¿Sabes cómo me siento?, preguntó Maggie sobre la pantalla panzona de mi televisor a blanco y negro, de tanto que Brick, su marido, la rechazaba. Brick no dijo ni pío, apeó sus muletas y se quedó viendo el fondo del vaso de whisky que llevaba en la mano. Todo el tiempo me siento como una gata sobre una calamina caliente, espetó. Brick viró como un toro enfurecido. Pues salta de ese techo, Maggie, gritó, salta, ¡hazlo! Los gatos siempre caen de pie. Saltar dónde, para qué, respondió Maggie con la voz a punto de quebrarse. Tragué saliva. Acomodé el cuerpo para ver mejor la escena. Me arropé. Ovillé el cuerpo bajo las frazadas de mi cama y espantar el frío huancaíno y nocturno de mi habitación. Búscate un amante, Maggie, dijo Brick y bebió un largo trago de whisky. Qué perro este perro, dije para mí. Ella se dio vuelta y tomó su cartera. Le dijo que no merecía nada de eso, que lo amaba, pero que ya era suficiente, que podría vivir sin él. Caminó hasta la puerta rumiando su hastío. Yo voy a ganar, dijo. Ganar qué, retrucó Brick con una sonrisa cachasienta antes de que ella llegara al pórtico. ¿Cuál es la victoria de una gata sobre un techo caliente? Maggie dio vuelta. Lo miró en silencio. Soportar, respondió luego de unos segundos, soportar sobre ese techo todo el tiempo que sea posible. Abrió la puerta y se despidió con un beso volado. Tragué saliva otra vez. Alañora, dije, creyendo que aquel beso era para mí.
Yo era un escolar de 15 años. Maggie The Cat, en cambio, era Elizabeth Taylor, en el tiempo que Liz Taylor era Liz Taylor. Tenía el cabello negro y ondeado enmarcando su rostro de ángel, los ojos color violeta muriéndose de pena y el lunar negro en el punto exacto de la mejilla derecha. Que Julia Roberts, que Jenifer Aniston, ni que ocho cuartos. Eran tiempos de divas vivientes. De Sofía Loren, de Natalie Wood, de Ingrid Bergman. Tiempos de películas en que ellas habían ganado el globo de oro, el oscar a la mejor actriz. Tiempos en los que ellas te seducían en las pantallas de televisión a media noche, te conmovían, te hacían llorar.
El resto de la película maldije al soquete de Brick (Paul Newman). Y lo envidié como el que más cuando, sobre el final, un veinteañero Newman, caminó hasta ella, la tomó por la cintura, la besó como un poseso y la tumbó a la cama para (se supone) hacerle el amor. The End. Maggie ganó. Apagué el televisor con su rostro en mi mente y me eché a dormir. Recuerdo que al día siguiente amaneció soleando en Huancayo. Recuerdo que mi tío Juan descargaba su camión en la cochera, y recuerdo que no se podía salir a la calle por causa de un paro armado senderista en todo el departamento de Junín. Maldito Brick, malditos años. Poco a poco, inexorablemente, también las musas se van.