Como tengo a los polluelos ya revoloteando, me da por pensar
en eso que los psicólogos del desarrollo denominan, entre otras zarandajas, el
“síndrome del nido vacío”. Parece ser lo que les pasa a los progenitores cuando
los hijos se van de casa y que desorienta y confunde y deprime. Aunque también,
de mi cosecha, añadiría que desde que los cachorros se hacen adultos y siguen
en casa desorientan, confunden y deprimen por lo menos lo mismo. A priori, creo
que es otra demostración de que, como dice mi admirado Fernando de Castro, el
cerebro es un atraso y solo sirve para enredar. Esto, en realidad, es el
síndrome de Estocolmo, pero con secuestradores emocionales, que es más jodido.
Los hijos nos tiramos décadas dando por culo, marcando agendas, llenando el
tiempo de nuestros ascendientes de obligaciones y cuitas y protestando de paso
por su incomprensión. Y no nos vamos nunca, en realidad. Porque ser padre es el
oficio más difícil del mundo y, como decía el mío, “es estar preocupado por vosotros
hasta que me muera”.
Otro asunto que también se ha instalado en el ideario
psicológico o pseudopsicológico colectivo el “fobismo”. Una cosa es la
hidrofobia, que va asociada a la infección vírica de la rabia y es un síntoma
puramente biológico, o la claustrofobia, la fobia social o la agorafobia, que
son patologías mentales perversas por un mal funcionamiento de la almendra, y
otra cosa es la homofobia, la gordofobia, la hobofobia y demás fobias de
naturaleza sociocultural. Pero en el “totum revolutum” de esta civilización de
la información desinformada, parece que todo tiene la misma entidad. Esta
progresión del fobismo a mi me parece un poco torticera, que a algunos les
renta más que las acciones de Endesa, porque de toda la vida ha habido gordos y
homosexuales y vagabundos y viejos y hasta bajitos como yo. Y cualquier
característica individual ha servido de chascarrillo. Verbigracia, a mi algunos
de mis amigos me llaman “el enano barbudo” y mis actuales compañeros “el viejo
gruñón…y tan a gusto. Y el fanegas de mi cole respondía a las iniciales P.V.,
para evitar demandas, jugaba muy bien al fútbol, sudaba como un pollo y se
ponía colorado como un tomate con cualquier esfuerzo. Y le queríamos porque era
muy buena gente. Pienso que cuando el común de los mortales utiliza en tono
despectivo una característica personal no se debe a esa particularidad, sino al
desprecio, asco o ira que provoca el carácter o las actitudes de esa persona, y
el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Mi padre lo llamaría
tener manía y a correr. A lo otro lo llamaría ser mala persona, lo que ahora
diríamos patológico y que no es sino odiar específicamente por un rasgo a todos
los que lo comparten. Eso ya es una forma de psicopatía, y hay que hacérselo
mirar. Desgraciadamente, eso cuesta dinero, me permito añadir…
A lo que estaba… Seguro que también habrá paternofobia y
filifobia, y fobias innominadas que irán surgiendo en el ámbito familiar. Igual
nos hemos vuelto todos gilifílicos y amamos las gilipolleces, que también
pudiera ser. El caso es que hay progenitores que odian a sus vástagos y
sucesores que detestan a sus antecesores. Como toda la vida de Dios, en
ocasiones con razón y en ocasiones sin ella. No hay problema. A no tardar mucho
surgirá algún sesudo estudioso de la Universidad de Rascanalgas del Condado,
que proliferan mucho más las universidades que los níscalos, que elaborará una
compleja teoría sobre el tema. Y medios de comunicación y asociaciones de
defensa de lo que sea que lo “visibilizarán”, verbo que, por deformación
profesional supongo, siempre me evoca luces de emergencia y chalecos amarillos
en una carretera secundaria sin iluminar. Aunque igual esto de las redes, los
periodismos ideologizados y los tertulianos fanático-vociferantes no es sino un
puerto de montaña con un asfaltado estrecho y en un paraje oscuro y apartado.
Por último, y por no cansar, están los psicólogos de la
madurez, que enfatizan las bondades de la sabiduría viejuna y lo satisfactorio
que es ser conscientes del legado que dejas. Cosas que se desarrollarán,
imagino, en el espacio de tiempo que transcurre entre dejar el nido vacío, que
te vacíen el nido y la cuenta corriente ya de paso, y la crianza de malvas. Con
todos mis respetos, cambio la poca sabiduría que haya podido alcanzar a estas
alturas por pasear sin la puta faja ortopédica, por dormir ocho horas de tirón
roncando como un jabalí berraco en celo primaveral y por digerir el cocido sin
más sobresaltos que los gaseosos, y eso sin entrar en más detalles por no dar
lástima…
Por más que se empeñen en hacer experimentos y metaanálisis,
esa psicología popular del refranero siempre acaba por parecerme más acertada.
O tal vez, con el paso del tiempo, va ganando valor como las antigüedades.
Aunque también me da que algunos investigadores de la psicología deberían ir al
psicólogo, porque son gente que trata de explicar cualquier angustia en
términos científicos por el procedimiento de encajarlos a capón en sus
opiniones, y, sobre todo, dejando su impronta, como cuando los perros se mean
en el árbol o cuando el personaje de Morgan Freeman en “Cadena perpetua” graba
a punta de navaja que estuvo en el mismo cuartucho que Brooks. Pero será el
precio que hay que pagar por el avance en el conocimiento, y, si lo que se
descubre sirve para algo, bienvenidas sean las inyecciones de autoestima.
Esto no es más que otro delirio, que quede claro, por el que
me disculpo. Los psicólogos de trinchera merecen todo el respeto del mundo. En
una sociedad deshumanizada y alejada de lo esencial, hacen el papel de padre,
de madre, de hermano, de médico de cabecera, de amigo de bar y de cura de
parroquia rural. El hecho de que tengamos enfermedades de rico, que los que
tienen que buscar de comer cada día no tienen tiempo para depresiones, no hace
que dejen de ser enfermedades. Hacen falta, y hacen falta muchos más a tenor de
las cifras, porque traducen la bioquímica a román paladino y, como modernos
chamanes, devuelven la esperanza a los desesperanzados. Lamentablemente, que hubiese los necesarios
también cuesta dinero…
En fin, remato afirmando que yo tengo la suerte de no
necesitarlos, porque cuando no sé para donde tirar, busco en el disco duro las
entradas que empiezan por “Hijo…” y siempre encuentro una respuesta. Mi padre
no era un elfo ni un psicólogo, era un señor bajito con bigote. Y de pocas
palabras. Pero sabía lo que es la vida. Y lo corta que se hace. Allá donde
ande, le pido perdón por el nido vacío, por el nido lleno, por creerme más
listo que él y por si alguna vez no le di un beso o no le dije que le quería.
Se os quiere, por cierto. El besuqueo lo dejaremos para
después de la pandemia.