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miércoles, 27 de noviembre de 2024

Una lección de periodismo




Julio Camba
Madrid, 17 de Julio (1934)


¿Conocen ustedes El periodismo en veinte lecciones, de Robert de Jouvenel? Es un opúsculo delicioso, en el que, bajo una apariencia didáctica, se ponen al descubierto todos los trucos, artimañas y martingalas del arte de escribir periódicos. Veamos, para muestra, la lección destinada al periodismo polémico: “En el periodismo polémico –dice Jouvenel– no hay que andarse con remilgos 
¿Que Tartempion no ha pagado todavía esta semana la nota de su lavandera? Pues no vaciléis en llamarle Tartempion el ladrón. ¿Que el desdichado vive pobremente en una buhardilla? Pues afirmad que se oculta en una madriguera”...


Naturalmente, El periodismo en veinte lecciones es un libro satírico, pero, como su autor no se ha creído en el caso de manifestarlo así, ¿qué tiene de particular el que El Socialista lo haya tomado al pie de la letra y haya estudiado en él su técnica polemística? La cosa, sin embargo, es sumamente curiosa. No hay ya nadie en el mundo que imite directamente la literatura de los libros de caballería, pero son muchos, en cambio, los que, tomando el rábano por las hojas imitan de buena fe aquella parodia con que Cervantes la dejó en ridículo para siempre: “Apenas había el rubicundo Febo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra..., etc., etc.” Tampoco hay ya nadie que cultive el periodismo polémico en esa forma de la que Jouvenel se burla tan donosamente; pero cae un día el libro de Jouvenel en poder de El Socialista y, desde entonces, cuando El Socialista quiere polemizar con alguien, toma como modelo del género lo que es su más cómica y divertida reducción al absurdo, con un resultado mucho más divertido y mucho más cómico todavía.


¿Que yo, por ejemplo –modesto Tartempion español–, paseando un día por la calle Alcalá, me tropiezo con mi ilustre amigo D. Melquiades Álvarez, y me voy con él a tomar un vaso de horchata? Pues, al día siguiente, El Socialista me pondrá como no digan dueñas anunciando a los cuatro vientos mi ingreso en el Partido Liberal Demócrata. ¿Qué otro día, jugando en el Círculo de Bellas Artes mi partida habitual de dominó con D. Fidel, le ahorco al hombre el seis doble tres o cuatro veces seguidas? Pues no tardaré más que horas en ser denunciado ante la opinión pública como un profesional del juego. ¿Que en una discusión de café se me ocurre afirmar que España es un país de formación católica? Pues la cosa está clarísima: es que pertenezco a la Adoración Nocturna. ¿Que, un poco fatigado, en fin, de la vida de Madrid, me voy a pasar una semana a la finca de algún amigo? Pues, no cabe duda. Soy un parásito y vivo a expensas de numerosos mecenas... Todo esto, en efecto, me suele decir El Socialista en artículos rabiosos que generalmente no ocupan menos de una columna de su primera plana, y que me harían concebir una idea exagerada de la importancia que me concede el diario obrero si, al mismo tiempo que este diario me cubre de injurias, no se cuidase de advertir que yo no tengo para él importancia alguna, que mis artículos sobre los magnates de su partido no le dan frío ni calor y que le produzco verdadera pena, porque no le causo el menor daño, y él quisiera, al parecer, que le causara un daño muy grande...


Últimamente, y después de llamarme ex humorista –con lo que demuestra bien a las claras que, si mis artículos le hacían antes alguna gracia, lo que es ahora le hacen muy poca–, el órgano de las clases trabajadoras afirma que, al atacar a los líderes socialistas, lo hago para asegurarme una colaboración en ABC, halagando los sentimientos monárquicos de su director. ¿Qué tal? Si El Socialista me acusara de haber empeñado el reloj de Gobernación para no tener que escribir durante una temporada en ningún periódico, es posible que alguien se lo creyese, pero ¿quién que me conozca, por lo menos de oídas, se va a tragar eso de que yo haga tal o cual cosa, ni digna ni indigna, a fin de garantizarme una vida sin trabajo? ¡Halagar los sentimientos monárquicos de una empresa periodística para asegurarme una colaboración en sus publicaciones!... ¿No me confundirá El Socialista con su distinguido correligionario D. Luis Araquistáin?


Pero no es mi propósito rechazar las pintorescas imputaciones de El Socialista, sino, al contrario, suponer que son ciertas. Supongamos, pues, que yo vivo del juego, de los mecenas y de los monárquicos, y que, al mismo tiempo, me estoy muriendo de hambre, según afirma también el diario obrero. Supongamos que pertenezco al Partido Liberal Demócrata y a la Adoración Nocturna. Supongamos, en fin, ya que El Socialista tiene tan poca imaginación, que me como a los niños crudos, o, por lo menos, asados con unas patatitas. ¿Y qué? Yo no soy una entidad política ni una organización social, sino un señor particular y no hay paridad posible entre el Partido Socialista y yo para que, si yo afirmo, por ejemplo, que el Partido Socialista está arruinando a España, vaya el Partido Socialista y me conteste diciendo:


Pues usted, que habla tanto, se pasa todas las noches en el cabaret, con unas pelanduscas, bebiendo whisky hasta las mil y quinientas...


La cosa sería bastante cómica; pero esto, al fin y al cabo, podría pasar. Lo que no puede pasar, de ninguna manera, es que los dirigentes del Partido Socialista quieran convertirse en acusadores de nadie. Su papel es el de acusados y, mal que les pese, tendrán que resignarse a él.

HACIENDO DE REPÚBLICA

EDICIONES LUCA DE TENA, 2006 

domingo, 10 de noviembre de 2024

Camba y el periodismo español. (A propósito del baile de números con los desaparecidos por la gota fría)


Portada sobre la Guerra ruso-japonesa de la revista satírica Cu-Cut!, 12 de febrero de 1904.
Rusia y Japón disputándose el reloj y el monedero que habían robado en China.
blogs.ua.es





“SABOTAGE” PRÁCTICO CONTRA LOS PATRONOS


Por Julio Camba


Se ha dicho que hasta ahora los periodistas madrileños no habían empleado contra sus empresas ningún procedimiento revolucionario, y esto es inexacto. Durante la guerra rusojaponesa, yo era redactor de un periódico donde nos pagaban con bastante dificultad. Sobre todo, considerábamos humillante la clase de moneda con que se nos hacían los pagos, y que era: o calderilla, producto de la venta en la Puerta del Sol, o sellos de Correos, que acabábamos vendiéndole, mediante un considerable descuento, al propio administrador que nos los había entregado.


Crean ustedes –solía decirnos aquel señor– que al tomarles a ustedes a diez céntimos estos sellos de quince, hago un gran sacrificio. Nosotros somos un periódico muy liberal y tenemos para toda nuestra correspondencia la franquicia parlamentaria...


No había medio de que se nos liquidase en plata ni con regularidad. ¿Qué hacer? La huelga era imposible, y decidimos recurrir al sabotaje. En todos los telegramas de la guerra que nos mandaban las agencias nosotros le quitábamos un cero a la cifra de los muertos, y así, mientras los demás diarios, a la hora del desayuno, les servían cuatrocientos o quinientos cadáveres a sus lectores, el diario saboteado sólo les servía a los suyos cuarenta o cincuenta. La diferencia era enorme. Toda la prensa nos ganaba en interés y emoción. A la hora de tomar café, cuando el lector de nuestro periódico se ponía a discutir la guerra con sus amigos, el papel que hacía era sumamente lamentable. Todo el mundo presentaba bajas a centenares y él no podía sacarlas más que por docenas. Muchos suscriptores se borraron, diciendo que carecíamos de amenidad y que éramos unos malos periodistas.


Habrá que hacer un gran esfuerzo –nos observó un día el propietario.


Y entonces nosotros le planteamos nuestras condiciones: pago puntual y moneda de plata o billetes de Banco. El propietario aceptó y, durante varias semanas, en vez de suprimir, le añadíamos un cero a toda cifra de muertos. Fue un éxito formidable. Las otras empresas se volvían locas pensando en qué procedimientos serían los nuestros para obtener unas informaciones tan completas. Llegamos hasta a matar a muchos heridos en riñas de los alrededores de Madrid, heridos que los otros periódicos dejaban simplemente moribundos. Luego decidimos que este esfuerzo gigantesco estaba muy mal retribuido y lo abandonamos.


Por mucho que nos paguen –dijimos–, nunca nos pagarán lo bastante. Indudablemente no vale la pena matar a nadie por cuenta ajena...


Yo someto a la consideración de mi sindicato el procedimiento de lucha periodística que acabo de referir. Las empresas periodísticas no son, después de todo, más que una modalidad de las empresas funerarias, y nosotros somos unos sencillos empleados de pompas fúnebres que hacemos, según los diarios que nos han contratado, entierros de primera clase, entierros de segunda y entierros de tercera...

(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones) 

sábado, 26 de octubre de 2024

Camba al día. El libro del capitán Portela

 



Julio Camba


El otro día, al pasar por el mercado, presencié la disputa de una aldeana con un campesino. Cuando llegué al lugar del suceso el campesino había comenzado a hacer una detallada exposición de sus ideas antirreligiosas. ¡Exposición realmente impropia de un Ateneo, tan por su falta de razones científicas como por la violencia de sus frases! De las palabras de aquel campesino se deducía un espíritu satánico, que no creía en el misterio virginal de la encarnación ni en la omnipotencia de Dios. La aldeana, sin atemorizarse, le habló al campesino de su mujer, y entonces el campesino le dijo:


-¡Tú qué vas a decir! ¡Si tú estás en el libro del capitán Portela!...


La ira de la aldeana se desbordó con esta frase. Avanzó hacia el hombre, y dándole en la cara con un repollo, se lo quería hacer comer. Yo abandoné sumamente intrigado el lugar de la escena. ¿Quién era el capitán Portela? ¿Qué clase de libro había escrito este capitán? ¿Cuál era la razón de que -porque le hubiesen recordado una cita bibliográfica- pretendiera aquella aldeana que sus repollos se comiesen crudos, como las ensaladas?


Un amigo me lo explicó todo, contándome una historia de malicias y de delicias: una historia picaresca que yo voy a poner en una crónica, ya que no puedo ponerla en una jácara o en un romance.. Mis compañeros de la misteriosa Orden de los Terribles -dedicados a hacer la desgracia de los maridos mientras hacen la felicidad de las mujeres- tiene mucho que aprender en el libro de este don Juan lugareño, que, con un nombre verdaderamente terrible, se llama el capitán Portela.


Todavía joven y fuerte -como corresponde a un don Juan-, el capitán Portela había solicitado su retiro y se había ido a vivir a Brandón, una parroquia vecina de Pontevedra, en donde las mujeres son sanas, hermosas y fecundas, con una fecundidad que sorprendería a los avisados maridos de una capital. Brandón es inocente, y en la época del capitán Portela parece que era una misma la inocencia que hacía pecar a las mujeres y confiar a los maridos.  El capitán se aprovechaba de ella y la burlaba. Todos los días se llevaba a su casa, en los recios bigotes veteranos, la sabrosa humedad de algún beso furtivo. ¡Gallos de Brandón! ¿Cuántas veces fue hollada por el capitán Portela la misma tierra de vuestros corrales, que eran vuestros feudos? ¡Grillos de Brandón! ¿Cuántas veces suspendisteis una serenata para no turbar los dulces sollozos que el capitán Portela pretendía vanamente ahogar con sus besos?


Era irresistible aquel capitán que, no teniendo moros con quienes pelear, derribaba todos los días alguna de estas formidables bellezas aldeanas sobre su tierra de labor, entre las altas hierbas, que le servían de lecho y de cortinas. Luego, cuando llegaba a su casa, a hurtadillas de su mujer, sacaba un cuaderno y anotaba el nombre de la víctima y el lugar del sacrificio. Un día, el bizarro capitán se puso malo y se murió. ¿Debilidad? ¿Gota? ¿Reúma? Ello es que la muerte del héroe dejó en la más triste orfandad a media parroquia de Brandón, cuyo número de vecinos había aumentado considerablemente desde que el capitán llegara a ella. La viuda llamó a un notario para que arreglase los papeles del difunto, y ante las austeras gafas leguleyas apareció el pequeño cuaderno con sus terribles revelaciones.


El escándalo fue espantoso. ¿Era verdad lo que decía el libro del capitán Portela, o se trataba de un caso de vanidad póstuma? De un modo o de otro, las cenizas del capitán no merecían tierra sagrada, y se pensó muy seriamente en hacer con ellas una exhumación vengadora. Un día un pobre hombre llegó junto a su mujer.


-¿Sabes lo que me han dicho?


-¿El qué?


-Pues que la hija está en el libro del capitán Portela.


-¡Bah! Son habladurías de la parroquia.


-Por un sí o por un no, yo voy a ver el libro.


Y fue, contrariando la opinión de su mujer. Vio el libro, y allí no sólo estaba su hija, sino que también estaba su esposa.


Esta historia es reciente. No hace aún mucho más de un año desde la muerte del capitán Portela. Yo recojo su vida según se cuenta por aquí, y como explicación de una frase popular. Por lo demás, la parroquia de Brandón merece todo mi respeto y toda mi simpatía: una simpatía igual para sus mujeres que para sus maridos.


 

Julio Camba

miércoles, 19 de junio de 2024

Camba y la ley de Prensa sanchista / La libertad de expresión. Lo que se puede decir y no se puede decir (ayer como hoy en España)


Rafael el Gallo, Jacinto Benavente, Joselito Gallo,
 María Guerrero y Margarita Xirgú



LO QUE SE PUEDE DECIR Y NO SE PUEDE DECIR

 
Por Julio Camba


¡Dichoso el señor Benavente, que en pleno régimen de excepción puede decir todo lo que quiere! Claro que, en último término, una libertad análoga está al alcance de cualquiera. Si todo lo que yo quisiera decir, en efecto, fuese lo mismo que dice el señor Benavente, esto es, si yo quisiera decir que puedo decir todo lo que quiero decir, ¿qué duda cabe de que podría decirlo?


Y lo curioso es que, según el señor Benavente, yo no quiero decir mucho más que eso. Don Jacinto sostiene que sería absurdo el concedernos una mayor libertad de expresión, no porque suponga que tengamos muchas y muy terribles cosas que expresar, sino, al contrario, porque opina que no tenemos que expresar ninguna. Es como si propusiera el desarme de todos los hombres pacíficos, diciendo:


¡Si fueran a asesinar a alguien! Pero incapaces como son de matar a una mosca, ¿para qué se les va a dejar que usen cuchillos ni revólveres?


Por mi parte, si en vista de que Fulano es un charlatán, veo que se le niega mañana el derecho a la palabra, consideraré quizá esta medida como desprovista de espíritu liberal, pero no como exenta de lógica. En cambio, si se le impide hablar a Zutano so pretexto de que es mudo, ya no serán mis principios ideológicos los que se sientan heridos, sino más bien mi dignidad de ser pensante; mi orgullo de ciudadano antropomórfico dotado de raciocinio.


¡Dichoso el señor Benavente! ¡Dichoso este ilustre don Jacinto, que no sólo puede decir que tiene libertad para decir todo lo que quiere decir, sino que, de un modo práctico, demuestra tenerla haciendo esas comedias tan finas y tan espirituales que parece talmente como si las hubiesen fabricado en el propio bulevar de la Madeleine!

 
Porque ya no se trata de la previa censura ni de nada parecido. Se trata del drama íntimo de todo escritor, que cuanto más se eleva en su arte y cuanta más conciencia artística adquiere, tanta mayor dificultad encuentra para volcar su alma en el molde grosero de la palabra. Uno es bien poca cosa, después de todo, ilustre don Jacinto. No ha escrito uno La Malquerida, cosa lamentable –el no haberla escrito, se entiende–, ni la ha cobrado, lo que también es bastante de lamentar. No pertenece uno a la Academia, ni hay probabilidad de que llegue a pertenecer nunca. No le han dado a uno el premio Nobel, y si es uno hijo de un pueblo, porque en alguna parte ha tenido que nacer uno, lo es al igual de todos los otros hijos del mismo pueblo y no de esa manera extraordinaria como usted es hijo de Madrid. En resumen, don Jacinto, que no tiene uno categoría, y no teniendo categoría tampoco tiene responsabilidad. Nuestra misión de escritores es bien pequeña, y, sin embargo, nunca consideramos haberla cumplido debidamente. No tenemos apenas nada que decir, como usted afirma con gran acierto; pero, aun sin previa censura, jamás logramos decir todo lo que queremos.
 
 
Y he aquí que usted –académico, premio Nobel, hijo predilecto de Madrid, Intereses creados y Malquerida–, usted, cuyos grandes pensamientos tienen forzosamente que superar en mucho a los nuestros, no halla el menor obstáculo para expresarlos. La previa censura no merma en nada su libertad de escritor. La censura propia o autocensura, tampoco. Está usted satisfecho de los censores oficiales y, sobre todo, está usted satisfecho de sí mismo. ¡Dichoso usted! En cuanto a su libertad para decir lo que quiere, mientras lo que usted quiera decir sea que tiene usted esa libertad, ¿a asunto de qué va usted a decírnoslo?


No se moleste usted, señor Benavente. No vale la pena...


(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones) 

domingo, 16 de junio de 2024

Cataluña y el humorismo...




...O UNA CUESTIÓN DE INCOMPATIBILIDAD


Por Julio Camba
6 de Agosto de 1917


He intentado clasificar los insultos que, en cartas particulares y por medio de la Prensa, me han dirigido los catalanes estos días; pero no pude formar más que dos grupos: el de los insultos zoológicos y el de los patológicos. Al primer grupo pertenecen los seis calificativos siguientes:

Reptil.
Hiena.
Cuervo.
Chacal.
Cocodrilo,
y
Vampiro.

El grupo patológico es menos abundante. Mis comunicantes me llaman:

Lepra (lepra devoradora, naturalmente).
Sarna nacional, y
Virus morboso.

Luego vienen los insultos varios, de los que sólo reproduciré algunos:

Estúpido.
Ignorante.
Chusma.
Ralea.
Inmundo.
Quijote.
Ser inútil.
Horda.
Ladrón.
Melifluo.
Almibarado.
Raza de decadencia.
Fermento de antepasados.
Hipócrita.
Cabezota.
Grosero...

Y todo esto por hacer dicho, en el número de A B C correspondiente al día 24 de Julio, que los catalanes hablan el castellano con acento...

Antes que yo, han venido aquí otros hombres y les han dicho a los catalanes otras cosas de bastante más importancia; pero no creo que ninguno de ellos haya suscitado jamás un movimiento de indignación comparable a éste.

Es que los catalanes lo perdonan todo –me dice un amigo–, menos el que les hagan bromas acerca del acento. En el fondo la cuestión del acento es la única que les interesa. Les interesa mucho más que la misma cuestión de la autonomía...

Realmente, aunque los catalanes hablen sin acento y yo haya mentido a sabiendas, ¿es que existe paridad entre mi falta y los calificativos con que se la juzga? Yo podré no ser un hombre muy serio ni muy respetuoso; yo podré alguna vez tomar a chacota una cosa importante; yo tengo mis defectos, convengo en ello. Que me llamen perro, que me llamen gato, que me llamen mirlo; pero que no me llamen hiena ni chacal. Estos son insultos para tiranos y no para corresponsales de la Prensa madrileña. Yo no tengo categoría de hiena ni de chacal. Lo confieso modestamente y, acaso, con cierta tristeza.

Estos catalanes que me llaman hiena y chacal me recuerdan aquella canción en la que, hablando de un célebre toro, se dice:

Aquella leona fiera
que al pobresito Espartero
se lo puso por montera...


Estamos muy cerca del Mediodía de Francia, tierra de Tartarín. La luz es deslumbradora; la imaginación es fecunda. Un conejo, visto a cierta distancia, puede parecer un tigre. Un escritor de periódicos puede resultar un Nerón... Hay algo de tartarinesco en esto de atribuirle una intención de hiena a la menor broma que se haga sobre Cataluña. En el fondo, los catalanes saben muy bien que yo no soy hiena ni chacal, y si me dirigen epítetos tan formidables, no es para darme importancia a mí, sino para dársela a ellos mismos. Al senyor Esteve, allá en su fábrica de Tarrasa o aquí, en su tienda de Barcelona, entre las trencillas y los crudillos y los madapolanes, le halaga mucho el imaginarse a sí propio rodeado de fieras amenazadoras y terribles...

Ahora bien. Todos estos insultos, que yo había comenzado a coleccionar en verdadero amateur, complaciéndome ante los ejemplares curiosos y pintorescos, empiezan ya a irritarme. Si yo hubiera venido aquí a meterme con Cataluña, me gustaría que se me insultara, porque ello representaría un éxito. Habiendo venido con una intención perfectamente opuesta, temo que los insultos me hagan desviar mi camino y que, instintivamente, por una reacción natural, yo acabe escribiendo lo contrario de lo que me había propuesto escribir.

Porque el caso es que yo soy un gran entusiasta de la Cataluña política; que creo en la nacionalidad catalana; que me parece muy bien el que los catalanes se sirvan siempre de su idioma catalán; que opino que tienen un perfecto derecho a solicitar la autonomía, etc., etc. En Castilla hay como una tendencia a combatir las reivindicaciones políticas de Cataluña a base del acento catalán y de que los catalanes no son una raza superior. Yo me había propuesto ir demostrando la compatibilidad de una cosa y de las otras. El que los catalanes no sean de una descendencia exclusivamente aria o el que digan salsicha en luchar de salchicha, no quiere decir que carezcan de derecho para administrarse a sí mismos: tal era mi teoría, que yo consideraba también la teoría catalana.

Pero parece que los catalanes creen, a su vez, que el día en que se demuestre que no son una raza superior o que tienen un acento ordinario, sus derechos políticos caerán por tierra. De otro modo, y por haberles dicho que hablan con acento, no me llamarían a mí enemigo de Cataluña.

No. No seguiré en mi campaña. La importancia que, en general, se atribuyen a sí mismos los dependientes de comercio les hace incompatibles con mi modesto estilo personal. De buena gana cambiaría mi manera de hacer; pero, si la cambiase, resultaría que cuando yo hacía artículos humorísticos sobre Francia o sobre Inglaterra, sobre Alemania o sobre los Estados Unidos, era porque consideraba a estos países inferiores a Cataluña...

Renuncio, por lo tanto, a seguir en mi campaña. Me falta espíritu cristiano para defender a los que me atacan y me sobra honradez profesional para combatir lo que me parece justo. Pero que conste una cosa, y es: que yo no he venido a Barcelona a meterme con los catalanes y que han sido los catalanes quienes se metieron conmigo. Probablemente, aquí han llegado muchos escritores con un prejuicio acerca de Cataluña. Hoy, sin embargo, mayor que el prejuicio que pueda traer ningún escritor, es el prejuicio con que Cataluña le recibe.


(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones) 

miércoles, 6 de diciembre de 2023

I Go For My Cconstitutional ("Pero ¿qué coño es nuestro constitucionalismo?")




Los magistrados del Constitucional Jiménez, Aragón y Rodríguez, señalados por El País
con sus respectivas etiquetas ideológicas por ir a los toros al callejón de La Maestranza
en domingo de Miura mientras se ventila el Estatuto de Cataluña


EL SENTIDO CONSTITUCIONAL

Julio Camba


Inglaterra no tiene Constitución. Hay quien pretende que la Magna Charta, el Bill of Rights o el Act of Settlement equivalen a una Constitución; pero la verdad es que el Parlamento inglés podría abolir mañana mismo cualquiera de estos Códigos o los tres juntos en unas Cortes ordinarias sin que semejante medida fuera susceptible de interpretarse como un acto anticonstitucional. En rigor, si el Parlamento quiere, nada le impide poner al propio rey de patitas en la calle, así como el rey, a su vez, puede, cuando se le antoje, suprimir la institución llamada Parlamento. En Inglaterra no hay actos constitucionales por la razón sencillísima de que los ingleses carecen de Constitución. La frase Bristish constitution se usa mucho, es cierto, en las Comisarías de Londres, pero únicamente para determinar hasta qué punto ha entorpecido el whisky la prosodia de los detenidos. En cuanto a los constitutional walks (paseos constitucionales) de que hablan tanto los ingleses, sería un error confundirlos con estos paseos de las ciudades españolas que ahora se llaman de la Constitución y antes se denominaban de Alfonso XII o de Primo de Rivera. Para un inglés no hay más constitución que la individual y fisiológica, y al decir un paseo constitucional, lo único que quiere significar el hijo de la rubia Albión es, sencillamente, un paseo higiénico. En realidad, hasta el sustantivo paseo se suprime, por regla general, suponiéndolo implícito en el adjetivo.


-I go for my constitutional (Voy a dar mi constitucional) -dice simplemente el inglés.


Y todo el mundo lo entiende. Lo constitucional en Inglaterra ha pasado a ser sinónimo de lo pedestre, o, por si esta palabra pudiera parecer peyorativa, de lo ambulatorio y peripatético, como diría quien yo me sé. En suma, que, prácticamente, se refiere tan sólo al acto de pasear.


Sí, señores. Inglaterra no tiene Constitución. No hay un documento ni una colección de documentos que pueda nadie tomar en su mano y decir:


-Aquí está la Constitución británica.


¿Que cómo se las arreglan entonces los ingleses? ¿Pero es que ustedes han tomado en serio a los diputados de nuestras Cortes constituyentes cuando les decían que sin Constitución no hay manera humana de vivir, y que como ellos eran los únicos capacitados para hacernos una, teníamos que mantenerlos en el Congreso hasta que la diesen por terminada, so pena de un cataclismo nacional? Más difícil que vivir sin Constitución me parece a mí vivir sin dinero, y ello no obstante, los españoles vamos tirando todavía, a pesar del estado verdaderamente desastroso en que se encuentran nuestras haciendas.


Los ingleses no tienen Constitución, ni la necesitan, porque tienen, en cambio, lo que un notable tratadista llama "sentido constitucional". Por nuestra parte, nosotros tenemos una Constitución; pero como carecemos de sentido constitucional, es, poco más o menos, igual que si no la tuviéramos.


Este sentido constitucional se podría definir como una equivalente política del sentimiento de caballerosidad. En una reunión de personas realmente caballerosas, ¿qué falta hacen las leyes ni los guardias llamados a imponerlas? Y, por el contrario, ¿de qué le sirve a uno toda la legislación de lo criminal ni toda la Guardia Civil cuando los azares de la vida le han llevado a jugar a las cartas con una partida de fulleros?


Y claro que las Cortes constituyentes no podían crear en el pueblo este sentido constitucional del que, probablemente, carecían ellas mismas; pero yo, en vez de una Constitución con artículos, lo que hubise hecho es una Constitución con rayas. "Hasta aquí pueden llegar los Gobiernos en su atropello de los ciudadanos" -diría sobre algunas rayas-. "Hasta aquí -se leería sobre otras- pueden llegar los ciudadanos a atropellar a los Gobiernos". Y como esta Constitución gráfica no hubiese tenido que pasar a manos de una Comisión de estilo, tendría, por lo menos, la enorme ventaja de la claridad.

HACIENDO DE REPÚBLICA / LUCA DE TENA EDICIONES 

miércoles, 20 de septiembre de 2023

La tragedia del catalán



 
Por Julio Camba
24 de Julio de 1917

A todos los españoles suele indignarnos mucho el que los catalanes hablen catalán. Hay algo, sin embargo, que nos indigna más todavía, y es el que hablen castellano. Pasamos el acento gallego, pasamos la sintaxis vascongada, lo pasamos todo, pero este dejo especial de los catalanes lo tomamos casi como una ofensa. No concebimos que pueda decirse nada espiritual con acento catalán, nada amable ni nada galante. El catalán, por razón de su acento, está incapacitado para la mayoría de las cosas en cuanto sale de Cataluña. Fracasan sus chistes, sus piropos y hasta sus mismos discursos políticos. Si los viajantes catalanes han vendido en las otras provincias españolas tantos paños de Sabadell y de Tarrasa, no habrá sido, seguramente, por sugestión oratoria. Hay quien le atribuye el éxito a los aranceles. En todo caso, esta benevolencia arancelaria no ha hecho más que equilibrar las cosas. Es como una compensación que el Estado español le debía a Cataluña para que su acento no la colocara en condiciones de desigualdad ante las demás regiones y ante los mismos países extranjeros.

Porque transigimos con el acento inglés y con el acento francés, y hasta con el acento prusiano, antes que transigir con el acento catalán. Y lo terrible es que el catalán no logra nunca abandonar su acento. El acento es más fuerte que el hombre. Hay catalán que a los treinta años de vivir en Castilla se expresa con un acento tan duro que se podría patinar sobre él, como decía un escritor irlandés del acento alemán con que hablaba cierta Reina inglesa. A veces el acento catalán, de tan pronunciado que es, llega, por sí solo, a constituir casi un idioma. La categoría de acento resulta demasiado pequeña para clasificarlo, y hay que ponerlo en una categoría superior...

No. No pueden prescindir del acento los catalanes. Su acento es algo así como su destino. Hay una historia por escribir, en la cual se contarían por millones los catalanes que han hecho esfuerzos heroicos para abandonar su acento regional y que han sucumbido ante la magnitud de semejante empresa. Y, si el acento catalán le produce a estos hombres tantos disgustos, ¿qué de particular tiene el que los catalanes renuncien a hablar castellano y se pongan a hablar catalán?

El catalán, como idioma, no estaría tan desarrollado si los castellanos hubieran tenido alguna tolerancia con el acento de los catalanes. No la han tenido, y los catalanes hablarán más catalán de día en día. Es más: si el catalán, como el andaluz, sólo fuese un acento, si no hubiese un vocabulario catalán y una sintaxis catalana, los catalanes tendrían que inventarlos. De otro modo, su vida sería muy triste, porque el acento catalán les incapacitaría para hablar de toros, para ir de juerga, para decir chistes y para otras cosas que les gustan mucho.
 
 
(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)

martes, 25 de julio de 2023

Melilla y Santiago: interview con un apóstol guerrero


 

Por Julio Camba
29 de Julio de 1909

He visto al Apóstol Santiago matando moros en el frontispicio del Ayuntamiento. «Sería muy interesante –me dije– saber lo que opina el Santo de los sucesos de Melilla». Y, entonces, me he ido a celebrar una interview con él. Todos los santos están altos, pero el Apóstol está, lo menos, a la altura de un quinto piso. Con una gran dificultad me encaramé por el tejado y llegué al pie del grupo.

¿Se ha enterado usted de lo que ocurre en Melilla? –le pregunté al Santo.


Santiago Apóstol contuvo un momento su caballo de piedra, y me dijo:


Aquí, en el Ayuntamiento, he oído hablar algo de eso. Creo que hay guerra, pero no han contado conmigo para nada. Desde luego, puede usted asegurar que yo no iré.


¡Hombre! Pues le van a echar a usted muy de menos.


El Santo sonrió con toda la ironía con que puede sonreír un santo, ya sea de piedra o de palo.


No lo crea usted –me replicó–. En el Ministerio no tienen ninguna confianza en mí. Yo soy un soldado de Cristo, pero no de Romanones. Esta guerra no es una guerra de fe.


–asentí yo–. Parece que hay muy poca fe en la guerra.


–Además –
añadió el Santo– yo estoy ya muy viejo. No conozco la táctica moderna, y, fuera de Santiago, no tengo ningún adicto. Si yo fuese a la guerra, serían capaces de ponerme a pelar patatas...


Hubo un momento de silencio.


¿Y por qué –dijo de pronto el Santo–, por qué matan ustedes a los moros? Porque ustedes son mucho más infieles que ellos...


¡Ah! –exclamé yo–. Nosotros tenemos hoy un ideal superior: la civilización.


¿La civilización consiste en echar a los moros de su casa y quedarse con sus bienes? –me preguntó el Santo.


Lo mismo que la fe –le respondí.


Y ¿es por eso por lo que matan ustedes a los moros?

 
¡Pero si no los matamos, señor Santiago! Se conoce que usted no lee los telegramas. Hasta ahora, Apóstol bendito, y como usted no lo remedia, son los moros quienes nos matan a nosotros.


Pues entonces –observó el Santo– los más civilizados son ellos.


Piense el lector en esta observación del Santo. Vamos a Marruecos con el pretexto de que somos los más civilizados y, en vez de arrasar a los moros con melinita, resulta que los moros, armados de las armas más modernas, dejan tendidos sobre el campo a nuestros mejores oficiales. Si nosotros representamos la civilización, la estamos dejando en ridículo.


Pero, además, si nosotros invadimos a Marruecos en nombre de la civilización, mañana vendrán Francia, Inglaterra o Alemania a invadirnos a nosotros con el mismo pretexto. En Villagarcía hay seis acorazados alemanes, de los que salen todos los días a recorrer estas campiñas centenares de marinos. Todos ellos hablan dos idiomas a más del alemán, y ya es sabido que, entre los marineros de los buques españoles, lo raro es encontrar alguno que sepa el castellano. Unos hablan el gallego, otros el catalán, otros el andaluz, y la mayoría no saben firmar. Por grande que sea la diferencia de civilización que hay entre Marruecos y España, no es mayor que la que hay entre España y Europa.


Pero yo no le comuniqué al Santo nada de esto. Cuando me despedí de él, me dijo:


Ya que ustedes se han metido en esta aventura, que salgan bien de ella. Después de todo, yo no estoy completamente mal con el Ministerio. El Sr. Maura me abrazó el otro día, y el Rey me trajo personalmente los mil ducados de todos los años.


Y así acabó mi interview con el glorioso Patrón de España, a quien su arrojo de soldado le valió el sobrenombre de Hijo del Trueno.


(Del libro Maneras de ser español, Luca de Tena Ediciones)

miércoles, 28 de junio de 2023

Camba y el periodismo español / La libertad de expresión. Lo que se puede decir y no se puede decir (ayer como hoy en España)


Rafael el Gallo, Jacinto Benavente, Joselito Gallo,
 María Guerrero y Margarita Xirgú



LO QUE SE PUEDE DECIR Y NO SE PUEDE DECIR

 
Por Julio Camba


¡Dichoso el señor Benavente, que en pleno régimen de excepción puede decir todo lo que quiere! Claro que, en último término, una libertad análoga está al alcance de cualquiera. Si todo lo que yo quisiera decir, en efecto, fuese lo mismo que dice el señor Benavente, esto es, si yo quisiera decir que puedo decir todo lo que quiero decir, ¿qué duda cabe de que podría decirlo?

Y lo curioso es que, según el señor Benavente, yo no quiero decir mucho más que eso. Don Jacinto sostiene que sería absurdo el concedernos una mayor libertad de expresión, no porque suponga que tengamos muchas y muy terribles cosas que expresar, sino, al contrario, porque opina que no tenemos que expresar ninguna. Es como si propusiera el desarme de todos los hombres pacíficos, diciendo:

¡Si fueran a asesinar a alguien! Pero incapaces como son de matar a una mosca, ¿para qué se les va a dejar que usen cuchillos ni revólveres?

Por mi parte, si en vista de que Fulano es un charlatán, veo que se le niega mañana el derecho a la palabra, consideraré quizá esta medida como desprovista de espíritu liberal, pero no como exenta de lógica. En cambio, si se le impide hablar a Zutano so pretexto de que es mudo, ya no serán mis principios ideológicos los que se sientan heridos, sino más bien mi dignidad de ser pensante; mi orgullo de ciudadano antropomórfico dotado de raciocinio.

¡Dichoso el señor Benavente! ¡Dichoso este ilustre don Jacinto, que no sólo puede decir que tiene libertad para decir todo lo que quiere decir, sino que, de un modo práctico, demuestra tenerla haciendo esas comedias tan finas y tan espirituales que parece talmente como si las hubiesen fabricado en el propio bulevar de la Madeleine!
 
Porque ya no se trata de la previa censura ni de nada parecido. Se trata del drama íntimo de todo escritor, que cuanto más se eleva en su arte y cuanta más conciencia artística adquiere, tanta mayor dificultad encuentra para volcar su alma en el molde grosero de la palabra. Uno es bien poca cosa, después de todo, ilustre don Jacinto. No ha escrito uno La Malquerida, cosa lamentable –el no haberla escrito, se entiende–, ni la ha cobrado, lo que también es bastante de lamentar. No pertenece uno a la Academia, ni hay probabilidad de que llegue a pertenecer nunca. No le han dado a uno el premio Nobel, y si es uno hijo de un pueblo, porque en alguna parte ha tenido que nacer uno, lo es al igual de todos los otros hijos del mismo pueblo y no de esa manera extraordinaria como usted es hijo de Madrid. En resumen, don Jacinto, que no tiene uno categoría, y no teniendo categoría tampoco tiene responsabilidad. Nuestra misión de escritores es bien pequeña, y, sin embargo, nunca consideramos haberla cumplido debidamente. No tenemos apenas nada que decir, como usted afirma con gran acierto; pero, aun sin previa censura, jamás logramos decir todo lo que queremos.
 
 
Y he aquí que usted –académico, premio Nobel, hijo predilecto de Madrid, Intereses creados y Malquerida–, usted, cuyos grandes pensamientos tienen forzosamente que superar en mucho a los nuestros, no halla el menor obstáculo para expresarlos. La previa censura no merma en nada su libertad de escritor. La censura propia o autocensura, tampoco. Está usted satisfecho de los censores oficiales y, sobre todo, está usted satisfecho de sí mismo. ¡Dichoso usted! En cuanto a su libertad para decir lo que quiere, mientras lo que usted quiera decir sea que tiene usted esa libertad, ¿a asunto de qué va usted a decírnoslo?

No se moleste usted, señor Benavente. No vale la pena...

(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)

viernes, 21 de octubre de 2022

Camba al día. La abolición de la aristocracia


  

Julio Camba

Abc

Tant que ça ira, ça ira, ça ira

Les aristos

A la lanterne---

Tant que ça ira, ça ira, ça ira

Les Aristos

On les pendra.

El Gobierno provisional de la República se creaía, sin duda, que un duque era una especie de general con mando; un marqués, algo así como un teniente coronel, et si ceteris. No de otro modo se explica aquel famoso decreto en el que se suspendía a estos señores en sus funciones. Yo estaba a la sazón en Nueva York, donde un amigo vino a verme asombrado.

-Pero ¿es que en España -me preguntó- quedan todavía señores de horca y cuchillo?

-No exactamente -le respondí-. A lo sumo quedaban algunos señores de cuchillo y tenedor; pero la mayoría tenía muy poca cosa que poner bajo estos instrumentos.

-Es increíble -exclamó mi amigo-.  ¿En qué consiste, entonces, la abolición de la aristocracia?

-¡Qué sé yo!... En algo debe consistir, seguramente. El caso es que nosotros hemos hecho una Revolución, y cuando se hace una Revolución, hay que suprimir la aristocracia.

-Pero ¿cómo van ustedes a suprimir la aristocracia, si no tienen aristocracia? ¿No comprende usted que esto es muy difícil?

-¿Y no comprende usted que nos sería mucho más difícil aún el suprimirla si, en efecto, la tuviéramos? ¿No se le ocurre pensar que, a lo mejor, la aristocracia iba y se defendía?

-No lo entiendo -dijo mi amigo.

Por mi parte, yo confieso que tampoco lo entendía: ¿pero qué quieren ustedes? En el extranjero hay que disimular un poco las cosas. Parece mentira que unos hombres tan "cafeteados" como los del Gobierno provisional de la República creyesen que nuestros duques eran todos Albas o Medinacelis, e ignorasen que la inmensa mayoría de ellos tenían que ganarse la vida correteando automóviles, máquinas de escribir o aparatos de radio. O creo que no lo ignoraban; pero, viviendo como vivían en pleno folletín, era igual que si lo ignorasen, y por eso lanzaron aquel famoso decreto, en cuya virtud quedaron arruinadas tantas familias que, si no vivían directamente de sus títulos nobiliarios, vivían, en gran parte, del atractivo que estos títulos ejercían sobre los compradores de automóviles o pianolas, generalmente socialistas.

¡Decreto magnífico, que suprimía lo inexistente! Decreto que cogía a un duque y, ¡zas!, en un dos por tres y con el más perfecto automatismo lo dejaba convertido en un ex duque. ¿Pero qué tiene un ex duque de menos que un duque? Un duque es un hombre que heredó el título de sus antepasados, o que lo recibió directamente del Rey, y un ex duque es un ciudadano que recibió su título del Rey, o lo heredó de sus antepasados, y a quien la República, lejos de quitarle nada, le ha añadido la partícula ex.

-¿Quiere usted decir -me preguntó mi amigo el americano cuando yo le expliqué algo de esto- que los nobles españoles tienen ahora unos títulos más largos y más sonoros que antes?

Y, ¡qué remedio!, me vi obligado a contestarle que tal era, en efecto, la realidad.

[Jueves, 5 de Julio de 1934]

lunes, 3 de octubre de 2022

Camba al día. El libro del capitán Portela

 




Julio Camba

El otro día, al pasar por el mercado, presencié la disputa de una aldeana con un campesino. Cuando llegué al lugar del suceso el campesino había comenzado a hacer una detallada exposición de sus ideas antirreligiosas. ¡Exposición realmente impropia de un Ateneo, tan por su falta de razones científicas como por la violencia de sus frases! De las palabras de aquel campesino se deducía un espíritu satánico, que no creía en el misterio virginal de la encarnación ni en la omnipotencia de Dios. La aldeana, sin atemorizarse, le habló al campesino de su mujer, y entonces el campesino le dijo:

-¡Tú qué vas a decir! ¡Si tú estás en el libro del capitán Portela!...

La ira de la aldeana se desbordó con esta frase. Avanzó hacia el hombre, y dándole en la cara con un repollo, se lo quería hacer comer. Yo abandoné sumamente intrigado el lugar de la escena. ¿Quién era el capitán Portela? ¿Qué clase de libro había escrito este capitán? ¿Cuál era la razón de que -porquele hubiesen recordado una cita bibliográfica- pretendiera aquella aldeana que sus repollos se comiesen crudos, como las ensaladas?

Un amigo me lo explicó todo, contándome una historia de malicias y de delicias: una historia picaresca que yo voy a poner en una crónica, ya que no puedo ponerla en una jácara o en un romance.. Mis compañeros de la misteriosa Orden de los Terribles -dedicados a hacer la desgracia de los maridos mientras hacen la felicidad de las mujeres- tiene mucho que aprender en el libro de este don Juan lugareño, que, con un nombre verdaderamente terrible, se llama el capitán Portela.

Todavía joven y fuerte -como corresponde a un don Juan-, el cvapitán Portela había solicitado su retiro y se había ido a vivir a Brandón, una parroquia vecina de Pontevedra, en donde las mujeres son sanas, hermosas y fecundas, con una fecundidad que sorprendería a los avisados maridos de una capital. Brandón es inocente, y en la época del capitán Portela parece que era una misma la inocencia que hacía pecar a las mujeres y confiar a los maridos.  El capitán se aprovechaba de ella y la burlaba. Todos los días se llevaba a su casa, en los recios bigotes veteranos, la sabrosa humedad de algún beso furtivo. ¡Gallos de Brandón! ¿Cuántas veces fue hollada por el capitán Portela la misma tierra de vuestros corrales, que eran vuestros feudos? ¡Grillos de Brandón! ¿Cuántas veces suspendisteis una serenata para no turbar los dulces sollozos que el capitán Portela pretendía vanamente ahogar con sus besos?

Era irresistible aquel capitán que, no teniendo moros con quienes pelear, derribaba todos los días alguna de estas formidables bellezas aldeanas sobre su tierra de labor, entre las altas hierbas, que le servían de lecho y de cortinas. Luego, cuando llegaba a su casa, a hurtadillas de su mujer, sacaba un cuaderno y anotaba el nombre de la víctima y el lugar delñ sacrificio. Un día, el bizarro capitán se puso malo y se murió. ¿Debilidad? ?¿Gota? ¿Reúma? Ellos es que la muerte del héroe dejó en la más triste orfandad a media parroquia de Brandón, cuyo número de vecinos había aumentado considerablemente desde que el capitán llegara a ella. La viuda llamó a un notario para que arreglase los papeles del fifunto, y ante las austeras gafas leguleyas apareció el pequeño cuaderno con sus terribles revelaciones.

El escándalo fue espantoso. ¿Era verdad lo que decía el libro del capitán Portela, o se trataba de un caso de vanidad póstuma? De un modo o de otro, las cenizas del capitán no merecían tierra sagrada, y se pensó muy seriamente en hacer con ellas una exhumación vengadora. Un día un pobre hombre llegó junto a su mujer.

-¿Sabes lo que me han dicho?

-¿El qué?

-Pues que la hija está en el libro del capitán Portela.

-¡Bah! Son habladurías de la parroquia.

-Por un sí o por un no, yo voy a ver el libro.

Y fue, contrariando la opinión de su mujer. Vio el libro, y allí no sólo estaba su hija, sino que también estaba su esposa.

Esta historia es reciente. No hace aún mucho más de un año desde la muerte del capitán Portela. Yo recojo su vida según se cuenta por aquí, y como explicación de una frase popular. Por lo demás, la parroquia de Brandón merece todo mi respeto y toda mi simpatía: una simpatía igual para sus mujeres que para sus maridos.

 


Julio Camba

jueves, 21 de julio de 2022

Miserias del Estado Compuesto. Falsificación de andaluces



Julio Camba

En el extranjero, todos los españoles menores de treinta años son un poco andaluces: todos tienen un sombrero más o menos cordobés, todos bailan flamenco y todos conservan la cicatriz de alguna cornada. Cuando haya un andaluz con gracia, yo espero de él una lamentación sobre esta terrible concurrencia que le hacen por aquí al andalucismo gallegos, catalanes, vascos, asturianos, navarros y canarios. El andaluz que llega a París o a Berlín se encuentra con que el gusto del público en materias andaluzas está adulterado lamentablemente. Yo sé de uno al que le pidieron un tango, se puso a bailarlo y le dijeron:

Pero usted, ¿de qué parte de España es?

De Sevilla.

¿De Sevilla? No es posible.

Y una de las niñas –la escena ocurría en una casa de familia de Munich– comenzó a bailar lo que ella entendía por el tango andaluz. El andaluz se quedó loco al reconocer la muñeira. Sus protestas fueron vanas.

El que me enseñó esto –decía la chica– era un auténtico gitano andaluz.

Un gitano de Pontevedra...

Precisamente. De Pontevedra. Ahora lo recuerdo...

Con el periodismo pasa como con el andalucismo. Todos los españoles que están en el extranjero son también un poco periodistas. En el extranjero, el ser periodista español es casi tan fácil como el ser andaluz. Es cuestión de hechuras y de indumentaria. Así hay tantos periodistas españoles por aquí. Son periodistas, como un hijo de San Felíu de Guixols es andaluz. Sin embargo, no sólo engañan a la patrona del Pensionat, sino que muchas veces engañan también a nuestros representantes en el extranjero, los cuales no se distinguen casi nunca por su asiduidad en la lectura de la prensa española.

Estos periodistas están mucho más documentados que los periodistas auténticos. Casi todos tienen su carnet, sus tarjetas de visita, su papel timbrado. Además –la justicia ante todo–, tienen una representación infinitamente superior a la nuestra. Yo he observado que, generalmente, el hombre que posee un verdadero tipo de periodista no se resigna a meterse en una redacción, sino que lo explota en otros medios sociales mucho más lucrativos.
Los periodistas verdaderos estamos en una situación de evidente inferioridad con respecto a los falsos periodistas. Además, ellos son muchísimos y nosotros somos cinco o seis. Yo tuve un día que aceptar la protección de uno de ellos para entrar en un teatro. Supongo que mi caso no será único.
 
Los falsos periodistas españoles del extranjero se dividen en dos clases, como los falsos andaluces: unos explotan el periodismo con nuestros representantes diplomáticos y con las Cámaras de Comercio, como otros explotan el flamenquismo con las mujeres.

–¡Que yo no soy flamenco! –decía un andaluz en París–. ¡Tiene "grasia"! ¡Pero si vivo de eso!

También muchos falsos periodistas viven del periodismo; pero esto, que parece que les iguala a los periodistas verdaderos, yo creo que, al contrario, les diferencia de ellos...

La otra clase de falsos periodistas y de falsos andaluces es mucho más tolerable. Es casi simpática. Se compone de gentes que quieren tener una representación, un «aire», una cosa que vista y que quite un poco la cabeza. Consideran que un español, fuera de España, está obligado a haber nacido en Sevilla o a ser corresponsal de La Tribuna. En general, tienen verdadera vocación de periodistas y de sevillanos.

Yo me encontré el otro día en Berlín a un verdadero andaluz. Era un andaluz triste. Tenía un exterior de andaluz como yo lo tengo de periodista: un exterior nulo. Aquel andaluz no sabe por qué motivo yo le apreté la mano con tanta fuerza al despedirme de él.

(Del libro Maneras de ser español, de Luca de Tena Ediciones)

miércoles, 6 de julio de 2022

Del “bridge” al tute

[PARA ENTENDER EL HEN PARTY MINISTERIAL EN NUEVA YORK]


Había que hacerse nuevamente con el Poder por las buenas o por las malas, y una vez dueños de él, asegurarlo muy aseguradito. ¿Qué era lo que se oponía al disfrute del Poder por los hombres del 14 de abril? ¿La clase media? Pues se la destruía. ¿El Ejército? Pues se lo desorganizaba. ¿El clero? ¿La aristocracia? Pues se acababa con la aristocracia, con el clero y con la industria. ¿España, en fin? Pues se hacía polvo a España, y asunto concluido 
 




Julio Camba
Sevilla, 29 de enero de1938

    Vuelvo a mi tema sobre los hombres del 14 de abril. Se iba muy a gusto, no cabe duda, en los coches oficiales de la República. Los de la Monarquía eran ya bastante buenos, pero la República se había propuesto renovar a España, y, como por algo tenía que empezar, empezó por los coches oficiales. Marcas nuevas. Modelos nuevos. Carrocerías novísimas... Cada coche estaba provisto de un aparato de radio con el que, según decían los entusiastas del régimen, se podían oír las emisoras japonesas en plena carretera de Extremadura, y aunque en esto no hubiese ninguna ventaja especial y fuese mucho más cómodo oírlas en casa, la idea de oírlas en la carretera ejercía verdadera fascinación sobre aquellos potentados de última hora.

    ¿Se imaginan ustedes la tristeza de ir en taxi, cuando no en el Metro o el tranvía, después de haberse habituado a unos coches tan soberbios? ¡Ir en taxi, señores, y por si esta humillación fuera poca, tener que echarse la mano al bolsillo del chaleco y pagarle al chófer la carrera como el común de los mortales que, sólo mediante estipendio y de una manera mercenaria, pueden disfrutar de los bienes de la vida!... ¡Ir en taxi y verse obligado, para matar el tiempo interminable de la cesantía, a jugar al tute en el Círculo de Bellas Artes, precisamente cuando uno empezaba ya a soltarse un poco en el bridge! ¡Tener que abandonar los brillantes salones de las Embajadas para comer, a lo sumo, en el Achuri o el Baviera, donde, a lo mejor, el mozo le trataba a uno de camarada! ¡No ser ya vuecenciado gorra en mano por los guardias, ni por los porteros, y peor aún que todo ello volver al café; volver, por recurso ineludible, a ese medio social, muy democrático, sin duda, y perfectamente igualatorio, pero en el que bien podrían establecerse algunas diferencias a favor de los prohombres demócratas y de los verdaderos partidarios de la igualdad!...

    –¡Acabemos con la política de café, plaga del gobernante! –había dicho un día desde el banco azul don Manuel Azaña.
  
Y después de haber dicho esto, ¿con qué humos querían ustedes que volviese al Regina a reunirse con Luis BelloAmós SalvadorSindulfo de la Fuente y demás políticos cafeteriles de su tertulia? ¿En qué estado de ánimo podría el hombre reintegrarse a su vida de siempre?

    Luego había las familias. Las familias que ya se habían habituado al coche, a las recepciones de palacio, a la conversación de los diplomáticos extranjeros y, sobre todo, a la envidia. Se habían hecho a la ilusión de ser envidiadas, después de haberse pasado toda la vida envidiando, y ahora dejaban de ser objeto para volver a ser sujeto de esa devoradora pasión que, al decir de Quevedo, está siempre flaca, porque muerde y no come.

    Era demasiado. Había que hacerse nuevamente con el Poder por las buenas o por las malas, y una vez dueños de él, asegurarlo muy aseguradito. ¿Qué era lo que se oponía al disfrute del Poder por los hombres del 14 de abril? ¿La clase media? Pues se la destruía. ¿El Ejército? Pues se lo desorganizaba. ¿El clero? ¿La aristocracia? Pues se acababa con la aristocracia, con el clero y con la industria. ¿España, en fin? Pues se hacía polvo a España, y asunto concluido...

    Y ya sé que en esta exégesis de la Revolución que estamos combatiendo, yo sólo tengo en cuenta factores puramente materiales, pero es que no hay otros. Aquel judío petulante, sabihondo y barbudo que se llamaba Carlos Marx creó la interpretación materialista de la Historia y, naturalmente, tanto los socialistas como los socializantes, procuran no desautorizarlo jamás con su conducta.

 HACIENDO DE REPÚBLICA
EDICIONES LUCA DE TENA, 2006

Luego había las familias. Las familias que ya se habían habituado al coche, a las recepciones de palacio, a la conversación de los diplomáticos extranjeros y, sobre todo, a la envidia. Se habían hecho a la ilusión de ser envidiadas, después de haberse pasado toda la vida envidiando, y ahora dejaban de ser objeto para volver a ser sujeto de esa devoradora pasión que, al decir de Quevedo, está siempre flaca, porque muerde y no come