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viernes, abril 25, 2014

'Pompeya', desastres por doquier

Es fácil adivinar qué tiene que ofrecer Pompeya sólo atendiendo a su título. Un volcán en erupción que se lleva por delante todo lo que está en el camino de sus ríos ardientes de lava y su lluvia de cenizas. Una película de desastres con aroma a cine de romanos, de gladiadores y de senadores. Pero lo malo es que el desastre que narra no es el único que contiene la película, que podría haber sido un entretenimiento al menos pasable de fortalecer sus mejores bazas. Dado que tiene un muy logrado aspecto visual, tanto en la siempre nostálgica traslación al antiguo Imperio Romano a través de trajes y entornos como en los efectos especiales que utiliza para recrear la furia del volcán, e incluso admitiendo como inevitable lo más previsible y rutinario del guión, es una auténtica lástima que los diálogos arruinen por momentos la experiencia. Ayudan a que los personajes sean mucho más planos y llegan a ser la causa de esa risa nerviosa que provoca en el auditorio una comedia involuntaria como acaba siendo a ratos. En el guión hay, efectivamente, desastres por doquier.

Antes de que lleguen frases tan terribles que despiertan una nada buscada hilaridad (como el "no hay sitio para ti" del clímax, tan gratuito como inexplicable), lo cierto es que la impresión final que deja Pompeya es la de una serie B agradable. Los actores, aunque precisamente por eso la película sea más previsible de lo que debería, encajan en los perfiles que busca la historia (Kit Harington es un buen héroe, Emily Browning una correcta dama en apuros, Kiefer Sutherland un malo algo caricaturesco pero identificable por eso mismo), el diseño de producción se antoja acertado aunque en algunos momentos se note que no estamos ante una superproducción de gran estudio y los efectos visuales son más que correctos. Incluso la dirección de Paul W. S. Anderson, contra todo pronóstico viendo su filmografía (en la que figuran títulos como Mortal Kombat, Alien vs. Predator o alguna entrega de Resident Evil), es pretendidamente clásica en muchos momentos, lo que facilita la inmersión en un cine por desgracia pasado de moda como es el de romanos.

Pero las ilusiones van cayendo poco a poco sin posibilidad de rescate. Hay que insistir en que se puede aceptar la ingenuidad (incluso alguna escena de muerte más bien fallida) o la ausencia de pretensiones más elevadas, pero no muchas de las cosas que suceden en la pantalla, donde se van sucediendo casualidades imposibles, reacciones absurdas y, sobre todo, unas frases que restan eficacia a las buenas intenciones que esconde el filme. Aún disfrutando de la vertiente más religiosa que se desliza en algún momento, eso va enterrando progresivamente todas las opciones de que la película llegue a emocionar, por mucho que la sencilla historia de esclavos gladiadores (en la que se nota más de un intento de imitar a la espléndida Gladiator de Ridley Scott con leves variaciones) se convierta en una de amor que es más difícil de creer. Los giros de guión son tan manidos y previsibles que tampoco ayudan. Pero todo, hay que insistir en ello, habría sido mucho más llevadero con algo más de ingenio y acierto a la hora de dar forma a las escenas y a lo que los personajes dicen.

Puede que el motivo de estos puntos débiles esté en que la película haya querido potenciar la fuerza de las imágenes, la credibilidad en la recreación de la erupción del volcán, y que todo encaje en unos cánones visuales que satisfagan tanto a aquellos que disfrutan con el peplum más clásico como a los espectadores más contemporáneos. Aún así, se antoja complicado seguir a Pompeya a los lugares a los que quiere llevar al espectador, porque la propia película se pone muchas trabas, convenciones e incluso trampas para que el resultado sea lo que le habría gustado ser. Y lo peor de todo es esos infumables diálogos que ofrece acaban sacando al espectador de la película con demasiada facilidad. Si es posible abstraerse de tan contundente defecto, es un simple divertimento familiar, que se aleja de los excesos carnales y violentos de los romanos más exitosos, los de Spartacus en televisión, y que no consigue llegar a las cotas míticas de este cine en los años 50 y 60 del pasado siglo o de las mejores recreaciones modernas, por pocas que sean.

lunes, septiembre 02, 2013

'Cazadores de sombras. Ciudad de hueso', tan trepidante como fácil e incompleta

El éxito de una película lleva a los estudios a buscar sucesores de forma inmediata. Cuando Crepúsculo se convirtió en la moda, surgieron docenas de intentos de crear sagas de éxito juvenil, del mismo modo que sucedió, por ejemplo, con Harry Potter. Cazadores de sombras, con sus seis novelas, era un título perfecto para que Hollywood se lanzara a su adaptación más pronto que tarde, porque da, fácil, para siete película (la última, doble, por supuesto). Ciudad de hueso, la primera entrega, es trepidante, tiene un ritmo altísimo, y eso hace que sea una película que no aburre en ningún momento. Pero lo negativo es que todo tiene una disposición sumamente fácil, todo se va anticipando con suma sencillez en un guión que no se aleja de lo esperado, docenas de situaciones quedan sin explicar o, quizá, demasiado resumidas para adaptar al completo las casi 500 páginas del libro de Cassandra Clare en que se basa. Y al final, todo esto confluye en dos conclusiones. La primera, que entretiene por encima de su nivel real. La segunda, que pensarla afecta negativamente a su valoración.

Hay en Cazadores de sombras. Ciudad de hueso un sincero intento de no caer con demasiada facilidad en las garras de Crepúsculo, con todo lo bueno y malo que pueda tener eso para sus seguidores y detractores, y a fe que lo consigue durante casi toda la película, a excepción por supuesto de la pastelosa escena obligatoria desde que las películas, al menos algunas, se hacen pensando en estudios de mercado. El gran mérito de Harald Zwart (director del remake de The Karate Kid, La Pantera Rosa 2 o Superagente Cody Banks, que nadie espere por tanto una pieza de artesanía) está en el endiablado ritmo de la película, a pesar de los incontables cabos sueltos, las situaciones inexplicadas o incluso momentos que uno no sabe muy bien por qué están ahí. Como de costumbre, se intuye que la respuesta es porque está en el libro, aunque lo más probable es que sus seguidores en papel encuentren miles de diferencias entre la novela y su adaptación cinematográfica.

Ese ritmo tan alto, presente prácticamente desde la primera escena, permite la enorme mezcla de mitología de fantasía que hay en la película y es lo que diferencia a ésta de las muchas otras que siguen un patrón fijo: chavales de moda (o aspirantes a serlo) como protagonistas, veteranos para dar prestigio al reparto, fantasía urbana y locales de moda, la vida de una joven protagonista que se ve alterada por completo por la irrupción de seres extraordinarios, una o varias sociedades secretas, un misterio que resolver y, por supuesto, una historia de amor que afecte al menos a tres personajes. Visto una y mil veces, con influencias que es mejor no detallar para no estropear algunos de los giros argumentales de la película (y eso que dan ganas de insistir en la imperecedera influencia de...). Lo molesto, en todo caso, no está en el planteamiento, que tiene su público, sino en que todo parece dispuesto para que ese público no tenga que utilizar ni una sola neurona. Todo se va anticipando un par de escenas antes de que suceda, y muchos detalles que se verán en la secuela, ya anunciada, están ya adelantados aquí.

Y no se trata de dejar cabos sueltos para las siguientes entregas, lo que ofrece esta primera entrega de Cazadores de sombras es una retahíla inagotable de elementos dispersos, que dejan incompleta la historia en demasiados aspectos. Incluso los personajes cambian de idea con una facilidad y una ausencia de explicaciones que parece sorprendente. Como el ritmo elevado es el mejor arma del filme, el epílogo es donde más se nota esa carencia, porque tras el clímax los personajes desaparecen sin más, las explicaciones de lo sucedido brillan por su ausencia y todo viene a dar un poco igual porque se ha conseguido el objetivo esencial: que los chicos jóvenes dejan su impronta de guapos (incluso con motivos vergonzosos como el que esgrime el guión para que Lily Collins lleve un vestido corto en una de las escenas), que Jonathan Rhys Meyers actúe de villano con cierto interés, que los efectos visuales y la creación de la fantasía sean resultones y que los 130 minutos que dura la película se pasen sin haber aburrido a nadie. Eso lo consigue. Pero, insisto, irse deteniendo en los detalles (como lo de Bach y la sospechosa presencia de pianos por todas parres) va destrozando tantos elementos del filme que es mejor no pensarlo.

lunes, enero 21, 2013

'Lincoln', inmenso drama histórico

Lincoln es un drama histórico inmenso. Partir de ese punto simplifica el catálogo de alabanzas que supone hablar de una obra cumbre, una más, de uno de los directores más influyentes de las últimas cinco décadas, al que se le ha negado con demasiada facilidad el reconocimiento por haber servido a la noble causa del entretenimiento audiovisual. Steven Spielberg es uno de los más importantes cineastas de nuestra época, insisto en la palabra cineasta, y así lo atestigua su cine, su elevado número de películas sublimes, aquellas que han servido para marcar épocas y memorias, las que han formado los sueños cinematográficos de tantos espectadores. En Lincoln demuestra una vez su madurez como autor, su dominio absoluto de todo lo que sucede en la pantalla para componer un fresco impresionante. Y añade a su gran colección de interpretaciones, algo que con frecuencia se le ha negado que forme parte de sus talentos, la de un Daniel Day Lewis legendario. Él es, ya para siempre, la efigie de Abraham Lincoln. Y ésta, la película definitiva sobre su protagonista.

La sensación que deja Lincoln es profunda. Durante su visionado y después del mismo. Tiene presencia y tiene poso. Spielberg, siguiendo un sobresaliente guión de Tony Kushner (que ya hizo para Spielberg el también impactante libreto de Munich), muestra una historia intensa y memorable, la del final de la guerra civil estadounidense y la lucha por sacar adelante la decimotercera enmienda de su Constitución, la que debía abolir para siempre la esclavitud. Y, al mismo tiempo,traza un minucioso retrato de una figura histórica como la de Lincoln. Fascinante en el papel y aumentada en la pantalla por la labor de Spielberg y Daniel Day Lewis. El director le da al actor todas las armas para que su interpretación sea única y redonda. Hace crecer su figura con sus encuadres, con sus sombras, con sus movimientos de cámara. Lo hace con una sutileza impresionante pero que tendría que ser mostrada en todas las escuelas de cine. Nada de lo que hace Spielberg es gratuito, toda tiene una razón de ser y prácticamente todo (por no hablar en términos absolutos) funciona a la perfección.

Y Daniel Day Lewis responde al mismo nivel, dejando un regalo irrepetible. Aunque hay que tener en cuenta que este actor sólo sale de su casa cuando una película realmente le motiva, no deja de ser curioso que no fuera la primera opción para el papel. Liam Neeson, al que Spielberg sacó un trabajo inolvidable en La lista de Schindler, iba a hacer la película. Entre director y actor refuerzan una imagen mítica a la que hasta ahora le faltaba un referente indiscutible. Hacen que sea un hombre legendario, a la altura de este presidente de los Estados Unidos intocable que forma parte de la memoria colectiva, pero también un hombre de carne y hueso. Vemos al político, al líder, pero también al esposo y padre de familia. No es un retrato complaciente, sino complejo y que, en manos de ese guión de Kushner y la dirección de Spielberg, evita el riesgo de ser el centro único e indiscutible de la película que se lleve por delante lo que tiene alrededor. Al contrario. Lincoln no es sólo Daniel Day Lewis, sino que él es la pieza central de un conjunto extraordinario, que dentro de su reparto aporta la enorme presencia de Tommy Lee Jones o el magnífico contrapunto de Sally Field.

Y es que Lincoln es perfecta en muchísimos sentidos. Hay apartados técnicos de matrícula de honor, como la fotografía de Janusz Kaminski o el montaje de Michael Kahn, por no hablar de la intachable ambientación histórica por medio del diseño de producción de Rick Carter o el vestuario de Joanna Johnston. Decir que lo más flojo está en la música del maestro John Williams, quizá demasiado impersonal, da idea del altísimo nivel que tiene la película en todas sus facetas. Y qué decir de todo el reparto, memorable en un conjunto, con apariciones destacadas de Joseph Gordon-Levit (aún con una gran e indispensable escena, puede ser el personaje menos útil a la historia), James Spader, Jared Harris o David Strathairn. Pero la maestría técnica de cada uno de estos aspectos sobrepasa los límites de cada sector y acaba desembocando en una artesanía magistral gracias a Spielberg, el autor que mejor entiende cómo conectar todos los elementos para crear una película apasionante. En ningún momento se hacen pesados sus 150 minutos, necesarios para entender la historia. No sobra una escena. No está de más un solo plano. ¿Que apela a los sentimientos? Sí, eso forma parte de Spielberg. ¿Eso hace de Lincoln una película blanda? No, aunque quizá quienes no conecten habitualmente con su sensibilidad puedan considerarla así.

Lincoln es una obra de arte. Y lo digo en el sentido más amplio de la expresión. Teniendo un guión formidable y unos diálogos importantes, tal es el poder cinematográfico de Spielberg que incluso sin sonido es una película visualmente magnética. Puestos a calificar, y dentro de sus dramas, encaja entre los mejores, probablemente junto a La lista de Schindler y la infravalorada Munich. Y en este punto de su carrera recoge con sumo acierto y mejorando características anteriores aspectos que recuerdan a otros de sus filmes: las escenas políticas solemnes de Amistad, el arrollador carisma de un personaje protagonista de La lista de Schindler, la poética transmisión de mensajes con planos muy concretos de Caballo de batalla, la trascendencia histórica de Munich, el mensaje de El color púrpura, y la sinceridad de El imperio del sol. Es un Spielberg en estado puro que, ya desde la misma temática de la película, estaba llamado a ser impresionante y que con un clasicismo ejemplar y de escuela de cine cumple las expectativas que siempre levante la obra de un genio que no siempre es reconocido como se merece.

jueves, enero 05, 2012

'Sherlock Holmes. Juego de sombras', salvada la temida catástrofe

Hace poco más de dos años se habló más de la fidelidad, o infidelidad, del Sherlock Holmes de Guy Ritchie al original literario de Sir Arthur Conan Doyle que de sus virtudes como película, que las tenía. Ahora, ya asumidas las líneas en las que se mueve esta libre pero no tan alejada adaptación, la duda era si Sherlock Holmes. Juego de sombras mantendría el nivel de entretenimiento de la primera. La respuesta es negativa, y la primera mitad de esta secuela hace temer lo peor durante muchos minutos, pues hay torpeza en la narración, injusticia en el veredicto hacia los resquicios de la primera película y algo de aburrimiento. Pero todo cambia en la segunda mitad. Ahí regresa el sano espíritu aventurero y gamberro de la primera entrega, una acción original y divertida, unos personajes muy bien formados y un clímax magnífico. Salvada la temida catástrofe, uno sale del cine con buen sabor de boca, aunque sea una película inferior en casi todo a la primera.

Da la impresión de que Guy Ritchie se ha debatido entre marcar un punto y aparte con respecto a la primera película o que fuera un punto y seguido. Y dudando, lo que ofrece precisamente es un producto dubitativo que se equivoca en lo que quiere dejar de lado y lo que quiere rescatar de la película original. Arrincona a dos personajes de gran protagonismo en la primera entrega, dándole un simple cameo a uno y un indigno e injusto final a otro. Se equivoca, sobre todo en lo segundo, porque menosprecia puntos positivos del filme de 2009, aunque entonces no terminara de explotarlos. Potencia lo que ya vimos, es decir, las habilidades deductivas de Holmes incluso en las peleas, y eso huele a repetitivo. Y apuesta por una forma de rodar más propia todavía de Guy Ritchie que lo visto en el Sherlock Holmes que sirvió de apertura a esta saga, dificultando el seguimiento de la acción. Tampoco parece razonable la insistencia en comenzar la película con las mismas alusiones al futuro de casado de Watson, gracias que ya cumplieron su objetivo en la primera mitad.

El guión, además, tarda en arrancar, supeditado a lo que se mantiene del primer filme con acierto y fidelidad: la calculada química que hay entre Robert Downey Jr. y Jude Law. Ambos actores disfrutan, y se nota, de sus papeles. Encajan en ellos a la perfección y se complementan de una forma sutil y natural, sus diálogos fluyen y las situaciones, por descabelladas y absurdas que puedan parecer (y aquí esa frontera se sobrepasa una o dos veces), acaban teniendo credibilidad. Eso sostiene la primera mitad de la película, pero, claro, es algo que ya está visto. Además, ésta es la película de la verdadera introducción de Moriarty, atisbado sólo entre las sombras en la primera entrega, y eso, en una historia de Sherlock Holmes, obliga a la excelencia. Sin embargo, y a pesar del buen e intenso trabajo de Jared Harris al dar vida al villano definitivo del detective más famoso del mundo, en la primera mitad no se atisba la grandeza del personaje. Ni de la historia. Por eso, la sensación de una larga hora de película es decepcionante. Al margen de Downey Jr. y Law, sólo destaca la introducción de Stephen Fry como un divertidísimo Mycroft Holmes (desternillante su encuentro con la esposa de Watson).

Contra todo pronóstico, y cuando la esperanza estaba a punto de desvanecerse por completo, Guy Ritchie y su equipo parecen abrir los ojos y recuperan todo lo bueno que tenía la primera película. A partir de la impresionante escena de huida de la fábrica de armas (innovadora, emocionante y muy bien subrayada por la música del genial Hans Zimmer, a ratos poderosamente oscura y a ratos juguetona, en sí misma, mezclándose con música clásica e incluso con los efectos de sonido), todo cambia, se recupera el sentido más aventurero de la cinta original, su toque de comedia elegante y emocionante thriller de misterio. Con los admisibles excesos que ya vimos en Sherlock Holmes, pero también con ganas de ofrecer algo nuevo y diferente. El clímax no es tan físico como intelectual, y se convierte en lo que uno espera del deseado duelo en la pantalla, y sobre un tablero de ajedrez, entre Holmes y Moriarty. Es una escena en la que todos los actores se crecen (especialmente Jared Harris, porque de la pareja protagonista ya conocíamos su capacidad), en la que Guy Ritchie acierta en sus planos, en su montaje y en sus diálogos, un final espléndido para una película que no había comenzado precisamente con el mismo vigor e interés que la primera.

Sherlock Holmes. Juego de sombras deja sensaciones contradictorias, porque contradicción parece haber en su propia concepción. Mezcla aciertos y errores tanto en lo que rescata de aquella primera película (la química de la pareja protagonista o el irresistible encanto de Rachel McAdams está entre lo mejor, la repetición de trucos visuales y chistes es lo peor) como en lo que quiere introducir de novedoso (magnífico Stephen Fry y el Moriarty de Harris en la segunda mitad; desconcertante el guión en su primera mitad y la introducción de los gitanos encabezados por una Noomi Rapace que parece algo perdida... hasta el clímax final). Pero si acertamos a escoger los aciertos de la película, lo cierto es que queda un producto simpático. Menos que la primera película, desde luego, porque la capacidad de sorpresa se ha perdido y porque el inicio de esta secuela es bastante descorazonador. Pero como resulta que lo mejor de Juego de sombras está al final, predomina el buen sabor de boca. O será que entré al cine con ganas de que me convencieran de que no iba a ser el desastre que temía y me acabé encontrando con dos grandes escenas que compensan los fallos.