Papá, estoy llegando a Huancayo,
¿hace cuánto que no vamos juntos para allá?
Oliendo a lluvia está la tierra recién mojada,
las calles marrones y nuestra casa alquilada.
Ocultando estoy mi uniforme plomo de escolar
¿me perdonas, lo roído y sucio que estoy?
Me esperan tus brazos gigantes, tu sonrisa
y el nombre diminuto del niño que fui.
Papá, estoy jugando con mi perro rengo
¿has visto para dónde se fue?
La sala de la casa está cantando un bolero
y el árbol de caucho parece rendido al sol.
Desempacando estoy mis libros, mis casets, mi libreta
¿Viste que no tengo ni un rojo?
Tu mano me despeina otra vez la cabeza,
Y te oigo decir: hijo, estoy orgulloso de ti.
Papá, estoy orando nuestros recuerdos
¿Acaso te pasa lo mismo que a nosotros?
Mamá sigue calentando la cena,
mis hermanas preguntando por ti;
tus amigos siguen llamándonte “siete”
y tu camión sigue aparcado en Seguil.
Papá, estoy mirándome en el espejo
¿has notado cuánto nos parecemos?
El tiempo me pinta tus canas,
me quita tus cabellos, me adentra tu frente.
…Horas, meses, años;
y yo no sé todavía
cómo escribir que te extraño.
viernes, 19 de junio de 2009
martes, 16 de junio de 2009
Luna llena en Lima
Regreso a Lima en avión. Desde que he salido de Atlanta, he visto el día ir apagándose, poco a poco, hasta convertirse en noche total. Como el sol, también yo me he quedado dormido. Al despertar, he abierto la cortina y me he encontrado con el espectáculo más increíble que me ha tocado ver en un vuelo nocturno. Afuera, en medio de la noche hay una luna llena, blanca, gigante; parece acompañar la trayectoria de nuestro vuelo como un satélite de queso. Abajo, el colchón de nubes luce plateada por la blanca luz de la luna; y hasta pueden verse, de vez en cuando, los relámpagos que viajan entre las nubes como espasmos luminosos. Parece un sueño: estoy volando por encima del cielo. Sospecho que eso es lo que ven, a menudo, los astronautas.
Esa imagen es la que me viene a la mente ahora que oigo a Brett Anderson cantando, ante mis ojos, Everything Will Flow. Supongo que es la sensación de renacimiento, de autoayuda, que me transmiten esas letras, esa melodía, la que me lleva a pensar en aquel recuerdo. Sí, si alguna banda sonora merece aquella imagen de la luna llena, es esa canción.
Canto, grito, siento. Miro alrededor. Mi hermana, mis amigos saltan de alegría y también cantan a voz en cuello, lo mismo que el resto de mil almas que hemos venido al auditorio de la Discoteca Vocé a ver nada menos que al mítico cantante de Suede. Sí, vestido de terno negro, alto y flaco; con el cabello lacio cayendo en flecos sobre su rostro, se contorsiona cantando ante nosotros, y aún no podemos creerlo. ¿Cómo es posible que Oasis llene el Estadio Nacional y Brett Anderson, cante apenas en esta pequeña discoteca?, me pregunto; pero celebro la razón que sea, pues sólo así me es posible verlo tan cerca.
Nacido en 1967 en Haywards Heath, Inglaterra; Brett Anderson fundó Suede junto con Mat Osman y Bernard Butler. Pero no fue hasta 1993 que se posicionó del primer lugar de popularidad del Reino Unido, combinando el estilo glam de David Bowie y la lirica de Morrissey. Butler abandonó la banda en 1994, mientras grababan el segundo disco, pero Suede continuó lanzando material aclamado por la crítica inglesa. Coming Up, Head Music, A New Morning, son una muestra de ello, hasta que el 2003 la banda se disolvió. Junto con Pulp, The Verbe y Radiohead, quizá Suede sea lo mejor del rock británico de los noventas.
Brett se sienta al teclado. El resto de la banda descansa. Comienza a cantar las canciones de su etapa solista. El público le brinda un disciplinado silencio que no hace más que resaltar la voz de Brett y los arpegios de su teclado. Una, dos canciones. De pronto un tipo rompe el silencio. «Vete a cantar boleros a Argentina», grita el sujeto. «Lárgate, tú, imbécil» le responde alguien y el resto del público parece esperar una señal para lincharlo. El sujeto sigue gritando. Brett continúa cantando y no se da por aludido. El tipo cambia de esquina para seguir vituperiando. Parece poseído por algún demonio y despotrica. El público pide que lo boten. Aparece un 911. El tipo trata de ocultarse, el público lo delata. El 911 lo toma de la solapa y lo saca a trancadas. Es entonces que uno envidia ser un 911, para tener la licencia de expectorar a los imbéciles.
Estoy a tres metros de Brett. Me he escapado de mis amigos y me he camuflado entre los barrotes que soportan el escenario. Está secándose el sudor debajo del tablado que hace las veces de entrada a los camerinos. El público corea su nombre pidiendo que regrese. Parece que nadie más que yo lo puede ver. Brett sigue el ritual de hacer esperar al público, hasta que decide regresar. Sube por las escaleras y pasa a dos metros delante de mí. Yo celebro semejante suerte con un sorbo de cerveza, y me aferro a mi envidiable ubicación hasta que un 911 se aparece. «Mas allá, broder», me ordena. Es entonces que uno odia a los 911. Brett toma su guitarra y canta como nunca The wild ones. Un sorbo de cerveza más para celebrar aquella canción, para celebrar el recuerdo de una mujer.
El concierto termina con Saturday nigth. Todos cantamos a voz en cuello, como un coro de enamorados; hombres y mujeres repiten: «Oh, whatever makes her happy on a Saturday night/ Oh whatever makes her happy, whatever makes it alright».
Regreso a casa. Son casi la una de la mañana. No hay luna en el cielo de Lima, está nublado y hace un frio brutal. Manejo el auto hacia Los Olivos y me detengo en Las Palmeras a comer algo. Mi hermana y yo seguimos hablando del concierto, abrigados por el vaporoso calor de un caldo de gallina.
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