No es posible, a pesar del estilo seco de los diálogos, a pesar del naturalismo en la representación del ser humano, a pesar de lo terrible, quedarnos en la simple condena de un personaje que, finalmente, es "un hijo de Dios".
La manera en que McCarthy describe la naturaleza es bellísima, uno de esos autores que nos hacen oler, ver, recordar, las hojas de los árboles pudriéndose o el sonido del chapoteo en un charco. Y Lester Ballard, el marginado protagonista de “Hijo de Dios” es parte de la naturaleza. Progresivamente lo contemplamos acercarse más y más a la supervivencia de un zorro o una alimaña cualquiera de los bosques. Sospechamos su absoluta falta de conciencia, su vida instintiva, a un palmo del suelo: olores, deseos rudos, soledad. Es el “buen salvaje” a través del espejo. Tiene dos sentimientos fundamentales: rencor hacia quienes le quitaron su casa, y deseo de cercanía. De cuerpos. De mujeres. Cuerpos. Se lleva el cadáver de una mujer y lo que hace con ella es la única muestra de ternura que de él tenemos en toda la novela.
No es una obra de crítica social, por más que Lester sea uno de esos personajes de la ficción norteamericana que imaginamos con los pantalones por encima de los tobillos y la dentadura estropeada agarrando una escopeta. Por más que no haya tenido jamás atención por parte de la comunidad de la que quizá podría haber formado parte, o por más que le hayan robado –eso ha ocurrido, en su opinión- la casa que le correspondía. No. Es una obra que en su última parte alcanza una tonalidad simbólica y mítica alucinante. Una parábola del ser humano, quizá, desde luego estremecedora.