miércoles, 17 de octubre de 2012

El síndrome

Le han puesto mi nombre al síndrome. Supongo que porque soy un tipo destartalado que vive en el vientre de una tinaja rota y saca partido de todo lo que los demás tiran. Sesudos estudiosos de prestigiosas universidades y dilectos funcionarios de todas las escalas de los servicios sociales han venido hasta mi rincón para documentar mi modo de vida. Algunos me hablan con condescendencia, otros permanecen callados tomando innumerables notas en sus cuadernos, y todos parecen querer diseccionar mi cerebro sin bisturí. No les hago bromas, pero siempre me quedo con ganas de decirles que padecen mi enfermedad, sólo que ellos ansían acumular conocimientos en vez de trapos y cartones.

No les cuento la verdad, para que sigan teniendo material de trabajo y puedan intercambiar pareceres y hacer movimientos de cabeza y gestos de concentración. Los cachivaches que apilo son para despistar. En realidad, lo que me gusta acopiar son personas. Desde que descubrí esta herramienta, colecciono amigos.

Empecé por los míos de toda la vida, amigos capaces de recogerte en su casa, de preocuparse por ti y de regalarte los objetos más fascinantes: un libro, un tebeo, un disco, una cerveza, un abrazo. Son un tesoro que nadie en su sano juicio compartiría con un licenciado en ciencias que trabaja en una tesis sobre un viejo que ordena el universo haciendo montones de trastos.

Y luego los que van llegando. Un compañero, un amigo de una amiga de otro amigo de otra amiga, y así hasta el infinito. Cada uno con su historia, con sus alegrías y sus tristezas mimetizadas en palabras y en canciones, con sus satisfacciones, sus sueños, sus deseos, sus pasiones. Algunos se han materializado físicamente ya, transformados por un conjuro mágico de una imagen en la pantalla de un ordenador en seres de carne y hueso. Debo decir que ganan en directo. Para que quede constancia.

Los ordeno por categorías, que cambian constantemente. Hoy ella necesita un verbo que indique acción de amar, él un vocablo que despierte una sonrisa, aquel una frase que le motive, la del fondo a la izquierda un juego de palabras que la distraiga, el alto de la fila central un motivo para reflexionar. Cuando tengo tiempo y ganas, juego a imaginarlos y les escribo un cuento, que nada tiene que ver con ellos y, en consecuencia, todo tiene que ver con ellos. O directamente les escribo. Sin cuentos. Según me pille.

Y mientras me haga feliz este juego, seguiré jugando a ser un griego chalado que escribe insensateces, con la esperanza de que, al menos alguna vez, le alegre a alguien el día, o le ayude a pensar en alguien a quien quiere, o le haga recordar esa noche inolvidable que empezaba a olvidársele, o consiga trasladarle una buena vibración en mitad de un mal momento.

Pero a los de las gafas, qué todos los que investigan llevan gafas, supongo que para tamizar a través de una lente la crudeza de la verdad, no les pienso decir nada. Ellos, que persiguen alcanzar el saber, que nada hay más inalcanzable, me llaman enfermo. Nunca les revelaré que recopilo seres humanos. No es bueno mezclar en la vida lo que es importante con los pasatiempos, por más académicos que sean.

Confío que me guardaréis el secreto. Y no os mováis, que tendré que volver a clasificaros.

lunes, 15 de octubre de 2012

Lluvia

Todos los libros han sido escritos. Todos los árboles plantados. Todos los sueños,  soñados. Llueve melancolía por lo perdido y sólo escampa para que la tristeza por lo que has de perder te enfríe los huesos y poder volver a llover. Al fin y al cabo, esta mala racha pasará para dejar paso a otra peor. Se han callado los pájaros para que el agua cante su canción al chocar contra el suelo. Es una muestra de respeto.

La mujer que plancha frente a mi ventana se asoma para mirar como los charcos bullen con rabia, revancha al estío que ha dejado secas hasta las almas. Y el gato merodeador que se pasea por los tejados contempla con indiferencia desde debajo de un alero como la tierra parece cocerse gota a gota.

Seguro que en algún lugar de la ciudad, una Señora Azul piensa que también la Naturaleza ha tramado un plan contra ella, mientras un vagabundo enjuga sus lágrimas a golpe de tetrabrick, al ver su casa de cartón convertida en pasta.

La luz se ha bañado en ceniza, y un suicida indeciso medita en el Viaducto si hoy es un buen día para morir. En el parque, los niños se ensañan con sus botas de agua, y parecen pescadores enanos perdidos fuera de un barco perdido en el océano enano del Manzanares.

Los mentirosos no pierden la oportunidad de contar que es lluvia reciclada, fruto de las políticas de racionalización del gasto de la Administración, y aprovechan para despedir al conductor del camión que riega las aceras cuando los ciudadanos duermen el sueño de los indolentes, nunca el de los justos.

Solamente una urraca pendenciera recorre, impasible, los parterres, con un infinito desprecio por los paraguas y por los asustados bailarines que se esconden debajo.

Llueve sobre Madrid. Como Hilario Camacho, que sólo estás en medio de tanta lluvia. Ni la Virgen de la Cueva ni las nubes se levantan. Todos los momentos se perderán, viejo Roy, convertidos para ti en lágrimas artificiales que manan de un envase de plástico. Llueve con desdén, llueve sobre mojado, llueve lluvia color desesperanza.

Por eso amo la lluvia, porque nada le importa ser amada. Fiel a su destino, se empecina en tomar por la fuerza de la perseverancia todo lo que es suyo, indiferente a un futuro en el que llegue un sol abrasador obcecado en evaporarla. Porque volverá otra vez, precisamente gracias a quien la convierte en vapor. Empapando a los amantes, a los despechados, a los soberbios, a los olvidados, empapando en paradoja a los meteorólogos y al pastor que miraba los vientres de las nubes para saber si vendría.

Llueve por fin. Llueve por principios. Llueve con o sin rogativas. Llueve sobre Madrid.
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La siguiente la pago yo por Rick, Diógenes de Sinope y Albert se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.