De noticias estivales o cómo tomar el pelo a la plebe de mala manera


Se dice que en verano hay menos noticias, y supongo que es verdad, aunque no lo sé a ciencia cierta. Hace ya meses, quizá más de un año, que no veo un telediario ni enciendo el televisor para enterarme de cómo va a el mundo; dejó de interesarme cuando las noticias que daban empezaron a parecerse más a los programas del corazón que a noticias de verdad. Sí que leo los periódicos, pero sin mucho afán. Ojeo un poco la portada, veo las viñetas y, si hay alguna noticia que me llame la atención, la leo entera. Por lo general, sin embargo, leer dos periódicos me cuesta cinco minutos, y el resto de la información me llega vía Twitter o Facebook. No sé si es la mejor manera, pero es lo que hay. 
Las noticias de este verano, sin embargo, me empiezan a poner de mal café y estoy a un tris de desconectar del mundo para no enterarme de nada, meter la cabeza bajo la tierra cual avestruz y encerrarme en una burbuja en la que solo yo sea la protagonista y lo único que me importe sea mi gato. Leo abochornada cómo un presidente a quien le está cayendo mierda de todos los lados da la callada por respuesta y se niega a dar explicaciones. Leo cómo una mujer denuncia una violación en Dubai (futura sede de algún mundial u olimpiada o evento deportivo importante, o sea, supuesta ciudad moderna) y es detenida y encarcelada por haber mantenido una relación extramatrimonial (hay tantas cosas que están podridas en esta noticia que da para escribir un libro). Leo que quieren reabrir Garoña, que continúan las violaciones y los tocamientos en las fiestas de todos los sitios (y no hablo de las chicas que han salido en los periódicos, sino de todas esas que no vemos pero no son menos víctimas), leo barbaridades como que solo las parejas heterosexuales van a tener derecho a servicios públicos como la inseminación artificial, y me quiero encerrar en mi casa, apagar el ordenador y tirarme en el sofá con un libro de ciencia ficción, que ahora mismo se me hace más creíble que lo que está pasando ahí fuera. 
Sé que no es la solución. Sé que la solución pasa por salir a la calle y decir basta, que ya está bien de que nos tomen el pelo, que estamos hartos y hartas. Lo sé. Pero estamos en verano, y es buena época para tener atontado al personal, con el calor, la playita, el mojito y la caipiriña. Y mientras, nuestros derechos van mermando y nuestra cara de gilipollas va en aumento, poco a poco, lentamente, hasta que ya no recordemos cómo era nuestra vida cuando en lugar de privilegios teníamos derechos. 

A la novela negra




No sé cuándo leí mi primera novela negra, pero tuvo que ser de muy pequeña porque siempre me recuerdo con una cerca. Supongo que una puede contar las aventuras de Los Hollister o Los Cinco como libros de misterio, y entonces tengo que irme a antes de los diez años. Más tarde llegaría Agatha Christie y ese tipo de clásicos, y también llegó el cabrón de mi hermano pequeño a destriparme los libros que tenía en la mesilla. Al enano, a quien llevo cinco años, le hacía gracia leerse las últimas páginas del libro en cuestión y luego perseguirme por toda la casa diciéndome quién era el asesino a voz en grito, de forma que aprendí a guardar los libros que me estaba leyendo en ese momento bajo llave (junto a la cinta de Laura Pausini, que me mangaba para prestarla a sus amigas). Empecé por los clásicos y luego me fui adentrando en los autores contemporáneos, siempre pensando en lo que leía como en literatura de descanso, facilona, algo que leer entre libros “serios”. Han tenido que pasar muchos años para darme cuenta de que hay novelas negras con la misma calidad literaria que las que no lo son tanto (negras, digo); de hecho, me atrevería a decir que la mayoría de los buenos libros esconden un misterio, lo que no las hace negras de por sí pero sí les da un toque oscuro que hace la pena leerlas. Porque, ¿quién puede negar que Harry Potter, ese milagro superventas, tiene un punto de novela negra? Ya sé que es de aventuras, ya sé que es para un público adolescente (bueno, ejém), pero es la lucha del bien contra el mal (el “detective”, representación del bien, cazando al malo malísimo), de un misterio no resuelto (¿por qué tiene Harry esa conexión con Voldermort?, ¿por qué no pudo matarlo de niño?), de personajes que son mucho más de lo que aparentan a primera vista (Snape, mi pobre y adorado Snape, ¡y qué me decís de Dumbledore!), de elecciones morales muy difíciles para un adulto y no digamos ya para un niño. 
Vivimos en una época en la que las distinciones literarias son cada vez más difusas, y es raro encontrar una novela que encaje con pureza dentro de un género, ya sea negro, azul o amarillo. Lo negro viste, lo negro sienta bien y combina con todo, y está ahí para quedarse. Es uno de los géneros que mejor aguanta las modas, el que evoluciona pero no desaparece y sigue estando ahí a pesar de modas y cambios de gustos. Sirve para denunciar injusticias, para llamar la atención sobre cambios sociales y para mostrarnos una cara de la sociedad que los consumidores de novela negra (clase media, acomodada) no solemos conocer. Con esas características, sería injusto decir que la novela negra es fácil o solo de asueto. Por mucho que una servidora las lea en verano como premio por buen comportamiento durante el curso.