Cuando
mi abuelo salió al patio, su caballo Elefante, no estaba en el corral. Tampoco
Lucio el mulo. Pensó que habían madrugado antes que él, que se habían zafado de
sus lazos y entrado a las chacras, al bosque de choclos a desayunar la chala verde
como a veces lo hacían. Pero no estaban ahí. Caminó a la lomada de Maccnopampa,
para ver si acaso habían despertado sedientos y caminado al manantial de Chaquipuquio.
No estaban ahí. Silbó como se silva a un perro, pero nadie rebuznó una
respuesta. Miró a los cerros de Ccochacc hasta donde le daba la vista para ver
si en alguno de esos lugares los equinos pastaban a su libre albedrío. Tampoco
estaban ahí. Entonces su cuerpo se asustó. «Me lo han robado, carajo, pronunció».
Regresó a su casa. Su casa de asceta, de eremita la casa en que vivía solo
desde la muerte de mi abuela. Cogió su chompa y salió a buscarlos. Tomó el
camino a Ccochacc, y en la loma del cerro Plazapata se encontró con el hijo de
tayta Apolnario. Abuelito, ¿a donde vas?, le preguntó en quechua. ¿Nos has
visto a mis caballos por aquí?, respondió mi abuelo. Yo pensé que estaban
contigo, los vi yéndose por allá, le dijo señalando la bajada al rió Into.
Aceleró el paso lento lo más que pudo. Llego a la lomada de Matará y buscó con
la mirada en el camino, en el badén del río, en la subida a Chacas. Los
animales tampoco estaban. «Éste mierda me ha engañado», pensó. Regresó a la Plazapata.
Se preguntó qué haría él si él fuera el abigeo. ¿Qué camino tomaría? ¿A dónde
huiría con los animales robados? ¿Cómo despistaría a los perseguidores? Tomó
entonces el camino a Huancayoccasa. Trepó por las trochas de acceso de las
torres de alta tensión que llevan la electricidad a Ayacucho. Caminó lo más
rápido que le permitían sus años hasta que un dolor en el pecho lo atacó a la
altura de Ccellorumi. Un dolor agudo, en punta, justo encima del corazón. El
frío y la neblina de la mañana le habían cobrado el esfuerzo del ascenso. Se
apoyó de espaldas contra el talud del camino para amainar el dolor; trató de continuar,
pero el dolor era una pesada ancla. Un cuchillo que ahora parecía horadarlo. Se
apretó contra el talud. En esa posición lo encontró un hombre que bajaba de
Jabonillo. ¡Tayta, Epico! ¡Iman pasan!,
le dijo a mi abuelo al reconocerlo. Ccansoymi
nanawachcan, respondió mi abuelo con la voz de un asmático, agarrándose el
pecho. El hombre reconoció el mal. Corrió a traer ortiga lambras, lambras itaña, y
le untó las hojas en el pecho. El ardor de las espinillas en la piel, fue
aplacando el dolor del pecho hasta que por fin pudo respirar mejor. ¿Mayta richcanqui?, preguntó el hombre
luego. Mi abuelo le explicó que le habían robado a su caballo y su mula y que
iba en busca de ellos. Lloró. Lloró recién en ese momento. El hombre no había
visto nada, no se había cruzado con nadie en el camino; los abigeos le llevaban
horas de caminata, le llevaban fuerza, le llevaban juventud.
Al
día siguiente apareció en nuestra casa en Colcabamba. Caminando. Por primera
vez en su ochenta y dos años, llegó a la casa de Colcabamba caminando. Caminando
con un bastón. «Me lo han robado al Elefante », nos dijo parado en el portón de
la casa. Nunca más lo vimos montado en un caballo. Nunca más lo vimos completo.