Le han puesto mi nombre al síndrome. Supongo que porque soy un tipo destartalado que vive en el vientre de una tinaja rota y saca partido de todo lo que los demás tiran. Sesudos estudiosos de prestigiosas universidades y dilectos funcionarios de todas las escalas de los servicios sociales han venido hasta mi rincón para documentar mi modo de vida. Algunos me hablan con condescendencia, otros permanecen callados tomando innumerables notas en sus cuadernos, y todos parecen querer diseccionar mi cerebro sin bisturí. No les hago bromas, pero siempre me quedo con ganas de decirles que padecen mi enfermedad, sólo que ellos ansían acumular conocimientos en vez de trapos y cartones.
No les cuento la verdad, para que sigan teniendo material de trabajo y puedan intercambiar pareceres y hacer movimientos de cabeza y gestos de concentración. Los cachivaches que apilo son para despistar. En realidad, lo que me gusta acopiar son personas. Desde que descubrí esta herramienta, colecciono amigos.
Empecé por los míos de toda la vida, amigos capaces de recogerte en su casa, de preocuparse por ti y de regalarte los objetos más fascinantes: un libro, un tebeo, un disco, una cerveza, un abrazo. Son un tesoro que nadie en su sano juicio compartiría con un licenciado en ciencias que trabaja en una tesis sobre un viejo que ordena el universo haciendo montones de trastos.
Y luego los que van llegando. Un compañero, un amigo de una amiga de otro amigo de otra amiga, y así hasta el infinito. Cada uno con su historia, con sus alegrías y sus tristezas mimetizadas en palabras y en canciones, con sus satisfacciones, sus sueños, sus deseos, sus pasiones. Algunos se han materializado físicamente ya, transformados por un conjuro mágico de una imagen en la pantalla de un ordenador en seres de carne y hueso. Debo decir que ganan en directo. Para que quede constancia.
Los ordeno por categorías, que cambian constantemente. Hoy ella necesita un verbo que indique acción de amar, él un vocablo que despierte una sonrisa, aquel una frase que le motive, la del fondo a la izquierda un juego de palabras que la distraiga, el alto de la fila central un motivo para reflexionar. Cuando tengo tiempo y ganas, juego a imaginarlos y les escribo un cuento, que nada tiene que ver con ellos y, en consecuencia, todo tiene que ver con ellos. O directamente les escribo. Sin cuentos. Según me pille.
Y mientras me haga feliz este juego, seguiré jugando a ser un griego chalado que escribe insensateces, con la esperanza de que, al menos alguna vez, le alegre a alguien el día, o le ayude a pensar en alguien a quien quiere, o le haga recordar esa noche inolvidable que empezaba a olvidársele, o consiga trasladarle una buena vibración en mitad de un mal momento.
Pero a los de las gafas, qué todos los que investigan llevan gafas, supongo que para tamizar a través de una lente la crudeza de la verdad, no les pienso decir nada. Ellos, que persiguen alcanzar el saber, que nada hay más inalcanzable, me llaman enfermo. Nunca les revelaré que recopilo seres humanos. No es bueno mezclar en la vida lo que es importante con los pasatiempos, por más académicos que sean.
Confío que me guardaréis el secreto. Y no os mováis, que tendré que volver a clasificaros.