Este año he tenido la gran suerte de poder ahorrar un dinero y ser capaz de perderme en una isla unos días, casi de manera literal (no estaba desierta, precisamente, pero aceptamos barco). He ido a la playa, he disfrutado de un clima tropical que no conocía, me he bañado en la piscina, me he puesto morena y he comido lo suficiente para ponerme a régimen según puse un pie fuera del avión que me trajo de vuelta. El paquete con el que fui no era un “todo incluido” de esos de pulserita azul mágica que te da derecho a todo, sino una media pensión que incluía el desayuno y la cena, por si me daba por hacer excursiones y comer fuera. Excursiones ni una, pero comer fuera sí. De lo que me alegro, y mucho.
Encontré una terraza con camareros muy agradables ya desde el primer día, y aparte del segundo, en el que me fui a investigar si había sitios más monos por esa zona (la respuesta fue que no), volví todos los días que estuve a comer tapas de pescado y paella para una. Como viajaba sola, los camareros hablaban conmigo mientras mantenían un ojo en el resto de las mesas, y la sobremesa de café y chupito de melocotón cortesía de la casa se me hacían muy amenas, justo lo que necesitaba antes de reposar la comida en la hamaca junto a la piscina. Uno de los camareros era un argentino que llevaba veinticinco años en la isla, aunque su plan original era quedarse dos. Me contó que antes de la crisis era capaz de ir todos los veranos a su Argentina natal y pasar allí un mes de vacaciones, pero que desde que entró el euro lo tiene peor y ahora mismo le alcanza lo justo para vivir. Él tenía una teoría para realzar el trabajo y el turismo de la zona que me pareció muy interesante, y no era el primero que me lo comentaba. Decía que los paquetes del “todo incluido” habían echado por tierra la economía de la zona. La gente ya no salía, no iba ni a tomarse una cerveza porque en el hotel lo tenían todo gratis, no comían fuera. Terrazas que antes estaban llenas de gente, con media docena de camareros, se arreglaban ahora con uno o dos, y el ochenta por ciento del paro de la zona era del sector servicios. “¿No sería mejor —me dijo— prohibir los paquetes esos y crear trabajo en la isla? Tanto decir que quieren crear empleo, y la solución está al alcance de la mano”. Tenía toda la razón del mundo, por supuesto. La gente va con el dinero justo, la cartera casi vacía porque el hotel se lo da todo; y el hotel no gana más dinero con el menú porque le da igual dar de comer a quinientos que a mil en esos súper buffets para los que no tienen que contratar más camareros, y hasta los taxistas pasan hambre porque el paquete incluye el transporte al aeropuerto. Sí, le dije, tiene usted toda la razón. Y me sentí un poco culpable porque ya tenía la cena incluida en el hotel.
Recuerdo las vacaciones cuando era niña, y lo mucho que les costaba a mis padres ahorrar para poder permitirnos quince días fuera de la rutina. También recuerdo las propinas que dejaba mi padre, porque “estamos de vacaciones”, y ese puntito de no mirar el dinero cuando salíamos fuera. Yo soy un poco así también. Si no tengo para gastar sin preocuparme (dentro de unos límites, se entiende), prefiero no ir. Me gusta comer fuera, me gusta una cerveza a mitad del paseo, me gusta tomar una tapa a media tarde. Pero la gente ya no viaja así. La gente va con una mano en la cartera, contando cada euro que sale de ella. Me pregunto si merece la pena. Me pregunto si al final los comercios a la orilla del mar se resentirán y tendrán que cerrar, y luego nos quejaremos de que no hay una mala terraza donde tomar una cerveza para librarnos del calor de la playa. Yo, de momento, prometo seguir tomando cervezas a la orilla del mar y disfrutar de la charla de los camareros simpáticos. Ya tengo ganas de volver, y si las cosas van bien iré solo con el desayuno incluido. Cada gota cuenta, digo yo. Será cuestión de dar ejemplo.