criminalizarte con contrasentidos equivalentes a los de tu criminalización de Donald Trump. Porque lo que está en juego en los Estados Unidos del 2020 no es que viva un “bully” en la Casa Blanca. No por gusto son un bull y un bear las fieras que pujan para que no mueran los mercados. Se trata de todo un American Way of Life el que ha sido sentenciado por la decadencia post-imperial norteamericana, y a los cubanos pro-Trump nos da nostalgia en presente ver a esta especie de administración Atlas echar su última pelea antes de que se pierda la guerra para el carajo.


Por lo demás, Donald Trump está mucho más cerca de Carlos Alberto Montaner de lo que su internet de alta velocidad miamense le permite darse cuenta. El presidente democráticamente electo por el pueblo norteamericano no ha tenido nunca simpatías por el totalitarismo, ni está en riesgo de encabezar una tiranía que no sea la de su nombre como marca de sus propiedades privadas. Las alarmas no las activan los alarmistas, sino precisamente quienes están convencidos de que no hay nada de lo que alarmarse: tratan así de crear un caos donde la felicidad es sólo posible en el fundamentalismo.


Carlos Alberto Montaner, sin cambiar ni un ápice su opinión, bien pudiera votar con la consciencia en paz por un candidato del corte de Donald Trump. Si bien es cierto que tuvo y tendrá que darle la mano a tiranos y totalitarios foráneos, es un gesto que Carlos Alberto Montaner también hubiera tenido que practicar, de haber llegado a ser aquel primer presidente de una Cuba sin Castros que, desde un barrio pobre habanero de los años noventa, mi padre me enseñó a soñar. 

martes, 23 de abril de 2024

De Epstein, Weinstein y otros chicos del montón



Orlando Luis Pardo Lazo

Cibercuba

23/06/2020 


En el 2013, recién aterrizados en Manhattan desde la Cuba carcelaria de los Castros, Yoani Sánchez y yo fuimos invitados a un panel especial con los directivos del periódico The New York Times.


En realidad, Yoani era por entonces la única invitada de invitada de interés para la agenda obamista del periódico. De suerte que mi presencia de francotirador tuvieron que tolerarla con una sonrisita nerviosa del tipo: “Vamos a ver qué bomba reaccionaria nos suelta el loco éste ahora aquí, ojalá le hubieran negado la visa o la salida de Cuba”.


En cualquier caso, en aquel atardecer de recién llegado, en un piso perdido en mi memoria dentro del edificio transparente del periódico, conocí personalmente a Nicholas Kristof, el periodista estrella que hoy me motiva a escribir esta columna, tras leer una anécdota que él contó hace justo un año en su sección personal del The New York Times.


Nicholas y su hija Caroline estaban comentando el penoso caso de censura y despotismo laboral en contra del afroamericano Ronald Sullivan, un profesor de derecho de la Universidad de Harvard, al que lo expulsaron sin miramientos de su puesto como jefe de la Casa Winthrop en el Harvard College. Y todo por realizar precisamente su labor profesional en tanto abogado, al tramitar para el cliente Harvey Weinstein, acusado de agresión sexual, la representación legal que le corresponde según el debido proceso al que todos los ciudadanos tienen derecho en la democracia norteamericana.


Para la hija del periodista, según confiesa su propio padre entre el sonrojo y la solidaridad, un decano universitario no debe defender a un presunto violador. Al parecer, representar a un sospechoso de delincuente, te convierte de pronto en un delincuente demostrado, de acuerdo a la lógica marxista de los liberales de última generación en los Estados Unidos.


Para colmo, como toda casa de altos estudios está saturada de estudiantes traumatizados en principio por algún tipo de asalto sexual, la simple presencia de un profesor de derecho experto en el tema sería ya una micro o macro agresión, una re-traumatización, y haría de Harvard entera una zona de guerra no segura para las alegadas víctimas y sobrevivientes de este delito.


Ser negro y defender a un blanco millonario, por lo demás, supongo que constituya un agravante para Sullivan, ante los ojos de la fiscalcita Caroline Kristof. Y esto sin abundar en los horrores que se le han dicho en la prensa a Donna Rotunno, la abogada defensora del susodicho Harvey Weinstein, una mujer acusada por los linchadores de izquierda de ser traidora a su propio sexo y casi cómplice de violación.


Así está hoy por hoy la mejor democracia de la historia de la humanidad. Hecha un ripio plañidero a costa de la demagogia de una justicia social que no es justicia, ni mucho menos es social. Pánico, histeria, miedo, mediocridad, envidia al genio del individuo, y mucho, muchísimo odio a la propiedad privada y la economía de mercado. Que, por cierto, es el único tipo de propiedad y la única clase de economía existente. El resto es retórica de imitación por parte de los totalitarios al estilo de los Castro. Con los que, me atrevo a aventurar sin necesidad de evidencia, la hija de Nicholas Kristof lo más probable es que no tenga ningún problema. Contra los Estados Unidos de América, todo.


Anécdotas parecidas circularon al respecto de Jeffrey Epstein, otro millonario blanco caído en desgracia por su libertinaje sexual. En este caso, hay incluso demasiadas sospechas de que en agosto de 2019 poderosos intereses lo suicidaron en una cárcel de Nueva York, antes de juzgarlo, no sólo para que no embarrara de semen financiado a toda la clase alta del país, sino también acaso para que ningún profesor universitario sufriera luego las consecuencias por defenderlo. Y, de paso, para que ninguna estudiantica de élite se sintiera manoseada por la mera presencia académica de dicho profesor.


A mediados del 2020, con el castrismo en la Isla y en el Exilio cogiendo impulso para adentrarse en su segundo medio siglo de vida, ¿qué esperanza queda para los cubanos en medio de toda esta decadencia de una democracia a punto ya de apoptosis, en aras de unas sufridas minorías que en realidad hoy están gozando de manera masiva? ¿Cuál será la fuente de inspiración para librarnos de la tiranía caribe, cuando el mensaje que rebota en la casa de nuestro imperialismo vecino es que cualquier sistema es preferible al sistema imperial?


Pienso en la hija de Nicholas Kristof. Pienso en mi propia hija de poco más de un mes de edad, ciudadana norteamericana por nacimiento. La peor tragedia de no tener patria a perpetuidad es ésta: ignorar quiénes serán nuestros hijos, entre otros hijos inocentes pero a su vez ignorantes de ellos ser parte de nuestra peor tragedia.


La libertad no tiene quien le escriba. Millones de hombres y mujeres en las sociedades abiertas darían lo que no tienen con tal de no vivir en libertad. Desprecio a la separación de poderes. Asco ante la imaginación. Indignación ante el concepto mismo de los derechos humanos, que son tildados poco menos que de un mito eurocentrista patriarcal.


Cubanos, a veces es mejor dejar de pensar. Es decir, dejar pasar. Pero a veces uno siente ganas de arrimar la tea incendiaria a la guardarraya de tanta guanajería anglo. Y al grito de “corneta, toque usted a degüello”, escribir columnas como cohetes a ver si despertamos por fin de nuestra pesadilla política de corrección. 

martes, 16 de abril de 2024

Venir de Cuba para caer en la misma candanga



Orlando Luis Pardo Lazo

Cibercuba

 11 | 04/01/2021


Los partidos comunistas, gracias al resultado de la II Guerra Mundial, ganaron estatus legal en todas las democracias representativas de Occidente, incluidos los Estados Unidos de América. La labor conspirativa del comunismo internacional ha sido la misma desde entonces: usar los mecanismos democráticos del mundo libre para desgastar y eventualmente destruir a la democracia.


A pesar de la irreversible erradicación militar del fascismo, los comunistas contemporáneos no han conseguido adaptarse a la idea de vivir sin su hermanito siamés en tiempos de paz. De hecho, un rasgo identitario de los comunistas, declárense o no como tales, es la permanente denuncia del fascismo por todas partes. Oponerse a un comunista es ser deslegitimado de inmediato como fascista. El comunismo no acepta oposición racional. El odio es su elemento innato.


El resultado es que, un siglo después del fascismo, la propaganda comunista aún nos asegura que el peligro fascista es hoy más inminente que nunca. De ahí la importancia de que los comunistas ocupen el poder cuanto antes, por cualquier medio. Se lo merecen pues sólo la vanguardia comunista sabe cómo cortar de cuajo las oleadas fascistas de la reacción.


El Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) lleva esa batalla de ideas en el corazón del “imperialismo norteamericano”, tal como ellos se empeñan en llamar a su propio país en plena decadencia, una nación que desde hace décadas es incapaz de ganar la más mínima escaramuza bélica.


En una editorial de fin de año, el CPUSA ataca por millónesima vez las políticas “anti-cubanas” de Donald Trump, un facha que “no puede perdonarle a Cuba” sus “grandes avances en el bienestar de la ciudadanía”, ni el hecho de que “provea de cuidados médicos de alta calidad a los países pobres del mundo”, ni tampoco su “excepcional ejemplo de solidaridad”, y mucho menos que la Isla “jugase un rol principal en la derrota del régimen fascista del apartheid en Sudáfrica”.


Por supuesto. F con F, fascismo. Un fantasma recorre los partidos comunistas del planeta entero: el fantasma del fascismo.


Si no existiera el fascismo, habría que inventarlo. Tal y como el comunismo se lo inventa incesantemente. Insultantemente. Papilla podrida para las embobecidas generaciones del nuevo milenio, donde por fin el marxismo puede prescindir sin problemas de su profeta Marx. Ya no hace falta la ideología. Basta con la inercia idiota de la justicia social, más el debido toquecito de culpa de clase.


En su panfleto redactado en la Plaza de la Revolución, el CPUSA nos cuenta a los cubanos el mismo cuento de la buena pipa de la utopía. El hitleriano Donald Trump, gracias a las “200 nuevas restricciones diseñadas para dañar a la economía cubana”, sólo quiere “afectar el nivel de vida del pueblo”, mientras usa ese mismo dinero “para financiar las minúsculas organizaciones anti-gubernamentales activas en la Isla”.


Entonces el CPUSA se lanza de cabeza a una campaña para que, en cada ciudad norteamericana, los ayuntamientos y órganos legislativos “pasen resoluciones condenando al bloqueo” y a favor de la “campaña internacional para premiar con el Premio Nobel de la Paz 2021 al excepcional programa de solidaridad médica cubana”.


¡Bravo! Los comunistas sí que creen en la participación popular masiva. Justo hasta el instante mismo en que los comunistas son los que mandan, cuando el pueblo de pronto ya no necesita participar más, pues eso de hecho estorbaría a la participación monopólica del Estado.


El socialismo es el único sistema social que prohíbe la socialización. Lo cual explica por qué en los totalitarismos de izquierda no existe un auténtico pensamiento ―ni activismo alguno― de izquierda.


Los militantes comunistas, si el resultado de la II Guerra Mundial hubiera sido la irreversible erradicación militar del comunismo, hoy por hoy serían fascistas convencidos que, consecuentemente, no habrían conseguido adaptarse a la idea de vivir sin su hermanito siamés en tiempos de paz. Son tal para cual. F con F, Fidel. Y su enemigo común es uno: el capitalismo. Que, en Ciencias Políticas, también se conoce como libertad.


No por gusto la izquierdista norteamericana Susan Sontag, en un ataque de lucidez que le granjeó el odio vitalicio de la izquierda norteamericana (todavía hoy citarla es sinónimo de suicidio), dejó escrito que el comunismo era “fascismo con un rostro humano”.


Como al final del libro Rebelión en la granja de George Orwell, a los anticomunistas nos asiste sólo el derecho de ser como esos “animales de afuera”: espectadores que, al margen del materialismo histórico, miramos maravillados “de cerdo a hombre y de hombre a cerdo y nuevamente de cerdo a hombre”, sabiendo de antemano que siempre ha sido técnicamente “imposible discernir quién es quién” entre una y otra intolerancia de izquierda. 

martes, 12 de marzo de 2024

Cuando la nieve cae, el exilio no es verdad



Orlando Luis Pardo Lazo

Diario de Cuba


Cuando la nieve cae, las avenidas quedan mudas. Incluso si hay tráfico, ese tráfico no suena. La ciudad entera es como una alfombra. Paisaje de puertas adentro. Memoria imaginada de mi infancia. Habana nórdica de mis anhelos. Familia nueva. Lenguaje de estreno. Hogar.


Cuando la nieve cae, la noche es tan bella que no deja dormir. Prendo el carro y salgo a manejar sin saber a dónde. No importa que el App de Uber casi nunca se active durante las nevadas. No estoy afuera para ganar dinero. De hecho, es preferible la ausencia de pasajeros. Estoy afuera para que la nieve no caiga sin mí, para no dejarla sola en una caída que, sospecho, podría ser la última en todo el planeta. La última en toda la historia. La última, también, en mi biografía que ya comienza a hacérseme demasiado larga.


Cuando la nieve cae, hay amor generalizado en mis ojos de cubano sin Cuba. Las lágrimas me nublan la vista con sus copos tibios. No estoy triste, sino exultante. Todo es ternura y eternidad. El carro patina un poco, sí, pero tampoco es cuestión de caer en pánico. En la práctica, me da risa verme timoneando dentro de mi taxi-esquí. Perfectamente seguro, resbalando en cámara lenta de contén a contén. Como los carritos locos del Coney Island de La Habana. Feliz, efímero. Pensando en mí y en ti y en todos ustedes, en si alguna vez seremos todos nosotros.


Cuando la nieve cae, quiero gritar. Pararme en el techo del carro, sin dejar de manejarlo. Ser un oso oteando dónde hibernar. O un lobo ávido de montar a su hembra, después de matar a un montón de presas para alimentarla. A nuestra hembra y a la carne nacida de nuestra mutua carne machihembrada.


Cuando la nieve cae, la ropa sobra. La excitación misma me la quita. Tal como la locura me mantiene a salvo de mí. Manejar desnudo es volver a la infancia, es volver a ser un humano.


Cuando la nieve cae, cubanos sin Cuba, es el gran momento de la reconciliación nacional. Todo lo escrito y todo lo pensado por otros viene ahora a mí en ráfagas, envuelto en un halo azul de cine de barrio, oloroso a aire acondicionado prístino, republicano, siglos antes de la Revolución cubana. Entonces, lo recuerdo todo de Cuba. Y Cuba lo recuerda todo de mí. Nosotros, que normalmente ya no recordábamos nada. Y arropo cada escrito y cada pensamiento con un manto de compasión cósmica. La misma que sentí inmediatamente después del primer orgasmo, que es el momento en que se define si un hombre será o no será un criminal.


Cuando la nieve cae, la música de los portales y los pasillos que van pasando se hace inevitable. Todo resuena, todo se sintoniza en una especie de sinfonía silente. Vi tantas veces esta escena de niño. Y me asusté tanto. El futuro no es fácil cuando uno acaba de nacer, y se sabe frágil e inmortal. Tuve tantas oportunidades para no llegar hasta este instante. Y todas las desaproveché por azar, por no estar del todo presente para ejecutarlas. La vida fue también como este resbalar entre las aceras heladas, iluminadas por un rayo de blanco nube, blanco lucero, blanco Orlando Luis Pardo Lazo.


Cuando la nieve cae, suelto el timón y extiendo mis brazos hacia alguna parte, para ver si esta vez no me sueltas y no te suelto yo de la mano. Te extraño. Por eso sé que ya es demasiado tarde para intentarlo. No siempre fue así, lo sabemos. Pero, a partir de cierto punto de simulación en nuestras existencias, también lo sabemos, no tuvimos otra opción que no fuera traicionarnos en masa.


Dejamos de ser contemporáneos. Nos desaparecimos, nos desaparecieron, nos dejamos desaparecer.


Cuando la nieve cae, compañeros. Cuando la nieve compañera cae. 

martes, 5 de marzo de 2024

Flacostalgia: aprendiendo a morir



Orlando Luis Pardo Lazo

Hypermedia


Su nombre era Flaco y desde que nació, en cautiverio, tenía un porte imperial.


Pertenecía a una estirpe extranjera, pero había sido engendrado y parido aquí, un par de fronteras falsas al sur de New York, a donde se mudó a las pocas semanas de nacido. 


Es decir, a donde lo mudaron los peritos del sistema penitenciario de zoológicos y parques y reservorios y demás instituciones que se inventa el Estado para “conservar” lo que ellos mismos ya han extinguido.


Flaco era un águila-búho eurasiática. En definitiva, una de aquellas lechuzas de nuestra infancia televisada. Con su envergadura inflaba bellamente el misterio de una ilusión popular. Con él, volábamos.

 

Su signo era Piscis, por partida doble. Porque nació el 15 de marzo de 2010. Y porque murió, de manera violenta, la noche amarga del 23 de febrero pasado.

 

Bajo la luna repleta de Manhattan, su cuerpo apareció tirado en el suelo, a la altura de la calle 89 oeste de la ciudad. No sé si lo reconocerían en su hora trágica, pero alguien llamó al Wild Bird Fund y se lo llevaron cadáver para realizarle una autopsia. O varias. Para tasajearlo y averiguar qué le pasó a este pájaro postulable para ser alcalde vitalicio de Nueva York. 


Tal vez Flaco se equivocó y se dio un golpe contra algún obstáculo arquitectónico. Tal vez hacía días que pandeaba los cielos invernales, medio envenenado por comer la fauna ponzoñosa de la megápolis, como las palomas y ratas que después vomitaba (las primeras son epizoóticamente más peligrosas). 


O tal vez su aparición fisgona asustó a un vecino del edificio, que cogió un palo y miserablemente le dio el trastazo que lo mató.


Dicen que hay un video de vigilancia en que se le ve desplomarse del cielo. Como un bólido que desafía la aerodinámica sentimental de la ornitología.


Flaco se había escapado de su jaula, después de 13 años de cómodo y cruel cautiverio. En febrero de 2023, en uno de esos jueves de exilio, alguien le abrió la puerta y lo liberó de su nativa esclavitud.

 

A ese anónimo ciudadano el zoológico de Central Park lo culpa ahora de la muerte de Flaco, tildándolo de “vándalo” para, de ser posible, encausarlo. Léase, encarcelarlo. Todos quieren meter presos a todos en democracia. Al parecer, algunas esclavitudes no se merecen el privilegio de un acto de emancipación.


Toda vez en libertad, Flaco tuvo que aprender a volar. Y a orientarse. Y a protegerse de las inclemencias del tiempo. Y a ulular para seducir a la hembra de su especie que no existe hoy en Norteamérica. 


Por aprender, aprendió incluso a alimentarse. Como debe hacerlo un bebé. Lo que implica, saber matar a tiempo para que no te maten. Esta es la verdad más elemental de la Madre Natura. No hay química del carbono que no sea caníbal. Las moléculas orgánicas son la base material del horror.


De febrero a febrero, Flaco fue enamorando a los neoyorquinos al estilo de un Cupido con cejas como cuernos de anciano patriarcal. 


Hombres y mujeres, solitarios y solventes, encontraron una misión en el mundo y salieron de sus hogares para documentar el día a día del ave rapaz. La libertad de Flaco era, de pronto, nuestra propia libertad.


Se trataba de una relación peculiar, que borraba las trincheras no sólo del tedium americanensis sino también las del cansancio político que ha vulgarizado la magnificencia de esta nación, envejeciéndola al estilo de la exhausta Europa.


Flaco parecía actuar para Nueva York. Desplegar su hermosura de garras emplumadas para la urbe que nunca despierta. Bárbara biología sin las máscaras culturales de la civilización.

 

Habitante congénito de su zoo, se había habituado a habitar ante millones de seres humanos. Como los animales domésticos, Flaco mismo lo era, en toda la etimología endémica de la palabra: un ser humano.


Comenzó a bajar y subir, sobrevolando los uptowns y downtowns de las cuadrículas indocumentadas de Manhattan. También, comenzó a cruzar de este a oeste y de oeste a este, para rehuir el acoso de los cuervos, siempre tan pandilleros. 


El prosencéfalo de Flaco fue reconstruyendo el mapa emotivo de una comunidad que, antes de él, no existía. Y que, después de su súbita desaparición, no existirá.


De ahí el luto. En su árbol huérfano del Central Park, los viudos y viudas de Flaco se reúnen para desconocerse en persona, tras un año de intimidad por internet.


Allí le dejan poemas, cartas, fotos, prendas, postales. Entre las raíces asomadas bajo el tronco le siembran muñecos de peluche para exorcizar el olvido, si bien no hay tótem que contenga las aguas borrosas del Leteo.


Para los cubanos sin Cuba, el accidente o el crimen de Flaco es el clavo póstumo que clausura el ataúd de nuestra cubanía sin cuerpo. 


Sin Flaco aquí, en las madrugadas de like y share, nos damos un poco más cuenta de lo que pasa: somos nosotros los que vamos cayendo en tierra de nadie. Cómo bólidos bajo vigilancia, incluso a la hora en que nuestra Historia cabe completa en un adiós a imitación de un aullido.


 

martes, 27 de febrero de 2024

Habanada



Orlando Luis Pardo Lazo


¿Qué hacemos todos a estas alturas aquí?


Tantas veces me despedí de La Habana en La Habana que, a la hora de despedirnos de verdad, en la mañanita del martes 5 de marzo de 2013, ya no hacía falta decirnos nada. Tunturuntun, coge tú por tu lado que yo cogeré por el mío. Defiéndete tú y déjame a mí, que yo me defiendo como pueda. Nadie quiere a nadie, se acabó el querer.


Sólo por eso ya no estoy todos los días en peligro de dar mi vida por mi país y por mi deber, puesto que ni lo entiendo ni tampoco tengo ánimos con que realizarlo. Sólo por eso he sido capaz de impedir a tiempo mi regreso a La Habana, más allá de nostalgias y de la perdedera de tiempo atroz que significa insistir en un exilio que no existe.


Fui el último en salir y, para colmo, hasta se me olvidó la onerosa oportunidad de apagar El Morro. Porque lo cierto es que, de La Habana, lo que se dice La Habana como concepto más que ciudad, todos los habaneros en cuerpo y alma ya se habían largado cuando Orlando Luis Pardo Lazo se largó: mitad por inercia y mitad por idiotez.


Allí no me quedaba nadie. Ni nada. Ni un objeto arqueológico de valor de abuso para mostrarle a los cubanólogos del exterior: algo así como “miren, miren, en La Habana también se editan libritos” o “miren, miren, soy un cubano perfectamente bien articulado, un tipo atípico de vocales y consonantes tomar”.


Los años finales de la Revolución constituyeron un genocidio cultural. Y fíjense que no digo dictadura ni tiranía ni totalitarismo ni satrapía ni la cabeza de un guajiro. Revolución, ¿y qué? ¡Revolución y bien! Revolución, divino tesoro, no te vayas para que no tengas nunca a dónde volver. Ningún pueblo merece perder su libertad dos veces.


Desde los años iniciales, la Revolución Cubana fue ante todo una hecatombe migratoria, una hégira sin Profetapóstol cuya Meca milagrosa está en un mall de Miami, el holocastro de los consumidores cobardes en pleno happy-hour de un Titanic en trance de Mar Caribe. Archipiélago Cubag.


Ustedes nos abandonaron primero. Entonces, nosotros los abandonamos a ellos. La Habana como trampolín transgeneracional, como tablita traumatizada de salvación. Tin Mariel de dos pingüé: cucarachas con máscara, títere son. Fueron, fuimos. Nos fuimos, nos fueron.


Ésa es la génesis y la gnoseología del Hombre Nuevo. Ernesto Ché Guevara se quedó cortico, comparado con lo que los cubanos nos hicimos a los cubanos. Insolidaridad insular, insulsa al punto de lo insultante. Tanto lío con la libertad ni la libertad. Tanto lío con la democracia y, total, ¿para qué? Maldito sea tu nombre, democracia.


En los años cero, mi urbe natal se me hizo de pronto un escenario de escarnio. Una ubre reseca, sin nata, estéril incluso de esterilidad. Un manicomio para fantasmas. Con todos los recuerdos fermentándose adentro, como un cáncer cómplice de lesa castricidad.


La Habana como podridero, cubanos que me escuchan, como moridero. En cualquier caso, un páramo impotable, imposible de recuperar para las futuras generaciones de nadies. No me jodan: qué Habana de qué Habana de qué.


Un infierno doméstico, irreconocible en su mismidad. La tristeza terminal de no ser más que unos okupas cualquiera: cadáveres inciviles, claustrofóbicos de remate, resabiando entre las ruinas y las resurrecciones de nuestra ciudad capital, decapitada. Disimulando indecentemente la depresión y la neurosis, causadas por culpa de nuestra carencia crónica de capital, de capitalismo.


No fue fácil. Fuimos felices allí, con una felicidad en fuga hacia todas partes. Ser 0% cubanos, ceros humanos. No pudimos ser diferentes, no nos dejaron. La vida que perdimos en La Habana, igual la hubiéramos perdido en cualquier otra parte.


Tengo algo que confesarles sobre la última de mis Habanas: todo es mentira, todo es mediocre, todo es miedo, todo es maldad.


Y también tengo algo que implorarles en nombre del habanero anónimo, anatemizado por la prensa y la academia euronorteamericana, tal como la izquierda internacional nos ha estigmatizado a todos los desaparecidos cubanos, de una punta a otra de la utopía tupida planetaria:


No vuelvan a La Habana.


Nunca, nadie.


Ni jugando. Ni para coger impulso. Ni carajo.


La Habana de verdad no se merecería ese vil velorio vernáculo. Ni siquiera de parte de nosotros, sus pródigos bastardos. Y nojotro ―como diríamos si estuviéramos allá, en casa―, los huérfanos de verdad de La Habana, lo menos que nos merecemos después de tanta pérdida y tanta impiedad, es enterrarnos de por vida en un exilio deshabitado.


Deshabanizado.


No volvamos a La Habana.


Déjenla que se hunda sola: octosílabos del horror. No la humillemos con nuestras huellas sobre sus huellas, como en un bendito bolero de la barbarie.


Tantas veces me resistí a despedirme de La Habana en La Habana que, a la hora de despedirnos de verdad, en la mañanita del martes 5 de marzo de 2013, aún no nos habíamos dicho nada.

martes, 20 de febrero de 2024

El semicírculo y el cartabón (carta de amor al cubano desaparecido)



Orlando Luis Pardo Lazo

Hypermedia


En las aulas del castrismo sentimental, la luz entraba a borbotones por los ventanales abiertos como poros ávidos de esperanza, como párpados ávidos de despertar. País sin persianas, nación transparente, fidelidad hecha de fotones. Las cosas no tenían sombra bajo el sol recién nacido de los años setenta. Una edad de oro en plena mayoría de edad del horror.


El clima era entonces perfecto en Cuba. La Ecología no impactaba en la Historia ni con el dique de una represa. Había, para colmo, cuatro estaciones. En La Habana no nos faltaba nada. Éramos Europa. Éramos el mundo occidental archivado en un archipiélago. Supremacismo insular.


Los cubanos teníamos contemporáneos. Estábamos todos en casa. Es decir, nos aprestábamos a presenciar juntos el cambio de siglo y milenio, catalizado por un cometa Halley de bisabuelos que retornaría a punto de adolescencia, en el futuro de ciencia-ficción que en nuestra infancia era la fecha de 1986.


Toda una generación de cubanitos con Cuba crecía iluminada allí, entre temperas y crayolas, en un crisol de cariño incubado junto a las pizarras por el white face de las tizas, por el riesgo de los borradores volantes, y por los reglazos que decoraban las sayas de corduroy de las últimas maestras de una República hecha trizas apenas una década atrás.


A golpes de semicírculo y cartabón, destruir había sido un placer matemático. Geometría de la represión, reflejada en las sonrisas sin espanto de nuestros padres. Estábamos satisfechos. Joven había de ser quien lo quisiera ser. Las ropas adquiridas por el Plan Jaba eran indistinguibles, como los alimentos que escaseaban pero nunca se ausentaron. La moneda estaba escrita en mármol. El paisaje del país cargaba con el peso específico del palimpsesto de sus paisanos. Y, por supuesto, nadie se iba a morir, menos entonces.


El que diga que no fue feliz sobre el maderamen clerical de aquellos pupitres, miente o la amnesia lo ha hecho un nacional miserable. El que diga que no se enamoró de la vida de manera vitalicia en una de aquellas escuelas “Mártires de Acullá”, no tiene corazón entre las cuatro costillas que le quedan en su caja del pecho, cárcel cansada de nuestros cuerpecitos vacunados con el caramelo antipolio de una patria pre-Pfizer.


Ser cubanos se trataba de encajar en un cosmos resuelto. Milenarismo marxista. Materia estabilizada por los isótopos de una ideología sin marcha atrás, ni espejo retrovisor. El entorno era eterno. Yo me llamaba Orlando Luis hasta el fin de los tiempos. Tú te llamabas Ulises. Él, Andresito. Nosotros y nuestra incipiente inmortalidad. Ustedes, los que no se enteraron de nada, mientras la belleza bullía en las vísceras de un siglo XX sin fecha de caducidad.


Ellas, por su parte, se llamaron todas Isabelita, Mónica, Sujayla, Angélica, Yamina, Andria y, para siempre, Maité.


Queridos primeros amigos. 


Queridas primeras novias.


Querida primera vida, el único momentico donde correteábamos delante de rastras y trenes, cayéndonos de un tercer piso con impunidad de peluches, derrotando a golpes de milagro la meningitis meningocócica o las hemorragias imperialistas del dengue viral. Infantes impunes a la muerte propia e indiferentes a la muerte de los demás.


Que levante la mano, si no está muerto, el que no fue amado para siempre y para siempre amó. Que dé un paso al frente, si después del despotismo queda alguien de pie, el que no iba a ser amado para siempre y para siempre iba a amar.


Todos y cada uno de esos cubanos, hoy en las trincheras triples de la tiranía y el tiempo y la tristeza, nos merecemos una carta secreta, escapada de las alcobas en que vinimos al mundo sin miedo de ser malos, por mucho que el mundo sí lo pudiera ser.


Los días de amor en la diáspora deberían ser como dedos que recuperen nuestro sentido del tacto. En el sentido de tener tacto, de no ser tan torpes mientras nos vamos dando trastazos en el espectáculo planetario. 


Como cubano, tú mereces recibir esa correspondencia misericorde, epístolas salidas del mejor buzón que atesoras de los tiempos en que fuiste hermoso y fuiste libre de verdad, cuando guardabas todos tus sueños en un castrismo de cristal, hasta que poco a poco fuiste creciendo y tus fábulas de amor se fueron desvaneciendo como pompas de jabón.


Te encontraré una mañana, compañero, lejos de la Revolución. Y prepararemos la cama, compañera, para nos. 

martes, 13 de febrero de 2024

Inventarse un invierno



Orlando Luis Pardo Lazo

 (2009)


Eso. Inventarse un invierno. Una estación nueva y desconocida. Un prodigio climático. Un cambio de luz. Un filtro de temperatura. Una revolución glacial. Con frío no hay patria despótica que sea efectiva. Los rostros cambian. La piel se tensa. Los sentidos se excitan. El ser humano recuerda ser justo eso: un ser humano y no una maquinaria social.


El frío es el fin de toda beligerancia. La negación de la invasión. Un estado antípoda de la revolución tropical.


Hoy, domingo 18 de octubre, La Habana vive dentro de esa burbuja de casco azul. Colchón libertario de nubes. Liberales ráfagas meteorológicas importadas del norte. Silencio y recogimiento de la propiedad colectiva. Introspección de las armas a la sombra del alma. Imposible concebir un discurso o un desfile bajo esta efímera ecología de algodón.


Durante algunos días podremos jugar al delirio democratizante del Primer Mundo desarrollado. Durante algunas noches podremos hacer el amor entre cubanos como si fuéramos gélidos extranjeros. Y esa extrañeza es también un alivio para nuestra idiosincrasia. Un aroma de irrealidad introvertida. Vértigo atávico de la primera criatura pensante que se paró sobre sus dos pies sobre este planeta o país.


Sueños líquidos. Respiración fumante. Córneas resecas. Cero cerilla ni sudor. Placer higiénico. Ganas de gritar. Hambre de gente en futuro. Deseos de toparse a un abrigo no identificable en la intemperie de la próxima esquina, e invitar a ese semejante a penetrar en el cálido interior de nuestro cuerpo u hogar. Humanidad a pulso. Latinoamericanidad hecha leña para alimentar la chimenea imaginaria del nórdico hall.


Eso. Inventarse un invierno. Inventariar los objetos invernales que cada año nos faltan para completar nuestra templada noción de nación.


Siempre me enamoro en invierno. Siempre escribo. Siempre me sobrecubro de ropas elegantes que potencian el secreto súbito de mi persona. Siempre renazco en la Cuba iconoclasta de invierno. Podría estar horas de bus en bus. Robando miradas, reptando entre los alientos y la radiación que emite la sangre y que, en el resto del año, se capta sólo como agresión. La belleza siempre me sublima en invierno. Soy bueno, soy mejor. Ahora ningún cubano podría herirme ni hacerme daño con su cubaneo residual.


Además, en invierno recuerdo cosas que no viví. Me voy de cabeza a ese siglo XIX utópico que nunca existió. Veo fachadas con moho. Grises telas. Ríos y rocas. Muchachas tosiendo. Candor de candiles. Puentes y adoquines mojados. Un mar neurasténico y sin embargo noble. Risas de hombres tozudos en una taberna (ninguno es más fuerte ni lúcido que yo). Trenes que se hunden en la noche nívea de nuestra historia. Libros libérrimos que compiten codo a codo con la prosa de dios. Realismo pulcro de una Habana habitable por fin.


Y otra vez veo a esa mujer tan joven que se parece a mi madre (que era mi madre hace cincuenta años, que será mañana la mentira mimosa de mi madre), regañándome sin voz por mi obsoleto nombre de niño: “Landy, todavía tú no te gobiernas...”


Y otra vez oír al milagro de mi padre leer, protegiéndome las pestañas del resplandor literario de aquellos bombillos incandescentes, hoy prohibidos tras la debacle económica de este planeta o país. Mi padre en invierno era una visión única. Fumaba y olía a néctar de picadura, miel amable de los que van a morir en casa. Era obeso y felpudo y por eso apenas se forraba de abrigos, como yo. Leía hasta un punto y luego comenzaba a inventar. Inventarios inverosímiles de un mismo libro que muta bajo la almohada.


Con cinco años yo sabía que semejante maravilla no podía durar demasiado. Lo sabía, pero era tan grande la pena póstuma de esa pérdida por adelantado, que decidí nunca decírselo por si acaso él no lo sabía. Así, desde los cinco años, invierno tras invierno protegí a mi padre del veneno de la verdad.


Hoy, domingo 18 de octubre, La Habana revive en medio de su barbarie de rabia rubicunda. Hay una paz paradisíaca que podría contagiar por igual a presidentes y presidiarios, y hasta conminar a los policías para que se entreguen a esta orgía de paz. Hielo entre hermanos. Fraternidad frapé. La guerra se acaba, Cuba, sólo si tú y yo lo queremos (nosotros, los sobremurientes, que nos queremos tanto).


Dentro de mi cabeza y bajo mi esternón se incuban once millones de cubanos que aún desconocen esta terapia invernal. Son los personajes de una novela imposible que cada invierno yo atizo a teclazos hasta que cambia el año y, entonces, enero es definitivamente una decepción.


Hormonas que no hibernan, sino implosionan. Ingravidez. Alucinación. Libertad.


Cuba septentrional. Chubasco y neblina donde cristalice una vida privada de puertas adentro: la alcoba como altar. Habanaurora boreal donde se congele cualquier aburrido atisbo de totalitarismo. Individualismo inocuo post-constitucional. Icebergs titánicos contra los que ninguna empresa endémica naufrague. Círculo de Cáncer Polar. Pluripartidismo de boletas en blanco como copos de escarcha. La política no cabe en nuestra repentina nevera.


Inventarse un invierno infinito, incorruptible por más que a la postre se nos comporte infinitesimal. Eso. 

martes, 6 de febrero de 2024

El milagro Martí


Estatua de José Martí en Nueva York


Orlando Luis Pardo Lazo


Una noche, en el Instituto Cervantes de Nueva York, una mujer mayor se puso de pie. Era tan bella. Tan anciana. Y se iba a morir tan pronto.


La vejez es odiosa. 


Nunca olvido la nota de suicida de Reinaldo Arenas, en el holocausto neoyorkino de 1990: «Me voy sin tener que pasar primero por el insulto de la vejez».


Ese mismo diciembre se mató. Tan bello. Tan joven. Y teniendo que morirse tan pronto.


En otra vida, yo hubiera desnudado a la mujer mayor que se puso de pie. Lo hubiera hecho sin titubear, allí mismo, a la vista de todos. Para envidia de aquella salita repleta del Instituto Cervantes, en el corazón de Manhattan, una noche fría de pre-navidad.


Desnudarla despacio, sin desesperación. Con un deseo delicado, sin desesperación. Exponiendo pétalo a pétalo la lozanía de su piel perfecta, a punto de pudrición.


Luego, vestirla con mis manos. Es la mejor manera de poseer. Vestir a alguien después de hacerle el amor.


Y reírnos entonces de nuestro acto de inmadurez, como escolares caídos de un cuento de infancia. Invitarnos a beber algo, simulando ser adultos o casi, en un bar imaginado siglos antes de que existiera Google Maps. 


En cualquier caso, salir de una vez del Instituto Cervantes, mano en mano. Mente en mente. Los dos libres, sin miedos. Es decir, sin mentiras. Es decir, sin memoria de la muerte. 


Como locos recién escapados de una institución mental llamada civilización. A recorrer las mismas calles que antes recorrieron otros cubanos. De generación en generación, siempre comparándolas con nuestra otra Manhattan, en otra islita no vertical sino horizontal.


Y, por supuesto, todo este cortejo fúnebre de pavorreales felices sería sólo para terminar deseándonos de nuevo, como perros en celo. Y convocarnos a singar en toda la belleza sin tapujos de esa palabra tan impronunciable en público. 


Quiero singarte, mi amor.


Mi amor, síngame.


Alquilar un mezzanine a la carrera en el último App de moda en nuestros teléfonos celulares. Un cuchitril del siglo XIX, de no ser mucho pedir. Todavía con las huellas frescas en las paredes y alfombras de alguna tísica tosiendo o algún suicida de soga, salidos sin pedir permiso de la mejor literatura universal traducida al peor cubano.


Meternos en un alquiler al margen de lo contemporáneo. Un ático, por ejemplo, donde todavía no se hubiera inventado la electricidad.


A la vista de un Menlo Park sin Tomás Alba Edison. Asomarnos a las ventanas con escarcha y toparnos con una descripción de los diciembres navideños de O. Henry. Hasta caer rendidos sobre las sábanas pulcras, pero por eso mismo con olor a pobreza. Y hacer y hacer el amor y el amor, a lo largo y estrecho de la madrugada anónima.


Hacerlo como lo hacen las ratas bajo los chisporroteos del metro, con riesgo de que les revienten el cráneo a palos a una, a la otra, o a las dos. Hacerlo como deben de hacerlo los huesitos inhumados en el cementerio, sexo entre seres humanos que nunca coincidieron de pie. Hacerlos como lo harían dos niños huérfanos, con esa intensa e intraicionable inocencia. 


En paz. Sin sonidos. Mudos hasta la salida del sol entre los rascacielos intraducibles de Manhattan. New York, New York, ¿por qué no acabas de abandonarnos?


Únenos ―me dijo la mujer mayor desde el público.


De pie, temblorosa. Regia, hablando en la atalaya de su indetenible decadencia. Biología femenina con multitud de ropas encima. Imposible desvestirla desde mi rol protagónico en el estrado de la literatura cubana contemporánea. Lectoras y lectores, aquí no ha pasado nada. Tendrá que ser en el capítulo de la próxima reencarnación. O acaso ya lo fue, en la novela decimonónica de nuestra existencia anterior.


A su edad, ella aún conservaba intactas sus formas de mujer. Yo sentía deseos por aquella figura formidable que me observaba entre lágrimas. Y temblé también, como vibraban sus extremidades aferradas a un micrófono institucional. Yo no podía desviar la mirada de aquella mirada de hembra que nunca volvería a ver Cuba. Ni La Habana. 


Era el lanzamiento de mi libro Del clarín escuchad el silencio. Era el año 2016 y hacía una soledad inconsolable en el alma. En mi caso, el alma es una apretazón a mitad de pómulos, tráquea y esternón. Debe estar en el timo. Debe serlo, un timo.


El silencio de la audiencia me pareció de pronto desconcertante. Creo que sentí un poco de vértigo, mareo auditivo, ganas de vomitar. 


Únenos ―insistió la mujer mayor desde el público.


Y añadió:


Como nos unió Martí.


Aquí, por supuesto, se le hizo añicos la voz. Esa palabra, «Martí», pronunciada en voz alta entre cubanos, siempre nos raja la voz.


La mujer lo era. Tenía que serlo, coño. Cubana como el recontracoño de su madre. Tal como yo y Del clarín escuchad el silencio lo éramos. Teníamos que serlo, cubanos en casa del carajo.


Podemos burlarnos y hasta pervertir las citas de Martí: monstruo de frialdad, mito de mierda, manipulador de mujeres y militares. ¿Así que la sacó muerta el doctor? ¿Así que no sé, yo no puedo entrar? ¡Anda, pero no te mojes! Martí, el autor intelectual del castrismo.


Olvidar a Martí. Maniatar a Martí. Martí, mata. Hay que matarlo antes de que él nos mate. Muy bien, maravilloso. Ambos nos merecemos esa mutua bronca tumultuaria, los cubanos y Martí. Con ladrillos, con escupitajos. A pedradas o machetazos.


Ah, pero en el momento en que pronunciamos su nombre en voz alta, sobre todo en la patria profunda de Martí, que no fue Nuestra América sino Nueva York, a los cubanos se nos quiebra inevitablemente la voz. 


Como una caída suave o un rompimiento interior. Como un baobab enfermo o un príncipe enano mordido en la ingle por un áspid. Es decir, como una llamarada de pureza que nos recuerda la vida virtuosa que no vivimos en Martí, desde que huimos de nuestra Edad de Oro para hundirnos en una Edad de Horror.


¡Martí!


¡Martí!


¡Martí!


Lo único que nos une a los cubanos no es Martí, sino la promesa del Martí que vendrá a unirnos en torno a un poema con la formita octosílaba de un país.


―Únenos…


―Únenos…


―Únenos…


Y el eco de su voz de mujer mayor repercutía en mis tímpanos y salía por los respiraderos del Instituto Cervantes, hasta condensarse como humo sin historia entre los ramajes de la East 49 Street.


En cada rama, una última hoja. La esperanza, ese antídoto estéril contra lo atroz. 


«Yo puedo», pensé varias veces con cada eco de los micrófonos. Soy yo, soy Orlando Luis. Es la hora, me toca hacerlo. Serlo. Gracias, mujer de mi vida. Juro poner mi lingüística enloquecida en función de tu súplica en fase terminal. Prometo patalear con mis palabras hasta cumplir con tu voluntad de cubana a punto de su conmovedor cadáver.


Pude caer ahí mismo hincado de rodillas ante ella, en trance, anegado en lágrimas. Que el mundo me viera sometido ante su belleza. Ante la suya y ante el gesto de yo aún poder reconocer la belleza.


Me controlé. Estaba en cámara. La presentación de mi libro seguía siendo transmitida en vivo para mi Facebook, Twitter y YouTube. El amor tiene que ser privado. El amor muere si se comparten sus claves secretas con alguien. El amor no puede ser representado.


Acerqué el micrófono a mis labios. Detuve la trasmisión directa en mi celular, después de despedirme brevísimamente del foro de comentaristas. 


Tras hacerlo, me dio por apagar el móvil. Fue una especie de revelación. Para unir a los cubanos yo tenía que desaparecer de las redes sociales. Había que lanzarse sin red en lo más siniestro de la sociedad. Convertirme en un arma de destrucción masiva. Solo desde ese poder es posible practicar el arte de la piedad.


El público comenzó a retirarse. Se hizo una colita para que yo les firmara mi libro. Pero me dirigí primero hacia la mujer magnífica, que todavía recogía sus bolsos, gorros y abrigos entre los asientos. 


Me presenté. Yo seguía siendo Orlando Luis. No entendí bien cómo ella se llamaba. Tampoco quise insistir la segunda vez que me lo repitió. Mejor así.


Besé sus manos de circulación violeta. Bendije la baja saturación del oxígeno molecular en su hemoglobina. Palpé aquella piel precaria, papel en blanco perfecto para mi escritura. 


Antes de liberar sus dedos en aquel 2016 a punto de terminarse, vi un anillo de textura áspera en su anular derecho, rematado por una piedra azul cuyo nombre me dio pena averiguar.


Entonces se lo dije al oído a mi nuevo y antiguo amor. 


Yo puedo.


Noté que olía a alcoholes aristocráticos, a ginebra de generales de una época cuya fecha de extinción no era 1959, sino 1902. 


Y nunca más supe de ella.


Y nunca más la olvidé.


Ojalá que haya muerto en otro diciembre y que no esté tirada a la intemperie en uno de esos hospicios del exilio, abandonada por los mismos extraños que van a hacer trizas su testamento para repartirse la herencia.


Familia cubana ni familia cubana.


Sin embargo, estuve en casa contigo. En una Navidad volátil, por verdadera. Estuvimos en casa tú y yo. Tan en casa como pueden estarlo dos irreconocibles cubanos cuando se manifiesta entre ellos el milagro Martí. 


Nota:


*Este es un fragmento de la novela inédita Towormo. 

martes, 30 de enero de 2024

En esencia Orlando Luis Pardo Lazo


Virgilio Piñera


De mi niñez recuerdo...


El rojo. Era mi color preferido. Ahora ya no prefiero ninguno. Ahora nada es tan intenso como al inicio del mundo. El rojo tejido en una enguatada hecha a mano, sobre el uniforme pioneril de Mayté, en los inviernos de los años setenta en aquella escuelita primaria Nguyen Van Troi que todavía existe (¿cómo los niños conseguíamos pronunciar semejante nombre?). Un rojo iluminador, como su sonrisa de cuarto grado. Un rojo manso y misericordioso en medio de la violencia natural entre niños, con sus ciclos de broncas y delaciones y lemas marxistas y amenazas de una “nota en el expediente” si te portabas mal. Un rojo salvador en las aulas devenidas jaulas, al menos para mi carácter introspectivo. Un rojo que nunca olvidaré y que acaso sea mi única posesión cuando muera. El rojo fuego eterno y efímero de mi primer amor.


De mi adolescencia...


El miedo. Cada cambio de clase, cada cambio de escuela, cada cambio de amigos (y en Cuba los amigos todos se van), cada cambio en el cuerpo (y en la adolescencia el cuerpo es siempre misterio y milagro): el miedo lo minaba todo. Un miedo excitante, que daba ganas de vivir. Un miedo de felino que observa, presto, a ratos artero, a la vez que teme ser observado. Un miedo que era puro tiempo presente cristalizado, tensión y atención máximas. Un miedo de luz, de lucidez atroz. Un miedo que cuando se pierde luego deja como un eco hueco en tu vida. Y entiendes entonces que has comenzado poco a poco a incubar tu cadáver.


La isla es...


Nunca. La Isla es una prisión donde la libertad sí tiene cabida. Ser felices en medio de una guerra grosera. Ignorar la línea ilusoria de las alambradas, cruzarlas de primera intención. El disparo por la espalda será entonces nuestra última y definitiva liberación.


Sueño...


Sueño que soy inmortal, como William Saroyan, todavía incrédulo de remate en su lecho terminal. Sueño que mis amigos muertos están a punto de renacer. Sueño que río y río y no puedo parar de reír, con una alegría tan desbordante que me despierto con falta de aire, atorado. A veces sueño que hago el amor, y resulta muy físico, y aún más premonitorio. Sueño que me cortan o que me disparan, pero es un sueño tolerable, y no se asocia con un complejo de persecución ni ningún lugar común por el estilo. Sueño con el diablo, aunque no creo en el diablo, pero siempre sé desde el inicio en los sueños en que se me aparecerá, trasmutado en gente querida, y son escenas de una luz muy opaca, pero preciosa. Sueño con Fidel, aunque no creo en Fidel, como William Figueras (ese otro poseso de las palabras), y en el sueño quiero complacerlo en todo para demostrarle que él hubiera podido confiar en mí. Y no hay ninguna asociación entre estos dos últimos sueños: no sean mal intencionados, por favor.


A la vida le pido...


Dejar de soñar. Soñar, agota. Agobia.


Lo que soy...


Me considero un escritor. Es decir, un lector. Alguien que practica la capacidad de asociación como instinto de conservación contra la desmemoria. Cada foto es un conato de relato mudo, un apunte. Cada performance o video, también. El arte es artimaña.


Ausencia de odio y rencor...


No tiene cabida. No puedo ni quiero darle cabida. Cuando ha irrumpido, ha sido terrible: una obnubilación suicida y mitad criminal. No sé odiar sin morirme y morir al mundo. Y luego el alma no sana nunca. Queda siempre una cicatriz (una psicatriz). Hay que ser un héroe de verdad (y no precisamente un patriota, sino todo lo contrario) para salirse de esas ráfagas de resabio patrio que deshumanizan al hombre. Yo lo he sido.


Me inspira...


Todo. El aire que inhalo y exhalo. Nada. El aire que inspiro y expiro. Mi escritura tiene algo de displacer, de contracorriente, de des-inspiración. Es un gesto forzado. Miro a mi alrededor y me doy cuenta de que lo natural sería el silencio. En ese sentido, soy una anormalidad. El idiota de la familia, el que ignora el sinsentido de la fidelidad. El que traicionará a los suyos, siendo el único que verdaderamente creyó en ellos y los amó.


Si fuese canción...


Seguramente una sin letra. O cuya letra no se entienda o nadie la pronuncie bien. Quién sabe si Because, de The Beatles, descubierta una madrugada de 1989 en Radio Progreso, mientras estudiaba como un endemoniado dostoiévskico para ingresar en Bioquímica en la Universidad de La Habana (y lo logré, a pesar de ser sólo 21 plazas a nivel nacional: la Seguridad del Estado no puede hacer nada ahora al respecto, ya no son dioses como en los tiempos de la Revolución). Quién sabe si Dreamer, de Europa, que ni el grupo Europa recuerda. Quién sabe si nuestro Himno Nacional, que a solas, sin esa fanfarria militar que en Cuba es sinónimo de sociedad, se deja escucharse como una melodía lánguida de derrota y amor (se llama libertad residual de lectura), como un acorde que nos acompaña mientras la vida cambia mansamente de color.


Si tuviese que escoger un poeta seria...


Uno malo. Uno que ya no use palabras, sino pedradas en prosa. Uno que nadie en el planeta libre pueda googlear. Uno cubano. Luis Marimón, por ejemplo, liando cigarrillos con los mecanuscritos de sus mil y un libros inéditos (antes de exiliarse y exprimir hasta la muerte súbita sus órganos con alcohol). Juan Carlos Flores, por ejemplo, resistiendo a la insania en su apartamentico desguazado de un cenotafio obrero llamado Alamar. O, mejor, uno peor: Jorge Alberto Aguiar Díaz (JAAD), por ejemplo, maestro lama cuya poesía apócrifa deberé reescribir entera algún día.


Mi musa...


Gia. Gia, mi amor. Gia, la gatica que fue nuestra hija y nuestra mamá. Gia, la que lo supo todo y fue mejor que todos. Gia, la que vino traída por un golpe de viento en el barrido barrio de Buenavista y que, por un mediocre golpe de muerte mezquina, se nos fue en menos de un año, cuando yo quería que viviese para siempre junto a nosotros, incluso más que nosotros. Gia, la que hablaba a toda hora, en un lenguaje que no hacía falta traducir porque era la belleza absoluta. Gia, la que está enterrada en un patio de otro desvencijado barrio habanémico llamado Lawton. Gia, cuyos ojos eran planetas habitados. Gia, la de los labios góticos y la cola de zorra. Gia, a quien era inevitable hacerle el amor a trío (Silvia y yo fuimos la mamá y el papá de sus tres gaticos). Gia, mi amor. Gia.


Un cielo...


El de tu blog. El del nunca. Imagina un sky with diamonds but with no heaven. Ciertos cielos rabiosamente electrificados de Matanzas, ciudad de puentes que ya no giran ni dejan pasar los barcos (ni los trenes, ni los ríos de manantiales moribundos, ni el tedio del tiempo en plena post-revolución). El cielo copado de estrellas de un diciembre en Guadalajara, Jalisco, México, América del Norte (lo más cerca que estuve de esa obsesión nacional llamada los Estados Unidos, y donde todos me hablaban mal de los gringos y me forzaban, con tequila gratis, a hablarles bien de Fidel: mientras más despotismos yo les narraba, sólo conseguía potenciar su admiración). El cielo que no veré, el de un sueño donde los astros giraban hasta fugarse por el cenit para caer sobre la tierra (muchos años antes del filme Melancolía de Lars von Trier). Un cielo parecido, pero con la luna hueca en un verso de Elizabeth Bishop. La frase “mi cielo”, que tantos cubanos hemos aprendido a olvidar decirla, pero que sobrevive de cara al futuro que nunca será en el personaje de Francis, del Boarding Home donde se mató Guillermo Rosales. Esos cielos, mi cielo.


Un poema...


“Isla”, de Virgilio Piñera, escrito en la Cuba descascarada de 1979, a ras de su propia muerte tras una década decadente de ostracismo y tristeza totalitaria:


Aunque estoy a punto de renacer,

no lo proclamaré a los cuatro vientos

ni me sentiré un elegido:

sólo me tocó en suerte,

y lo acepto porque no está en mi mano

negarme, y sería por otra parte una descortesía

que un hombre distinguido jamás haría.

Se me ha anunciado que mañana,

a las siete y seis minutos de la tarde,

me convertiré en una isla,

isla como suelen ser las islas.

Mis piernas se irán haciendo tierra y mar,

y poco a poco, igual que un andante chopiniano,

empezarán a salirme árboles en los brazos,

rosas en los ojos y arena en el pecho.

En la boca las palabras morirán

para que el viento a su deseo pueda ulular.

Después, tendido como suelen hacer las islas,

miraré fijamente al horizonte,

veré salir el sol, la luna,

y lejos ya de la inquietud,

diré muy bajito:

¿así que era verdad?


Desde este humilde blog quiero agradecer la amabilidad, generosidad y querencia al haber puesto entre mis manos parte de su esencia. Aquí la tenéis para que a partir de este momento pueda volar.