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23/8/10

E1

Voy a visitar a una amiga que vive en Argüello y me subo a un E1. Hoy juega Talleres, así que comparto el viaje con varios hinchas que ocupan la mitad del colectivo. En uno de los asientos de adelante una chica de antejos agita una banderita del club por la ventana; mientras tanto su novio, que viaja parado junto a ella, le da besos en la frente. Más atrás viaja una mujer que lleva a su hijita sentada en la falda. A la nena le llama la atención mi susurrador, entonces yo lo hago girar para que mire los colores, y ella sonríe.

El viaje continúa sin sobresaltos, suben unos skaters y después dos chicos con banderas de Talleres. Cuando vamos llegando al estadio nos paran unos policías. El colectivo se detiene a un costado; los efectivos suben y los hinchas (en su gran mayoría chicos y chicas adolescentes) bajan para ser cacheados. El trato de los policías para con los “sujetos sospechosos” es despectivo y un tanto prepotente, el criterio para decidir quién es revisado y quién no, totalmente arbitrario: portación de cara. Pasados unos minutos, los simpatizantes de Talleres suben de nuevo al colectivo. Casi nadie les devuelve el asiento, ni siquiera a un hombre bastante mayor que venía viajando sentado. Recorremos unos absurdos cien metros y nos detenemos frente al Chateau. La mayoría de los pasajeros descienden, dejando el colectivo prácticamente vacío.

Me siento delante de los skaters y escucho que suspiran, como aliviados. “Son negros de mierda”, dice uno de ellos. Y luego argumenta: “Porque ser negro es algo que se elige, y a estos negros les gusta que los pare la policía”. Como no quiero seguir oyendo la conversación, me mudo a uno de los asientos de atrás y desde allí observo a los demás pasajeros. Un chico vestido con ropa deportiva de tenis saca su iPhone y sintoniza el partido, que está por comenzar.



1/7/10

ene cinco

Porque algún día había de volver (?)


(07/05)

Me subí por equivocación a un N5. El colectivo da tantas vueltas que no tengo la menor idea de dónde estoy. Cada tanto pasamos por una avenida conocida, pero inmediatamente después el chofer gira el volante como si abriera la compuerta de un dique, y el colectivo se retuerce como un gusano de metal, internándose por otra callecita que tampoco conozco.

Miro a través de la ventanilla las casas apagadas y sus jardines impecables, los autos nuevos y los árboles prolijamente podados. Observar la ciudad a la madrugada resulta tan intrigante como contemplar a una mujer cuando duerme. Tengo sensaciones entremezcladas: por un lado, la emoción de estar recorriendo lugares desconocidos; por el otro, un poco de nerviosismo porque no sé cuándo ni dónde llegaré a destino. No importa, sobreviven la emoción y la intriga; a veces la mejor manera de conocer una ciudad es perderse en ella.

16/3/10

encuentro


Hoy vi a Don Quijote en la esquina de Velez Sardfield y Caseros. El hombre estaba vestido con una camisa a rayas, chaleco y pantalones azules y un sombrero de ala ancha algo raído. Caminaba despacio, apoyándose en un bastón largo y desgarbado como él. No llevaba consigo ni alforjas, ni rocín, ni escudero, sino sólo una caja de vino blanco que apuraba cada un par de pasos.
Al cruzarnos nos miramos invisiblemente, para luego perdernos, cada uno de nosotros, en nuestra propia ciudad.



antü | quince


2/3/10

(02/03)


Desde hace un par de noches un hombre duerme sentado en un banco de la plaza y cerca suyo duerme un perro. Ellos dos jamás van dejarse.

22/2/10

Acotaciones (más al margen)

Mini historias cortitas y al pie (?)


- Diálogo imaginario, pero posible:
- Che, y vos ¿a qué te dedicás? - No, bueno, en realidad yo dibujo cosas que no existen.

- Me hice amigo de un pichicho por tres cuadras. Él era negro y viejo, y estaba rengo. Cuando me dejó le dije: Adiós Dago, jenízaro negro! Lo llamé así porque me recordaba al personaje de las historietas que leía con mi abuelo.
Sólo el cuerpo de Dago era lo que estaba arruinado por la calle y las noches. El espíritu se le notaba joven, fuerte y salvaje, como a mi abuelo.

- Cuando era más chico quería ser una langosta. Me parecían super geniales: verdes, aerodinámicas y capaces de dar grandes saltos. Quise ser una langosta hasta que me di cuenta de que vivían poco tiempo y que los nenes se divertían arrancándoles las patas.
Ahora que soy más grande (un poco, no más) quiero ser profesor. Pero a los profesores también les arrancan las patas.

- Momento ultra cursi de mi vida: ir caminando por 27 de abril o La Cañada una mañana nublada, mirar los edificios, alguna casa vieja o a la gente que espera el bondi; pensar: la ciudad es hermosa, nada puede salir mal.

- Voy al super, comparo precios, suspiro y comento con mi papá que sí, que se está yendo todo al carajo. Definitivamente me estoy convirtiendo en una vieja del Bajo Flores, cada vez más.

- A# escribió un cartelito y lo pegó: "Por favor no me robe el sillón. Gracias =)". Sí, la vida debería ser así, tan.

- Me dijo muchas cosas: que se llamaba Rubén pero le decían El Lobo. Me dijo que no se rescataba porque amaba la calle y que en realidad podía irse de allí en cualquier momento, ya que podía viajar con la mente. Rubén tenía la mirada brillante, como un soñador o como un niño. No volví a verlo, siempre paso por ahí pero no. Creo que realmente era un lobo y que podía viajar con la mente.

- Hay dos personas con las que siempre termino hablando del mar. Una de ellas vivía cerca de la playa y su pelo debía oler a sal o a luna. La otra lo añora tanto como yo. Pero no sé a qué olemos, quizás a distancia o ausencia.


7/12/09

de un día para el otro

miro por la ventana, y los hombres-que-vivían-en-la-plaza ya no están. Han dejado un colchón; la espalda invisible que allí se hunde me grita que sí, que todo es precario y yo también.

6/5/09

en busca de la catarsis posmoderna

Hay que hacerlo... despojarse de todas las tragedias mínimas y cotidianas: los silencios - eternos  - incómodos del ascensor, el desencuentro con el otro, la identidad que perdemos cada vez que salimos a la ciudad... no hay catarsis posible - ni vale la pena intentarlo - en esas minuciosidades. Hay que salir a la calle con el pecho abierto y la frente desnuda; llenarnos de viento en una bocanada e inflar el corazón. Hay que hervir la sangre aún con el leve calor de un apretón de manos, buscar las caricias ocultas en los apretujamientos de gente... oh, estamos tan solos; nos buscamos visceralmente, sin saber que somos la ausencia en todas y ninguna parte. No sienta vergüenza, señora del 7º B, déle un abrazo al palo borracho del boulevard. Sienta las espinas meterse levemente en su carne... ese cosquilleo hermoso y lleno de ternuna que sólo un palo borracho sabe dar.

Necesito llenarme de cosas así, escribirlas en mi libreta abandonada (muestra excepcional de mi olvido y negligencia); copiar poemas en papelitos insignificantes y extraviarlos por ahí: ellos necesitan imperiosamente ser libres, reencontrarse con la vida común. Debería imitarlos, plegarme a la audacia de las palabras que van a parar a cualquier parte - un panfleto, un cartel, la despedida entre dos amantes - despojadas de todo prejuicio; simplemente se dejan envolver por el aire y caen en nosotros, haciendo que todo sea, al menos, no tan absurdo.

Espero que el frío llegue pronto, quiero salir a la calle y que se me congele la cara. Suceso interesante andar por ahí con el rostro congelado. Imagínese usted, con la sonrisa del primer beso matinal petrificada, incapaz de ir a ningún lado. Y aquella mujer que guarda una fotografía en su cartera: una lágrima diminuta la sorprende y queda detenida - a mitad de camino entre el ojo y la comisura de los labios -, en plena mejilla destella como un diamante. Habráse visto... por ahora me conformo con imaginar tales maravillas. Tropiezo con la indiferencia de los autos y el malhumor general mientras voy caminando a la facu (siempre el malhumor, horror posmoderno). He realizado cálculos: hay aproximadamente tres canciones de distancia entre mi departamento en el 5º piso y la "casa verde", donde-recibo-educación-pública. El camino es una repetición no muy uniforme de personas y lugares: edificios, edificios, alguna casa, unos pocos árboles (florecen, desflorecen, amarillan,verdean), el naranjita meditabundo de la calle Temple (no hay unión más perfecta en el universo que aquella entre el rostro de ese hombre y el nombre de esa calle), otros peatones con los que corro carreritas, a ver quién llega primero a la esquina.  Eventualmente sucede algo extraordinario: una casa ya no está porque la han demolido, entonces debo despedirme de ella, adiós casa, bon voyage. A veces el señor del focus y el taxista creen tener derecho de paso al mismo tiempo y ¡la puta que te parió, infeliz!.

En fin, es fácil poner la vida en piloto automático, acostumbrarnos al paso insípido del tiempo; soñar sin sueños, reír sin ruido y amar sin riesgos. Yo sigo esperando el cachetazo revelador que me arranque los pies del suelo y abra mis ojos hasta darlos vuelta. Sé que la señora del 7º B desea un abrazo de ese palo borracho, lo desea irrefrenablemente. Es cuestión de tiempo. Por ahora pasa por la vereda de enfrente y lo acaricia con una mirada furtiva. Se sonroja apenas; como piensa que es a causa del calor, desabrocha un botón del cuello de su camisa, y continúa caminando.

Glosario:

Naranjita: persona que se encarga de cuidar los autos en las calles de Córdoba, a cambio de una contribución voluntaria.  

10/2/09

fragmento de un fragmento


Mi lugar preferido del parque Sarmiento (esto va a sonar bizarro) es donde está el puesto de choripanes del Dante (ahí arriba, cerca de la escuela... sí, soy pésimo para las descripciones geográficas). No es que sea un fanático del chori; no, en realidad lo que me gusta de aquel lugar es que está en un punto más elevado "a nivel del mar" (?) y desde allí se puede observar parte de la ciudad, más abajo. Es un mar mudo de luces que jamás termina. De noche me imagino a todas las personas que regresan a sus casas luego de un día agitado... todos esos seres anónimos, perdiéndose en la oscuridad, doblando por alguna esquina que jamás conoceré.
Hay un momento en el día en el que cada uno de nosotros deja de existir. Alguien, sin saberlo, nos observa desde lo alto, pero no puede imaginarnos. No es capaaz de concebirnos, con nuestro cansancio y nuestros pensamientos a cuestas. Simplemente desaparecemos cuando aquel transeúnte nos da la espalda. Del mismo modo, la ciudad se desvanece a mis espaldas cuando abandono el - de ahora en más - "mirador de los choripanes".


27/1/09

Volver... con la frente marchita



Noche de domingo tranquila. Armar el bolso a las corridas porque ,como siempre, dejo todo para último momento; recorrido de casa a la terminal en tiempo récord; despedida con mis viejos bastante emotiva; el colectivo repleto de mendocinos y mendocinas, dos de las cuales, sentadas detrás mío, no paran, no paran de hablar (a las tres de la madrugada) con esa particular tonada que me resulta tan simpática (pero no a las 3 de la mañana, ojo!).

Llego a Córdoba temprano, osea una hora más tarde por el fuckin' cambio de horario. Como soy joven y amarrete, me voy al depto caminando. La ciudad está hermosa y bastante transitada. Es lo que me hacía falta: el bullicio, los nervios, el apuro-sin-razón de las ciudades grandes. Necesitaba todos esos edificios gigantes proyectando sus sombras invisibles sobre mí, a los obreros silbando y golpeando desde todas partes como pájaros carpinteros con hipotiroidismo (y mala educación, algunos). No veo muchos cambios, algunos negocios han desaparecido, y a una que otra casa le han crecido varios pisos, porteros eléctricos y terrazas. Después de todo, sólo me fui por un mes. El gimnasio tampoco ha cambiado. Me alegro secretamente porque la chica que atiende recuerda mi nombre cuando me cobra la cuota del mes.

Más tarde voy al supermercado, compro frutas, agua mineral y jabón-rexona ("nunca te abandona" ) porque me siento sano y deportista. La alegría dura poco. El papel higiénico está carísimo. ¡Malditos bastardos! no pueden cobrar tanto por un artículo que sirve para limpiarse el culo. El gobierno debería restringir las exportaciones de papel higiénico, a ver si bajan el precio. Pasado mi enojo de ama de casa del Bajo Flores, me voy a pagar. Justo cuando es mi turno, la cajera hace un racambio de caja, maldición. En ese momento miro alrededor y noto algo peculiar. La población del supermercados está curiosamente dividida en dos tipos de individuos. A saber: Señoras de edad (por no decir viejas... ups!) que se encuentran comprando la comida para el almuerzo y dieciochoañero/as acompañado/as por sus padres. En sus carritos se pueden apreciar artículos como los siguientes: trapos de piso, palos de escoba, cacerolas de acero inoxidable. Es una imagen bastante tierna, podría ser útil para algún comercial de una compañía de medicina pre paga. Sin embargo me hace sentir parte de una brecha generacional, más bien un bache. Y no creo que Macri venga corriendo a taparlo.

Regreso con las bolsas a cuestas y me siento mejor. Hacen 5 años que me vine a estudiar a Córdoba y francamente no quiero comprar ni escobas ni costeletas. Me gusta esta situación insípida de no estar (por presión social) en una etapa "importantísima" de mi vida (otros le llaman el gran paso, como los de Macri cuando salta baches). Al diablo con las grandes decisiones y la medicina pre paga. Prefiero la adrenalina de sentirme cotidiano, aburrido, abandonado, joven, anónimo, libre, vivo... y sin cobertura médica.