Siguiente, por favor, grita la cajera y S camina a la ventanilla. Se saludan. ¿En qué lo puedo ayudar?, pregunta ella. Cóbrese la deuda de soles y dólares de ésta boleta, responde S y le acerca el estado de cuenta de su tarjeta de crédito. La mujer digita el teclado y revisa el sistema con la mirada clavada al monitor mientras S le entrega 360 dólares y le aclara que los soles los descargue de la cuenta de ahorros. La mujer comprueba los datos, teclea de nuevo y toma los billetes. Los pone a contra luz, los estira, los somete a un baño ultravioleta, mientras S la observa con atención. El oficio de cajera le recuerda a M y se pregunta qué será de ella ahora que está casada y con hijos. Este billete está roto, dice la cajera e interrumpe sus pensamientos. ¿Cómo que está roto?, retruca S. La cajera le muestra una rajadura en la esquina derecha. Eso no es una rotura, es una arruga, dice S con seriedad, no está dispuesto a aceptar los 100 dólares de regreso. No podemos recibir un billete así, señor, responde la cajera sin desviar la mirada. Discuten. Que sí está roto, que no está roto. Nadie cede hasta que S se da por vencido y recibe el billete de mala gana, refunfuñando que no sirve para discutir con una mujer. Entonces tome el cambio de mi cuenta y complete la deuda, dice mientras piensa en el lío que le va a armar al tipo que le vendió los dólares en la calle. La mujer termina la transacción, mata los bauchers con un sello y se los entrega. ¿Algo más?, pregunta con una sonrisa forzada. S los revisa: el pago de la deuda en soles, la deuda en dólares, el saldo de la cuenta. Nada más, responde y abandona la ventanilla. Camina lento y verifica los números otra vez. Resta, suma, resta. Nota que el saldo final no es el correcto y que la cajera ha olvidado deducir el pago de la deuda en soles. S piensa en regresar a la ventanilla y advertir del error, pero decide caminar en dirección a la salida. Que se joda por malcriada, piensa celebrando la idea de ahorrarse 420 soles. Pero luego recuerda de nuevo a M y la manera como ella lo llamaba por teléfono para sufrir cada vez que no le cuadraba la caja. Se detiene. Piensa en las varias veces que la acompañó a casa del cliente para rogar por el dinero no descontado porque de lo contrario era ella quien debía deducirlo de su sueldo. Se compadece. Regresa a la ventanilla. Un momentito por favor, dice la cajera imaginando que S viene a reclamar algo más. S espera un par de minutos. Todavía con esas, piensa. Espera hasta que la cajera lo llama. S explica el error, pero lo hace tan mal que la cajera no entiende el reclamo. No, señor no hay ningún error. Revise bien, responde S, no quiero que luego tenga problemas. La cajera vuelve a analizar la transacción y repara en el error. Se pone roja. Se toma el rostro con las dos manos. ¡Uy! Qué tonta soy. Sonríe. ¡Uy qué tonta!, vuelve a decir. S sonríe. Muchas gracias, señor, muchas gracias por regresar, agrega aún incrédula con el gesto de S. No hay problema, responde S todavía sonriendo, pensando en lo orgullosa que estaría M de él si viera la escena u oyera la historia, pensando en los mimos, los besos, las noches que ella le daría en recompensa. Pero M está casada y con hijos, pero M ya no está más.