Anglicismos o de cómo no entenderse cuando hablamos en inglés.


Hablaba un día con unas amigas de cosas de chicas, ya sabéis, cómo cambiar una rueda del coche, dónde guardar la llave inglesa para que el marido no la encuentre y la use de martillo, esas cosas, y en una de estas empezamos a comparar reproductores de MP3 y a comentar dudas informáticas sobre los programas que usábamos para pasar los archivos. Una de ellas me preguntó algo sobre un programa que yo no conocía.

 -Yo es que uso iTunes -le dije, pronunciándolo /aitiuns/.

 -¿Lo qué? -dijo ella.

 -iTunes, ya sabes, lo de los Mac, lo de Apple -pronunciado /apol/, por supuesto.

 -¡Ah, el Itunes, lo de los Ápel! Joder, tía, es que con esa pronunsieision cualquiera te entiende... 

Vale. Captado.

Unas semanas más tarde, conversación similar en el trabajo. Escarmentada, y para ahorrarme malentendidos, le hablé a mi compañera del Itunes (/itunes/), y uno me soltó una carcajada.

 -¡Joder con la profa de inglés, vaya acento! Será iTunes, ¿no?

 Bien. Vale. Bueno.

La última ha sido hace poco, cuando el foniatra que nos da el curso para proteger la voz nos recomendó que compráramos un "Respirator" para hacer vahos, palabro que él pronunció como el anuncio de "Rastreator". Yo, obediente, fui a la farmacia y pedí un Respirator (/respireitor/).

 -¿Un qué?

 Suspiro.

 -Un cacharro de esos de plástico para hacer vahos de manzanilla.

 -Ah, sí, el Respirator -contesta el farmacéutico, poniendo mucha énfasis en la pronunciación del cacharro como /respirator/.

Cogí el chisme y salí de allí pensando en que tenía la forma perfecta para metérsela por el /ashoul/.

Dear Diary: El PAC



Llego al hospital sin tener una clara idea de hacia dónde tengo que ir.

Es festivo, los ambulatorios están cerrados y mi dolor de garganta no puede esperar los cuatro días de fiesta que me separan de mi médica (a quien, todo hay que decirlo, no guardo especial cariño de todas formas). La chica de información me indica que suba a la tercera planta con toda la amabilidad del mundo, y yo pienso en cómo ha cambiado el personal que atiende al público desde que yo era pequeña y acompañaba a mi madre a hacer este tipo de cosas. Ahora son agradables, no te tratan como si fueras estúpida por no saber lo que todo el mundo debería saber a estas alturas, hombre ya, cómo no puedes encontrar la planta de atención primaria tú solita, sin carteles ni ayudas ni nada de nada, acaso no eres mujer, usa tu sexto sentido. No. Ahora te guían. Se agradece. Lo malo es que llegas a pensar que todo el mundo es así, y ni de coña.

La sala está atestada de gente, una veintena de personas, si no más. Me siento en unos bancos aparte, en un pequeño pasillo con tres puertas tras las cuales, imagino, estarán los médicos y médicas. Me he traído un libro, una nunca sabe cuánto la van a hacer esperar en estas cosas, pero la acción de alrededor me mantiene entretenida. A mi lado hay un hombre con dos niños de tres o cuatro años a los que habla en árabe que espera pacientemente y controla a los críos mucho mejor que varias de las madres de la sala, cuyos churumbeles corretean por doquier. Nadie parece necesitar atención urgente, nadie está a un paso de la muerte, ni vomitando, ni con un ojo colgando. Esto no es urgencias, me digo, y se nota. Las puertas de las consultas se abren y se cierran a una velocidad pasmosa; en cuanto un paciente sale, una voz dice el nombre del siguiente desde dentro, sin asomarse. Yo, sentada junto a las puertas, apenas les oigo, y estoy a punto de decirles “habla más alto, que no creo te hayan oído” más de una vez, pero estoy equivocada. Los pacientes les oyen, vaya que si les oyen. Están atentos a su nombre, y en cuanto lo escuchan saltan como si alguien hubiera accionado un resorte y corren (literalmente, corren) hacia la puerta desde donde les han llamado. La mayoría está fuera en menos de cinco minutos. No hay tiempo que perder. Hay mucha gente esperando.

El hombre junto a mí llama a una de las puertas con toda educación y muestra un objeto cubierto con papel que lleva en la mano. La médica de dentro le indica que allí no es, que tiene que ir a la puerta grande a entregarlo; el hombre obedece, seguido por los dos chiquillos, y al rato vuelve a sentarse donde estaba. Una médica pasa junto a él y le pregunta algo, a lo que él responde gritando: “LLEVO DOS HORAS ESPERANDO, VALE YA, ESTO ES UNA MIERDA, QUÉ PASA”. Ella, riendo —riendo—, le dice que no es culpa suya, pero él insiste en que “NO ES CULPA MÍA, PERO TUYA SÍ, VUESTRA, YO NO TENGO CULPA, QUÉ PASA”. La mujer desaparece en la consulta y el hombre murmura por lo bajo, con los dos niños mirándole en completo silencio. Yo intento hacerme pequeña en mi silla, desaparecer, o en su defecto convertirme en invisible, pero no tengo ese poder. La mujer asoma la cabeza por la puerta y le hace pasar. La puerta se cierra, pero a los tres minutos se vuelve a abrir, no del todo, lo suficiente para que se oigan las voces de dentro. “NO ESTOY GRITANDO, ESTOY HABLANDO, QUÉ PASA, POR QUÉ DICES QUE TE GRITO”, a lo que una voz femenina responde en voz tan baja que no se entiende lo que dice. Justo entonces se abre la puerta junto a mí. “RUTH”, gritan, ahora que no les hace falta. Doy un respingo idéntico al que han dado todos los demás. Me levanto con la misma velocidad con la que se han levantado los demás. Entro en la consulta haciendo casi una reverencia. Me falta llamar “señoría” al médico.

“Dime”, me dice el doctor, que no lleva bata y va en vaqueros y no me mira a la cara. Le cuento que he tenido fiebre, que me duele la garganta, que… “¿Cuánta fiebre?”, me corta. Treinta y ocho el martes, pero ha bajado, ahora solo treinta y siete. Me mira la garganta (pero no a los ojos), me mira los oídos, me dice que “está roja” (supongo que se refiere a la garganta, no a la oreja). “¿Qué estás tomando?”, pregunta. Tentada estoy de decirle que nada, que no hay que automedicarse, que para eso he venido, pero no me gusta mentir a los médicos y le digo que naproxeno. “Pues sigue con eso”, dice, tecleando en su ordenador. Silencio. “Ya, pero es que no me hace nada. A mí me viene mejor el ibuprofeno”. “Dame la tarjeta”. Me hace la receta a mano —sin mirarme ni una sola vez—, y me la entrega. “Pues ya está”. Le doy las gracias y me voy. Ya fuera me doy cuenta de que me he auto-recetado las pastillas yo misma. He sido médica sin serlo.

El hombre y los dos niños ya se han ido, o al menos la puerta de la consulta está cerrada y no se oyen voces. La sala sigue llena, pero ya no veo ninguna de las caras que vi al entrar. Miro el reloj: diez minutos esperando y uno de consulta. Un minuto, del cual treinta segundos han sido para escribir la receta que yo le he dictado.

Tengo hambre. Solo a mí se me antoja pan en Viernes Santo.

Más de Alan y Mike

(Tras leer el primer borrador, me temo que la gran mayoría va a ir a la basura y voy a reescribirlo todo desde el principio -y yo encantada, oiga-, pero he encontrado alguna escena que me ha hecho reír lo suficiente para darle al menos sus cinco segundos de gloria. Igual mantengo alguna, pero lo dudo.)



(...)
—Oh, sí, matemáticas en el último curso a chavales que aún no saben sumar. Emocionantísimo.

—Qué exagerada eres.

—¿Exagerada? Tengo tres, ¡tres! chavales en clase que aún no se saben la tabla del ocho, con diecisiete años. ¿Cómo van a aprender estadística sin no saben multiplicar?

—¿Tienen dedos? —preguntó Mike.

Elle le miró, confusa.

—Sí, claro, mancos no tengo. Todavía.

—Pues entonces, ¿para qué quieren saberse las tablas? Sacan el teléfono y hacen la operación en un santiamén. Lo único que tienen que saber es qué operación necesitan hacer, que es más difícil, ¿no?

Jane, Anne y Alan pusieron toda su concentración en sus respectivos platos, incapaces, al parecer, de manejar los palillos a no ser que pusieran los cinco sentidos en ellos. Elle frunció el ceño y sacudió la cabeza.

—Eso no es… No significa que… ¿Y si se quedan sin batería? ¿Y si les urge hacer una multiplicación y no tienen ningún cacharro al lado?

—¿Una multiplicación de emergencia, quieres decir? ¿En un caso de vida o muerte?

—Sí, exacto.

Alan y Jane no pudieron evitar dejar de escapar una risa ahogada. Anne hacía ya rato que se estaba riendo tras la servilleta, roja como un pimiento, fingiendo haberse atragantado. Mike, serio, asintió.

—Vale, Elle, ahí te doy la razón. En caso de una emergencia matemática, cuando hay vidas en peligro, hay que saberse las tablas de multiplicar. Aunque supongo que sumar repetidas veces el mismo número, bastaría.

—Pero es mucho más rápido si…

—Cómete un rollito, Elle, haz el favor.

(...)

Dear diary: Las chicas de la cafetería



Miércoles, cuatro de la tarde, uno de esos días de invierno que me gustaría que no existieran, aunque sé que es necesario. Me siento en la cafetería con mi libro, uno de Margaret Atwood. Es demasiado tarde para el café de sobremesa y demasiado temprano para el de media tarde, hay muy poca gente en el recinto. De todas las cafeterías de Vitoria he ido a elegir precisamente ésta, oculta, sin terraza, en el interior de los cines, donde ni siquiera sé si sigue lloviendo. Tengo los pies empapados. Si retorciera mis calcetines, caerían chorros de agua.

El libro es apasionante. Trescientas páginas, lo empecé hace dos días y estoy a punto de terminarlo. Pido un café —mucho más caro que afuera, que ya es decir, y no mejor— y me recuesto en la silla, tengo varias horas que matar. Pienso que nunca he leído descripciones como éstas, que más parecen escenas de acción que el lánguido paseo de una mujer por una avenida desierta. Quién pudiera escribir así, me digo, y sacudo la cabeza. Para qué torturarme. A estas alturas debería tener claro ya que yo nunca seré Margaret Atwood. Ni Zadie Smith. Ni Elizabeth George. Sonrío al imaginarme qué diría un purista literario ante esta mezcla de autoras. Seguro que a más de uno le da un síncope.

Ellas llegan tranquilas, sin el escándalo que he venido a asociar con la adolescencia. Son seis, en esa franja de edad que va de los trece a los dieciocho y que tan difícil se me hace especificar. Edad de instituto, no puedo decir más. Se sientan en la mesa que tengo enfrente y yo maldigo, porque son adolescentes y por definición ruidosas, por más que éstas todavía no hayan alzado la voz ni una sola vez. Llega el camarero y les dice que es autoservicio, que tienen que ir a pedir a la barra. No todas quieren algo. Si se parecen a mí a aquella edad, un café les durará cuatro horas. Hay que entenderlas, llueve, hace frío, su paga es limitada. Yo estoy haciendo lo mismo, solo que a mí ahora me da vergüenza ocupar mesa sin consumir y cuando acabe el café pediré un té. Si no fuera por eso y porque tengo veinte años más que ellas, se me podría confundir por una de su grupo, ja, ja, ja. Me sonrío. Cualquiera que me vea sonreír tanto va a pensar que estoy leyendo un libro de humor. Bendita coartada.

Las chicas hablan en tono comedido y una cada vez. No me llega lo que dicen, aunque están a dos metros escasos; las viejas de la otra punta, sin embargo, hablan a grito pelado y en un tono tan agudo que no entiendo una palabra, pero molestan igual. Consigo eliminar el ruido de mi cabeza y me concentro en el libro. The Handmaid’s Tale, se llama, y me está haciendo sufrir y gozar en igual medida. Sufrir, porque la historia que cuenta es tremendamente dura (una especie de 1984 orwelliano femenino), y gozar porque está tan bien escrita que no quiero terminar la historia, aunque quiero saber cómo acaba (pero sé que no acaba bien, no puede acabar bien, si acabara bien sería una decepción). Tendré que leerlo otra vez cuando lo termine y avanzar más despacio, fijarme más en los detalles. Recuerdo que lo estoy leyendo como lectura obligada en una asignatura. Tengo que dar las gracias a la profesora, me digo.

Las chicas de enfrente están siendo víctimas de un ataque de risa colectivo, pero comedido. Levanto la cabeza y las observo, me resultan muy interesantes. De las seis, solo una va pintada, la que se ha sentado en la cabecera de la mesa y parece ser la que más habla. Todas son guapísimas, como lo son todas las chavalas a esa edad, pero de una belleza tranquila, esa que no te obliga a mirar dos veces y pensar joder, tendría que ser actriz de cine, qué ojos. Normales, sin artificios, pero guapas. Van vestidas a la moda, ropa comprada en Zara o Mango o cualquiera de esas tiendas que venden uniformes disfrazándolas de prendas de moda, pero en la elección del vestuario se da una cuenta de que no son idiotas. Manga larga, jerseys, cuellos vueltos, hace frío, esto es Vitoria, tres grados esta mañana. Aún así, monísimas, y sin enseñar un trozo de carne. Me fijo en que su risa suena sincera y me pregunto si se ríen así siempre o el tono cambia cuando hay chicos alrededor. El mío lo hacía, para qué engañarnos. Me caen bien. Y eso en mí es raro. Odio la adolescencia, quizás porque odié tanto la mía.

Las horas pasan y la cafetería se va llenando. El café ha sido sustituido por un té rojo con naranja y limón que amarga un poco al primer trago pero luego sabe rico. Cuando vuelva a casa, tengo que pasar por la tienda de tes y comprar un poco, me digo, pero se me olvidará. Hay más ruido y me cuesta concentrarme en el libro. Madres con bebés inundan los pasillos entre las mesas, se encuentran con conocidos que les dicen lo preciosos que son sus nenes o nenas, ocupan el espacio de cuatro personas con el puto carro, la gente da rodeos para poder llegar al final de la sala porque han creado un tapón en pleno pasillo, y ellas lo saben y les da igual. Una golpea la silla junto a mí, que me golpea la pierna. Ni un perdón, ni una mirada, sigue para adelante, y yo pienso que su niño no es tan guapo, tiene las orejas muy grandes y pelo pincho y aunque fuera guapo no te lo diría porque bastante creído te lo tienes, que me has hecho daño, jodía. El ruido ya es insoportable. Las adolescentes han levantado la voz y me llegan fragmentos sobre “si ese tío te da morbo, adelante, date el gustazo”. Al final no son tan distintas, ruidosas y salidas como todas, me digo, pero sé que no es justo, que no es culpa suya, que tienen todo el derecho a estar salidas y que la única razón por la que son ruidosas es porque aquí ya no te oyes ni pensar. Recojo el libro y salgo, esquivando carros, madres, padres y mujeres con muletas. Es la cafetería de moda para los menos guays de la ciudad y yo no me había enterado. Solo quería un sitio tranquilo para leer.

Fuera ya no llueve. Mis pies siguen empapados y hace frío. No puedo ir a casa todavía, los obreros nos han pedido que esperemos hasta las siete. Son las seis. Me meto en una librería y ojeo libros. Tengo demasiados en casa para comprar ninguno, pero no hago daño a nadie por mirar.

Dan las siete y vuelvo a casa con un libro nuevo bajo el brazo.

Chispea.