Ediciones del viento, 2013
Se compone Agua dura de diez cuentos de diferente longitud cuyo motivo común es o resulta ser el agua (mar, pozos, lluvia), pero a los que une mucho más una sensibilidad para el misterio, para detectar fisuras en la realidad como fisuras en un embalse por las que amenaza irrumpir lo inabarcable e incomprensible de la existencia. Vivimos en general evitando esa mirada terrible, pero sabemos que lo desconocido está ahí, al otro lado, aunque silbemos para intentar espantar el miedo. Sergi Bellver tiene esa mirada.
En un relato como el primero, el deslizamiento hacia lo más temible (¿qué es lo más temible? Quizá la incomprensión absoluta, la disgregación de la conciencia que mantiene la realidad unida) es escalonado como en una pesadilla. Querría saber si todo lector siente que ha vivido esa historia, cómo se amontona el miedo poco a poco, cómo intentamos actuar con normalidad y no ver lo misterioso hasta que no podemos evitar reconocer que algo no funciona y el movimiento se hace más frenético y lo misterioso terrible ha entrado ya en el mundo y no podemos más que correr. Pánico.
Otros no son tan pesadillescos, pero todos son bellos, con imágenes potentes, fogonazos que permanecerán en la memoria. Hay un cuento en que un hombre se descubre y acepta y los demás lo descubren y aceptan bestia salvaje, pero ¿no son todos, finalmente, bestias? Terrible, terrible cuento.
Seguiremos oyendo hablar y leyendo a Sergi Bellver y apreciando su finura para la luz. Como la luz mate y gris del relato que cierra el volumen: un hombre adaptado, mediocre, aburrido, ve en los paisajes lunares de Islandia una entrada a otro mundo que a él lo llena de temor, pero que el lector intuye más pleno y poético. Si a nosotros nos leyera un lector sin miedo, ¿no vería lo mismo, ese miedo que nos domina y nos mantiene rígidos y cerrados a lo desconocido?
Vivir en libros, vivir en aire. Catálogo y cesta de la compra, a la izquierda. Envíos gratis en España.
jueves, 5 de diciembre de 2013
Agua dura, Sergi Bellver
martes, 19 de noviembre de 2013
El último encuentro, Sandor Marai
El último encuentro es una novela sobre la pasión escrita por Sandor Marai, el gran autor húngaro autor de obras como La mujer justa, La herencia de Esther o La amante de Bolzano que ha sido publicado con acierto y frecuencia en España durante los últimos años. Nacido en 1900, vivió el siglo XX como una crisis constante hasta su suicidio en San Diego a los 89 años de edad.
Ésta, que hemos descrito como "una novela sobre la pasión", tiene algunos de los rasgos más típicos de la obra de Marai: cierta teatralidad debida a esos nudos de relaciones que se han gestado durante largo tiempo y a cuya dramática resolución asistimos en un espacio que no varía, en un tiempo breve; personages fuertes (cómo no mencionar sus extraordinarios personajes femeninos); monólogos espeluznantes de poco realistas, de potentes, de profundos. Es un autor de ideas, de esos que son fuente de citas para los que gustan de subrayar, y un autor de pasiones. Explora las relaciones humanas, los deseos y temores, sus recovecos y extensiones.
En esta novela dos amigos íntimos (es novela también sobre la amistad) se reencuentran cuarenta años después de que uno de ellos huyera. Ambos han mantenida viva esta pasión de manera enfermiza. Es, de hecho, la pasión la que los ha mantenido vivos. En realidad sólo hay un personaje importante en la novela, el del general, que nos ofrece un monólogo de varios capítulos que avanza en oleadas y retórica arrebatadoras y se enfrenta a aquello que ha estado esperando, paladeando, a lo que se ha aferrado durante cuarenta años: este encuentro en que por fin puede hacer las preguntas que desea hacer, la pregunta, en fin, que desea hacer. Y todo el monólogo no deja de ser una disertación sobre la pasión que parece ser lo que finalmente da sentido a una vida.
"Porque a lo mejor el momento de levantar el arma para matar a alguien no es el momento de la máxima culpa. La culpa ya existe antes, la culpa reside en la intención."
domingo, 10 de noviembre de 2013
Medallones, Zofia Nalkowska
Minuscula, 2009
¿Cómo se puede contar el horror? El autor, y quien dice el autor dice el lector, intenta entender, penetrar en el alma de aquellos que cometen lo que nosotros llamamos atrocidades con la vulgaridad de sentimiento de quien cumple una tarea aburrida. ¿Hay horror? En Sin destino, la gran novela de Imre Kertész, se discuten las palabras: infierno, horror. ¿Cómo que infierno? No: un campo de concentración no es el infierno; es un campo de concentración.
Da la impresión de que tras un intento agotador por entrar en el horror, como si fuera un espacio temible al que ha de entrar con ojos despavoridos para poder volver a contárnoslo, el autor descubriera que en su mano no está más que la posibilidad de dar testimonio de unos hechos que no puede comprender. «Esto es lo que ha ocurrido», parece decir. «Extraigan sus conclusiones, si es que llegan a alguna». O quizá sea que no hay nada que comprender. He visto estos días (que no la he leído, que no) la película Hannah Arendt , donde encuentro otra vez el tema de la banalidad del mal. El ejecutor es un administrativo aburrido y sin imaginación. No hay crueldad.
Lo que hace posibles estos hechos espeluznantes es la deshumanización a la que se somete a las víctimas, que dejan de ser siquiera víctimas, y requiere un lenguaje que mantenga lo más humano a raya. Un estilo sin humedad, desprovisto de connotación, con un narrador cuya voz ha desaparecido como ensordecida, absorbida por lo mate; así cuenta en estos relatos los hechos que conoce cuando forma parte de la comisión investigadora de crímenes nazis en Polonia Sofía Nalkowska.
Difícil leer este libro único y tan real sin que algunas imágenes perduren en nuestra memoria. Imágenes de lo que nosotros sí llamamos horror.
A continuación, más informativa, reseña de la editorial, hoy, en facebook:
Estos días se cumplen 75 años de la Noche de los Cristales Rotos (Reichskristallnacht o Novemberpogrome), que tuvo lugar en Alemania el 9 y el 10 de noviembre de 1938. A partir de entonces y hasta el final del régimen nazi, la persecución y el asesinato de los judíos fueron sistemáticos.
¿Cómo se puede contar el horror? El autor, y quien dice el autor dice el lector, intenta entender, penetrar en el alma de aquellos que cometen lo que nosotros llamamos atrocidades con la vulgaridad de sentimiento de quien cumple una tarea aburrida. ¿Hay horror? En Sin destino, la gran novela de Imre Kertész, se discuten las palabras: infierno, horror. ¿Cómo que infierno? No: un campo de concentración no es el infierno; es un campo de concentración.
Da la impresión de que tras un intento agotador por entrar en el horror, como si fuera un espacio temible al que ha de entrar con ojos despavoridos para poder volver a contárnoslo, el autor descubriera que en su mano no está más que la posibilidad de dar testimonio de unos hechos que no puede comprender. «Esto es lo que ha ocurrido», parece decir. «Extraigan sus conclusiones, si es que llegan a alguna». O quizá sea que no hay nada que comprender. He visto estos días (que no la he leído, que no) la película Hannah Arendt , donde encuentro otra vez el tema de la banalidad del mal. El ejecutor es un administrativo aburrido y sin imaginación. No hay crueldad.
Lo que hace posibles estos hechos espeluznantes es la deshumanización a la que se somete a las víctimas, que dejan de ser siquiera víctimas, y requiere un lenguaje que mantenga lo más humano a raya. Un estilo sin humedad, desprovisto de connotación, con un narrador cuya voz ha desaparecido como ensordecida, absorbida por lo mate; así cuenta en estos relatos los hechos que conoce cuando forma parte de la comisión investigadora de crímenes nazis en Polonia Sofía Nalkowska.
Difícil leer este libro único y tan real sin que algunas imágenes perduren en nuestra memoria. Imágenes de lo que nosotros sí llamamos horror.
A continuación, más informativa, reseña de la editorial, hoy, en facebook:
Estos días se cumplen 75 años de la Noche de los Cristales Rotos (Reichskristallnacht o Novemberpogrome), que tuvo lugar en Alemania el 9 y el 10 de noviembre de 1938. A partir de entonces y hasta el final del régimen nazi, la persecución y el asesinato de los judíos fueron sistemáticos.
jueves, 24 de octubre de 2013
En el bosque, bajo los cerezos en flor, Anko Sakaguchi
Esta historia hiela la sangre en las venas y acelera el corazón: porque es diferente, de una belleza oscura, de una exquisita perversión. Conjunción de opuestos, sí, en un cuento de Ango Sakaguchi, a quien edita y publica por primera vez en español la editorial Satori.
En este primer cuento de los tres que incluye este libro, un bandido temible atraca a un rico viajero, al que mata, y rapta a su esposa. La primera sorpresa, aunque ya la inquietud se ha sentido para entonces, llega cuando la mujer pide al ladrón que la lleve a hombros y de pronto se transforma en una hostigadora que exige insistentemente que el hombre vaya más rápido y lo insulta porque se cansa. Se transforma ante nuestros ojos. Es terrible, extrañísimo, una veta de locura en lo que parecía la realidad.
Luego, cuando nada más llegar a la casa le pide que mate a las otras mujeres, él lo hace. Incluso llega a decir:
«― No me importa matarla, de veras. No es ningún problema.»
Es como un chiste.
Esto es una muestra del fascinante estilo de Ango Sakaguchi. Hielo y fuego, delicadeza y crueldad y un cierto sentido del humor japonés grotesco que hemos conocido en el manga y anime. Poesía que hemos conocido también en el cine de Miyazaki o en los Sueños de Akira Kurosawa. Podríamos seguir emparejando opuestos: carnal y etéreo, humoroso y terrible. Tradicional, inmerso en su cultura, y totalmente original. Fascinante.
Lo más maravilloso, sin embargo, es el bosque que da título al libro. El bosque de cerezos en flor. Un viento helado llena el espacio bajo las flores. El espacio infinito bajo las flores.
En él, «Viento frío procedente de las cuatro direcciones infinitas. El vacío más absoluto.»
No quiero contarles más. Sólo les dejo una cita, porque es increíble. La mujer está jugando con cabezas. Cabezas de cadáveres. Éstas son de un consejero y una princesa:
«Cada vez que las dos caras se quedaban pegadas, deshaciéndose en una masa informe, la mujer, embriagada de placer, ser reía eufórica:
-¡Así, así, cómele la mejilla! ¡Oh, sí! ¡Qué bien! Ahora cómele la garganta. ¡Muérdele el ojo! ¡Sórbelo! Mmm, es tan delicioso que no puedo soportarlo. ¡Muerde con más fuerza!
Y la risa de la mujer tintineaba, clara y fesca, como el sonido que produce la más fina de las porcelanas.»
El interesante epílogo de Jesús Palacios sitúa la obra en su contexto y aporta esclarecedora información sobre «(...) cierta tradición cultural japonesa que se encuentra reflejada todo a lo largo de su historia, pero que partir del periodo Edo (1603-1868) adquiere tonalidades especiales y singulares. Su gran acervo del fantástico grotesto, de historias de crímenes y fantasmas que va desde los clásicos de kabuki y el arte gráfico del ukiyo-e hasta nuestros días, con el boom en los años 90 del pasado siglo del j-horror, el nuevo cine de terror japonés, todavía en boga» y sobre la vida atormentada de Ango Sakaguchi, perteneciente a la generación de «decadentes japoneses de la posguerra». Según Jesús Palacios, y compartimos su interpretación, el tema fundamental de Sakaguchi sería «el infierno del deseo. Demonios con forma humana, animales casi, por sus pasiones desmedidas, por sus obsesiones monstruosas». Y el terror de un vacío cósmico al cual es puerta la belleza infinita de ese bosque de cerezos en flor.
Nos hemos centrado en el primero de los tres cuentos por la impresión que nos ha causado, pero los otros dos, La princesa Yonaga y Minio y El gran consejero Murasaki son otras dos maravillas que no pueden dejar de leer.
En este primer cuento de los tres que incluye este libro, un bandido temible atraca a un rico viajero, al que mata, y rapta a su esposa. La primera sorpresa, aunque ya la inquietud se ha sentido para entonces, llega cuando la mujer pide al ladrón que la lleve a hombros y de pronto se transforma en una hostigadora que exige insistentemente que el hombre vaya más rápido y lo insulta porque se cansa. Se transforma ante nuestros ojos. Es terrible, extrañísimo, una veta de locura en lo que parecía la realidad.
Luego, cuando nada más llegar a la casa le pide que mate a las otras mujeres, él lo hace. Incluso llega a decir:
«― No me importa matarla, de veras. No es ningún problema.»
Es como un chiste.
Esto es una muestra del fascinante estilo de Ango Sakaguchi. Hielo y fuego, delicadeza y crueldad y un cierto sentido del humor japonés grotesco que hemos conocido en el manga y anime. Poesía que hemos conocido también en el cine de Miyazaki o en los Sueños de Akira Kurosawa. Podríamos seguir emparejando opuestos: carnal y etéreo, humoroso y terrible. Tradicional, inmerso en su cultura, y totalmente original. Fascinante.
Lo más maravilloso, sin embargo, es el bosque que da título al libro. El bosque de cerezos en flor. Un viento helado llena el espacio bajo las flores. El espacio infinito bajo las flores.
En él, «Viento frío procedente de las cuatro direcciones infinitas. El vacío más absoluto.»
No quiero contarles más. Sólo les dejo una cita, porque es increíble. La mujer está jugando con cabezas. Cabezas de cadáveres. Éstas son de un consejero y una princesa:
«Cada vez que las dos caras se quedaban pegadas, deshaciéndose en una masa informe, la mujer, embriagada de placer, ser reía eufórica:
-¡Así, así, cómele la mejilla! ¡Oh, sí! ¡Qué bien! Ahora cómele la garganta. ¡Muérdele el ojo! ¡Sórbelo! Mmm, es tan delicioso que no puedo soportarlo. ¡Muerde con más fuerza!
Y la risa de la mujer tintineaba, clara y fesca, como el sonido que produce la más fina de las porcelanas.»
El interesante epílogo de Jesús Palacios sitúa la obra en su contexto y aporta esclarecedora información sobre «(...) cierta tradición cultural japonesa que se encuentra reflejada todo a lo largo de su historia, pero que partir del periodo Edo (1603-1868) adquiere tonalidades especiales y singulares. Su gran acervo del fantástico grotesto, de historias de crímenes y fantasmas que va desde los clásicos de kabuki y el arte gráfico del ukiyo-e hasta nuestros días, con el boom en los años 90 del pasado siglo del j-horror, el nuevo cine de terror japonés, todavía en boga» y sobre la vida atormentada de Ango Sakaguchi, perteneciente a la generación de «decadentes japoneses de la posguerra». Según Jesús Palacios, y compartimos su interpretación, el tema fundamental de Sakaguchi sería «el infierno del deseo. Demonios con forma humana, animales casi, por sus pasiones desmedidas, por sus obsesiones monstruosas». Y el terror de un vacío cósmico al cual es puerta la belleza infinita de ese bosque de cerezos en flor.
Nos hemos centrado en el primero de los tres cuentos por la impresión que nos ha causado, pero los otros dos, La princesa Yonaga y Minio y El gran consejero Murasaki son otras dos maravillas que no pueden dejar de leer.
lunes, 14 de octubre de 2013
Moby Dick, Herman Melville
Una cita: Whenever I find myself growing grim about the mouth; whenever it is a damp, drizzly November in my soul; whenever I find myself involuntarily pausing before coffin warehouses, and bringing up the rear of every funeral I meet… then, I account it high time to get to sea as soon as I can.
Well, what dost thou think then of seeing the world? Do ye wish to go round Cape Horn to see any more of it, eh? Can’t ye see the world where you stand?
Herman Melville lo dice de otro libro, pero bien puedo apropiarme de sus palabras para decir que Moby Dick es ese libro, tan viril de arriba abajo, de aventuras a la antigua, y tan lleno, también, de honradas maravillas. Aunque parezca increíble, nunca me lo había leído antes. Increíble porque si hay algo que me gusta son los libros marineros, increíble sobre todo porque nada más empezar a leer me enamoré un poco, y hace rato que venía pensando que no me iba a enamorar de ningún otro libro en lo que me quedara de vida, aunque luego se me pasó el amor en las disgresiones enciclopédicas de Melville, para quien una ballena era un pez de sangre caliente. El amor me iba y me venía cuando se hacían a los remos o escuchaba entre las páginas del libro el crujir de las cuadernas y me preguntaba con qué aventuras soñarán los niños modernos que no tienen posibilidad de embarcarse en barcos balleneros o en barcos de casi ninguna clase.
Moby Dick no es una novela, es Herman Melville metiendo en un petate de marino un montón de cosas para el viaje y contando cosas marítimas sobre barcos balleneros y a veces sobre el Pequod bajo las órdenes de ese demente de Ahab que personifica en la ballena blanca todos los males que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su interior. Todo lo que más enloquece y atormenta, todo lo que remueve la hez de las cosas, toda verdad que contiene malicia, todo lo que resquebraja los nervios y endurece el cerebro, todos los sutiles demonismos de vida y pensamiento. Quién no quisiera que sus angustias se encarnaran en monstruo para poder arponearlas, pero eso no pasa nunca; de todas formas, aunque no tengamos a nuestro alcance a unos armadores tan peculiares como Peleg y Bildad (otra pareja cómica de la literatura) que pongan a nuestra disposición un barco, sí que nos inventamos cachalotes con formas más de andar por casa. Pero no hagamos lo que Melville no quería que hiciéramos: Podrían desdeñar Moby Dick como una fábula monstruosa, o aún algo peor y más detestable, como una alegoría horrible e intolerable. No lo haremos, nos gusta tan cual es, al pie de la letra, con sus disgresiones enciclopédicas incluidas con prolijas descripciones sobre estachas y fisiología cetácea y aparejos marítimos; con sus romanticismos sobre los demonios interiores convertidos en animal marino mitológico y los viajes exteriores que a pesar de los peligros se sabe que nos devuelven al mismo sitio. Nos gustan las horas de vigilancia sobre la cofa de trinquete, que Ismael mire con amor a Queequeg, el buen salvaje; nos gusta ese Starbuck (también nos gusta el Starbuck de Galáctica, pero ésa es otra historia) que aborrece la búsqueda de Achab porque es recto y bondadoso y sabio a pesar de todo obedece con dulzura o más bien cobardía; nos gustan los charloteos de Stubb; y nos gusta la tripulación estrambótica, caprichosa, voluble y poco de fiar (como marinero de cualquier clase, dice Melville) y más internacional que una asamblea plenaria de la ONU.
Moby Dick habla de muchas cosas que dejaron de existir: lámparas de aceite, bujías, velas de grasa de ballena, ballenas de corsés, balleneros de Nantucket que pasaban tres años circunvalando el globo, piratas malayos, viudas del mar (aunque yo hoy vi unas cuantas en la procesión del Carmen, la patrona de los marineros de mi pueblo), caníbales reconvertidos en arponeros, cocineros esclavos, poetas jóvenes que se embarcan para olvidar su melancolía. Melville seguro que era un gran contador de historias así en persona, pipa en mano, lástima que no hubiera podcasts en el siglo XIX.
Podéis leer la traducción de José María Valverde con felicidad, y seguramente con lentitud: no se ganó Moby Dick en una hora. Ah, el capítulo XXIII serviría para escribir otra novela que me gustaría mucho leer.
Por fuera del libro:
Melville antes que escritor fue más que marinero aventurero, no se portaba muy bien en sus barcos. Desertó de un ballenero para quedarse en las Marquesas, estuvo en la cárcel en Tahití y otras cosas así normales que nos pasan a todos en nuestra vida cotidiana. Sus novelas autobiográficas de juventud no las he leído pero lo haré.
A Moby Dick no le hicieron mucho caso cuando se publicó en 1851, hasta que 70 años después se puso de moda y se publicó la tan preciosísima edición de los grabados de Rockwell.
Loulou revisited
Well, what dost thou think then of seeing the world? Do ye wish to go round Cape Horn to see any more of it, eh? Can’t ye see the world where you stand?
Herman Melville lo dice de otro libro, pero bien puedo apropiarme de sus palabras para decir que Moby Dick es ese libro, tan viril de arriba abajo, de aventuras a la antigua, y tan lleno, también, de honradas maravillas. Aunque parezca increíble, nunca me lo había leído antes. Increíble porque si hay algo que me gusta son los libros marineros, increíble sobre todo porque nada más empezar a leer me enamoré un poco, y hace rato que venía pensando que no me iba a enamorar de ningún otro libro en lo que me quedara de vida, aunque luego se me pasó el amor en las disgresiones enciclopédicas de Melville, para quien una ballena era un pez de sangre caliente. El amor me iba y me venía cuando se hacían a los remos o escuchaba entre las páginas del libro el crujir de las cuadernas y me preguntaba con qué aventuras soñarán los niños modernos que no tienen posibilidad de embarcarse en barcos balleneros o en barcos de casi ninguna clase.
Moby Dick no es una novela, es Herman Melville metiendo en un petate de marino un montón de cosas para el viaje y contando cosas marítimas sobre barcos balleneros y a veces sobre el Pequod bajo las órdenes de ese demente de Ahab que personifica en la ballena blanca todos los males que algunos hombres profundos sienten que les devoran en su interior. Todo lo que más enloquece y atormenta, todo lo que remueve la hez de las cosas, toda verdad que contiene malicia, todo lo que resquebraja los nervios y endurece el cerebro, todos los sutiles demonismos de vida y pensamiento. Quién no quisiera que sus angustias se encarnaran en monstruo para poder arponearlas, pero eso no pasa nunca; de todas formas, aunque no tengamos a nuestro alcance a unos armadores tan peculiares como Peleg y Bildad (otra pareja cómica de la literatura) que pongan a nuestra disposición un barco, sí que nos inventamos cachalotes con formas más de andar por casa. Pero no hagamos lo que Melville no quería que hiciéramos: Podrían desdeñar Moby Dick como una fábula monstruosa, o aún algo peor y más detestable, como una alegoría horrible e intolerable. No lo haremos, nos gusta tan cual es, al pie de la letra, con sus disgresiones enciclopédicas incluidas con prolijas descripciones sobre estachas y fisiología cetácea y aparejos marítimos; con sus romanticismos sobre los demonios interiores convertidos en animal marino mitológico y los viajes exteriores que a pesar de los peligros se sabe que nos devuelven al mismo sitio. Nos gustan las horas de vigilancia sobre la cofa de trinquete, que Ismael mire con amor a Queequeg, el buen salvaje; nos gusta ese Starbuck (también nos gusta el Starbuck de Galáctica, pero ésa es otra historia) que aborrece la búsqueda de Achab porque es recto y bondadoso y sabio a pesar de todo obedece con dulzura o más bien cobardía; nos gustan los charloteos de Stubb; y nos gusta la tripulación estrambótica, caprichosa, voluble y poco de fiar (como marinero de cualquier clase, dice Melville) y más internacional que una asamblea plenaria de la ONU.
Moby Dick habla de muchas cosas que dejaron de existir: lámparas de aceite, bujías, velas de grasa de ballena, ballenas de corsés, balleneros de Nantucket que pasaban tres años circunvalando el globo, piratas malayos, viudas del mar (aunque yo hoy vi unas cuantas en la procesión del Carmen, la patrona de los marineros de mi pueblo), caníbales reconvertidos en arponeros, cocineros esclavos, poetas jóvenes que se embarcan para olvidar su melancolía. Melville seguro que era un gran contador de historias así en persona, pipa en mano, lástima que no hubiera podcasts en el siglo XIX.
Podéis leer la traducción de José María Valverde con felicidad, y seguramente con lentitud: no se ganó Moby Dick en una hora. Ah, el capítulo XXIII serviría para escribir otra novela que me gustaría mucho leer.
Por fuera del libro:
Melville antes que escritor fue más que marinero aventurero, no se portaba muy bien en sus barcos. Desertó de un ballenero para quedarse en las Marquesas, estuvo en la cárcel en Tahití y otras cosas así normales que nos pasan a todos en nuestra vida cotidiana. Sus novelas autobiográficas de juventud no las he leído pero lo haré.
A Moby Dick no le hicieron mucho caso cuando se publicó en 1851, hasta que 70 años después se puso de moda y se publicó la tan preciosísima edición de los grabados de Rockwell.
Loulou revisited
miércoles, 2 de octubre de 2013
Deja en paz al diablo, John Verdon
Roca, 2013
El detective David Gurney resultó gravemente herido en su último caso. Tras salir del coma, se recluyó en su casa del norte del estado de Nueva York. Él y su esposa Madeleine se habían trasladado al campo huyendo del estruendo y la presión de Manhattan.
A Gurney le quedaron secuelas, propias del síndrome postraumático: unos molestos acúfenos, como voces susurradas dentro de su cabeza —Let the Devil sleep—; una abulia generalizada, y la necesidad de ir constantemente armado —la Beretta 32 en la pequeña funda de su tobillo izquierdo—. Cuando trabajaba como detective del Departamento de Policía de Nueva york, aborrecía las armas y las llevaba por obligación; ahora las lleva obligado por un miedo que no parece remitir.
En ese estado de indefensión David recibe la petición de ayuda de un antiguo conocido: que asesore y vigile a su hija, Kim Corazón, que prepara una serie de entrevistas a los familiares de las victimas de un asesino en serie de hacía diez años, el Buen Pastor, cuyos crímenes quedaron sin resolver. El documental se titularía <>. La idea, espectacular, parecía inocua en principio; pero algunos aspectos turbios, como la manipulación de la emisora de TV basura que acepta el proyecto, ponen a la joven periodista al borde del abismo: el primera, que tiene un exnovio acosador; el segunda y más inquietante, que El buen pastor sigue vivo, y éste constituye, como en la mayoría de las obras policiacas, el Leit motive de la trama: como dijo Nietzsche, que tenía motivos para saberlo:
«Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.»
Esta novela presenta perspectivas novedosas en el género negro. El estilo es rico y preciso. Los diálogos inteligentes y creíbles, sin caer en ese esquematismo de moda que deja atrás tantos matices. Los personajes son psicológicamente correctos, interesantes y bien dimensionados.
Se trata de una buena novela que, divirtiendo, satisface ese profundo instinto que nos convierte en justicieros anónimos en la noche del tigre. Al mismo tiempo que respeta las convecciones clásicas del género —Sherlock Holmes + capitán Ahab—, nos ofrece una perspectiva crítica de las nuevas tecnologías de detección, que tanto nos asombraron cuando las empezamos a ver en esas grandes series: “El CSI”, en Las Vegas, en Florida y en Nueva York —investigación científica del escenario del crimen—, y “Mentes criminales” — el Departamento de Conducta Criminal del FBI—. Por mucho que nos han impresionado los métodos científicos y psicológicos en la investigación criminal, debemos admitir que no siempre logran sus propósitos. Tanto en la realidad de la policía, que brega día a día en esa batalla interminable, como en la ficción, el papel del humano, hombre o mujer, sigue siendo tan necesario como la existencia del héroe marginal, el detective privado.
Antón G. Areces
El detective David Gurney resultó gravemente herido en su último caso. Tras salir del coma, se recluyó en su casa del norte del estado de Nueva York. Él y su esposa Madeleine se habían trasladado al campo huyendo del estruendo y la presión de Manhattan.
A Gurney le quedaron secuelas, propias del síndrome postraumático: unos molestos acúfenos, como voces susurradas dentro de su cabeza —Let the Devil sleep—; una abulia generalizada, y la necesidad de ir constantemente armado —la Beretta 32 en la pequeña funda de su tobillo izquierdo—. Cuando trabajaba como detective del Departamento de Policía de Nueva york, aborrecía las armas y las llevaba por obligación; ahora las lleva obligado por un miedo que no parece remitir.
En ese estado de indefensión David recibe la petición de ayuda de un antiguo conocido: que asesore y vigile a su hija, Kim Corazón, que prepara una serie de entrevistas a los familiares de las victimas de un asesino en serie de hacía diez años, el Buen Pastor, cuyos crímenes quedaron sin resolver. El documental se titularía <
Esta novela presenta perspectivas novedosas en el género negro. El estilo es rico y preciso. Los diálogos inteligentes y creíbles, sin caer en ese esquematismo de moda que deja atrás tantos matices. Los personajes son psicológicamente correctos, interesantes y bien dimensionados.
Se trata de una buena novela que, divirtiendo, satisface ese profundo instinto que nos convierte en justicieros anónimos en la noche del tigre. Al mismo tiempo que respeta las convecciones clásicas del género —Sherlock Holmes + capitán Ahab—, nos ofrece una perspectiva crítica de las nuevas tecnologías de detección, que tanto nos asombraron cuando las empezamos a ver en esas grandes series: “El CSI”, en Las Vegas, en Florida y en Nueva York —investigación científica del escenario del crimen—, y “Mentes criminales” — el Departamento de Conducta Criminal del FBI—. Por mucho que nos han impresionado los métodos científicos y psicológicos en la investigación criminal, debemos admitir que no siempre logran sus propósitos. Tanto en la realidad de la policía, que brega día a día en esa batalla interminable, como en la ficción, el papel del humano, hombre o mujer, sigue siendo tan necesario como la existencia del héroe marginal, el detective privado.
Antón G. Areces
lunes, 16 de septiembre de 2013
Una letra femenina azul pálido, Franz Werfel
Anagrama, 2013 (primera edición, 1994)
Un hombre asciende socialmente gracias a su habilidad para el baile, su buena presencia y una enamorada de alcurnia. Él, hijo de «un pobre catedrático de instituto», llega a lo más alto del funcionariado y disfruta de una vida regalada con todos los lujos que el dinero de su esposa (¡ah, pero eso a él no le interesa!) le puede proporcionar. Sin embargo, qué vida tan extraña, que sensación de vanidad nos deja. La apariencia, el quién va a la ópera, las dietas y afeites de su bella esposa, y un frac que aparece siempre... El frac es la herencia de un estudiante «israelita» que se suicidó en la habitación de al lado en su juventud. Con ese frac asiste a su primer baile y causa sensación. ¡Un frac abre las puertas del mundo! Además, baila tan bien. Respecto al israelita, ya ven, qué falta de gusto, que tendencia al exceso tienen los de su raza. Suicidarse en la habitación de al lado.
El tiempo de la historia es muy breve. Pero hay recuerdos, muchos recuerdos y evoluciones graves en el alma somera de Leónidas. La persona y los momentos en que con más intensidad vivió, vuelven de pronto. Un amor de juventud… Una israelita, hoy doctora en filosofía. ¿Qué más? Oh, ahora ella lo necesita. La israelita, la severa colegiala, era y sigue siendo un ser de pureza imposible.
«¿Pureza? No había pensamiento detrás de esa frente blanca que no estuviese en consonancia con la totalidad de su ser, y uno lo sentía.»
Del argumento, no digo más. Pero qué tristeza la cobardía, más aún la cobardía consciente, qué tibio y qué poco intenso ese vivir rehuyendo el riesgo y la pasión.
«Yo, personalmente, por ejemplo, no debo mi meteórica carrera a ningún atributo excepcional, sino a tres talentos musicales: un oído muy fino para detectar la vanidades humanas, un gran sentido del ritmo y —éste es el más importante de los tres— una capacidad de imitación extremadamente acomodaticia que, sin duda, tiene sus raíces en la debilidad de mi carácter.»
No cuento más, porque es importante en esa breve gran novela avanzar con el narrador-protagonista, descubrir más y más de él. Es una obra de amor, sí. Mucho amor, pero ¿dónde está la pureza?
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=2432
Franz Werfel (Praga, 1890-EEUU, 1945) fue autor adscrito en su juventud al expresionismo, amigo de otros famosos escritores austriacos como Kafka y Max Brod, luchó en la primera guerra mundial y estuvo casado durante 16 años con Alma Mahler, con la que huyó en el 38 a Estados Unidos y con quien vivió hasta su muerte.
jueves, 12 de septiembre de 2013
Solaris, Stanislaw Lem
Impedimenta, 2011
«¿Cómo quieren comunicarse con el océano cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes?»
«Estaba decidido a terminar con las conjeturas y a conocer la verdad, aunque como ya imaginaba, la verdad fuera incomprensible.»
«Pretendes observar un comportamiento humano en una situación inhumana.»
«Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa.»
En un lejano planeta cuya órbita está regida por dos soles, una estación espacial flota sobre un extraño océano viviente, una entidad gigantesca, cambiante y enigmática. En la estación, los profesores Gibarian, Sartorius y Snaut intentan desentrañar el misterio de ese mar plasmático que durante cien años ha mantenido a la comunidad científica terrestre dividida y exultante. Stanisław Lem es uno de esos escritores que tienen la habilidad de meterte de cabeza en sus mundos inventados a la media página. Todo lo que él quiera imaginarse se materializa sólido, compacto ante tus ojos; sin necesidad de mucho artificio ni lustre, con un aplomo de quien describe algo que verdaderamente existe, ayudándose de anclas fascinantes por lo que empobrecen nuestra esperanza de un futuro-ficción de plexiglás brillante, como las latas de concentrado de carne, las sopas de sobre o las camas plegables. Abrir Solaris es descorrer una cortina y penetrar en otra realidad completamente diferente, en la que tenemos que arreglárnoslas con el bagaje que traemos de nuestra realidad de siempre, igual que Kris Kelbin, el protagonista. Solaris es el fascinante y aterrador recorrido de una mente inteligente en estado de sitio, rodeada por lo desconocido, intentando abrirse un camino a través del que poder comprender algo para lo que no le alcanza con sus parámetros usuales. La angustia de Kelbin es tangible; mascamos su proceso, lo vemos sufrir, con él intentamos desentrañar el misterio, comprender, queremos curarle las quemaduras y el insomnio. Como él, le tenemos miedo a Harey, su mujer regresada. Nos inquieta la mano del profesor Staut metida en el armario, sujetando la mano de alguien que no sabemos quién es (nos gustaría saber más porque Staut es nuestro favorito y estamos seguros de que es el favorito de todo el que lea Solaris). Nos aterra que Sartorius haya podido elegir una vía sanguinaria. Nos apena haber perdido a Gibarian, nuestro profesor y mentor. Nos reconforta tener a mano esa inexplicable biblioteca borgiana en la que se acumulan todos los volúmenes de solarística (de los cuales un 60% deben ser magufos). Las explicaciones sobre la historia de Solaris y los solaristas, las bibliografías inventadas y las teorías detalladas y argumentadas, las distintas escuelas y desencuentros, su giro último hacia Dios, también tienen ese qué se yo de Borges. La única conclusión a la que puede llegarse sobre el planeta Solaris es que el océano viviente actúa pero no según las nociones de los hombres. La explicación reemplaza un enigma por otro. El único habitante de Solaris no se pliega a nuestras leyes ni se comunica siguiendo las máximas conversacionales de H. P. Grice, él prefiere leer mentes y solidificar recuerdos en carne viva y mandarlos como compaña nocturna. El drama pasado de Kelbin y su drama moderno son un bolero triste y extraño que resuena por toda la estación espacial: de la inquietud primera de ver el vestido blanco de la Harey falsa pero verdadera colgado en la silla a lo reconfortante de ver vestidos blancos sucesivos colgados de la silla (Harey es un poco como la princesa transparente de Ico, no se la puede dejar suelta). Los misterios científicos más insondables se ven empañados por un amor de narciso (momentáneamente). El proceso de ahogarse en lo desconocido de Kelbin se convierte en un ahogarse entre los hombres; de tenerle miedo a lo que no puede reducir a una fórmula o a un experimento científico pasa a tenerle miedo a lo que ya sabe. Por suerte, Kelbin no está solo en vano: Staut le vuelve a la ”cordura” de abrazar el ansia de saber, abrazar al dios de la ciencia, curioso que sea después de un sacrificio ritual.
La extrañeza de Kelbin encuentra su tope porque es insoportable y así termina arellanándose en la teología y después, en lo reconfortante de ejecutar los miles de pequeños gestos que componen la vida, hasta el día en que esos gestos vuelvan a convertirse en hábitos.
Por fuera del libro:
Solaris se publicó en 1961. Su autor tenía 40 años. Es el libro más famoso de Stanisław Lem por culpa de Tarkovsky. Lem es otro de esos médicos que terminan siendo escritores, otro de esos polacos que termina en el exilio (en Viena, donde permaneció cinco años en los 80). De origen judío, durante la Segunda Guerra Mundial su familia consiguió (gracias a su estupendo nivel económico) falsificar papeles y librarse de los campos de concentración. Cuando Polonia fue soviética se volvieron pobres. Lem empezó a vender historias mientras estudiaba medicina. Y así.
Un chachito de Solaris:
Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerosos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es.
Loulou Revisited
«¿Cómo quieren comunicarse con el océano cuando ni siquiera llegan a entenderse entre ustedes?»
«Estaba decidido a terminar con las conjeturas y a conocer la verdad, aunque como ya imaginaba, la verdad fuera incomprensible.»
«Pretendes observar un comportamiento humano en una situación inhumana.»
«Si la realidad te hace daño, no tengo la culpa.»
En un lejano planeta cuya órbita está regida por dos soles, una estación espacial flota sobre un extraño océano viviente, una entidad gigantesca, cambiante y enigmática. En la estación, los profesores Gibarian, Sartorius y Snaut intentan desentrañar el misterio de ese mar plasmático que durante cien años ha mantenido a la comunidad científica terrestre dividida y exultante. Stanisław Lem es uno de esos escritores que tienen la habilidad de meterte de cabeza en sus mundos inventados a la media página. Todo lo que él quiera imaginarse se materializa sólido, compacto ante tus ojos; sin necesidad de mucho artificio ni lustre, con un aplomo de quien describe algo que verdaderamente existe, ayudándose de anclas fascinantes por lo que empobrecen nuestra esperanza de un futuro-ficción de plexiglás brillante, como las latas de concentrado de carne, las sopas de sobre o las camas plegables. Abrir Solaris es descorrer una cortina y penetrar en otra realidad completamente diferente, en la que tenemos que arreglárnoslas con el bagaje que traemos de nuestra realidad de siempre, igual que Kris Kelbin, el protagonista. Solaris es el fascinante y aterrador recorrido de una mente inteligente en estado de sitio, rodeada por lo desconocido, intentando abrirse un camino a través del que poder comprender algo para lo que no le alcanza con sus parámetros usuales. La angustia de Kelbin es tangible; mascamos su proceso, lo vemos sufrir, con él intentamos desentrañar el misterio, comprender, queremos curarle las quemaduras y el insomnio. Como él, le tenemos miedo a Harey, su mujer regresada. Nos inquieta la mano del profesor Staut metida en el armario, sujetando la mano de alguien que no sabemos quién es (nos gustaría saber más porque Staut es nuestro favorito y estamos seguros de que es el favorito de todo el que lea Solaris). Nos aterra que Sartorius haya podido elegir una vía sanguinaria. Nos apena haber perdido a Gibarian, nuestro profesor y mentor. Nos reconforta tener a mano esa inexplicable biblioteca borgiana en la que se acumulan todos los volúmenes de solarística (de los cuales un 60% deben ser magufos). Las explicaciones sobre la historia de Solaris y los solaristas, las bibliografías inventadas y las teorías detalladas y argumentadas, las distintas escuelas y desencuentros, su giro último hacia Dios, también tienen ese qué se yo de Borges. La única conclusión a la que puede llegarse sobre el planeta Solaris es que el océano viviente actúa pero no según las nociones de los hombres. La explicación reemplaza un enigma por otro. El único habitante de Solaris no se pliega a nuestras leyes ni se comunica siguiendo las máximas conversacionales de H. P. Grice, él prefiere leer mentes y solidificar recuerdos en carne viva y mandarlos como compaña nocturna. El drama pasado de Kelbin y su drama moderno son un bolero triste y extraño que resuena por toda la estación espacial: de la inquietud primera de ver el vestido blanco de la Harey falsa pero verdadera colgado en la silla a lo reconfortante de ver vestidos blancos sucesivos colgados de la silla (Harey es un poco como la princesa transparente de Ico, no se la puede dejar suelta). Los misterios científicos más insondables se ven empañados por un amor de narciso (momentáneamente). El proceso de ahogarse en lo desconocido de Kelbin se convierte en un ahogarse entre los hombres; de tenerle miedo a lo que no puede reducir a una fórmula o a un experimento científico pasa a tenerle miedo a lo que ya sabe. Por suerte, Kelbin no está solo en vano: Staut le vuelve a la ”cordura” de abrazar el ansia de saber, abrazar al dios de la ciencia, curioso que sea después de un sacrificio ritual.
La extrañeza de Kelbin encuentra su tope porque es insoportable y así termina arellanándose en la teología y después, en lo reconfortante de ejecutar los miles de pequeños gestos que componen la vida, hasta el día en que esos gestos vuelvan a convertirse en hábitos.
Por fuera del libro:
Solaris se publicó en 1961. Su autor tenía 40 años. Es el libro más famoso de Stanisław Lem por culpa de Tarkovsky. Lem es otro de esos médicos que terminan siendo escritores, otro de esos polacos que termina en el exilio (en Viena, donde permaneció cinco años en los 80). De origen judío, durante la Segunda Guerra Mundial su familia consiguió (gracias a su estupendo nivel económico) falsificar papeles y librarse de los campos de concentración. Cuando Polonia fue soviética se volvieron pobres. Lem empezó a vender historias mientras estudiaba medicina. Y así.
Un chachito de Solaris:
Nos internamos en el cosmos preparados para todo, es decir para la soledad, la lucha, la fatiga y la muerte. Evitamos decirlo, por pudor, pero en algunos momentos pensamos muy bien de nosotros mismos. Y sin embargo, bien mirado, nuestro fervor es puro camelo. No queremos conquistar el cosmos, sólo queremos extender la Tierra hasta los lindes del cosmos. Para nosotros, tal planeta es árido como el Sahara, tal otro glacial como el Polo Norte, un tercero lujurioso como la Amazonia. Somos humanitarios y caballerosos, no queremos someter a otras razas, queremos simplemente transmitirles nuestros valores y apoderarnos en cambio de un patrimonio ajeno. Nos consideramos los caballeros del Santo Contacto. Es otra mentira. No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Un solo mundo, nuestro mundo, nos basta, pero no nos gusta como es.
Loulou Revisited
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Fragmentos de interior, Carmen Martín Gaite
Siruela, 2010
No sé muy bien qué decir de esta novela, que tanto ama Jenn Díaz (ni siquiera he querido leer lo que haya dicho, para ofrecerle una lectura fresca), que no había leído hasta ahora y cuya maestría reconozco de inmediato. Seguiré con todo lo de Martín Gaite, sin duda. ¿Qué? ¿Que es perfecta? No es más ni menos de lo que se propone. Tal elegancia es rara. Si tuviera que acabar en tres palabras diría: “Novela psicológica. Buenísima”. Aunque tampoco es una novela psicológica. Costumbrista, dicen otros. Sí, pero no es su objetivo ser una novela costumbrista. No añadiría que no brilla porque lo que cuenta no brilla, que su realismo es tal que no nos asolan paisajes oníricos ni nos sorprende una trama imprevisible. Es como la vida misma. Alguien que la cuenta muy bien, pero no intenta adornarla ni disfrazarla. Noto una honradez enorme en la manera de contar, un afán de decir exactamente lo necesario, la mirada posada en su objeto con toda intensidad, sin dejar nada fuera para que el autor se luzca, sin dejar nada fuera para congraciarse con unos u otros. Solo la realidad de unos personajes cuyos gestos podemos ver, personajes de esos que te parece conocer desde siempre, pero que no son un estereotipo, no son tipos, sino personas de verdad.
Una familia que se disgrega (vemos casi a los personajes salir disparados hacia afuera por la fuerza centrípeta de esa dispersión) con el sufrimiento que provocan las relaciones de dependencia y poder (independencia / dependencia) al evolucionar y, más aún, antes de estallar. Varias líneas argumentales que confluyen en el tema del amor. Romántico. Familiar. Del amor. Preguntas eternas como si el amor es causa de sufrimiento y cómo liberarse de ese sufrimiento sin dejar de amar. ¿Es posible?
Hay dos historias de amor en la novela. Agustina, mujer de 50 años que fue bella y feliz, se niega a aceptar que ese amor ya no es suyo, que nada queda en el presente de aquella dicha. Luisa, joven de 20 años que viene a Madrid a buscar a un novio de verano que, como se verá, no la esperaba. Entre ellas, entrelazados de manera perfecta, hijos, esposos, amigos. Cómo supo Carmen Martín Gaite hablar del amor sin caer en tópicos, ideas repetidas hasta el hartazgo, superficialidades.
Recuerdo cómo se durmió finalmente Agustina solo después de haber hecho sentir a su hijo Jaime la misma desesperación que la agobiaba a ella. ¿Amor? ¿Qué es amor? Isabel, independiente, fuerte, ¿ama lo mismo que Jaime a su madre? No hay manera de saberlo, pero parece que no.
Cómo se resolverán ambas historias, las de Agustina y Luisa, tan semejantes en cierto modo, es lo que sabrán si leen esta novela redonda y perfecta. Sin alejarse de lo cercano (de ahí ese “costumbrismo” en el que la catalogan algunos), fue capaz de escribir una gran novela que ojalá lean. Me ha sabido a poco y quiero más.
lunes, 9 de septiembre de 2013
El último cortejo, Laurent Gaudé
Salamandra, 2013
El último cortejo narra los últimos momentos de la vida de Alejandro Magno, de su cuerpo/cadáver y de lo que propiamente ES Alejandro. La pregunta central de la obra, cuya respuesta la cierra, es la que su madre Olimpia le ha hecho en una misiva el mismo día en que siente el mal en su interior: «¿A quién perteneces?», que es, en realidad, otra manera de preguntar: ¿Quién eres?
Se trata de una narración muy poética, con imágenes que se quedarán grabadas en la mente del lector mucho después de haber olvidado, quizá, el argumento. Un tono elegíaco, pero también épico en ciertos momentos, llena de magnificencia y trascendencia la obra.
«(…) ah, qué dulce es estar tan lejos, pronuncio vuestros nombres, Hefestión, Dripetis, pronuncio vuestros nombres, Tarkilias, Chandragupta, habéis hecho de mí el hombre que no sabe morir, la urna está rota y el viento sopla, Estoy aquí para siempre, lo abarco todo con la mirada, escucha, Dripetis, abarco los mundos desconocidos, los ríos interminables, los combates de mañana (…)»
Varios personajes narran, cada uno desde su tiempo y desde su espacio, la historia pasada y presente: aquél a quien Alejandro envió más allá del último confín a declarar la guerra a un rey cuya existencia era solo un rumor; un capitán de Ptolomeo... La narración más importante es la de Dripetis, hija de Darío y viuda de Hefestión, el mejor amigo de Alejandro. Dripetis ha vivido guerra y destrucción y no desea otra cosa que desaparecer de la historia. De la Historia. ¿Cómo sale uno de la Historia? Ella vive, con su hijo recién nacido, en un monasterio, lejos del mundo. Sin embargo, la reclaman cuando Alejandro agoniza y se ve obligada a regresar. Su mayor deseo es que su hijo crezca sin saber quién es (otra vez la misma pregunta: quién es uno, qué es ser uno y no otro), que el destino que parece aguardar a todos los miembros de su familia (familia imperial de estatus casi divino hasta que Alejandro destruyó el imperio persa) pase de largo ante su hijo: ¿cómo se puede eludir el destino?
«Ha conseguido librarse del Imperio. Nunca ha estado tan viva como allí, sobre esa roca. Está en el corazón de las cosas, donde los instantes pasan con lentitud y donde todo es vital.»
A su vez, Alejandro le pide ayuda. Tras su muerte, sus mejores amigos, sus consejeros, comienzan a guerrear entre sí y su cuerpo se convierte en símbolo de poder. Alejandro quiere… Pero léanla. Para mí ha sido un placer.
Laurent Gaudé, 1972, tiene varias novelas históricas en su haber, las más conocidas El legado del rey Tsongot y El sol de los Scorta, y es autor de gran éxito en Francia, donde ha cosechado importantes premios.
El último cortejo narra los últimos momentos de la vida de Alejandro Magno, de su cuerpo/cadáver y de lo que propiamente ES Alejandro. La pregunta central de la obra, cuya respuesta la cierra, es la que su madre Olimpia le ha hecho en una misiva el mismo día en que siente el mal en su interior: «¿A quién perteneces?», que es, en realidad, otra manera de preguntar: ¿Quién eres?
Se trata de una narración muy poética, con imágenes que se quedarán grabadas en la mente del lector mucho después de haber olvidado, quizá, el argumento. Un tono elegíaco, pero también épico en ciertos momentos, llena de magnificencia y trascendencia la obra.
«(…) ah, qué dulce es estar tan lejos, pronuncio vuestros nombres, Hefestión, Dripetis, pronuncio vuestros nombres, Tarkilias, Chandragupta, habéis hecho de mí el hombre que no sabe morir, la urna está rota y el viento sopla, Estoy aquí para siempre, lo abarco todo con la mirada, escucha, Dripetis, abarco los mundos desconocidos, los ríos interminables, los combates de mañana (…)»
Varios personajes narran, cada uno desde su tiempo y desde su espacio, la historia pasada y presente: aquél a quien Alejandro envió más allá del último confín a declarar la guerra a un rey cuya existencia era solo un rumor; un capitán de Ptolomeo... La narración más importante es la de Dripetis, hija de Darío y viuda de Hefestión, el mejor amigo de Alejandro. Dripetis ha vivido guerra y destrucción y no desea otra cosa que desaparecer de la historia. De la Historia. ¿Cómo sale uno de la Historia? Ella vive, con su hijo recién nacido, en un monasterio, lejos del mundo. Sin embargo, la reclaman cuando Alejandro agoniza y se ve obligada a regresar. Su mayor deseo es que su hijo crezca sin saber quién es (otra vez la misma pregunta: quién es uno, qué es ser uno y no otro), que el destino que parece aguardar a todos los miembros de su familia (familia imperial de estatus casi divino hasta que Alejandro destruyó el imperio persa) pase de largo ante su hijo: ¿cómo se puede eludir el destino?
«Ha conseguido librarse del Imperio. Nunca ha estado tan viva como allí, sobre esa roca. Está en el corazón de las cosas, donde los instantes pasan con lentitud y donde todo es vital.»
A su vez, Alejandro le pide ayuda. Tras su muerte, sus mejores amigos, sus consejeros, comienzan a guerrear entre sí y su cuerpo se convierte en símbolo de poder. Alejandro quiere… Pero léanla. Para mí ha sido un placer.
Laurent Gaudé, 1972, tiene varias novelas históricas en su haber, las más conocidas El legado del rey Tsongot y El sol de los Scorta, y es autor de gran éxito en Francia, donde ha cosechado importantes premios.
jueves, 5 de septiembre de 2013
El malentendido, Irène Némirovsky
Magnífica primera novela de la magnífica Irène Némirovsky. ¿A qué mujer vio esta joven Némirovsky de 23 años sufrir así por amor? ¿De dónde surge ese conocimiento hondo y sutil del alma humana? La finura en el análisis y retrato de los sentimientos y las evoluciones de la protagonista de esta historia de amor son excepcionales. Vívido relato de la relación de dos amantes desiguales separados por un matrimonio, una posición social agobiada por la estrechez, la inseguridad, la desconfianza y la adoración de una de las partes, que impide respirar a la otra (la solución, por así decirlo, a este problema es original, real, uno de los rasgos más sorprendentes de la obra).
El desencuentro, el no entendimiento, el construir sobre supuestos, los diálogos imaginados, el desear y no decir, la incomunicación. Eso. Lo de cada día.
Sorprende siempre esta autora, no solo por su agilidad y perfección narrativas, sino por esa sabiduría, esa comprensión de las motivaciones y el funcionamiento de nuestra psique. Su juventud, su fuerza, su maestría han de ser una y mil veces resaltados.
Para saber más de la autora:
http://www.losnoveles.net/deshollinadora1.htm
Más reseñas sobre el mismo libro:
http://alvarodelarica.com/2013/06/el-malentendido-irene-nemirovsky.html
http://ellibrofago.blogspot.com.es/2013/04/el-malentendido-de-irene-nemirovsky-una.html
El desencuentro, el no entendimiento, el construir sobre supuestos, los diálogos imaginados, el desear y no decir, la incomunicación. Eso. Lo de cada día.
Sorprende siempre esta autora, no solo por su agilidad y perfección narrativas, sino por esa sabiduría, esa comprensión de las motivaciones y el funcionamiento de nuestra psique. Su juventud, su fuerza, su maestría han de ser una y mil veces resaltados.
Para saber más de la autora:
http://www.losnoveles.net/deshollinadora1.htm
Más reseñas sobre el mismo libro:
http://alvarodelarica.com/2013/06/el-malentendido-irene-nemirovsky.html
http://ellibrofago.blogspot.com.es/2013/04/el-malentendido-de-irene-nemirovsky-una.html
lunes, 26 de agosto de 2013
Ehrengard, Isak Dinesen
Isak Dinesen cuenta cuentos. Casi podemos verla sentada en medio de los oyentes y haciéndolos sufrir y gozar con sus descripciones parsimoniosas. Vemos su sonrisa de torturadora que se regodea, que alarga el final con tal belleza que el final deja de importar y, cuando llega, es como si no llegara. Solo deja vibrar el silencio.
Isak Dinesen (en el prólogo, cómo no, habla de él su admirador más famoso de España, Javier Marías, quien ha dedicado su página web a la autora AQUÍ) escribió un cuento que es el mejor tratado de cuentística que haya leído (hace mucho, mucho tiempo; si fuera ella, aquí abriría una historia la voz de una «dama de edad»): La página en blanco. Una herencia de la maestra, un regalo en que nos ofrece su saber como contadora de cuentos. ¡No tiene nada que ver con un «cuentacuentos», por piedad! Una señora de edad ―siempre es una señora de edad― cuenta, deleitándose en las flores del camino y haciendo que la audiencia esté pendiente de cada palabra, como un niño del cuento antes de dormir, una historia de las que en su larga vida han cristalizado como las más bellas joyas de experiencia y sabiduría.
Y eso hace también en Ehengard. Con esa verosimilitud narrativa que Dinesen busca, una vieja dama cuenta y expone sus fuentes, que autorizan su narración. En otro alarde de virtuosismo y de lujo, la narradora explica las partes de la que constará la narración, el porqué de las mismas (las dos primeras no serán más que una introducción) e, incluso, se permite pedir paciencia a la audiencia. Su presencia es constante en comentarios y reflexiones que su edad y su sabiduría justifican.
Ese pasado mítico en el que ocurren los cuentos de Isak Dinesen es el fondo también en Ehrengard. El tema es la seducción (parece ser, dicen, que lo escribió con las Memorias de un seductor de Kierkegaard muy presentes). Una seducción de tal exquisitez que busca, no una rendición total al seductor (la habría, pero él no la tomaría), sino un rubor. El seductor busca una oleada de rubor que recorra el cuerpo entero de la mujer (una valquiria pura y guerrera, Ehrengard); esa es la prenda. En un entorno de cuento de hadas, con príncipes y princesas, lagos, palacios, Ehrengard, dama de compañía de la joven princesa, ha de entregarse al seductor (pintor, de origen humilde, artista hasta lo más profundo). Lo que ocurra han de leerlo, pues no se lo contaré…
Como siempre, la maestra, Isak Dinesen, baronesa Karen Christence Blixen-Finecke, maravilla.
Les dejo el link a una reseña que será, sin duda, mucho más interesante que esta: Reseña de Javier Marías
Ah. El libro, ciertamente, no es novedad. La edición es de Bruguera, de 1984. Y no lo tenemos en La librería de bolsillo. No se pueden leer solo novedades.
viernes, 9 de agosto de 2013
Una novela rusa, Emmanuel Carrère
Anagrama, 2008
Carrère muestra a las claras, sin explicarlo, qué hace en esta novela y cómo lo hace: lo mismo que en Kotelnich. Es, en realidad, una obra sobre la creación, arte dentro del arte, por más que no se aluda a ello en ningún momento.
Carrère, un cámara, un técnico de sonido y un traductor llegan, siguiendo una pista (un combatiente húngaro de la Segunda Guerra Mundial fue internado en un manicomio, donde permaneció cincuenta años olvidado de todos), al pueblo de Kotelnich, en la Rusia profunda. Es un agujero ruin que por su absoluta falta de interés o atractivo lo fascina. Además, se da cuenta, como el antropólogo que estudia una tribu virgen, de que su mera presencia afecta la vida del pueblo, de que todos están pendientes de ellos y desean llamar su atención. Proyectan entonces un documental en Kotelnich radicalmente original: se ofrecerán como catalizadores, como actores en algún drama, en alguna historia. Necesitarán tiempo, un mes, y, por supuesto, dinero. Al cabo de un año en París, Emmanuel consigue el apoyo que necesita y vuelve a Kotelnich. No sabe si él aparecerá ante la cámara o no, pero sin duda serán sus notas las que vayan construyendo el documental según lo que ocurra, será su mirada la que construya la historia. Sin embargo, ahí andan él y los dos nuevos miembros de su equipo (el traductor es el mismo) perdiendo el tiempo, esperando que algo ocurra, y nada ocurre (es un decir, pero no se lo contaré a ustedes).
Cuento con detalle esta primera parte de una de las líneas argumentales porque explica a la perfección lo que el autor ha hecho en la novela. Después de un gran éxito, El adversario, da la impresión de que no tenía ninguna otra idea definida: solo un lugar inhóspito de Rusia, sus problemas de amor y un abuelo colaboracionista que exorcizar. Y de que, siendo un gran escritor, porque escribe con esa gracia, esa naturalidad de los mejores que hace muy difícil dejar de leer, podría sencillamente amalgamar estas cosas y ver qué ocurría. Una escritura directa, ágil, viva e inteligente, como sabemos ya, no bastan para hacer una gran novela. Su objetivo, él mismo lo expone en diversas ocasiones: quiere exorcizar, quiere limpiarse, quiere contar lo que le ha pasado en tres años porque es muy feo. Está haciendo una confesión pública (al igual que escribió un relato pornográfico —¡Declaración de amor, llegó a decir!— para su amante que publicó en Le Monde para que seiscientas mil personas lo leyeran a la vez que ella) de su debilidad, miedo, inseguridad, egoísmo, locura. Todos sus defectos, sin compasión. Carrère, según cuenta en la novela, va, o iba, al psicoanalista tres veces por semana. Lo creemos.
« Nos habíamos embarcado en un proyecto común que implicaba que él me contase su vida, y nunca ocultó el placer que le producía contarla. Le gusta hablar de él, es mi manera, dice, de hablar con los demás y a los demás, y señaló perspicazmente que también era la mía. »
Creemos mucho de lo que cuenta. Porque ciertas partes importantes de la novela son ciertas. Este autor habla de sí. Personalmente, encuentro en esa exhibición del desprecio por uno mismo algo desagradable y, a la vez, de alguna manera, falso, una representación, algo así como Roma ardiendo para Nerón. El propio autor menciona las Memorias del subsuelo y sería interesante analizar cuál es la diferencia entre esa obra magnífica, enorme, sobrehumana casi, y la obra de la que hablamos, Una novela rusa, una novela muy interesante pero que nos deja, sobre todo, con ganas de más.
También he leído otra novela suya, De vidas ajenas, en la que vuelve a ser personaje, menos atormentado en esta ocasión y menos «estrella», y que encontré bastante menos subyugante. Opinión personal, por supuesto. Emmanuel y su actual pareja están con sus respectivos hijos en Sri Lanka cuando el tsunami. El tsunami. (Creo que ya sé de dónde surgió la idea de la película Lo imposible. Es casi calcada). Luego, vuelven a París. Personajes aparecen y desaparecen. La obra trata de la bondad y el heroísmo, pero creo que serán mucho mejores, por lo que he visto de él, El adversario y la (referencias de personas en cuyo gusto confías; todos las tenemos) muy elogiada Limonov. Ambas parecen, por su temática, campo mucho más fértil para Carrère. Porque es evidente como que hay luz en el día que se trata de un gran escritor.
Carrère muestra a las claras, sin explicarlo, qué hace en esta novela y cómo lo hace: lo mismo que en Kotelnich. Es, en realidad, una obra sobre la creación, arte dentro del arte, por más que no se aluda a ello en ningún momento.
Carrère, un cámara, un técnico de sonido y un traductor llegan, siguiendo una pista (un combatiente húngaro de la Segunda Guerra Mundial fue internado en un manicomio, donde permaneció cincuenta años olvidado de todos), al pueblo de Kotelnich, en la Rusia profunda. Es un agujero ruin que por su absoluta falta de interés o atractivo lo fascina. Además, se da cuenta, como el antropólogo que estudia una tribu virgen, de que su mera presencia afecta la vida del pueblo, de que todos están pendientes de ellos y desean llamar su atención. Proyectan entonces un documental en Kotelnich radicalmente original: se ofrecerán como catalizadores, como actores en algún drama, en alguna historia. Necesitarán tiempo, un mes, y, por supuesto, dinero. Al cabo de un año en París, Emmanuel consigue el apoyo que necesita y vuelve a Kotelnich. No sabe si él aparecerá ante la cámara o no, pero sin duda serán sus notas las que vayan construyendo el documental según lo que ocurra, será su mirada la que construya la historia. Sin embargo, ahí andan él y los dos nuevos miembros de su equipo (el traductor es el mismo) perdiendo el tiempo, esperando que algo ocurra, y nada ocurre (es un decir, pero no se lo contaré a ustedes).
Cuento con detalle esta primera parte de una de las líneas argumentales porque explica a la perfección lo que el autor ha hecho en la novela. Después de un gran éxito, El adversario, da la impresión de que no tenía ninguna otra idea definida: solo un lugar inhóspito de Rusia, sus problemas de amor y un abuelo colaboracionista que exorcizar. Y de que, siendo un gran escritor, porque escribe con esa gracia, esa naturalidad de los mejores que hace muy difícil dejar de leer, podría sencillamente amalgamar estas cosas y ver qué ocurría. Una escritura directa, ágil, viva e inteligente, como sabemos ya, no bastan para hacer una gran novela. Su objetivo, él mismo lo expone en diversas ocasiones: quiere exorcizar, quiere limpiarse, quiere contar lo que le ha pasado en tres años porque es muy feo. Está haciendo una confesión pública (al igual que escribió un relato pornográfico —¡Declaración de amor, llegó a decir!— para su amante que publicó en Le Monde para que seiscientas mil personas lo leyeran a la vez que ella) de su debilidad, miedo, inseguridad, egoísmo, locura. Todos sus defectos, sin compasión. Carrère, según cuenta en la novela, va, o iba, al psicoanalista tres veces por semana. Lo creemos.
« Nos habíamos embarcado en un proyecto común que implicaba que él me contase su vida, y nunca ocultó el placer que le producía contarla. Le gusta hablar de él, es mi manera, dice, de hablar con los demás y a los demás, y señaló perspicazmente que también era la mía. »
Creemos mucho de lo que cuenta. Porque ciertas partes importantes de la novela son ciertas. Este autor habla de sí. Personalmente, encuentro en esa exhibición del desprecio por uno mismo algo desagradable y, a la vez, de alguna manera, falso, una representación, algo así como Roma ardiendo para Nerón. El propio autor menciona las Memorias del subsuelo y sería interesante analizar cuál es la diferencia entre esa obra magnífica, enorme, sobrehumana casi, y la obra de la que hablamos, Una novela rusa, una novela muy interesante pero que nos deja, sobre todo, con ganas de más.
También he leído otra novela suya, De vidas ajenas, en la que vuelve a ser personaje, menos atormentado en esta ocasión y menos «estrella», y que encontré bastante menos subyugante. Opinión personal, por supuesto. Emmanuel y su actual pareja están con sus respectivos hijos en Sri Lanka cuando el tsunami. El tsunami. (Creo que ya sé de dónde surgió la idea de la película Lo imposible. Es casi calcada). Luego, vuelven a París. Personajes aparecen y desaparecen. La obra trata de la bondad y el heroísmo, pero creo que serán mucho mejores, por lo que he visto de él, El adversario y la (referencias de personas en cuyo gusto confías; todos las tenemos) muy elogiada Limonov. Ambas parecen, por su temática, campo mucho más fértil para Carrère. Porque es evidente como que hay luz en el día que se trata de un gran escritor.
viernes, 2 de agosto de 2013
Baladas del dulce Jim, Ana María Moix
Bartleby Editores, 2010
Ana María Moix publicó Baladas del dulce Jim en 1969. Fue la única mujer incluida en la ya mítica antología Nueve novísimos y, aunque dejó la poesía pronto (solo publicó tres poemarios, a pesar de que ha seguido siendo escritora en las variadísimas actividades en que un escritor se manifiesta), podríamos decir que es poeta, queriendo significar con ello que tiene la sensibilidad con que el auténtico poeta vive en el mundo, maravillándose ante el misterio del lenguaje, ante el misterio de la existencia. Todo poeta es niño, porque juega con absoluta seriedad, como solo los niños saben jugar. Jugar: aceptar una convención, participar seriamente (o juegas o no juegas) en una re-presentación. Cuando el poeta no juega, es terrible (como el ángel de Rilke).
Baladas del dulce Jim es un juego poético de referencias pop, kitsch, de intertextualidad. El lector puede elegir: juega o sale. El lector, nos atrevemos a decir, juega siempre con Ana María Moix, porque nada le gusta más que la complicidad con el autor, el entendimiento. Referencias cinematográficas que recuerdan a la poesía de entonces de Leopoldo María Panero hijo, también en Nueve novísimos, y a una actitud ante la cultura pop que ha cambiado respecto a la del pasado inmediato, una actitud reivindicativa: este es el mundo real, el mundo en el que vivo, el mundo de mis ensoñaciones infantiles y adultas, y lo uso artísticamente. El kitsch es desde entonces (ya lo era antes, pero su importancia ha ido creciendo hasta ser insoslayable en cualquier reflexión sobre el arte) objeto y fuente inagotable. Porque ha devenido parte nuestra. Lo efímero, lo replicado, lo repetido, nos alejan de la visión desnuda de la realidad primera.
Ana María Moix publicó Baladas del dulce Jim en 1969. Fue la única mujer incluida en la ya mítica antología Nueve novísimos y, aunque dejó la poesía pronto (solo publicó tres poemarios, a pesar de que ha seguido siendo escritora en las variadísimas actividades en que un escritor se manifiesta), podríamos decir que es poeta, queriendo significar con ello que tiene la sensibilidad con que el auténtico poeta vive en el mundo, maravillándose ante el misterio del lenguaje, ante el misterio de la existencia. Todo poeta es niño, porque juega con absoluta seriedad, como solo los niños saben jugar. Jugar: aceptar una convención, participar seriamente (o juegas o no juegas) en una re-presentación. Cuando el poeta no juega, es terrible (como el ángel de Rilke).
Baladas del dulce Jim es un juego poético de referencias pop, kitsch, de intertextualidad. El lector puede elegir: juega o sale. El lector, nos atrevemos a decir, juega siempre con Ana María Moix, porque nada le gusta más que la complicidad con el autor, el entendimiento. Referencias cinematográficas que recuerdan a la poesía de entonces de Leopoldo María Panero hijo, también en Nueve novísimos, y a una actitud ante la cultura pop que ha cambiado respecto a la del pasado inmediato, una actitud reivindicativa: este es el mundo real, el mundo en el que vivo, el mundo de mis ensoñaciones infantiles y adultas, y lo uso artísticamente. El kitsch es desde entonces (ya lo era antes, pero su importancia ha ido creciendo hasta ser insoslayable en cualquier reflexión sobre el arte) objeto y fuente inagotable. Porque ha devenido parte nuestra. Lo efímero, lo replicado, lo repetido, nos alejan de la visión desnuda de la realidad primera.
jueves, 1 de agosto de 2013
Las lágrimas de San Lorenzo, Julio Llamazares
Alfaguara, 2013
Esta novela es un deshilar recuerdos a partir del motivo de las estrellas, que da cohesión al relato. El autor mira al cielo estrellado en compañía de su padre, precisamente la noche de San Lorenzo, cuando se puede ver cada año la lluvia de estrellas de las Perseidas; el autor mira, ahora con su hijo, el cielo estrellado la noche de San Lorenzo, muchos años más tarde y en un lugar muy lejano. Cuando era un niño, a la muerte de su abuelo (mientras miraba al cielo; ese mirar al cielo estrellado es como el hilván que une las escenas principales de la novela), le explicaron que los muertos se convierten en estrellas que brillarán mientras piense en ellas. La fugacidad de las estrellas es, pues, menor que la de la vida y cuando miramos al cielo estrellado todas esas personas nos reclaman.
«(...) la noche de San Lorenzo está llena de fantasmas y de sombras, de murmullos que vienen del otro mundo y que reclaman su recuerdo en este.»
Recuento de una vida a la manera caprichosa del recuerdo, sin un orden lineal ni lógico, sin progresión (no es, pues, muy narrativo: no hay argumento). Solo recuerdos que se deshojan y vuelven una y otra vez en círculo y, siempre, ese cielo que no cambia.
Esta novela es un deshilar recuerdos a partir del motivo de las estrellas, que da cohesión al relato. El autor mira al cielo estrellado en compañía de su padre, precisamente la noche de San Lorenzo, cuando se puede ver cada año la lluvia de estrellas de las Perseidas; el autor mira, ahora con su hijo, el cielo estrellado la noche de San Lorenzo, muchos años más tarde y en un lugar muy lejano. Cuando era un niño, a la muerte de su abuelo (mientras miraba al cielo; ese mirar al cielo estrellado es como el hilván que une las escenas principales de la novela), le explicaron que los muertos se convierten en estrellas que brillarán mientras piense en ellas. La fugacidad de las estrellas es, pues, menor que la de la vida y cuando miramos al cielo estrellado todas esas personas nos reclaman.
«(...) la noche de San Lorenzo está llena de fantasmas y de sombras, de murmullos que vienen del otro mundo y que reclaman su recuerdo en este.»
Recuento de una vida a la manera caprichosa del recuerdo, sin un orden lineal ni lógico, sin progresión (no es, pues, muy narrativo: no hay argumento). Solo recuerdos que se deshojan y vuelven una y otra vez en círculo y, siempre, ese cielo que no cambia.
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