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Para un niño de ocho años (o sea, yo en 1978), que venía desde la pequeña urbanidad de Huancayo a vivir con mi abuelo en la soledad rural de un pueblo como Colcabamba, en Tayacaja–Huancavelica; oír una historia de pesadillas, de fantasmas y cementerios fue una revelación.
Pero narrar historias no era una manía sólo de mi familia. Conforme me fui mimetizando a Colcabamba, descubrí que en realidad contar historias era una manía de los colcabambinos. Los taytas, las mamas que conocí, sabían de amarus que habitaban en los acantilados de roca travertina en la comunidad de San Cristobal, de sirenas lloronas en los manantiales de Ancapa Upianan, de tesoros waris y chancas escondidos en los alrededores de Tocas. De ccarccarias condenados a errar penando por causa de un amor incestuoso; de demonios con tres cabezas que vagaban en las selvas de La Banda, camino a Huanta. Jhony, Arón, Charango, los niños que pasaron conmigo aquella infancia, sabían de nidos llenos de huevos de chocolate que empollaban las perdices en los precipicios de Mejorada; de la mala suerte que traía la bandada de wayanaquitos en su vuelo desordenado y rasante sobre las chacras de trigo, de la buena suerte que traía el cernícalo cada vez que se aparecía volando en círculos lentos sobre nuestras cabezas; sabían el porqué de la locura repentina del «kiskis», un insecto verde en forma de hoja, que se suicidaba después de que paraban las lluvias, chillando y chillando hasta reventar. Con ellos, con mis amigos, descubrí todos los rincones de Colcabamba. Huí del colegió para ir a ver los autos de carrera que una vez al año, cual ventarrones, pasaban por las punas de Carpapata en dirección a Ayacucho, tratando de ganar el Gran Premio Caminos del Inca. Con ellos, con mis amigos, recibí a los danzantes de tijera que cada Navidad llegaban a Tocas en lugar de Papanoel, para danzarle al niño Jesús hasta sangrar. Con ellos, con mis amigos, aprendí a nadar, aprendí a caminar y aprendí a volar. Así era Colcabamba: un enorme cajón de historias.
A partir de allí los libros, las historias, los cuentos, no me dejaron. Estaban en la inmensidad del Colegio Mariscal Castilla, donde estudié la secundaria; un colegio tan extenso que los profesores recomendaban no adentrase más allá del estadio, porque entonces se corría el riesgo de terminar extraviado; un colegio en el que las pandillas escolares se formaban no para agarrarse a pedradas, sino para escuchar música. Estaban en la Calle Real donde esperábamos el paso de las colegialas de uniforme plomo, trenzas negras y sonrisa blanca. Estaban en las fiestas patronales de los pueblos que se sucedían, uno tras otro, en las márgenes del río Mantaro como los trozos de corazón de un anticucho; estaban en las fiestas furtivas de new wave, que se hacían en las casas de los amigos, a pesar de los dinamitazos y las balas al aire que retumbaban en Huancayo por causa de la guerra de los noventas.
Estos trece cuentos están basados en esos recuerdos. Ahí están muchas de las historias que me contaron, que vi, que oí; las que me pasaron, pero sobre todo, ahí están las cosas que ojalá me hubieran pasado.
Los personajes, citadinos trashumantes, peruanos en ultramar; provienen de un pasado andino y ya sea en Lima o en alguna otra ciudad del mundo, se la pasan echando de menos a su pueblo; y en su pueblo, se la pasan echando de menos al mundo. Son un manojo de inconformes: siempre pareciendo estar en la situación equivocada, siempre fuera de lugar. Como mi abuelo en el cementerio de Wando, como el Corsario Negro en las Antillas, como The Cure en Huancayo. De ahí el título de este libro que, espero, disfruten y que significa para mí, concretar el ansiado sueño de narrador debutante.
Está dedicado a mi abuelo Epifanio; a Saturnina, mi madre; a Isaac, mi padre; a los Gutiérrez Morales y su quinta generación, a ellos por haberme dado el regalo de una niñez andina, ingente y feliz; por adentrarme al mundo de la realidad y la ficción del que ya no puedo ni quiero salir. Está dedicado a las mujeres de mi vida, a las que amé, y a las que dijeron amarme (a ellas con mayor justicia); a mis hermanos, a mis amigos y amigas de toda la vida por su intransigente apoyo y amistad. A mis compañeros de la Escuela de Escritura Creativa del Centro Cultural de la Universidad Católica, por su aliento, por su manía de ver en cada cuento siempre más allá de lo evidente. A la gente de Revuelta Editores: David Ballardo, Gabriel Ruiz-Ortega, por apostar a este libro. A Marco García Falcón que bendijo el manuscrito en el lugar menos literario del mundo: un gimnasio.
Y de manera eterna a mis maestros de la Escuela de Escritura Creativa: Alonso Cueto e Iván Thays; gracias por su paciencia para conmigo, gracias por enseñarme que narrar historias es como resolver problemas de física: todo gira en torno a un conflicto y se está a la espera de un desenlace. Puede haber mil maneras de hacerlo, pero sólo una lo logra de manera clara, lógica y sencilla: sólo una es la ecuación exacta que describe el vuelo de una mariposa.