Esta semana me he descubierto una arruga nueva en la cara. En realidad es la única que tengo, si descontamos las de expresión que bajan de la nariz a la comisura de los labios y unas leves patas de gallo que sólo se me ven cuando sonrío (he heredado el cutis de la familia de mi padre, cuya madre murió a los noventa y tantos con la cara completamente lisa; eso y la mata de pelo, lo mejor que me han dado los genes). Una arruga, digo, en mitad de la mejilla, una marca que parece hecha con un instrumento de trabajar arcilla. Yo la llamo "la marca de la sonrisa que se desvanece", porque está causada por sonreír. Es una de esas pequeñas arrugas que nos marcan la cara al soltar una carcajada, pero cuando dejo de sonreír ya no desaparece. Apenas es perceptible, pero amenaza con ser una de esas marcas que dentro de unos años van a ser profundas. Mi primera arruga es causa de mis sonrisas. Sé de gente que mataría por tener arrugas de ese tipo.
Cuarenta años ya, arrugas en las mejillas, las rodillas más cascadas de lo que me gustaría y, como dice la canción de Ricardo Arjona, "esa grasa abdominal que los aeróbicos no saben quitar", pero yo sigo esperando la madurez. Cuando tenía veinte años imaginaba los cuarenta como una edad de cordura y sensatez, de objetivos cumplidos, de sueños realizados. No me daba cuenta, pero en realidad estaba marcando esa edad como el debacle de la vida, porque si ya lo tienes todo hecho, ¿para qué seguir viviendo? Quizás eso sea lo que provoca la crisis de los cuarenta. Yo miro la lista de mis sueños y la veo aún casi llena, y pienso que ahora estoy en mejor situación que nunca para ir cumplirlos todos (pero poco a poco). Madura aún no estoy, aunque el espejo me devuelva una imagen que cada vez se parece más a mi madre, pero no tengo prisa. Hay gente no madura nunca. Antes lo veía como algo malo, pero ahora casi me parece un piropo.
Cuatro décadas ya. Cuatro más por venir (espero). Hora de empezar a vivir sin miedo.