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viernes, febrero 06, 2015

'Foxcatcher', una película que no termina de romper

Bennett Miller regresa con Foxcatcher al drama deportivo después de la excepcional y probablemente infravalorada Moneyball, pero las sensaciones son aquí mucho menos positivas que entonces. No es que Miller no consiga capturar al espectador con la historia real de un medallista olímpico norteamericano de lucha libre que encuentra un extravagante mecenas que quiere patrocinar su nuevo asalto a la medalla de oro, que sí lo hace aunque sea por simple inercia, pero es una historia que nunca termina de romper, al menos hasta el sorprendente final, que tiene muchos agujeros y que no termina de provocar emociones, ni siquiera en los momentos deportivos de los que tan buen resultado suele sacar el cine de Hollywood. El ritmo lento y pausado no contribuye a paliar esa sensación de que a la película le falta arrancar, ni siquiera admitiendo el gran trabajo que hace el reparto (y aunque lo fácil sea alabar a Steve Carell, lo más sorprendente es Chaning Tatum y lo más brillante es Mark Ruffalo), y son demasiados los elementos que faltan o que no se explican bien como para enamorarse de la película.

Está ya fuera de toda duda que Miller tiene la capacidad de sacar lo mejor de sus actores. Si Moneyball dejó el deslumbrante descubrimiento de Jonah Hill y una de las mejores interpretaciones de la carrera de Brad Pitt, Foxcatcher muestra a un Steve Carrell muy diferente, aunque excesivamente ayudado por el maquillaje y algo artificial por ese mismo motivo aunque impacte y mucho, a un Chaning Tatum sencillamente espectacular, valiente en todo momento y muy alejado del insulso héroe de acción que tan a menudo ha sido, y a un Mark Ruffalo que, una vez más, impresiona a todos los niveles, dándole igual el papel que le toque para seguir demostrando que es uno de los grandes de la actualidad aunque tenga menos cartel que otros. El reparto es, indiscutiblemente el punto fuerte de la película y ellos tres son los responsables de que la película no pierda a ningún espectador, independientemente del grado de pasión que despierte el filme en él.

Porque esa esa la clave, la pasión. Y Foxcatcher no termina de producirla. Es verdad que la lucha libre no es precisamente un deporte que enganche con facilidad a una masa amplia de espectadores, pero eso nunca ha sido problema para el cine. Miller, en realidad, no hace una película deportiva e incluso deja pasar las oportunidades de que los combates refuercen las tramas, actuando únicamente como previsible catalizador de lo que sí parece interesarle al director, las relaciones cruzadas entre el luchador, su hermano y su mecenas. Todo lo que hay alrededor de ellos tres está difuminadísimo (hasta cuesta reconocer a Sienna Miller) y puesto al servicio casi siempre del retrato psicológico del personaje de Carrell, aunque ni siquiera así se consigue construir una historia sólida que justifique todo lo que sucede en la película. Hay muchos agujeros en el andamiaje que se construye en torno a estos hechos reales, e incluso hay abiertas contradicciones que el filme no se digna ni a explicar (la decisión del personaje de Ruffalo sobre el trabajo en Foxcatcher).

Quizá el gran problema es que Miller ha tenido más ganas de hacer una gran película que de hacer simplemente una película que acabar siendo grande. Se nota que es ambiciosa e incluso pretenciosa, con un ritmo lento y escenas pausadas hasta el límite de lo verosímil, buscando una elevación artística que sólo consigue de forma puntual. Y es justo lo contrario lo que acerca Foxcatcher a puntos más elevados, cuando coge ritmo y velocidad (la escena de Tatum en el hotel, todo lo que sucede en su, eso sí, extraordinario final) es cuando se aprecia mucho más el resultado. Pero todo parece llegar algo tarde y deja la película en un quizá algo elitista quiero y no puedo al que le falta emoción y sobre todo mucho texto que explique las razones de lo que sucede, no porque lo deje en manos del espectador sino porque no parece saber cómo incluirlas. Lo intenta, se atisban muchas cosas, pero una vez llegado el final es difícil formar un puzle razonable. Distrae pero no llena.

'El destino de Júpiter', el galimatías definitivo de los Wachowski

Con El destino de Júpiter tendría que apagarse definitivamente la estrella de los hermanos Wachowski. Esos que ahora ya firman simplemente como "Los Wachowski", los que llevan viviendo de las rentas de Matrix desde hace nada menos que quince años, los que han ido estrellándose una y otra vez, salvados por los pelos por ciertos sectores de la crítica y del público que creían reconocer algo de esa revolución (que en realidad puede que no fuera tan profunda) de la película que les dio a conocer, por mucho que antes hubieran rodado ya Lazos ardientes. Sin el colchón de rodar un filme de tres horas, como sí se les permitió sorprendentemente con El atlas de las nubes, los Wachowski firman su galimatías definitivo, un festival de efectos visuales sin contención alguna que se desarrolla en el marco de una historia estúpida, tan mal llevada durante la película que cabe preguntarse si se leyeron su propio guión antes de rodarlo, con personajes inútiles y mal construidos, con escenas imposibles de creer, con mil tópicos y unos actores aburridos.

El desastre es absoluto, y lo más probable es que sólo llegue a satisfacer a quien tenga sus estándares de calidad por los suelos o algún que otro grupo de adolescentes. Éxito en otro tipo de públicos sería una sorpresa bestial, porque no hay absolutamente nada que se pueda salvar. La idea, se supone, era contar una epopeya de ciencia ficción deslumbrante en lo visual y lo suficientemente atractiva en lo argumental. Pero lo primero es repetitivo y confuso (¿de qué sirve tener una nave cool en pantalla si es imposible saber cómo funciona y qué es capaz de hacer?) y lo segundo es casi sonrojante. Hay que verlo para creerlo, pero es que incluso la misma idea de base es estúpida y no se corresponde a lo que cuenta la película. Casi da la impresión de que la película quiere esconder cierto mensaje ecológico y anticapitalista, pero tomar eso en serio haría que la película mereciera una crítica incluso más severa, con lo cual es mejor dejarlo correr y centrarse en los objetivos más superficiales de los Wachowski.

Y ahí sí hay tema. Después de que Matrix se opusiera frontalmente en su concepción de la ciencia ficción al Episodio I de Star Wars, estrenado el mismo año, resulta que los Wachowski han decidido demostrar que todo lo que George Lucas pudiera haber hecho mal, que en realidad no es tanto como le gustaría a mucha gente, ellos lo pueden hacer muchísimo peor. ¿La desidia de Natalie Portman ante la pantalla verde? Una actuación de Oscar comparada con la de Mila Kunis aquí. ¿Lucas hacía malos diálogos? Ojo a la mediocridad de los Wachowski tratando desesperadamente de que algo de su universo tenga sentido. ¿Que las escenas de acción de La amenaza fantasma podían ser superfluas? Las que hay aquí se caen con una facilidad terrible, por mucho que algún instante pueda parecer espectacular. ¿La historia de amor de Anakin y Padme parece imposible? Ojo a la de Júpiter (Kunis) y Caine (Channing Tatum). No hay comparación posible. La ascensión de Júpiter es insalvable porque absolutamente nada tiene sentido.

Entran sudores sólo de pensar que pueda haber una edición extendida que quiera explicar todo lo que no se entiende. O en la que Eddie Redmayne, un actor que está nominado al Oscar este mismo año, pueda hacer todavía más el ridículo como villano de este inexplicable relato, aburrido, con guiños tontos (el de las marcas en los campos de maíz) o sencillamente absurdos (la presencia de Terry Gilliam en un supuesto homenaje a Brazil pero que en realidad remite mucho más a Las doce pruebas de Astérix... y con mucho más acierto con la creación de Goscinny y Uderzo). Pero sobre todo sorprende que en su progresiva e imparable decadencia los Wachowski sigan consiguiendo tanto dinero para sus juguetes cuando ya parece más que evidente que Matrix fue una casualidad. La ascensión de Júpiter no se puede tomar en serio ni como entretenimiento light, porque los Wachowski desprecian a sus propios personajes y dejan tramas colgadas sin que les importe lo más mínimo. Tiene tantos errores y problemas que es imposible catalogarlos todos.

viernes, septiembre 13, 2013

'Asalto al poder', la Casa Blanca de cristal pasada por el rodillo de Roland Emmerich

Asalto al poder es la segunda entrega hollywoodiense de los destrozos cinematográficos veraniegos de la Casa Blanca, tras Objetivo: la Casa Blanca. Y si aquella ya parecía un remedo de Jungla de cristal, la visión de Roland Emmerich es todavía más deudora del mítico filme de John McTiernan protagonizado por Bruce Willis. Pero, claro, que Emmerich sea el director, y a pesar del paréntesis que supuso Anonymous en su filmografía, obliga a que esta versión de la captura de la residencia del presidente de los Estados Unidos esté tapizada de explosiones, disparos y peleas sin fin, y salpicada con un patriotismo exacerbado. Nada nuevo. Quizá en otra época hubiera tenido más gracia, pero hoy en día ya no convence el tono cómico, no hay especial química entre los actores y salvo algún que otro momento rescatable la película se convierte en un difícilmente aprobable batiburrillo de acción en el que los planos más espectaculares parecen sacados de un videojuego y el desarrollo del filme directamente del manual que imponen los expertos de márketing.

No hay en el guión de James Vanderbilt o en la dirección de Roland Emmerich ningún intento de esconder que esto es lo que podría haber sido una secuela de La Jungla en la Casa Blanca. Hasta Channing Tatum, un buen héroe de acción con experiencia en esos zapatos, acaba con la camiseta de tirantes blanca tan característica de John McClane. Pero a la película le falta todo el encanto de aquella. La ecuación es sencilla: Asalto al poder no ofrece nada nuevo, ni dentro del cine de acción ni tampoco dentro de la vertiente que toca. Objetivo: la Casa Blanca no sólo llegó primero sino que saca más partido al planteamiento que propone. Dentro de la más absoluta inverosimilitud por la que apuestan ambas, la idea de aquella es mucho más coherente que la de Vanderbilt y Emmerich, que cae en elementos patrioteros que fuerzan demasiado la credibilidad que el espectador está dispuesto a sacrificar, en manidos tópicos, en diálogos incomprensible aunque esperadamente cómicos y la única sorpresa es un absurdo giro final.

Desde que sorprendió con la notable Stargate, Emmerich cumple en sus espectáculos pirotécnicos con una máxima evidente: sus películas no son buenas, pero tampoco aburridas. Asalto al poder no lo es. Ni buena, ni aburrida. El disfrute lo marcará la altura del listón que ponga cada espectador. El mayor mérito del que puede presumir el filme es su ritmo y es por eso que nunca cae en el aburrimiento. Pero será cada espectador el que decida cuán molesto le resulta que los efectos especiales supuestamente más espectaculares parezcan impropios de una película de gran presupuesto. O las bromas en medio de la acción, como que el presidente de los Estados Unidos (un Jamie Foxx que parece fuera de lugar en más de un momento) reproche a un terrorista que le toque sus zapatillas de Jordan. O que tenga que haber una niña a la altura del mayor héroe de acción. O que dentro de un reparto a priori imponente sólo Richard Jenkins ofrezca algún momento de sutileza interpretativa. Puede que James Woods también se merezca algún elogio por su primera media hora, pero el resto, hasta los 130 minutos, acaba contagiando a su valoración.

No es que estos detalles puedan sorprender teniendo en cuenta el nombre del autor de la película. Y es que Roland Emmerich es un director que está más allá de la decepción porque son muchos años ofreciendo exactamente lo mismo en contextos diferentes. Tanto da que sea la Tierra invadida por alienígenas en Independence Day, Nueva York arrasado por Godzilla o el mundo amenazado por las profecías mayas sobre su destrucción en 2012. El cine de Roland Emmerich es evidente y fácilmente anticipable. Así que nadie se puede sorprender, después de haber pagado su entrada (menos aún después de ver el trailer), que Asalto al poder ofrezca algo más de dos horas de explosiones, banderas, héroes rocosos, chistes fáciles y tópicos del cine de acción de acción. Si es que hasta se permite el lujo de autoreferenciarse con su destrucción, entonces sí original, de la Casa Blanca en la mencionada Independence Day. Para bien y para mal, es puro Roland Emmerich. Con Channing Tatum disfrutando metralleta, pistola y cuchillo en mano y con muchas explosiones a su alrededor. ¿O acaso alguien esperaba otra cosa?

lunes, abril 08, 2013

'Efectos secundarios', Soderbergh mejora pero no tanto

Dentro de la frenética marcha que ha metido Steven Soderbergh a su carrera como director (precisamente cuando más habla de ponerle fin), Efectos secundarios es su mejor película. Mantiene la frialdad de sus últimos trabajos (Magic Mike, Indomable, Contagio), pero encuentra elementos interesantes en un guión que, una vez superados los vaivenes iniciales y la falta de definición sobre la película que quiere ser, coge fuerza y hace crecer a sus personajes. El final no está tan a la altura y se acerca más a lo complaciente de aquel decepcionante cierre de Traffic que a las cimas truculentas a las que apuntaba en la media hora final, pero el resultado esta vez no es malo. A eso contribuye un reparto adecuado y convincente, que hace olvidar algunas trampas de la primera mitad del filme y contribuye a dejar un thriller convincente que, eso sí, pierde gas cuanto más tiempo tiene el espectador para pensar en la película. Tampoco parece como para tirar los cohetes que ha tirado la crítica norteamericana ni un salto enorme, pero sin duda es una mejora en la filmografía reciente de un director, Soderbergh, al que sigo viendo sobrevalorado.

Soderbergh construye una historia de la que no es fácil hablar sin desvelar algunos de sus muchos giros, alguno intrascendente y alguno muy agudo. Basta con saber que la película se construye básicamente en torno a cuatro personajes, la pareja que forman Emily (Rooney Mara) y Martin (Channing Tatum), ella víctima de depresiones por el hecho de que su marido está en la cárcel, y dos psiquiatras, los doctores Jonathan Banks (Jude Law) y Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), el primero de ellos tratando en esos momentos a Emily y la segunda como su doctora en el pasado. La película arranca pareciendo un drama personal, se desliza después por los derroteros de la crítica social (a la industria farmacéutica, muy presente en determinados momentos de la cinta) y acaba como una especie de thriller psicológico que promete mucho y acaba dando algo menos de lo presumible. Los mejores momentos están en las dos últimas partes, especialmente en la segunda, aunque destacar eso obliga a aceptar las trampas que Soderbergh va tendiendo en el primer tercio.

A diferencia de lo que sucedía con las anteriores películas de Soderbergh, esta sí se disfruta durante la proyección. Hay una historia que resolver, un misterio que desentrañar y un final al que llegar. Todo eso quedaba mucho más difuso en sus anteriores trabajos. Y aunque interesa, la frialdad del director aleja bastante (hay algo de esa metáfora en los planos con los que abre y cierra la película), una distancia que recortan los actores. Con un Chaning Tatum que no da mucho más de sí, ni como actor ni por el personaje que le ha tocado en suerte, Jude Law lleva el peso de la película, primero discretamente y a la sombra de la en ocasiones agradecida excentricidad de Rooney Mara (pero menos magnética de lo que estaba en el todavía único Millennium de David Fincher) y desde la mitad de la película ya con firmeza. Su personaje es el que mejor evoluciona porque es el que más lo hace en cámara, a la vista del público. En él no hay trampas. En el resto del andamiaje de la película, sí. Por eso, Jude Law se erige en lo mejor. La presencia de Catherine Zeta-Jones también es muy agradecida, porque encuentra el punto adecuado a cada una de sus escenas, aunque en la reflexión posterior a la película sea el personaje más criticable en el guión.

No comparto la difusión de spoilers, y eso complica las explicaciones sobre una película interesante a ratos e insulsa en otros. Interesante porque hay mimbres, porque hay escenas que enganchan, hay momentos que sí logran su objetivo. Pero insulsa porque las explicaciones que da Sodebergh con el guión de Scott Z. Burns (con el que ya trabajó en ¡El soplón! y Contagio, además de haber colaborado en El ultimátum de Bourne) son a menudo bastante atropelladas e inverosímiles. Por eso, digerir la película acaba por rebajar su efecto, porque sirve para asumir que hay detalles que no cuadran en el relato de la primera parte o en la explicación de la resolución. Incluso hay personajes que sirven para una cosa y la contraria, sin mediar escena alguna que diga por qué. Se agradece que Soderbergh no intente aquí hacer la película definitiva sobre nada y se embarque en una intriga de lejanas resonancias hitchcockianas que tardan en dejarse ver. Eso y las actuaciones salvan una película que se deja ver con cierto agrado pero cuyo argumento tiene toda la pinta de no resistir un segundo visionado.

miércoles, marzo 27, 2013

'G. I. Joe. La venganza', confirmando los malos presagios

Se veía venir. G. I. Joe era una película mala pero endiabladamente entretenida. Contradictorio, sí, pero cierto. Cuando se anunció que la secuela prescindiría de buena parte de lo que aparecía en aquella, la cosa empezó a oler mal. Pero no fue nada comparado con el hecho de que, cerca de su estreno en julio de 2012, se pospusiera hasta marzo de 2013. Se dijo entonces que era para meorar el 3D de la película, simpático por cierto, pero huele a que hay mucho más. Y una vez vista la película, sólo cabe lamentar que, desgraciadamente, los malos presagios se confirman. G. I. Joe. La venganza es una película difícilmente salvable porque la nota dominante es la incoherencia. En la historia, en el respeto a la película original, en lo que contaban los cómics y dibujos animados originales e incluso en los personajes. El guión es un conjunto de frases manidas y absurdas que desaprovecha algunas buenas ideas y, sobre todo, la buena posición en la que terminó el primer G. I. Joe. Y, sí, explotan muchas cosas, hay muchos disparos y se pelea mucha gente. Pero si el cine de acción sólo puede aspirar a eso, mal vamos.

El primer gran problema que tiene G. I . Joe. La venganza es que no sabe si quiere ser una secuela o un reboot. Y así, quiere aprovechar algunos elementos de la primera película (apenas cuatro actores y la propuesta de tener a uno de los malos suplantando al presidente de Estados Unidos), pero al mismo tiempo elude dar explicaciones de qué ha pasado con los personajes de aquella (Scarlett, Hawk y compañía) o los ventila con una indiferencia que resulta dañina (Destro). No se sabe por qué el Comandante Cobra (Joseph Gordon-Levitt entonces, ahora da igual porque no se le ve el rostro) luce ahora un uniforme más lujoso que en la primera, cómo sobrevivió Storm Shadow (Byung-hun Lee) a su duelo aparentemente mortal con Snake Eyes (Ray Park), ni mucho menos por qué Roadblock (Dwayne Johnson, absoluto protagonista de la película y el mejor acierto del casting, aún malogrado por el guión) tiene tanta amistad con un Duke (Channing Tatum) al que no debía conocer en en la primera película o Snake Eyes, qué pasó con la presa Baronesa (Sienna Miller) ni tampoco por qué Duke tiene que absorber la comicidad que tenía Ripcord (Marlon Wayans) en la primera entrega. Indefinición absoluta.

Otro problema es que los personajes nuevos parecen simplemente rellenar cuotas. La palma se la lleva una Adrianne Palicki que no tiene suerte. Tiene madera de heroína de acción, pero si en aquel fallido piloto televisivo de Wonder Woman sufrió por un guión infumable, aquí simplemente es la chica de exposición sexista ventilada con un intento de darle una historia familiar. Sale mejor parado que Flint (D. J. Cotrona; iba a interpretar a Superman en la finalmente no realizada Liga de la Justicia que hubiera dirigido George Miller), un personaje sin historia, carisma o personalidad que podría ser cualquier otro de la amplia franquicia juguetera de Hasbro. RZA demuestra, en un personaje tan tópico como insustancial, que lo suyo no es el cine. Y, por supuesto, Bruce Willis. Falso reclamo de la película, pues el suyo es un personaje claramente secundario a pesar de aparecer en primer plano en los pósters, su presencia es lo de siempre. Da igual que sea John McClane en La jungla o cualquiera de sus sosias en Los mercenarios, RED o cualquiera de las ya incontables películas que ha protagonizado en los últimos años. Sigue siendo Bruce Willis, pero está a punto de rebosar el vaso de la paciencia.

Pero el problema esencial está donde siempre: en el guión. Limitarse a poner en pantalla una demostración de golpes, peleas o habilidades personales de actores y personajes para que tengan su minutio de gloria no es escribir un guión. Los diálogos son lamentables, pero sobre todo es triste el ensamblaje. No sé cuánto habrá de montaje y remontaje con las nuevas escenas añadidas, pero hay errores de bulto, incongruencias evidentes y elipsis tramposas. Apenas hay tres aspectos salvables. El primero no se puede comentar para no destripar la mayor sorpresa del filme, una que entronca con una bonita historia del G. I. Joe animado de los 80. El segundo, es la mayor escena de destrucción de la película, muy digital pero impactante e insanamente disfrutable, mucho más que la retahíla inagotable de disparos. Y el tercero, el ya mencionado final de la primera película, con Cobra infiltrada al más alto nivel en la Casa Blanca, pero éste último se desaprovecha por la lentitud paralela de esta secuela, que podría haberse abierto perfectamente con una escena que llega a la hora y media de película. Así, sin duda, habría podido ser mucho más interesante.

G. I. Joe. La venganza es una película sensiblemente inferior a su predecesora. No por pretensiones, porque obviamente están a la par en ese aspecto, pero Stephen Sommers sacó más partido de la irracionalidad de este universo que su sucesor, un Jon M. Chu (que dirigió el documental de Justin Bieber, Never Say Never, extraña carta de presentación para dar el salto al cine de acción) que se ceba en los tópicos del género y en mover demasiado la cámara. Sólo quedan algunos detalles divertidos (la cocina de Bruce Willis), el diseño de algunos vehículos (magnífico el helicóptero de Cobra) y el vestido rojo de Palicki. Todo lo demás queda arrollado por los errores que plantea la película, que incluso desvirtúan lo planteado en la primera (la historia de odio entre Sanke Eyes y Storm Shadow), los recortes y cambios que se intuyen (Jinx, interpretada por Elodie Yung aparece en el lado de los malos en el cartel, Snake Eyes duda de ella y... ¿nada?). Escasa como película de acción y poco deudora del espíritu original de la franquicia ochentera en que se basa. Es difícil predecir cómo funcionara en taquilla, pero antes de su estreno, y pese al habitual final abierto, huele a cierre definitivo de la saga, a la espera de un reboot de verdad.

martes, octubre 09, 2012

'Magic Mike', strippers aburridos

La única explicación que encuentro a las últimas películas de Steven Soderbegh es que se ha propuesto rodar las películas más contrapuestas que se encuentre sobre su mesa con tal de convertirse en el director más inclasificable del cine moderno. Magic Mike, como parte de esa aparente estrategia, confirma ese camino. Es una película que carece de todo gancho emocional y que apenas cuenta con dos armas, un reparto solvente y los números de baile de los strippers protagonistas, aunque llega un momento en el que parecen repetitivos y, en realidad, no aportan demasiado al desarrollo de la historia. Bien pensado, es que no hay una gran historia que contar, solo unos cuantos detalles levemente basados al parecer en las experiencias del propio Channing Tatum cuando tenía 19 años, detalles que se van acumulando en la pantalla sin necesidad de que tengan explicaciones coherentes o un hilo conductor. Strippers aburridos que hacen que Magic Mike parezca una versión masculina de El bar Coyote.

El gran atractivo del filme está a la vista: es una película sobre strippers. Verla es asumir esa premisa, que se sitúa por encima de cualquier otra consideración, interés o historia. Es su mundo, es su música, son sus números y es su ambiente. Todo lo demás que llega hasta el resultado final es un relleno para convertir Magic Mike en algo más que una sucesión de canciones con las que los protagonistas se van quitando la ropa ante un público femenino. Se quiere colocar una historia de fondo, la del tipo experto en estas lides (Channing Tatum) que introduce a uno más joven (Alex Pettyfer) al que pretende cuidar del lado más oscuro de este mundo (que no lo consiga del todo es lo que introduce un conflicto tan mínimo que parece realmente irrelevante) y que a la vez se va enamorando de la responsable hermana de este (Cody Horn), que por supuesto no ve con buenos ojos la profesión que ha escogido su hermano para ganar dinero.

De los números musicales se puede extraer la conclusión de que Channing Tatum, al menos, tiene una flexibilidad corporal impactante. Como actor, el protagonista de G. I. Joe está lejos de impresionar, pero al menos la parte física le hace entrar en el papel con solvencia. Lo más interesante, en ese sentido, puede ser un Matthew McConaughey más desatado y sobreactuado que de costumbre, pero su personaje está cargado de tópicos y algún giro difícil de asumir. Solvente, pero poco más, parece el resto de elementos que forman la película. Es evidente que hay buenos bailarines sobre el escenario, aunque eso hace también del todo inverosímil la súbita transformación del segundo personaje protagonista, el de Alex Pettyfer (protagonista de aquel intento de nueva saga juvenil llamado Soy el número cuatro). Y hay solvencia en los secundarios, pero tampoco se les deja demasiado espacio para el desarrollo.

A Magic Mike le falta alma y el interés de la historia es prácticamente inexistente a nivel narrativo. Las motivaciones de los personajes parecen tan vacías como el entorno realista con el que quiere iniciarse la película (el estilo de vida del chico joven o el trabajo de su hermana) y al que renuncia en cuanto ha entrado en materia. Los números erótico-musicales no pueden sostener por si solos una película de 105 minutos. Soderbergh, que parece ser consciente de ello en cuanto recurre al montaje para aligerarlos, se está especializando en los últimos años en crear películas muy distintas las unas de las otras, sí, pero con un elemento en común: el aburrimiento que produce atender a una serie de secuencias sobre un mismo tema que se olvidan con tanta facilidad como la de la película anterior. Y así sucedió con Indomable, Contagio, Che... Sigue siendo un director con muy buena reputación y sus cintas suelen tener críticas muy buenas. Con Magic Mike ha sido así. Obviamente, no comparto ese juicio.

miércoles, marzo 28, 2012

'Indomable', imposible cuadratura del círculo

Steven Soderbergh es un director que siempre busca rizar el rizo. Siempre busca algo diferente, rompedor y definitivo. Da igual de qué vayan sus películas. Se le puede reconocer, pero no es necesariamente un mérito. Con Indomable da la impresión de que quiere hacer la historia definitiva del supersoldado de operaciones encubiertas traicionado, pero con la vuelta de tuerca adicional que supone que la protagonista sea una mujer. Una mujer que en la vida real es una luchadora y no una actriz, lo que destroza sus opciones dramáticas y abre campo en las peleas que Soderbergh registra con su cámara. Ambas cosas no pueden ser y, de hecho, no son. Como tampoco puede ser que en cada una de las películas de este director haya un conjunto de actores famosos que estén dispuestos a dar lo mejor de sí mismos. Tampoco es en Indomable. Y si todo eso se reúne bajo un guión inverosímil, repetitivo y hasta cierto punto absurdo, el resultado es una imposible cuadratura del círculo que deja al espectador tan frío como un cadáver.

El objetivo fundamental de Soberbergh en Indomable, el único que realmente alcanza, es crear una película de acción diferente en el que todas las peleas sean en planos largos, todo sucede en cámara y no por efecto de un bombardeo en el montaje o el trabajo de los especialistas. La primera pelea sorprende por ese motivo. Es dinámica, emocionante, sucia, real pero cargada de la irrealidad de las películas, y la figura de Gina Carano, su principal protagonista, crece en atractivo visual con una especie de ballet violento. La segunda pelea repite el esquema. La tercera ya comienza a cansar, no por falta de elementos de interés en sí misma sino por una inevitable sensación de repetición, por muy diferentes que sean el escenario, los movimientos y el rival. Y la cuarta, la que tendría que haber sido la más espectacular por tratarse del clímax de la película, directamente nos la omite Soderbergh, sabedor seguramente de que ya ha perdido el efecto de la sorpresa. Cuando acaba la película, el único motivo para la satisfacción está, de hecho, en las peleas.

Si esto es así es porque Soderbergh no se detiene en otra cosa que no sea el despliegue físico de Carano, una atleta profesional que, como decía, encandila con sus movimientos pero chirría en la película como actriz. Muchísimo. Cuando no pelea, da la sensación de estar interpretando una acotación del guión que pone "mirada intensa". Y lo peor de todo es que esa sensación no se tiene porque el reparto de caras conocidas que desfila por la película den lo mejor de sí mismos. Al contrario. Antonio Banderas y Michael Douglas son los que mejor parados salen de sus minúsculos papeles (la película no llega a 90 minutos y, como decía, tiene abundantes peleas que se llevan buena parte del metraje), más por clase que por el desarrollo de sus personajes. Pero ni Michael Fassbender ni Ewan McGregor, por supuesto no Channing Tatum a pesar de que no desencaje su aspecto en el papel que tiene, logran ser medianamente convincentes. Y así seguimos hilando con los defectos de la película para dar con el principal lastre de Indomable, un guión inane y poco convincente a pesar de la habitual estructura que quiere guardarse una sorpresa para el final (y que Soderbergh usó, sin ir más lejos, en su película más reciente, Contagio).

Es evidente que la historia, como tantas otras películas similares, requiere un esfuerzo de ingenuidad del espectador, pero aquí el exceso parece descomunal (sobre todo si hay que creerse que a la protagonista le es realmente útil contarle su historia a un ciudadano anónimo... sin que se sepa en realidad muy bien por qué o para qué). En realidad, parece que Soderbergh se ha buscado una excusa poco elaborada para colocar a Gina Carano como protagonista de su filme (¿por qué resulta tan difícil en el cine moderno crear una heroína atractiva, y no hablo del físico, en una película que funcione se tenga o no materia prima para hacerla creíble?) y para rodar en localizaciones exóticas para el espectador americano como Barcelona o Dublín, porque todo lo demás sabe a poco o directamente no sabe a nada. Soderbergh insiste en marcar distancia con los géneros que trata en busca de la película definitiva, pero a mí no consigue provocarme ninguna emoción. Y también confirma algo que deja ver incluso cuando sí consigue que una película funcione, como Traffic: que los finales no son lo suyo.

sábado, marzo 24, 2012

'Todos los días de mi vida', romanticismo insuficiente

Cuando hace un par de años se estrenó Más allá del tiempo sucedieron dos cosas. Por un lado, confirmé que ahí había una actriz interesante, Rachel McAdams, a la que ya había visto con cierta fascinanción en La sombra del poder. La segunda, que el romanticismo no estaba tan muerto para el cine como pensaba entonces. Han pasado más de dos años desde entonces y llega ahora Todos los días de mi vida, una película que no que sea mala en sí misma pero que en cierta medida me devuelve a la casilla de salida. McAdams sigue siendo una presencia estimulante, pero el romanticismo todavía no ha encontrado nuevas vías en el cine que marquen diferencias con las docenas de películas de temática similar que inundan los cines cada año. Lo que está claro es que este filme, insuficiente eso sí, no engaña a nadie. Es una historia romántica de superación de las dificultades que jamás podrán con el amor y que está basada en hechos reales. Si es que esa misma definición prácticamente lo dice todo sobre este título.

El cine romántico por sí mismo, que no hay que confundir con el romanticismo en el cine, es algo que nunca me ha llamado mucho la atención. No suele tener nada especialmente destacado en facetas como el guión, la dirección o la creación de un universo propio en la pantalla. Todos los días de mi vida, con el debutante Michael Sucsy tras la cámara (tenía en su haber una película para televisión), no es una excepción. Es lo que es y nadie se puede sentir engañado. Una pareja feliz sufre un accidente y ella pierde la memoria, se olvida de él y de esa felicidad que tenían juntos, así que toca empezar de cero afrontando los fantasmas del pasado de ella para tratar de recuperar su vida. Gran amor, gran dificultad que se pone en su camino y gran tópico en su conjunto, que no por ser real es más realista en la pantalla. Al final supongo que el éxito de este género depende en buena medida del estado sentimental del espectador y de la compañía que tenga al ver el filme, así que allá cada cual porque, lo dicho, no engaña.

La química entre la pareja protagonista es esencial para que una película así pueda convencer. He aquí el primer problema de Todos los días de mi vida. Problema que se enfoca en la parte masculina de la pareja. Channing Tatum es más pasable como héroe de acción (G. I. Joe) que como moderno galán romántico. La verdad es que el guión no se lo pone fácil, porque todo el foco está en ella, en sus recuerdos, en su vida, en su historia. A él no le quedan más que los amigos secundarios, de entre los que sólo destaca una, la que interpreta con desparpajo y simpatía la canadiense Tatiana Maslany. Pero con Rachel McAdams no hay química, o al menos no la que uno espera. Ella brilla, como siempre y por breve que sea su papel, porque tiene una presencia magnética, encandila con cada gesto y hace creíble que él pueda estar locamente enamorado de ella. Pero Tatum avanza en la historia porque lo pone el guión, no porque sus sentimientos traspasen la pantalla y lleguen hasta las butacas.

Otro elemento imprescindible de este tipo de películas es el trío que forman los personajes secundarios, los actores de prestigio y las subtramas del guión. Y no llega a funcionar correctamente en Todos los días de mi vida. La elección de los actores no es mala en sí misma. Muy al contrario Sam Neill y Jessica Lange son dos nombres apetecibles, pero se me antoja harto improbable verles como los padres de Rachel McAdams y sus personajes no tienen la fuerza deseable, ni en el papel ni con sus interpretaciones, todo bastante plano. Se supone que son parte del motor del conflicto que convierte a la protagonista en la mujer que era antes del accidente, pero hay que escarbar demasiado para encontrar algún atisbo de esa pretensión. Como con el personaje de Tatum, el avance es por simple inercia, no porque la psicología o el drama estén logrados. Y como el azúcar tiene que acabar llenando películas como ésta, el don de la sorpresa tampoco forma parte de este cóctel.

Todos los días de mi vida (una traducción demasiado light de un más poético The Vow, Los votos) tiene escenas hermosas que calentaran cualquier corazón que se haya sentido enamorado (la peculiar boda, el baño nocturno), y momentos duros (el momento del despertar de ella o la conversación que sigue a la pelea de la boda tradicional) que romperán ese mismo corazón en la misma medida que se sienta empatía por los protagonistas y las situaciones que viven. Pero, con notables agujeros en su guión, un exceso de buena voluntad en todos sus elementos y reacciones no muy claras de algunos personajes, no termina de alcanzar la credibilidad que se le tiene que exigir a una historia de estas características. Y es que por mucho que esté inspirada en una historia real la manera de contarla siempre influye más que el hecho en sí mismo para llegar al espíritu y al corazón de cualquier espectador que quiera pasar algo menos de dos horas con esa historia. La verdad es que una vez acabada de ver, me queda Rachel McAdams como lo único verdaderamente destacado de esta película. No es poco, ella nunca es poco, pero tampoco demasiado para que la película triunfe.

miércoles, abril 20, 2011

'La legión del águila', decente y desconcertante

La legión del águila es una película tan decente como desconcertante. No es un filme de romanos, pues Roma no aparece y centuriones sólo vemos en la primera mitad del metraje. No es una película de aventuras al uso, pues es más reflexiva y detenida de lo que suele ser normal, no tiene demasiadas escenas de acción en realidad y tiene altibajos rítmicos. No es una película de actores, pues hay un claro desequilibrio entre los miembros del reparto, alguno muy interesante y otros, la mayoría carentes de relevancia y de química entre ellos. No tiene la fuerza de otras películas de su director, Kevin Macdonald, pero sí algunos apuntes interesantes. Y no es una película que deje un sabor de boca glorioso como Gladiator, pero tampoco negativo como Centurión. Así que al final la cosa se queda en que es una película entretenida, con algunos aspectos positivos, pero que no pasará a la historia ni revitalizará el género de romanos, que sigue siendo un quiero y no puedo desde que hace más de una década Ridley Scott y Russell Crowe lo llevaran hasta la modernidad.

El peligro de decepción es innegable cuando se vende como algo que en realidad no es. Y La legión del aguila no es una película de romanos. Al menos, no una al uso. Es decir, romanos aparecen, pero Roma no. La película tiene dos partes bien claras. En la primera, Marcus Aquila (un sosísimo Channing Tatum) intenta ganarse el respeto de los suyos en un puesto en la Britania ocupada por el Imperio, a pesar de que pesa sobre él la desgracia de ser el hijo de un militar romano que desapareció con la preciada águila dorada de la novena legión (la que da título a la película en España) y del que se rumorea que es un traidor. En la segunda parte, y tras ser apartado del ejército por razones que conviene ver en la pantalla, se introduce junto a su esclavo Esca (un mucho más interesante Jamie Bell) en territorio enemigo para localizar el águila y saber qué fue de su padre. Si la primera parte sí es de romanos, la segunda es fácilmente intercambiable con cualquier otra película medieval, de espadas o de culturas extrañas. Falta coherencia narrativa y visual como para que la película triunfe.

La primera mitad eleva el filme por encima de la media de títulos similares que se han visto en los últimos años (de romanos o no) como la mencionada Centurión o El Rey Arturo. Es un segmento bien rodado y muy bien ambientado. Lástima no disponer de un protagonista con más carisma. O de haberlo rodeado mejor. Porque Donald Sutherland, llamado a ser uno de los nombres de la película, se conforma con un papel secundario y bastante inane, que simplemente se pasea por la pantalla sin encontrar un motivo real por el que está en ella. Bell, en cambio, sí ofrece todo lo interesante que tiene narrativamente la película. Su personaje de esclavo que poco a poco se gana la confianza de su amo es bastante tópico, pero sabe hacerlo suyo. Seguro que con unos centímetros más y un buen entrenamiento físico, Bell podría haber hecho un mejor protagonista que Tatum. Ni el habitualmente fascinante Mark Strong (cuesta incluso reconocerle) consigue levantar la segunda mitad de la película con un personaje confuso y difuso.

El descenso de ritmo que acusa la película después de la batalla junto a las puertas del puesto romano es enorme. El mal uso del tiempo y las elipsis a partir de ahí, una lástima. Y eso que el director de la película ya ofreció en sus dos anteriores trabajos (La sombra del poder y El último rey de Escocia) dos notables ejemplos de cómo conducir una buena historia. Bien es verdad que en aquellos dos títulos había un fuerte sustento en el reparto que aquí, por desgracia, no consigue. En cualquier caso, sí hay algunos apuntes interesantes en ambas partes del filme, que son los que hacen que el interés se mantenga a pesar de los defectos de la narración. Entretiene pero no emociona. Sus escenas de acción (el mencionado ataque y el clímax final, una vez aceptado el inverosímil giro que iguala las fuerzas en liza) son efectivas. Algunos diálogos, más que interesantes. Pero el conjunto flaquea. Seguiremos a la espera de que el cine de romanos recupere el esplendor perdido, pero al menos tenemos productos como éste para ir saciando el hambre.

miércoles, agosto 19, 2009

'G.I.Joe': Asombrosamente entretenida

Después de ver el fiasco que ha supuesto lo que ha hecho Michael Bay con cada una de las dos partes de Transformers (para mí, porque tiene legión de seguidores), después de saber que el director iba a ser Stephen Sommers (quien, de nuevo para mí, convirtió La momia en un cuento cómico para niños; ah, si Boris Karloff levantara la cabeza...), después de conocer el reparto, ver las primeras imágenes y saber que los productores iban a esconder la película de la crítica evitando los pases de prensa, todo apuntaba a un nuevo fiasco. A un nuevo destrozo de una franquicia de figuras de acción y dibujos animados con la que tantos hemos crecido. Y, ante mi más sincero asombro y contra todo pronóstico, resulta que G. I. Joe es una película de lo más entretenida.

Como película es más bien mala, no nos vamos a engañar: tiene unos diálogos horrendos, un desarrollo de personaje tan limitado como de costumbre, una inagotable colección de tópicos y una dirección algo atropellada. Pero cumple con creces lo prometido: es un sanísimo y honesto entretenimiento, un espectáculo de inofensiva destrucción y personajes arquetípicos que funciona realmente bien. Como referente, me viene a la cabeza Los 4 Fantásticos y su secuela, de las que un crítico llegó a decir que eran la basura más entretenida del verano. Aquí elevadas a la enésima potencia en acción, eso sí. Sólo en la secuencia de París (asombrosamente trepidante, pero algo demasiado digital) se ha llegado a decir que se destrozan más de un centenar de coches. Cada uno de ellos se ve en pantalla.

G. I. Joe no ofrece nada nuevo, ni para los amantes de la franquicia (más allá de la ilusión que pueda hacer verla en imagen real) ni para los aficionados al cine de acción. Es eso, una película de acción pura y dura, sin tomarse en serio a sí misma (pero sin caer en el ridículo como sí sucedía en Transformers), con un público objetivo centrado en adolescentes ansiosos de ver en la pantalla movimiento, tipos duros y mujeres atractivas, y nostálgicos de la serie de dibujos animados de los años 80. Los productores se han tomado una molestia absurda, la de convertir a los Joes en un cuerpo de élite de carácter internacional (Global Integrated Joint Operating Entity, significan las siglas en esta versión) y no sólo norteamericano (se supone que para no despertar animadversión en algunas partes del mundo), cuando la mayoría de sus componentes son precisamente estadounidenses. Absurdo, pero es el mundo políticamente correcto en el que vivimos.

¿Cuál es el éxito entonces, que es lo que hace de G. I. Joe una película digna de verse? Para empezar, que no es un producto adulto pero tampoco una ridiculez insultante, como tantos otros títulos que llegan a la cartelera procedentes de mundos similares a éste. El principal peligro que se corre al basarse en una franquicia así es el que tenía la serie de dibujos animados para ser tomada en serio: la historia se centra en un cuerpo militar de élite que se enfrenta al mayor grupo terrorista del mundo, pero no hay sangre, siempre se ve el paracaídas tras la explosión de un avión, la violencia es de juguete, y no muere nadie porque tiene que salir en el siguiente episodio. G. I. Joe no cae en esa trampa, la violencia es salvajemente irreal, pero encaja en este universo de ciencia ficción ("un futuro no demasiado lejano"), en esta aventura trepidante (aún más gracias a la dinámica partitura de un Alan Silvestri que con Van Helsing, Beowulf y ésta ha recuperado el pulso narrativo que tenía en los años 80, con títulos como Regreso al futuro o Depredador).

Los viejos aficionados de la saga echarán en falta algo de imaginación en los diseños de los personajes. Si algo caracterizaba al universo de G. I. Joe es que todos y cada uno de los miembros del equipo eran únicos y llevaban su propia vestimenta. Aquí todos visten el consabido traje de látex negro que casi todos los héroes de acción han llevado desde el Batman de Tim Burton. Pero esos mismos aficionados disfrutarán con los vehículos que aparecen en la película o con algunos momentos muy reconocibles, en especial las peleas entre Sombra y Ojos de Serpiente (que en la versión doblada han decidido dejar con sus nombres originales, Storm Shadow y Snake Eyes; este segundo no tiene diálogo alguno, como el personaje original, y está interpretado por Ray Park, el Darth Maul de Star Wars) y la Baronesa y Scarlett (de su rodaje salieron heridas tanto Sienna Miller como Rachel Nichols, la primera en su muñeca y la segunda con algunas quemaduras).

Stephen Sommers es un director previsible, que adora mover la cámara aunque no tenga ningún sentido, pero aquí consigue la difícil tarea de no marear en casi ninguna de las magníficamente coreografiadas secuencias de acción (de largo, la mejor es la de París, aunque también es intensa y coherente la del asalto de los villanos a la base de los Joes). Y en la sala de montaje logra dar coherencia a un climax final que se mueve en cinco o seis escenarios paralelos. Del reparto, además de disfrutar con los movimientos de Ray Park, hay que hablar de un Dennis Quaid que se lo pasó tan bien (quizá porque aceptó el papel gracias a que su hijo es fan de G. I. Joe) que vio cómo se incorporaban nuevas escenas para su personaje, el General Hawk, y de una Sienna Miller que lo que más hace ante la cámara es desfilar (descoloca esta actriz, capaz de películas como Interview y que a veces se queda en pantalla como una simple modelo de colonia).

Son dos horas a medio camino entre el cine de acción más contemporánea, la diversión más absurda e incoherente, y la nostalgia que siempre produce un mito de los años 80. Para pasar un gran rato sin prejuicios ni complejos.