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viernes, junio 26, 2015

'San Andrés', un horror divertido

En Hollywood debe de haber un testigo invisible que se van pasando de película en película para confirmar que sigue siendo posible hacer peores películas, con personajes más planos, situaciones más inverosímiles, diálogos más absurdos y tópicos más lamentables. No hay otra forma de entender que se hagan filmes como San Andrés, un nuevo acercamiento que no vuelta de tuerca al manido subgénero del cine de catástrofes. Vista con un mínimo de rigor cinematográfico, es una película que pide a gritos ser despellejada. Es, y hay que decirlo con total sinceridad, francamente mala. Un horror. Pero, qué cosas, es un horror divertido. ¿Cómo es eso posible? Hay quien lo llama placer culpable, aunque probablemente se pueda resumir en que a todos nos gusta ver un buen puñado de escenas de sana destrucción salvaje, porque eso es con diferencia lo mejor que ofrece San Andrés, unos apabullantes efectos visuales y sonoros para dar el mayor verismo a los terremotos. Y ahí la película sí es sobresaliente. Pero sólo ahí.

Empezando por eso, por lo bueno, el esquema es en realidad sencillo de seguir. Si esto tiene que ser una película de terremotos, hay que hacer que queden completamente destruidos algunos monumentos populares incluso fuera de Estados Unidos. Está en el manual y, llevando la acción sobre todo a San Francisco, eso está más que logrado. Pero los efectos, esos que en los últimos años parecen haber entrado en un terreno bastante acomodado en el cine norteamericano, lucen bastante bien en casi toda la película. Hay una buena mezcla entre efectos en plató y efectos en el ordenador para que la sensación sea la de estar realmente en el centro del terremoto. Técnicamente es una película irreprochable, y eso últimamente no se estaba viendo en el cine de gran presupuesto de Hollywood, ni siquiera en el que cinematográficamente es muy superior a San Andrés. Pero, claro, quitando esto, la película es de las de padecer lo peor de ese manual sobre hacer cine tan tópico que nadie se atreve a escribir.

San Andrés utiliza una familia tópica y vista mil veces, formada por unos personajes tan planos y previsibles que a veces asusta. Más que la película, lo que uno pagaría por ver es la reunión con los altos ejecutivos que pasan, y probablemente con entusiasmo, algunas de las escenas que hay en este filme. Incluso partes de la misma premisa de la película son absurdas, planteando una acción paralela, por un lado un científico que proclama que tiene la capacidad de predecir los terremotos, una trama que si se analiza aún con desgana no tiene ni pies ni cabeza (y sólo sirve para recuperar la presa Hoover como escenario y colocar a Paul Giamatti en una película en la que no coincide con ninguno de los nombres que aparece en el cartel), y por otro la de un padre (Dwyane Johnson) que trabaja en emergencias y va en busca de su hija (Alexandra Dadario) y de paso recoge a su mujer (Carla Gugino), a la que sigue queriendo a pesar de que le ha pedido el divorcio y se ha ido a vivir con otro hombre (Ioan Gruffud). Tópico, ¿verdad? Pues es aún peor.

Si hay que dar una medalla al peor personaje del año, el de Gruffud tiene todas las papeletas. Si hubiera una película que en realidad pregona un machismo visual sin límite (todas lucen un escote lo sufcientemente visible como para que sus carreras por la acción estén pensadas para que su anatomía se mueva lo más posible), por mucho que quiera disimular dando a las mujeres un papel activo en la acción. Ah, y por supuesto luciendo banderas americanas por todas partes, patrocinios nada disimulados, música fanfárrica por doquier y un espíritu de superación que a veces supera lo ñoño. Y el caso es que, viendo la acción, a ratos sobresaliente y visualmente muy atractiva, Michael Bay suspiraría por hacer una película así. Porque Brad Peyton ha logrado filmar una historia en la que se rompen más cosas que en los filmes de Bay, con mucho más sentido y de una forma visualmente mucho más atractiva. Pero, como película, mala es un rato, hay que insistir en ello.

'Espías', Jason Statham y Rose Byrne arrasan en la fiesta de Paul Feig y Melissa McCarthy

Nueva película de Paul Feig con Melissa McCarthy y nuevo despliegue de gags, bromas, y chistes del mismo estilo de lo ya conocido. Como suele suceder en estos casos, quien se haya reído con La boda de mi mejor amiga o Cuerpos especiales, también se reirá con Espías, porque repite las mismas constante y el humor gamberro de aquellos dos filmes. Pero aquí hay una sorpresa, y es que hay dos actores que arrasan en el entorno ya trillado de director, escritor y protagonista (que nadie se deje engañar por el cartel español de la película, la protagonista es Melissa McCarthy de forma indiscutible): Jason Statham y Rose Byrne. El primero demuestra tal sentido del humor riéndose de sí mismo y su más absoluto encasillamiento que es imposible no reírse con él en sus divertidos diálogos, los más acertados de todo el filme. Y la segunda es una actriz de tanto talento, aunque no se le reconozca demasiado a menudo, que tampoco se le resiste el papel de comedia que le ofrece Feig.

La presencia de Statham y Byrne consigue, de hecho, que las dos horas exactas del filme (por si alguien tiene interés, durante los títulos de créditos se deslizan algunas bromas en el grafismo y a su fin hay una toma falsa) no se hagan demasiado largas. Porque, en realidad, lo parecen durante la película, que tiene un ritmo tan apabullante (y no necesariamente en el buen sentido) de gags que parece increíble que haya conseguido alargarse tanto. No hay una historia brillante, ni siquiera apañada, sino una incontenible acumulación de chistes. Eso, aunque Feig no sea consciente, es un problema, porque aumenta el nivel de error y multiplica la presencia de momentos sin gracia. Los hay muy divertidos, eso está claro, pero siendo tantos los intentos y siendo el filme tan largo es difícil escapar de esa irregularidad... si no fuera, de nuevo hay que insistir en ello, por Statham y Byrne, cuyas dosificadas presencias (más la de él que la de ella) aportan brillantez al conjunto.

Feig arranca la película como una parodia de James Bond, a lo que ayuda el carisma de Jude Law (y su esmoquin) y los títulos de crédito y la banda sonora bondianos que Feig utiliza, recursos tan fáciles de reciclar como efectivos. Pero después, aunque se mantenga el homenaje al cine de espías por el constante cambio de escenario (y esa querencia tan de 007 por diversas localidades europeas), en cuanto McCarthy toma el protagonismo absoluto de la película, Espías se desliza a los terrenos más comunes. Y ahí volvemos a lo mismo de siempre en las comedias: o se aprecia a su protagonista o la película puede convertirse en una experiencia de difícil digestión. Es tan descarada la decisión de dejarlo todo en manos de McCarthy que lo sorprendente es que Statham, que no es precisamente un gran actor, o Byrne, que no se ha distinguido hasta ahora por ser una gran cómica, sean capaces de destacar con tanta claridad e independientemente del papel que les reserva el guión.

Aunque el doblaje supone una tergiversación de la experiencia, hay chispa en los diálogos, y ahí, toda una sorpresa, es donde destaca Statham. Byrne tiene presencia, una sorprendente vis cómica y una elegancia total, pero Statham arrolla en cada escena en la que aparece. Y por eso duele menos la duración, la exageración visual para hacer creíbles las habilidades en el cuerpo a cuerpo del personaje de McCarthy o la simplista trama, supeditada siempre al momento cómico. En realidad, tampoco es que Espías aspire a ser mucho más de lo que es, y en su terreno cumple razonablemente bien. No es la comedia más sofisticada del mundo (¿siguen haciéndose comedias de ese tipo?), pero saca del espectador, incluso del menos propenso al género, más de una risa. Incluso alguna carcajada. Pero sí, la culpa la suelen tener Statham o Byrne, mucho más que McCarthy o Feig, que en todo caso superan con creces los resultados de Cuerpos especiales.