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viernes, junio 26, 2015

'Espías', Jason Statham y Rose Byrne arrasan en la fiesta de Paul Feig y Melissa McCarthy

Nueva película de Paul Feig con Melissa McCarthy y nuevo despliegue de gags, bromas, y chistes del mismo estilo de lo ya conocido. Como suele suceder en estos casos, quien se haya reído con La boda de mi mejor amiga o Cuerpos especiales, también se reirá con Espías, porque repite las mismas constante y el humor gamberro de aquellos dos filmes. Pero aquí hay una sorpresa, y es que hay dos actores que arrasan en el entorno ya trillado de director, escritor y protagonista (que nadie se deje engañar por el cartel español de la película, la protagonista es Melissa McCarthy de forma indiscutible): Jason Statham y Rose Byrne. El primero demuestra tal sentido del humor riéndose de sí mismo y su más absoluto encasillamiento que es imposible no reírse con él en sus divertidos diálogos, los más acertados de todo el filme. Y la segunda es una actriz de tanto talento, aunque no se le reconozca demasiado a menudo, que tampoco se le resiste el papel de comedia que le ofrece Feig.

La presencia de Statham y Byrne consigue, de hecho, que las dos horas exactas del filme (por si alguien tiene interés, durante los títulos de créditos se deslizan algunas bromas en el grafismo y a su fin hay una toma falsa) no se hagan demasiado largas. Porque, en realidad, lo parecen durante la película, que tiene un ritmo tan apabullante (y no necesariamente en el buen sentido) de gags que parece increíble que haya conseguido alargarse tanto. No hay una historia brillante, ni siquiera apañada, sino una incontenible acumulación de chistes. Eso, aunque Feig no sea consciente, es un problema, porque aumenta el nivel de error y multiplica la presencia de momentos sin gracia. Los hay muy divertidos, eso está claro, pero siendo tantos los intentos y siendo el filme tan largo es difícil escapar de esa irregularidad... si no fuera, de nuevo hay que insistir en ello, por Statham y Byrne, cuyas dosificadas presencias (más la de él que la de ella) aportan brillantez al conjunto.

Feig arranca la película como una parodia de James Bond, a lo que ayuda el carisma de Jude Law (y su esmoquin) y los títulos de crédito y la banda sonora bondianos que Feig utiliza, recursos tan fáciles de reciclar como efectivos. Pero después, aunque se mantenga el homenaje al cine de espías por el constante cambio de escenario (y esa querencia tan de 007 por diversas localidades europeas), en cuanto McCarthy toma el protagonismo absoluto de la película, Espías se desliza a los terrenos más comunes. Y ahí volvemos a lo mismo de siempre en las comedias: o se aprecia a su protagonista o la película puede convertirse en una experiencia de difícil digestión. Es tan descarada la decisión de dejarlo todo en manos de McCarthy que lo sorprendente es que Statham, que no es precisamente un gran actor, o Byrne, que no se ha distinguido hasta ahora por ser una gran cómica, sean capaces de destacar con tanta claridad e independientemente del papel que les reserva el guión.

Aunque el doblaje supone una tergiversación de la experiencia, hay chispa en los diálogos, y ahí, toda una sorpresa, es donde destaca Statham. Byrne tiene presencia, una sorprendente vis cómica y una elegancia total, pero Statham arrolla en cada escena en la que aparece. Y por eso duele menos la duración, la exageración visual para hacer creíbles las habilidades en el cuerpo a cuerpo del personaje de McCarthy o la simplista trama, supeditada siempre al momento cómico. En realidad, tampoco es que Espías aspire a ser mucho más de lo que es, y en su terreno cumple razonablemente bien. No es la comedia más sofisticada del mundo (¿siguen haciéndose comedias de ese tipo?), pero saca del espectador, incluso del menos propenso al género, más de una risa. Incluso alguna carcajada. Pero sí, la culpa la suelen tener Statham o Byrne, mucho más que McCarthy o Feig, que en todo caso superan con creces los resultados de Cuerpos especiales.

viernes, mayo 23, 2014

'Dom Hemingway', un batiburrillo incompleto pero divertido

La primera escena de Dom Hemingway es la prueba de fuego para saber qué cabe esperar de la película. Si un espectador la encuentra divertida, adelante, la película va a divertirle, aunque asumiendo que no hay realmente una historia que contar. Si no la encuentra divertida y lo visto cuando aparece el título no ha llamado su atención, es el momento de asumir que los 90 minutos que dura el filme no van a ser los mejores de su vida. Porque todo lo que es Dom Hemingway está en ese par de minutos iniciales, en esa secuencia sexual nada contenida en su lenguaje pero cerrada en un plano fijo del rostro del omnipresente protagonista que da título a la película y que está encarnado por un extasiado Jude Law. Lo que sigue a esa escena es un batiburrillo en el que salen gangsters, chicas, drogas, dinero y demás elementos de un thriller pretendidamente gamberro pero en el que se juntan muchas cosas sin que quede claro en ningún momento qué es en realidad lo que estamos viendo o hacia dónde va avanzando. Por eso, el resultado es una película sumamente incompleta pero que, con un descaro enorme, divierte lo suyo.

Aunque se suele abusar del recurso de dar el nombre del protagonista a una película, en esta ocasión es perfectamente adecuado. Hay que olvidarse de la historia, de un final, de una estructura clásica, incluso de que lo sucede en la pantalla tenga en realidad alguna trascendencia como conjunto. Lo que importa es Dom Hemingway. Mejor dicho, todo lo malo de Dom Hemingway, todos sus defectos y su única virtud, su capacidad para abrir cajas fuertes. Richard Shepard, director de la película, se vuelca en el personaje y deja que Jude Law haga lo que quiera. Literalmente. Y se le nota tan desatado, tan metido en el papel, tan ridículamente creíble en la piel de este criminal borracho, mujeriego, malhablado, violento y maleducado que ya desde esa primera escena es difícil resistirse a su dudoso encanto. Siendo así, la película es disfrutable gracias a él, a lo que le rodea y a lo que se va formando a su alrededor, aunque importe más bien poco el motivo por el que arranca la película en prisión o lo que va sucediendo.

En todo eso no hay coherencia, ni hilo narrativo, ni siquiera un propósito consciente de mostrar el lado criminal, el humano o el irreverente de Dom. La película simplemente se deja llevar. ¿Que hace falta meter en la historia a una hija abandonada (Emilia Clarke) a la que ahora el protagonista intenta recuperar? Se mete. ¿Que hay que introducir al hijo de un mafioso negro con el que Dom nunca trabajó y que ahora ha heredado el negocio? Pues se le incluye. ¿Que da la impresión de que el igualmente divertido amigo de Dom (Richard E. Grant) en realidad sólo está en pantalla para dar la réplica al protagonista? Probablemente sea cierto. ¿Que hay que generar un elemento ya en el tercio final de la película que tendría que haber sido su comienzo? Se coloca ahí y listo. Nada de normas. Shepard, que es el director y el guionista, no las quiere para nada. Y Jude Law hasta agradece esa ausencia de constricciones, porque lo que importa de verdad es su retrato, su incontrolado lenguaje (verbal y no verbal) y los diálogos cortantes, irreverentes y a ratos desternillantes, de largo lo mejor de la película.

Dom Hemingway es así algo absolutamente inclasificable, una película a la que resulta absurdo buscar parecidos y que en realidad se basa en la irreverencia del personaje de Jude Law para crear un producto tan absurdo como entretenido. Y como se basa tan claramente en una bizarra rareza, se agradece que el invento se quede en 90 minutos. Porque por Jude Law y su tan exagerada como notable composición seguro que se podría haber pasado mucho más tiempo contándonos las batallitas de este despreciable pero en el fondo adorable tipejo de los bajos fondos. Y seguro que la fauna que desfila por la pantalla podría haber seguido creciendo hasta el infinito. Pero lo que muestran es más que suficiente para pasar ese buen rato entre el asombro (no siempre positivo, también hay que reconocerlo) y la carcajada. Es una propuesta original dentro de este subgénero de tipos desagradables que se viene dando dentro del thriller de criminales, y no sería raro que algunos la vieran demasiado original y la consideren como una película extraña que se les ha ido de las manos a sus responsables. Pero culpables o no, carcajadas provoca.

lunes, abril 08, 2013

'Efectos secundarios', Soderbergh mejora pero no tanto

Dentro de la frenética marcha que ha metido Steven Soderbergh a su carrera como director (precisamente cuando más habla de ponerle fin), Efectos secundarios es su mejor película. Mantiene la frialdad de sus últimos trabajos (Magic Mike, Indomable, Contagio), pero encuentra elementos interesantes en un guión que, una vez superados los vaivenes iniciales y la falta de definición sobre la película que quiere ser, coge fuerza y hace crecer a sus personajes. El final no está tan a la altura y se acerca más a lo complaciente de aquel decepcionante cierre de Traffic que a las cimas truculentas a las que apuntaba en la media hora final, pero el resultado esta vez no es malo. A eso contribuye un reparto adecuado y convincente, que hace olvidar algunas trampas de la primera mitad del filme y contribuye a dejar un thriller convincente que, eso sí, pierde gas cuanto más tiempo tiene el espectador para pensar en la película. Tampoco parece como para tirar los cohetes que ha tirado la crítica norteamericana ni un salto enorme, pero sin duda es una mejora en la filmografía reciente de un director, Soderbergh, al que sigo viendo sobrevalorado.

Soderbergh construye una historia de la que no es fácil hablar sin desvelar algunos de sus muchos giros, alguno intrascendente y alguno muy agudo. Basta con saber que la película se construye básicamente en torno a cuatro personajes, la pareja que forman Emily (Rooney Mara) y Martin (Channing Tatum), ella víctima de depresiones por el hecho de que su marido está en la cárcel, y dos psiquiatras, los doctores Jonathan Banks (Jude Law) y Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), el primero de ellos tratando en esos momentos a Emily y la segunda como su doctora en el pasado. La película arranca pareciendo un drama personal, se desliza después por los derroteros de la crítica social (a la industria farmacéutica, muy presente en determinados momentos de la cinta) y acaba como una especie de thriller psicológico que promete mucho y acaba dando algo menos de lo presumible. Los mejores momentos están en las dos últimas partes, especialmente en la segunda, aunque destacar eso obliga a aceptar las trampas que Soderbergh va tendiendo en el primer tercio.

A diferencia de lo que sucedía con las anteriores películas de Soderbergh, esta sí se disfruta durante la proyección. Hay una historia que resolver, un misterio que desentrañar y un final al que llegar. Todo eso quedaba mucho más difuso en sus anteriores trabajos. Y aunque interesa, la frialdad del director aleja bastante (hay algo de esa metáfora en los planos con los que abre y cierra la película), una distancia que recortan los actores. Con un Chaning Tatum que no da mucho más de sí, ni como actor ni por el personaje que le ha tocado en suerte, Jude Law lleva el peso de la película, primero discretamente y a la sombra de la en ocasiones agradecida excentricidad de Rooney Mara (pero menos magnética de lo que estaba en el todavía único Millennium de David Fincher) y desde la mitad de la película ya con firmeza. Su personaje es el que mejor evoluciona porque es el que más lo hace en cámara, a la vista del público. En él no hay trampas. En el resto del andamiaje de la película, sí. Por eso, Jude Law se erige en lo mejor. La presencia de Catherine Zeta-Jones también es muy agradecida, porque encuentra el punto adecuado a cada una de sus escenas, aunque en la reflexión posterior a la película sea el personaje más criticable en el guión.

No comparto la difusión de spoilers, y eso complica las explicaciones sobre una película interesante a ratos e insulsa en otros. Interesante porque hay mimbres, porque hay escenas que enganchan, hay momentos que sí logran su objetivo. Pero insulsa porque las explicaciones que da Sodebergh con el guión de Scott Z. Burns (con el que ya trabajó en ¡El soplón! y Contagio, además de haber colaborado en El ultimátum de Bourne) son a menudo bastante atropelladas e inverosímiles. Por eso, digerir la película acaba por rebajar su efecto, porque sirve para asumir que hay detalles que no cuadran en el relato de la primera parte o en la explicación de la resolución. Incluso hay personajes que sirven para una cosa y la contraria, sin mediar escena alguna que diga por qué. Se agradece que Soderbergh no intente aquí hacer la película definitiva sobre nada y se embarque en una intriga de lejanas resonancias hitchcockianas que tardan en dejarse ver. Eso y las actuaciones salvan una película que se deja ver con cierto agrado pero cuyo argumento tiene toda la pinta de no resistir un segundo visionado.

miércoles, marzo 20, 2013

'Anna Karenina', envoltorio lujoso, interior discutible

Anna Karenina marca un punto difícil de analizar en la filmografía de Joe Wright. Tras dos películas de época como Orgullo y prejuicio y Expiación, el director insiste en llevarnos siglos atrás, lo que marca un encasillamiento algo sorprendente del que, en realidad, pretende huir mediante el envoltorio. Lujoso en sus formas, en su vestuario y su dirección artística, como suele serlo casi siempre una película de época, pero muy sorprendente por el escenario teatral que escoge. Como apuesta, es tan arriesgada como valiente, y de haberse mantenido de principio a fin habría ofrecido algo diferente. Pero Wright parece darse cuenta de lo descabellado (adjetivo no necesariamente negativo aplicado al cine, normalmente tan inmovilista) de su propuesta y rompe sus propias reglas, cuando no repite los mismos trucos visuales. El envoltorio, en todo caso, destaca. El fondo, en cambio, cuesta más. Porque no se atisba la pasión que tiene que desprender una historia como la que escribió Tolstoi en 1877 y no encuentra un reflejo adecuado en un reparto que está lejos de conmover.

Durante la primera mitad de la película, Wright convence con sus elecciones, por atípicas que puedan parecer. Sitúa la acción en un escenario teatral sobre el que gira a conveniencia, por su patio de butacas, por sus tablas y entre bambalinas. Se mueve con acierto, disfruta haciendo así lo que mejor sabe, mover la cámara en planos largos y hermosos, cambiando las habituales transiciones del montaje (técnica que, por cierto, también aplica con muy buen criterio durante casi toda la película) por unos camios de escenario en cámara logrados y hermosos, y usa trucos visuales que dejan escenas tan magníficas y magnéticas como la del primer baile. Pero 130 minutos que dura se le hacen eternos para mantener su apuesta. Wright comienza a repetirse (como en la parálisis de la escena en torno a un personaje), a traicionarse (el teatro deja de ser el escenario a conveniencia), y su apuesta estilística pierde algo de fuerza. En cualquier caso, es la faceta visual, la puesta en escena y la forma de rodar de Wright lo mejor de una Anna Karenina que falla en lo que más fácilmente habría que dar por sentado: las emociones.

Quizá la película gane puntos a ojos del espectador que sepa admirar el trabajo de Keira Knightley. Es obvio que un filme como éste basa el nivel de éxito en la credibilidad que ofrezca su protagonista principal. Knightley, con la que Wright trabaja por tercera vez, no me parece la actriz adecuada, no creo que haya sabido entender el personaje y creo que multiplica las facetas de su personalidad hasta el punto de parecer inverosímil. Y eso, obviamente, minimiza el impacto emocional de la película, convierte en imposible de creer tanto su matrimonio con Alexei Karenin (un contenido Jude Law) y, sobre todo, su relación extramatrimonial con Alexei Vronski (un soso Aaron Taylor-Johnson), que sólo desprende magia en la ya mencionada escena del primer baile, aunque ahí quizá haya que agradecérselo a la puesta en escena y no al trabajo interpretativo. Y fallando lo emocional, es difícil no ver Anna Karenina como un paso atrás de Wright tras Expìación, donde sí conseguía que los sentimientos destacaran incluso aunque su pericia como director visual quedara algo por encima.

A Wright se le escapa entre los dedos la posibilidad de cerrar una película atractiva cuando su reparto pierde el duelo con las facetas más técnicas y visuales de Anna Karenina y cuando no se atreve a llevar su apuesta formal hasta el final. Hay en lo primero motivos más que suficientes para apreciar la película, pero la ausencia de alma lleva a que la historia sea en ocasiones incluso aburrida, bastante inconexa y poco conseguida en sus enormes elipsis temporales. Al final, su duración se antoja excesiva para lo que acaba contando pero deja la sensación de que habría mejorado siendo más larga. Y entre tantas contradicciones el resultado no puede ser todo lo satisfactorio que podría haber sido, por mucho que su fotografía, su montaje, su diseño de producción y su vestuario (que ganó el Oscar superando a Los miserables) sí puedan alcanzar notas entre notables y sobresalientes. Porque, por bonito que sea el envoltorio, hay historias que exigen mucho más. Y Anna Karenina es, indudablemente, una de ellas.

viernes, febrero 24, 2012

'La invención de Hugo', un maravilloso cuento del más inesperado fabulista

Quién iba a decir que el cineasta que mejor ha sabido retratar la sordidez del alma humana en las últimas cuatro décadas podría estar a la altura que requería el cuento más maravilloso, el canto más hermoso al cine que se ha visto en años. Quién iba a pensar que Martin Scorsese sería tan buen fabulista como narrador, tan magnífico soñador de fantasías como relator de crudas historias reales. La invención de Hugo tiene el envoltorio de un cuento para niños. Cuando el proyecto se estaba gestando, en realidad parecía no ser más que un divertimento de un realizador que ya no tiene que demostrar nada a nadie, un momento de recreo en el patio del 3D para un hombre de cine al que le apetecía juguetear con las nuevas tecnologías. Y puede que sea todo eso, pero también es una película hermosa, magnética de principio a fin, un prodigio visual y técnico (¡sí, el 3D es por fin una herramienta de verdad para hacer cine!) que lleva a la pantalla una historia deliciosa, irrepetible e imprescindible.

Porque, procede decirlo ya con todas las letras, La invención de Hugo es una obra maestra. Una más en la carrera de un director que llevaba unos años demostrando una maestría inmensa en su forma de rodar pero al que le faltaba una historia que le hiciera entrar de nuevo en el olimpo del séptimo arte (a pesar de que fue con Infiltrados, su penúltimo título, con el que la Academia se rindió a su genio), ese que conoce a la perfección el tipo que nos ha dado Taxi driver, Toro Salvaje, Uno de los nuestros, Casino o Gangs of New York. Pero, ojo, esta película no tiene absolutamente nada que ver con sus trabajos previos. Scorsese ha sido siempre un analista de las bajezas humanas, de grandes conflictos internos y de intensas tragedias. Y, sin embargo, aquí entona una tierna y entrañable canción de amor a todos los niveles que deja sin aliento. Se le reconoce como cineasta en sus imágenes y en sus planos, desde luego, pero la expansión temática y de espíritu es tan inmensa que sólo puede recibir el más sincero de los aplausos, no sólo por su valentía sino también por su excelso y ya más que conocido talento.

Este canto de amor lo es sobre todo al cine. No debiera sorprender a nadie que conozca sus documentales, sobre todo Un viaje personal con Martin Scorsese a través del cine americano, una joya que todo amante del cine de todas las épocas está obligado a ver. En esta ocasión, el foco de Scorsese va un poco más lejos y se fija en el cine mudo y en la figura de George Melies. Pero esa es sólo la excusa para demostrar un enorme cariño hacia el séptimo arte como disciplina, como entretenimiento, como forma de ser y de vivir (no sé si recuerdo en el cine de muchos años atrás una secuencia más evocadoramente hermosa en este sentido que el momento en el que el personaje de Chloë Grace Moretz descubre el cine). Y es más que curioso que Scorsese borde este reconocimiento con una técnica en las antípodas tecnológicas de aquel viejo cine. No sé si el 3D acabará imponiéndose de verdad, ni tampoco si realmente es del agrado de todos los públicos. Pero La invención de Hugo es la primera película realmente hecha en 3D. Todo está hecho en 3D, todas las escenas, todos los planos. No dos o tres efectos para impresionar. Todo. Y es un hermoso y cautivador espectáculo.

Hugo Cabret (Asa Buttefield) es un chico de doce años que vive entre las paredes de la estación de tren del París de los años 30 del siglo pasado, entre los engranajes de los diferentes relojes del lugar y custodiando un pequeño y curioso autómata de metal en el que trabaja. Quién es y cómo ha llegado allí es algo que se irá descubriendo poco a poco. Pese a tratarse de la adaptación de un libro de Brian Selznick y no de una historia original de su realizador, es difícil no ver en el chico a un reflejo de Scorsese. Primero como voyeur del particular universo que le rodea (espléndida dirección artística), el del entristecido encargado de la tienda de jueguetes (Ben Kingsley) y la niña que está a su cargo (Chlöe Grace Moretz), el del inspector de la estación (Sacha Baron Cohen), el del librero (Christopher Lee), el de la florista (Emily Mortimer) o el de otras personas que se mueven por la estación a veces sin saber en realidad por qué. Después, ese parecido entre Hugo y Scorsese se ve en el amor que profesa al cine, herencia de su padre (Jude Law). Y finalmente como aventurero de la vida, faceta en la que el chico en busca de los recuerdos de su padre y Scorsese es creador de sueños cinematográficos.

La invención de Hugo funciona como película infantil y juvenil, porque es atractiva visualmente con una paleta de colores ricos y brillantes y porque sus jóvenes protagonistas afrontan las dosis necesarias de aventura, riesgo y misterio. Si se detuviera ahí, ya sería un título sobresaliente. Además, técnicamente es perfecta a todos los niveles, sirva como ejemplo la hermosísima música de Howard Shore que transporta de forma inmediata a la época y lugar en la que se desarrolla la historia. Pero aún hay más. Está interpretada de manera fresca y sincera, en un reparto en el que destacan tanto los grandes nombres como sus jóvenes protagonistas, incluso ese doberman que casi merece ser tratado como actor humano. Y Scorsese... ¿Qué decir a estas alturas de Scorsese? ¿Qué se puede decir de alguien que es capaz de ofrecer dos horas de semejante hermosura? No tiene precio poder disfrutar de algo así. Scorsese lo sabe porque, como gran estudioso que es del cine, ha vivido algunas veces dos horas como éstas que brinda él ahora. Éstas que dejan una satisfacción incomparable cuando uno sale de la sala y un agradecimiento inmenso hacia quienes, con su talento y su trabajo, lo hacen posible. Qué grande es el cine, qué grande es Scorsese.

jueves, enero 05, 2012

'Sherlock Holmes. Juego de sombras', salvada la temida catástrofe

Hace poco más de dos años se habló más de la fidelidad, o infidelidad, del Sherlock Holmes de Guy Ritchie al original literario de Sir Arthur Conan Doyle que de sus virtudes como película, que las tenía. Ahora, ya asumidas las líneas en las que se mueve esta libre pero no tan alejada adaptación, la duda era si Sherlock Holmes. Juego de sombras mantendría el nivel de entretenimiento de la primera. La respuesta es negativa, y la primera mitad de esta secuela hace temer lo peor durante muchos minutos, pues hay torpeza en la narración, injusticia en el veredicto hacia los resquicios de la primera película y algo de aburrimiento. Pero todo cambia en la segunda mitad. Ahí regresa el sano espíritu aventurero y gamberro de la primera entrega, una acción original y divertida, unos personajes muy bien formados y un clímax magnífico. Salvada la temida catástrofe, uno sale del cine con buen sabor de boca, aunque sea una película inferior en casi todo a la primera.

Da la impresión de que Guy Ritchie se ha debatido entre marcar un punto y aparte con respecto a la primera película o que fuera un punto y seguido. Y dudando, lo que ofrece precisamente es un producto dubitativo que se equivoca en lo que quiere dejar de lado y lo que quiere rescatar de la película original. Arrincona a dos personajes de gran protagonismo en la primera entrega, dándole un simple cameo a uno y un indigno e injusto final a otro. Se equivoca, sobre todo en lo segundo, porque menosprecia puntos positivos del filme de 2009, aunque entonces no terminara de explotarlos. Potencia lo que ya vimos, es decir, las habilidades deductivas de Holmes incluso en las peleas, y eso huele a repetitivo. Y apuesta por una forma de rodar más propia todavía de Guy Ritchie que lo visto en el Sherlock Holmes que sirvió de apertura a esta saga, dificultando el seguimiento de la acción. Tampoco parece razonable la insistencia en comenzar la película con las mismas alusiones al futuro de casado de Watson, gracias que ya cumplieron su objetivo en la primera mitad.

El guión, además, tarda en arrancar, supeditado a lo que se mantiene del primer filme con acierto y fidelidad: la calculada química que hay entre Robert Downey Jr. y Jude Law. Ambos actores disfrutan, y se nota, de sus papeles. Encajan en ellos a la perfección y se complementan de una forma sutil y natural, sus diálogos fluyen y las situaciones, por descabelladas y absurdas que puedan parecer (y aquí esa frontera se sobrepasa una o dos veces), acaban teniendo credibilidad. Eso sostiene la primera mitad de la película, pero, claro, es algo que ya está visto. Además, ésta es la película de la verdadera introducción de Moriarty, atisbado sólo entre las sombras en la primera entrega, y eso, en una historia de Sherlock Holmes, obliga a la excelencia. Sin embargo, y a pesar del buen e intenso trabajo de Jared Harris al dar vida al villano definitivo del detective más famoso del mundo, en la primera mitad no se atisba la grandeza del personaje. Ni de la historia. Por eso, la sensación de una larga hora de película es decepcionante. Al margen de Downey Jr. y Law, sólo destaca la introducción de Stephen Fry como un divertidísimo Mycroft Holmes (desternillante su encuentro con la esposa de Watson).

Contra todo pronóstico, y cuando la esperanza estaba a punto de desvanecerse por completo, Guy Ritchie y su equipo parecen abrir los ojos y recuperan todo lo bueno que tenía la primera película. A partir de la impresionante escena de huida de la fábrica de armas (innovadora, emocionante y muy bien subrayada por la música del genial Hans Zimmer, a ratos poderosamente oscura y a ratos juguetona, en sí misma, mezclándose con música clásica e incluso con los efectos de sonido), todo cambia, se recupera el sentido más aventurero de la cinta original, su toque de comedia elegante y emocionante thriller de misterio. Con los admisibles excesos que ya vimos en Sherlock Holmes, pero también con ganas de ofrecer algo nuevo y diferente. El clímax no es tan físico como intelectual, y se convierte en lo que uno espera del deseado duelo en la pantalla, y sobre un tablero de ajedrez, entre Holmes y Moriarty. Es una escena en la que todos los actores se crecen (especialmente Jared Harris, porque de la pareja protagonista ya conocíamos su capacidad), en la que Guy Ritchie acierta en sus planos, en su montaje y en sus diálogos, un final espléndido para una película que no había comenzado precisamente con el mismo vigor e interés que la primera.

Sherlock Holmes. Juego de sombras deja sensaciones contradictorias, porque contradicción parece haber en su propia concepción. Mezcla aciertos y errores tanto en lo que rescata de aquella primera película (la química de la pareja protagonista o el irresistible encanto de Rachel McAdams está entre lo mejor, la repetición de trucos visuales y chistes es lo peor) como en lo que quiere introducir de novedoso (magnífico Stephen Fry y el Moriarty de Harris en la segunda mitad; desconcertante el guión en su primera mitad y la introducción de los gitanos encabezados por una Noomi Rapace que parece algo perdida... hasta el clímax final). Pero si acertamos a escoger los aciertos de la película, lo cierto es que queda un producto simpático. Menos que la primera película, desde luego, porque la capacidad de sorpresa se ha perdido y porque el inicio de esta secuela es bastante descorazonador. Pero como resulta que lo mejor de Juego de sombras está al final, predomina el buen sabor de boca. O será que entré al cine con ganas de que me convencieran de que no iba a ser el desastre que temía y me acabé encontrando con dos grandes escenas que compensan los fallos.

viernes, octubre 14, 2011

'Contagio', blando efectismo

Hay algo que me aburre de Steven Soderbergh. Cada película suya parece tener el objetivo de ser el título definitivo sobre un tema. Y desde esa perspectiva, tengo que reconocer que no le suelo ver cerca de esas pretensiones al revisar su cine. Estuvo muy próximo a alcanzar su propósito en Traffic, aunque las enormes y excesivas concesiones finales arruinaron en buena medida el filme. Aquí viene a sucederle lo mismo. Comienza Contagio, su pretendida historia definitiva sobre una epidemia vírica mundial (tejida indudablemente a raíz de los ríos de tinta escritos sobre la gripe aviar, de hecho bastante mencionada en el filme) con mucho morbo. Muchos planos escabrosos. Demasiados, largos y muy desagradables. Innecesarios probablemente, y más teniendo en cuenta la voluntad buenista que desprende la película, mucho más preocupada de que se vea la solución de los problemas que de plantear dilemas que dejen poso una vez se sale del cine. Por el camino queda una rutinaria historia coral que, precisamente por ese carácter, deja demasiado en el aire la mayoría de las vidas que plantea. Y sin esa necesaria empatía, Contagio sólo ofrece algunas pinceladas de interés.

El arranque de la película anuncia el final. Partimos del día 2 de una epidemia que se va extendiendo, luego con el orden cronológico que preside Contagio ya podemos estar más que seguros de que el día 1 cerrará la historia. Un movimiento extraño porque la búsqueda del paciente cero no adquiere verdadera consistencia a lo largo del relato, pero con cierta lógica para evitar el excesivo buenismo del que fue presa, por ejemplo, Traffic. En realidad, es que ninguna de las líneas paralelas de la historia adquiere demasiada fuerza y esa indefinición es el gran problema al que se enfrenta Contagio. ¿Es una película científica? No. ¿Es una historia humana? Tampoco. ¿Es una historia gubernamental? La verdad es que no. ¿Es una historia periodística? No de nuevo. ¿Es más un relato frío y documental o un relato de ficción sobre la condición del hombre? Ninguna de las dos cosas. ¿Pero sale todo esto en la película? Sí, todo sale. Todo se bosqueja, pero nada termina de dibujarse, con lo que la película se mueve en continuos altibajos que van abriendo posibilidades que Soderbergh no aprovecha. Y seguro que lo hace conscientemente, dentro del aparente deseo de ofrecer un mosaico ambicioso y, quizá por eso mismo, bastante más fallido de lo que le gustaría.

Soderbergh busca la incomodidad del espectador, lo hace con desagradables planos de enfermos y con una música machacona e irritante de Cliff Martínez, lo hace con la base de la historia y con algunos de los detalles que va dejando a lo largo del metraje. Pero no termina de enganchar. La historia humana es, quizá, su mejor baza. Beth (Gwyneth Paltrow, una actriz que siempre me ha parecido insulsa y demasiado plana) es el primer personaje al que se coloca en el epicentro de la epidemia. Su marido, Mitch (Matt Damon), es quien tiene que lidiar con los efectos del virus, los que podrían generar más empatía en el espectador. Pero la frialdad preside su historia, cuando tendría que abordar con fuerza el lado más sensible de quien vea la película. Hay más calor en la visión tremendista y manipuladora del periodista freelance Alan Krumwiede (un notable Jude Law), sobre todo en su enfrentamiento televisivo con el científico a cargo de la búsqueda de una vacuna, el doctor Ellis Cheever (un buen Laurence Fishburne, cuyo personaje acaba perdido por ese buenismo de Soderbergh a la hora de cerrar sus películas definitivas). Ni Marion Cotillard ni Kate Winslet consiguen aportar mucho más a la película que ir incluyendo episodios con la misma facilidad con la que pasan los días de epidemia.

Contagio no es fallida en todo momento, claro está, porque plantea muchas cuestiones de interés. Su pecado es que se queda en la superficie de todas ellas, cuando quizá la habría convencido apostar por alguna o algunas de las múltiples líneas argumentales que ofrece. No es una cuestión de complejidad o de facilitar la tarea al espectador, sino de dispersión narrativa. Soderbergh tarda casi una hora en hilar lo que presenta en los primeros cinco minutos de película sin mucho motivo para semejante dilación. Y cuando lo hace, recurre a lo más sencillo en todo momento. No hay profundidad ni tampoco misterio. No es fácil comprender el porqué de tanta espera para algo fácilmente deducible, ni tanta vuelta para explicar cosas que quedarían claras de formas mucho más sencillas. Soderbergh se lía y no acaba de demostrar qué quiere contar con la película, más allá de aprovechar de forma tardía la innecesaria psicosis mundial que generó la gripe aviar. Y es que eso es lo que parece buscar en el espectador: que sufra por la posibilidad de contagiarse de algo parecido durante las dos horas de la película. ¿Lo consigue? La verdad es que no (y él mismo, con un chiste cinéfilo interno, se encarga de recordar al espectador quién lo consiguió con un miedo muy diferente hace unos años).

Contagio no es la película definitiva de epidemias que pretendía ser y se queda a años luz, por ejemplo, del sincero entretenimiento que propuso hace casi quince años Wollfgang Petersen en Estallido. Soderbergh se rodea de un reparto estelar e internacional que, a falta de tanto espíritu en la película, se limita a cumplir con el expediente. Quizá sólo Jude Law y Laurence Fishburne sepan encontrar el tono justo de sus personajes, pero no sentir a ninguno de los dos como protagonistas absolutos de la película lastra las buenas sensaciones que dejan. Siempre he visto al director de Contagio como un realizador sobrevalorado, y su última película afianza esa sensación. Como documento puede ser interesante en algunos momentos y a algunos niveles, pero no parece que por ese detalle vaya a permanecer demasiado en la retina del espectador, ya que la película sólo se mueve a golpe de casualidad y reta continuamente la credibilidad de la historia. Los amantes del cine catastrofista la disfrutarán por momentos, pero al final se queda como un ejercicio blando de efectismo.

miércoles, enero 13, 2010

Un 'Sherlock Holmes' muy entretenido y más reconocible de lo esperado

Cuando alguien se lanza a hacer una película sobre un personaje que forma parte del imaginario cultural popular, siempre hay prejuicios (y no necesariamente negativos). Cuando se adelantaron detalles de Sherlock Holmes, detalles que rompían con la imagen clásica del personaje que todo el mundo puede tener en su cabeza, hubo de todo. Desde quienes criticaron hasta la saciedad que se rompiera la esencia del personaje que se admira como el mejor detective del mundo hasta quienes lo veían como una actualización necesaria de los mitos creados por Arthur Conan Doyle. Suelo moverme en un terreno intermedio, porque entiendo que los personajes deben evolucionar y adaptarse a nuevos medios, a nuevas formas de rodar, a nuevas formas de entender su papel. Pero en el fondo soy muy clásico y me dan miedo estos cambios. Este Sherlock Holmes me daba miedo. Y el caso es que los miedos eran infundados. La película funciona a la perfección como lo que pretende ser, un entretenimiento de lujo que inicie una nueva franquicia cinematográfica.

El filme no esconde nada. Desde su primera escena ya enseña lo que es, su estilo y cómo van a ser sus personajes. Ahí empiezan las rupturas. Desde la portentosa y tremendamente apropiada banda sonora de ese genio que es Hans Zimmer (y que seguramente no hubiera pegado en ningún filme anterior de Holmes) hasta los movimientos de cámara propios de su director, pasando por la estética de Londres y de los propios personajes. Sherlock Holmes no es visualmente el Sherlock Holmes que conocíamos. Es tan buen detective como le hemos conocido siempre, sí, pero hay algo diferente. Su vestuario para empezar, claro, pero sobre todo su actitud. Uno espera a un Holmes serio. Pedante incluso, pero lejos de ser un cínico. Este Sherlock Holmes lo es. Y socarrón. Muy socarrón. Por eso Robert Downey Jr. está sencillamente perfecto.

Es admirable la capacidad que tiene este actor de asumir personajes mundialmente conocidos y hacerlos suyos como si fuera la primera vez que los vemos. Nada sorprendente ahí, no en vano hablamos de un tipo que se dio a conocer dando vida a Chaplin para Richard Attenborough. El debate puede ser tan extenso como queramos pero, en el fondo, no es un Sherlock Holmes tan diferente al más clásico. Depende de la imagen que se tenga de él, claro. Yo guardo con cariño la de la última gran aparición cinematográgica del detective, hace nada menos que 25 años en El secreto de la pirámide. Y, eliminando la historia de amor de aquella, me cuadra perfectamente que aquel adolescente se haya convertido en este adulto. Hay mucho del Holmes original en este Holmes, aunque no estemos acostumbrados a verle pelear con sus puños. Primer gran punto a favor de la película.

El segundo punto a favor de la película, un gran reparto, con dos nombres más a destacar. Jude Law está también brillante como el doctor Watson. Otro cambio radical, el aspecto del fiel acompañante. Olvidad la idea del Watson bajito y rechoncho. Aquí Watson es físicamente tan capaz como Holmes. Y me gusta. Le da otra dimensión a la relación entre los personajes, que bordan Downey Jr. y Law con diálogos ácidos, con miradas llenas de sentido, con escenas maravillosas (la del restaurante es sencillamente antológica e ilustra a la perfección quiénes son estos dos hombres). Muchos pensarán que no se puede hacer una película de Sherlock Holmes sin enfrentarle a Moriarty desde el primer al último minuto. Mark Strong (Red de mentiras) demuestra lo contrario. Impresionante como Blackwood. Impresionante de verdad, desde la primera vez que se le ve en pantalla.

La presencia de Rachel McAdams, en cambio, es uno de los puntos algo más débiles de la película. No por la actriz, que me gustó en La sombra del poder, sino porque el guión no termina de sacarle partido a su personaje. Tenía muchas posibilidades que quedan a medias, ensombrecidas por el gran potencial de la relación entre Holmes y Watson y por el poderoso influjo del villano de la función. Es el gran lunar de un guión que funciona como un reloj de precisión. No hay trampa alguna, todo está ahí. Quizá Guy Ritchie (director que nunca me ha convencido demasiado y que me ha sorprendido porque no le veía rodando un Sherlock Holmes adecuado) peca demasiado de mostrar en pantalla las deducciones detectivescas de Holmes, pero hay que entenderlo en que el filme busca ser un taquillazo apto para todos los públicos. Incluso para los que no quieren pensar demasiado.

Tercer punto a favor de la película, una cuidadísima ambientación. Desde la ya mencionada banda sonora de Zimmer hasta el escenario de la película. Es maravilloso y muy adecuado ver a Holmes desenvolverse en un Londres que está abrazando la modernidad enfrentado a un enemigo de base sobrenatural. Y cuarto punto a favor, que es la mar de entretenida. En sus escenas de acción (admirable el clasicismo que tiene el clímax final) y en sus escenas de diálogo (ácidos en muchas casos, divertidos en otros y con momentos incluso para un sentimentalismo que Holmes no tiene). Y en ese final abierto que lo que nos dice es que estamos ante un personaje inmortal que tiene la capacidad de aparecer en muchas películas y de mil maneras diferentes. Sherlock Holmes, el mejor detective del mundo, volverá. Tiene que volver porque ya se le está esperando. En su mundo y desde el patio de butacas.

miércoles, abril 23, 2008

'Closer': cuatro motivos para disfrutar de una película que no me genera empatía

Casi siempre que me pongo a ver una película cifro sus posibilidades de éxito conmigo en la empatía que puedan generarme los personajes. Cuanto más me interesan las vidas ajenas que veo, por distintas y distantes que sean a la mía, más disfrutaré con la película. Con Closer no me sucede nada parecido. Con ninguno de los cuatro personajes principales siento empatía alguna. Más bien siento una cierta antipatía. No siento la vida como ellos, no afronto las relaciones personales como ninguno de ellos. No sé ponerme en su piel. Pero me encanta la película. ¿Cómo puede ser eso posible? Hay cuatro razones que hacen que disfrute viendo las desventuras amorosas de estos cuatro personajes incomprensibles desde mi visión del mundo.

La primera razón es un reparto de lujo. Jude Law, Clive Owen, Natalie Portman y Julia Roberts. Ellos cuatro sostienen sin ayuda de más personajes secundarios los 100 minutos de película. De Jude Law admiro su capacidad para meterse en la piel de personajes tan diversos; puede ser un tipo duro o frágil, poderoso o débil, racional o pasional. De Clive Owen destaco su sobriedad; le toca un tipo duro y lo sostiene admirablemente, adaptándose a cada conversación con los distintos personajes con una facilidad asombrosa. De Natalie Portman lo admiro todo; hay pocas actrices que lloren tan bien o que sonrían tan bien en una pantalla, es una actriz inmensa, a la que adoro desde que era una niña (una Beautiful girl, en realidad). De Julia Roberts destacaría que, sin ser santo de mi devoción, no lastra la película; y eso es mucho decir.

La segunda razón es un guión sencillamente maravilloso. Es una película de diálogos. Ingeniosos, duros, ácidos, banales o trascendentes. Da igual. Hay de todo en esta película. Desde la delirante y divertidísima conversación a través del chat entre los dos personajes masculinos hasta las más tiernas conversaciones de enamorados, pasando por los durísimos cruces de palabras en los momentos de la ruptura. La conjunción de tonos tan diversos es un truco de magia. Tantas sentencias admirables contiene esta película, que es imposible destacar una sola frase de esta historia de extraños que jamás llegan a conocerse.

La tercera razón es el montaje y el uso de la elipsis. Vemos nada menos que cinco años en la vida de estos cuatro personajes. Los saltos en el tiempo son los más naturales, precisos y adecuados que he visto en mucho tiempo. La información que recibimos es la necesaria, la que es imprescindible conocer para seguir el ritmo de la historia. Lo que no sabemos lo iremos descubriendo en base al avance del guión y con acertadísimos flashbacks. Un auténtico lujo que debemos a Mike Nichols, director veterano pero al todavía que le queda mucha fuerza narrativa y cinematográfica que enseñar.

Y la cuarta razón es uno de los mejores comienzos que ha deparado el cine moderno. Es imposible ver los dos primeros minutos y medio (¿a quién no le ha sucedido algo similar, que se le vaya la mirada con una persona desconocida que vemos por la calle y a la que en ese momento sabemos que nunca jamás volveremos a ver?), los que enseña el vídeo colgado aquí abajo, y no sentir curiosidad por saber qué pasa de ahí en adelante. El resto está a la altura. Una pequeña joya moderna.