Llegué a la cima del cerro. El viejo
estaba sentado debajo de la encina que hacía las veces de vigía,
como si fuera un marinero de piel ajada a punto de subir a la cofa y
gritar “¡¡¡Tierra!!!”. Me miró sin demasiada curiosidad. Le
supuse harto de veraneantes disfrazados de Indiana Jones que
imaginaban que el otero era el Everest. Me senté a la sombra, apenas
a un paso de él. Le ofrecí un cigarro sin hablar. Lo cogió, le
arrancó el filtro y se lo puso en los labios. Fumamos en silencio.
El agosto de la Meseta cumplía con las expectativas y el sol abrasaba a todo imprudente que se le ponía a
tiro. Desde lo alto, miré la ladera que descendía sin prisa en una
pendiente casi infinita, hasta morir en la chopera que
desesperadamente trataba de cobijar un arroyo moribundo en el que,
alguna vez, hace ya muchos años, pesqué cangrejos. El arroyo, los
cangrejos y yo habíamos desaparecido en aquella versión, me dió
por pensar.
Sopló una ráfaga de viento, pero era
otra broma del estío, porque el aire te envolvía en un calor
pesado, como si quisiera empujarte a abandonar el somero cobijo de la
encina solitaria, para ponerte a merced de un Febo furioso sediento
de víctimas. El polvo que bailaba con el aire se hospedó sin
confirmar reserva en mi nariz y mi garganta.
Casi me asustó escucharle hablar.
Tenía una voz demasiado atiplada para un pellejo tan curtido. Me
preguntó, sabiendo de sobra la respuesta, picardías de aldea, de
quien era yo. Le contesté. Se quedó callado otro rato. Volvió a
hablar para preguntarme por la cueva de mi bisabuelo, y también
sabía lo que contestaría. Era una llave para abrir la puerta del
recuerdo. Me habló de los “Cayayos”, del trigo, de las fanegas y
los celemines, de las viñas, de las ovejas, de los trillos y las
mulas. Terminó en los éxodos sucesivos que despoblaron la comarca,
en la mina desierta del páramo y en la cooperativa comprada por una
multinacional.
Regresamos al silencio. Otro
cigarrillo. Me levanté para irme y me sacudí las botas. Se rió
como se reiría un conejo. Me dijo que era inútil sacarse el polvo.
Qué el polvo de Castilla es el dueño de Castilla y se asienta donde
quiere por derecho de pernada. Qué solo la lluvia y la nieve, cuando
llegan, le hacen cara, pero que se enroca en el suelo y espera su
momento.
Me despedí. Cuando apenas había dado
un par de pasos, le oí otra vez. Decía que buen hombre mi bisabuelo
y buen hombre mi padre. Qué yo le recordaba a mi abuelo. Bueno, pero
loco. Qué, como él, por más que me alejara, llevaría el polvo de
Castilla en mis botas. Y no hay pactos. O te entregas y te acomodas,
o te enloquece.
No me volví. Seguí bajando. A la
busca de un último cangrejo que me contase como se conjuran las
maldiciones milenarias de unas tierras molidas como harina. Aunque
tampoco era imprescindible. Bastaba con esperar a que llegue el
invierno. Y pintara de blanco el paisaje y cubriera con una colcha
helada la locura.
Mi abuelo y yo. Las fotos grises de sus
hijos y de su perro. Las fotos de colores de mis hijos y de mi perro.
Me vino a la cabeza aquello de “paso al loco de la calle, paso al
ansia de vivir”. Mi abuelo, mi padre y yo. La misma mirada triste.
Tres tristes locos en un trigal de Palencia. Me sacudí, esta vez con
saña, el polvo de mis botas. Para seguir pisando el polvo. Y los
chopos parecieron moverse cuesta arriba para abrazarme antes de que
el sol pudiese hacerme daño.
“Cayayo” es “Callado”. Mi
bisabuelo y mi padre. Y mi abuelo y yo para llevar la contraria al
que se inventa los motes desde que los hombres viven unos con otros.
O, tal vez, mi abuelo y yo buscásemos el silencio que hay en las
palabras. Otra forma de ser “cayayo”.
Polvo eres y en polvo te has de
convertir. Pero antes aventaré los caminos con mis botas, pisando el
polvo de los que fueron antes que yo. Paso al loco. Loco cayayo.