Coche de alquiler II

Esta vez se me heló la sangre. Me temblaban las manos, por no hablar de las rodillas, y por un segundo consideré seriamente salir corriendo y pedir ayuda al pueblo más cercano. Para mi desgracia, pronto me di cuenta de que estaba en mitad de una carretera comarcal y allí no se veían más que pastos de trigo al horizonte, por lo que tuve que descartar la idea por imposible, no por falta de ganas. Los golpes en el capó eran cada vez más fuertes. Di un paso atrás, tratando de alejarme del coche no fuera a ser que lo que fuera que hubiera dentro –“quien fuera, hombre, tiene que ser una persona, ¿qué iba a dar esos golpes si no?”- fuera a hacer saltar la puerta y me atacara.
Me mantuve en mi sitio -a varios metros del coche y con la mirada fija en el capó- durante varios minutos, tratando de decidir qué hacer. Tenía las llaves del coche en la mano –y los puños cerrados alrededor de ellas con tanta fuerza que se me estaban clavando en las palmas-, podía acercarme, descerrajar la portezuela y salir corriendo antes de que aquella cosa –“persona, persona”- me atacara, pero volvía a tener el problema de la completa incomunicación en la que me encontraba. ¿A dónde iba a ir? ¿Y si aquello podía correr como un animal de presa? Por poco que me gustara, era la única opción que me quedaba, no podía pasarme allí el resto de mi vida. Miré alrededor. Había cerca un roble lo suficientemente ancho para darme cobijo provisional. Podía meter la llave, soltar el cerrojo y esconderme detrás. Si no me buscaba, no me encontraría. Si la “cosa” tenía hambre, ya sería otra historia.
Aprovechando que la intensidad de los golpes parecía disminuir, me animé a abrir. Mantuve el cuerpo tan alejado del coche como la largura de mi brazo me lo permitió y eché a correr en cuanto escuché el clic del cerrojo. Estaba tan asustado que mis piernas apenas me respondían y el árbol resultó estar mucho más lejos de lo que me había parecido en un principio. La carrera sobre mis rodillas de mantequilla pareció interminable. Me escondí detrás del tronco, jadeando tan fuerte que tuve que taparme la boca con la mano para no delatar mi posición.
No me atrevía ni a mirar. Esperé detrás del árbol unos segundos. Los golpes se habían detenido en el momento en el que yo me había acercado al coche. Nada. Ni un ruido. Asomé la cabeza.
¡PUM!
Un terrible empujón levantó el capó del coche con tanta fuerza que la tapa volvió a caer, pero no se cerró de nuevo porque tocó algo blando que no era parte de la carrocería del coche. Me escondí de nuevo, temblando de pies a cabeza, y esperé a que la cosa saliera del capó. No oía ningún ruido. Si estaba saliendo, lo estaba haciendo de una manera sumamente silenciosa. Empecé a oír algo en la distancia. Aguanté la respiración, imaginando que la cosa estaba haciendo esfuerzos por salir del capó. ¿Qué me esperaba? Un alien, quizás. Incluso un animal. Un perro de presa del que sus amos ya se habían calmado. Pero, ¿por qué no había ladrado antes?
Eran jadeos. Gemidos ahogados que no había podido oír con el capó cerrado. Asomé la cabeza con mucho cuidado, y lo que vi me asustó más que si un enano verde con tres pares de ojos hubieran estado mirándome. Eran un par de piernas atrapadas bajo la tapa del capó, asomando grotescas sobre la matrícula del coche.
Había estado viajando con un ser humano en el capó.
No sé de dónde saqué las fuerzas, pero antes de darme cuenta me estaba acercando al coche. Las piernas estaban atadas por los tobillos y mostraban unos pantalones vaqueros y unas zapatillas de deporte blancas. Era un chico joven, a juzgar por su manera de vestir. Abrí la portezuela con cuidado.
Estaba maniatado. Tenía los ojos tapados con un burdo pañuelo y cinta aislante en la boca. Le levanté la venda. Me miró con ojos de pánico. Le quité la mordaza. Gritó. Yo pegué un salto hacia atrás.
-¡Quién es usted! ¡Dónde estoy! ¡No tengo dinero, no sé lo que quiere de mí!
Me acerqué lo suficiente para que me viera la cara pero no tanto como para que pudiera pegarme una patada con las piernas que había empezado a sacudir. Intenté calmarle con las manos, pero, a juzgar por su pánico, cualquiera hubiera pensado que estaba intentando estrangularlo.
-Tranquilo, chaval, que yo no te he hecho nada. He alquilado el coche esta mañana, no sabía que llevaba paquete.
-¡Déjeme marchar! ¡No tengo nada que darle, se lo juro! Me caso dentro de dos semanas, ¡no me mate, por favor!
-¡Que no, coño, que esto no es un secuestro, que no sabía que estabas ahí! Anda, ven que te suelto.
Me costó, pero conseguí incorporarle y soltarle las manos que llevaba atadas a la espalda. El chaval saltó del coche, se cayó de morros contra la gravilla suelta de la carretera y no se molestó en soltarse las ataduras de los tobillos para alejarse de mi. Me miró desde el suelo, andando hacia atrás sobre las palmas de las manos como un vulgar cangrejo.
-¿Quién es usted, entonces? ¿Por qué estaba yo en su coche?
Suspiré. Tenía que entender que estuviera confuso, aunque empezaba a cargarme.
-No es mi coche, es de alquiler. Lo he cogido esta mañana para un viaje largo, he empezado a oír unos ruidos extraños, he parado y te he encontrado. ¿Se puede saber qué hacías tú en el capó de un coche? ¿Y por qué no has empezado a dar golpes antes de salir de la ciudad?
El chaval me miró extrañado, aunque era fácil darse cuenta de que era más por su propia historia que por la mía. Abrió la boca un par de veces, pero no pareció encontrar las palabras adecuadas y la volvió a cerrar. A la tercera fue la vencida.
-Estaba… Estaba dormido, creo. Cuando me he despertado me he visto atado de pies y manos y he sentido que me movía. He intentado salir del coche a patadas, pero no he podido.
-Casi lo consigues, vaya golpes. ¿Y cómo acabaste ahí dentro, si se puede saber?
Y entonces hizo una cosa muy rara. Primero bajó la mirada y negó con la cabeza, intentando recordar. Luego volvió a levantar la vista y me miró con ojos muy abiertos, y acto seguido se echó a reír. Yo no le veía la gracia por ninguna parte. Tardó unos segundos en calmarse y explicarme el chiste.
-Vaya bromistas que son… -farfulló entre carcajadas-. Esta vez se han pasado, pero hay que reconocer que es buena… Joder, cuando los pille…
-¿De quién hablas?
-De mis amigos, joder, han sido ellos. Ayer era mi despedida de soltero. Bebí hasta la botella de alcohol del botiquín, debí quedarme inconsciente en algún punto de la noche y ellos me metieron en el capó del coche. ¡Qué cachondos! Cuando los pille…
Eso mismo pensaba yo. El chaval estaba muerto de risa, soltando la cuerda que tenía amarrados sus pies. Se levantó, mirándome entre risotadas, y se dirigió a la puerta del copiloto del coche. Yo me quedé donde estaba.
-¿Qué haces?
El chaval se giró con una sonrisa tonta.
-Me llevarás a casa, ¿no? No me vas a dejar aquí tirado.
-Pero es que yo voy en dirección contraria.
-Ya, hombre, pero no me vas a dejar aquí, yo tengo que volver a casa.
Negué con la cabeza. No me daba la gana.
-Mira, chaval, es que la broma aún no ha terminado. Me han contratado tus amigos para que te saque de la ciudad y te deje tirado en mitad de la nada. Es parte del juego.
El chaval me miró con el ceño fruncido.
-Pero si tú no sabías que yo estaba en el capó.
-Sí lo sabía, todo ha sido parte de la broma. Tenía que fingir que no lo sabía para asustarte más aún. Vamos, ellos me pidieron que simulara un secuestro, pero yo no tenía corazón y les dije que no.
-Ya –Aún no parecía muy convencido-. Pues yo hubiera jurado que estabas tú más cagado que yo.
-Es que soy buen actor.
Me monté en el coche, el chico aún con la mano en la manilla de la puerta. Bajé la ventanilla.
-Estás a la altura de Burgos, aunque no tengo muy claro dónde. Si vas para atrás, está la autopista y puedes hacer autostop. Suerte, majo.
Quitó la mano de la puerta al fin, me miró una última vez y volvió a sonreír, haciéndome un gesto con el pulgar hacia arriba. Yo le hice un corte de mangas que pareció hacerle mucha gracia y arranqué, dejándole tirado en mitad de la nada. La compañía de seguros iba a cargarme un ojo de la cara por las abolladuras del coche. No sentí ninguna pena.
El siguiente coche que me compré fue un SEAT Ibiza que aún conservo y que no me ha dado ningún problema. Hipotequé mi casa para poder comprármelo, pero mereció la pena: no he vuelto a necesitar un coche de alquiler.
Antes en tren. Aunque no me dejen fumar.

Mas temitas y mas historias.

Ahí van más temitas del Writer´s digest para el que les sirva (la verdad, a mí me inspiran bastante). Y para el que le apetezca, una historia que salió de uno de los temas. Va por partes, para que no aburra (y para tener algo más que poner otro día, que últimamente ando poco inspirada). Un beso para todos y todas.

-Es el día de la boda de tu protagonista, pero algo sale muy mal. Escribe una historia muy corta sobre lo que puede ocurrir.

-Viajas en un coche de alquiler cuando oyes el golpeteo de una rueda desinflada. Paras el coche para cambiarla cuando te das cuenta de que el ruido no viene de la rueda, sino del capó. ¿Qué, o quién, está en el capó haciendo ese ruido?

-En muchos programas de televisión, el detective tiene una cualidad especial –poderes paranormales, atención especial a los detalles- que le ayuda a atrapar al malo. Escribe una historia corta presentando a tu detective.


COCHE DE ALQUILER

Cada vez que veo anuncios de coches de segunda mano en el periódico, me dan ganas de llamar por teléfono al anunciante, insultarle y colgar. Los muy sinvergüenzas anuncian sus vehículos como si estuvieran en mejor estado que uno nuevo, como si comprar un coche que ya ha sido de alguien fuera lo más “chic” que uno pudiera hacer. Mentira, todo mentira. Ni el coche tiene sólo cuatro mil kilómetros, ni ha dormido en garaje todos los días de su corta vida, ni ha pasado por el taller sólo para hacer revisiones. Es sólo una estrategia de venta. Yo lo aprendía de la peor manera.
Hace dos años me compré un coche de segunda mano. El que lo vendía me dijo que apenas había salido del garaje, que sólo lo había usado su hijo para ir a la playa y que lo habían cuidado como a uno más de la familia. Dos meses después, cuando el coche me dejó tirado en plena autopista con humo saliendo del motor y me explicaron en el taller que a aquel coche le habían hecho todo lo que nunca se le debe hacer a un coche, me entraron ganas de denunciar a aquel hombre por malos tratos a su familia. Pero no lo hice, porque mi mayor preocupación ya no era el coche, sino el viaje que tenía que hacer en dos días. La empresa me había elegido a mí para representarles en un simposium sobre nuevas tecnologías. Mil kilómetros yo solo, a un pueblo perdido del sur de Andalucía y sin más compañía que la radio. Necesitaba un coche urgentemente.
Comprar uno estaba fuera de mis posibilidades. Aparte de tener un presupuesto limitado –de ahí que me hubiera comprado un coche de segunda mano en lugar de uno nuevo para empezar-, el concesionario nunca me hubiera dado uno en tan corto plazo de tiempo. Podía ir en transporte público, por supuesto, pero eso significaría no poder fumar en el tren o en el autobús durante al menos diez largas horas, hacer tres transbordos bajo el sol del sur y llegar al pueblo con el tiempo justo, sin siquiera media hora para pasar por el hotel y ducharme después de un viaje tan largo. No, necesitaba un coche, así que me decidí por el alquiler.
Poco tardé en descubrir mi error. Pero ya era tarde.
El taller donde había arreglado el coche me recomendó un sitio con muy buena fama en el que, según habían oído, alquilaban coches para los diputados y gente de muy alto nivel. Supuse que no iba a ser barato, pero después del disgusto que me había llevado con mi nuevo auto no estaba dispuesto a pasar otro susto en carretera, más aún en un viaje tan largo por caminos que no conocía. Así que el día del viaje me fui al “rent a car”, les pedí el coche más barato que tuvieran y me dieron un Alfa Romeo que habían devuelto el día anterior. Por suerte para mí, el fin de semana se adivinaba tranquilo y tenían el garaje lleno de coches, con lo que me hicieron un precio especial por llevarme aquél. El interior estaba inmaculado, olía a limpio y los ceniceros estaban vacíos. La radio tenía reproductor de Cds y en ningún momento me pidieron que no fumara en el coche. Tiré mi escaso equipaje en el asiento trasero y me monté. Me sentí feliz por primera vez desde que me viera tirado en la carretera.
El Alfa andaba como una seda. El cuentakilómetros no pasaba de los tres mil, por lo que supuse que aquel coche era la última adquisición del lugar; las marchas entraban casi sin tocar la palanca y el motor ronroneaba tranquilo. Me metí en la autopista. Encendí un cigarro. Puse la radio a tope. Me recosté en el asiento para disfrutar del viaje. Recordé los tiempos en los que conducía por placer, no porque tuviera que hacerlo.
Llevaba como una hora de viaje cuando oí el primer golpe. Un golpe seco, un pum que me heló la sangre. Bajé el volumen de la radio. Pum, pum, pum. Venía de atrás. Sonaba a rueda pinchada.
Mierda, pensé mientras tomaba la primera salida que encontré, que por suerte estaba muy cerca. No había cambiado una rueda en mi vida, no sabía ni cómo montar uno de esos gatos desmontables que vienen con los coches. La carretera no tenía arcén y tuve que seguir andando hasta encontrar un lugar seguro donde poder parar el coche. Reduje la velocidad gradualmente, pero el ruido no se detuvo. Pum, pum, pum. Si era un pinchazo, el tiempo entre los golpes debía ser menor al aminorar la marcha. Aquello era muy extraño. Sin saber por qué, el sudor que me había estado acompañando desde que salí de casa se me heló en la espalda. Pum, pum, pum. Tenía que ser la rueda destrozada golpeando el asfalto. Me miré en el espejo retrovisor. Estaba pálido.
Detuve el coche en un terraplén al lado de la carretera y abrí la puerta, dudando un segundo antes de salir. El ruido había parado. Claro, el coche estaba quieto, así que la rueda no podía seguir dando golpes. Me bajé y fui hacía la parte de atrás. La rueda izquierda estaba intacta. Di la vuelta al otro lado. Aquella rueda no estaba ni rota ni pinchada.
Pum, pum, pum.
El ruido venía del capó. Había algo dentro golpeando la portezuela.

En Vitoria, al fin

Doce horas de viaje interminable. Señor roncando a mi lado. Señora que no paraba quieta y se movía más que una lagartija en un zapato al otro lado. Codazos. Gente haciendo cola para ir al baño. Olor a pollo al curry. Aeropuertos mugrientos con la megafonía demasiado alta. Y esperas. Esperas interminables desde el principio al fin. Colas que no parecían tener un final. Gente, mucha gente. Niños llorando y más codazos. Y yo con ganas de dormir y sin poder cerrar los ojos.
Y, al fin, mi casa. O eso se supone, porque ahora mismo no me siento en ella. Tengo la sensación de estar en una situación temporal, como cuando he venido de vacaciones y sé que me quedo un mes y luego me vuelvo a mi otra vida, sólo que esta vez es definitivo. Esto es lo hay. Éste es mi lugar. No hay más. Es mi casa hasta que me decida marcharme de nuevo (porque sé que lo voy a hacer, sé que tengo el gusanillo de viajar y terminaré yéndome a otro lado). En septiembre volveré a trabajar, a acostumbrarme a una rutina completamente nueva, a conocer a desconocidos, a empezar de cero, pero hasta entonces tendré la sensación de que dentro de cuatro semanas tendré que coger un avión y volverme a mi otra casa, esa que me he hecho a muchos, muchísimos, kilómetros de aquí. Ahora mismo estoy en shock, como cuando se muere alguien y no te das cuenta de que te falta hasta que no te enfrentas a una situación en la que esa persona siempre estaba presente. En mi caso va a ser la hora de la comida, cuando no pueda bromear como antes con mis compañeros de mesa, o a la hora de dar clase, cuando ya no me llamen “maestra” y me hablen en un inglés entrecortado. Las vacaciones son siempre iguales, pero la vuelta a la vida real me va a costar.
Ya estoy en Vitoria. Ya estoy en casa.
Creo.