I
Alfonso y yo dejamos el aeropuerto Heathrow de Londres. Viajamos engullidos en la panza de un vagón del Heathrow Express hacia el Hotel Millennium Gloucester. Es domingo, hay poca gente en el tren. Un tipo de piel amarronada y ojos rasgados se sienta frente a mí. Observa mis maletas. Me mira, mira a Alfonso, nota que somos unos recién llegados. Nos husmeamos de soslayo. ¿Hablas español?, le pregunta Alfonso. Sí, responde. Peruano, ¿no? Ajá. Ríe. Más de tres años aquí y es la primera vez que me cruzo con peruanos en Londres, añade. Nos cuenta que estudia en la Universidad de Oxford, que lleva año y medio en Inglaterra, que es pisqueño, que su casa se vino a abajo con el terremoto del 2007. Nos enseña a orientarnos en las líneas del metro, qué hacer si nos perdemos. Nos dice que resulta más barato comprarse una tarjeta Oyster para desplazarse en el tren. Me da indicaciones de dónde encontrar CDs de música más baratos. Le cuento que Alfonso y yo estaremos en un taller de trabajo del Banco Mundial sobre sistemas privados de agua potable en pequeñas comunidades. Gloucester Road Station, anuncia por el altoparlante la modulada voz de una mujer. Nos despedimos. Nos tomamos una foto. Le agradezco por todo y le deseo suerte. Arriba Perú, le digo antes de abandonar el vagón. ¡Arriba Perú!, responde. ¡Horna campeonó!, alcanza a decirme antes que cierren las puertas del trén: las buenas noticias viajan en tren Express.
II
Por fin he podido ubicar un Burger King. En ciudades como Londres en que la comida me parece cara e insípida, una hamburguesa es lo más familiar a mi paladar y al bolsillo. Ordeno un Small Mac y ocupo una mesa con vista a la calle. Desde mi ventana se puede ver la salida de la Estación Glaucester Road. Hay una cabina telefónica en la calle. La gente entra y sale de la estación como en un mercado. Una mujer alta de rasgos hindúes entra en la cabina. La observo. Me imagino que es el personaje de un cuento, la llamo Emilia (es un nombre que me gusta). Emilia sonríe mientras habla por el teléfono. Me pregunto, ¿con quién estará hablando? ¿Será un hombre? ¿Alguien haciéndole cariñitos por teléfono? Emilia juega con su negra cabellera. La cambia de lado como quien acomoda una chalina.
-Hay solo una manera de que una mujer sea cada día más mujer -le dice el hombre por el teléfono.
-Así, ¿cual? -pregunta ella.
-Una larga cabellera, y un hombre, como yo, que las quiera.
Emilia sonríe. Recuerdo lo que me decía un amigo: «a las mujeres hay que hacerlas reír siempre; el día en que se aburren, se van».
Emilia cuelga el teléfono. Se acomoda el pelo otra vez y se va sonriendo. Cruza el paso cebra y se pierde entre la gente que entra a la Estación. ¿Ira al encuentro del hombre que la hace reír?
Alfonso y yo dejamos el aeropuerto Heathrow de Londres. Viajamos engullidos en la panza de un vagón del Heathrow Express hacia el Hotel Millennium Gloucester. Es domingo, hay poca gente en el tren. Un tipo de piel amarronada y ojos rasgados se sienta frente a mí. Observa mis maletas. Me mira, mira a Alfonso, nota que somos unos recién llegados. Nos husmeamos de soslayo. ¿Hablas español?, le pregunta Alfonso. Sí, responde. Peruano, ¿no? Ajá. Ríe. Más de tres años aquí y es la primera vez que me cruzo con peruanos en Londres, añade. Nos cuenta que estudia en la Universidad de Oxford, que lleva año y medio en Inglaterra, que es pisqueño, que su casa se vino a abajo con el terremoto del 2007. Nos enseña a orientarnos en las líneas del metro, qué hacer si nos perdemos. Nos dice que resulta más barato comprarse una tarjeta Oyster para desplazarse en el tren. Me da indicaciones de dónde encontrar CDs de música más baratos. Le cuento que Alfonso y yo estaremos en un taller de trabajo del Banco Mundial sobre sistemas privados de agua potable en pequeñas comunidades. Gloucester Road Station, anuncia por el altoparlante la modulada voz de una mujer. Nos despedimos. Nos tomamos una foto. Le agradezco por todo y le deseo suerte. Arriba Perú, le digo antes de abandonar el vagón. ¡Arriba Perú!, responde. ¡Horna campeonó!, alcanza a decirme antes que cierren las puertas del trén: las buenas noticias viajan en tren Express.
II
Por fin he podido ubicar un Burger King. En ciudades como Londres en que la comida me parece cara e insípida, una hamburguesa es lo más familiar a mi paladar y al bolsillo. Ordeno un Small Mac y ocupo una mesa con vista a la calle. Desde mi ventana se puede ver la salida de la Estación Glaucester Road. Hay una cabina telefónica en la calle. La gente entra y sale de la estación como en un mercado. Una mujer alta de rasgos hindúes entra en la cabina. La observo. Me imagino que es el personaje de un cuento, la llamo Emilia (es un nombre que me gusta). Emilia sonríe mientras habla por el teléfono. Me pregunto, ¿con quién estará hablando? ¿Será un hombre? ¿Alguien haciéndole cariñitos por teléfono? Emilia juega con su negra cabellera. La cambia de lado como quien acomoda una chalina.
-Hay solo una manera de que una mujer sea cada día más mujer -le dice el hombre por el teléfono.
-Así, ¿cual? -pregunta ella.
-Una larga cabellera, y un hombre, como yo, que las quiera.
Emilia sonríe. Recuerdo lo que me decía un amigo: «a las mujeres hay que hacerlas reír siempre; el día en que se aburren, se van».
Emilia cuelga el teléfono. Se acomoda el pelo otra vez y se va sonriendo. Cruza el paso cebra y se pierde entre la gente que entra a la Estación. ¿Ira al encuentro del hombre que la hace reír?
III
Salgo del subterráneo y aparezco en Picadylli Circus, el centro de Londres. Se parece a la Plaza San Martín en forma de Ovalo. Allí está, me dice Alfonso. Jaime, un nikkei peruano, amigo de Alfonso, que vive hace cuatro años en Londres nos da la bienvenida agitando las manos y chino de risa. Qué suerte que sea lunes, nos dice, porque yo descanso los lunes. Es administrador de un teatro en el mismo Convent Garden. Nos lleva a conocer la Abadía de Westminster, el Palacio de Buckingham, la Casa del Parlamento. Nos muestra cada uno de los lugares mientras da consejos sobre cómo ahorrar en el subterráneo, la comida, la cerveza. Nos describe los lugares y su historia con paciencia oriental. «Yo no pienso regresar. En el Perú no se puede vivir del teatro», dice. Qué es lo que más extrañas, le pregunto en un momento. «La comida», responde de inmediato. «A pesar del tiempo siempre siento que me falta arroz, limón, ají». Al final de la tarde, después de haber caminado como perros sin dueño, nos embarca en una lancha para un tour en el río Támesis. Le agradecemos por tanta gentileza, por su tiempo, por su paciencia. No es nada, dice. «¡Aguanta!», le dice Alfonso, «tengo algo para ti»; saca una botella de pisco y un sobre gigante de habas tostadas de la mochila. «¡Habas!», grita Jaime. «Pucha, esto lo voy a hacer durar todo el año». Debido a la comida, un peruano nunca termina de partir.
IV
Ser peruano y ser puntual es un inconveniente, incluso en la puntualísima Londres. A las seis en punto llego al hall del Centro de Convenciones del Hotel Millennium Gloucester. No hay casi nadie en el lugar. Me recibe Rocío, una peruana del Banco Mundial a la que ya conocía. Hola, le digo. «¡Hi!», dice, y, como en las fiestas infantiles en las que la mamá del cumpleañero decide con quien debes bailar, me lleva de la mano ante un tipo alto con facha de alemán desgarbado. Me presenta en inglés como el ingeniero Ulises Gutiérrez, de Lima, Perú. ¡Oh, Perú! Yo soy Helmut Jung de Austria, responde el tipo en un inglés atroz, y se manda con todo su curriculum. Apenas entiendo que es un experto en saneamiento con más de 15 años trabajando en Africa. Me regala su tarjeta. Hago lo propio y le explico, en mi pobre inglés, quien soy y que hago por la vida. El tipo me habla y me habla y yo no sé qué más decir cuando me hace una pregunta. Sudo, maldigo mi manía de ser puntual. De haber venido tarde, habría encontrado a alguien de la mancha peruana, hondureña o paraguaya, y no tendría que estar pasando por esto, me digo. Le hablo de la Eurocopa que se está jugando en Austria. El tipo se ríe. Somos un pésimo equipo, dice. No sé si refiere al equipo de fútbol de su país o a nosotros dos.
Pasa el mozo ofreciendo unas copas de vino. La gente africana y asiática empieza a llegar. Yo me sujeto de una copa de vino como un naufrago del salvavidas. El austríaco reconoce a alguien, se excusa y se retira. Me quedo solo. Busco entre la gente, algo, alguien. No hay nadie con una cara latina a quien arrimarse. Bebo un sorbo de vino, dos, tres. Hay una mancha de africanos tan solitarios como yo. Me los imagino preguntándose, qué diablos yo hago aquí. Uno de ellos se me acerca. Alfred Okidi del Ministerio del Agua y Medio Ambiente de Uganda, me dice y me estrecha la mano. Saco mi tarjeta y se la entrego. Otra vez me zampo tres sorbos de vino. Explico quien soy y que hago por la vida. Poco a poco la lengua se me destraba. Yo mismos me sorprendo de la fluidez con que ahora estoy hablando mi inglés tipo Tarzán. El africano se sorprende cuando le explico que el río amazonas nace en el Perú, y que el lago más alto del mundo también está en el Perú. Que sólo el 2% del agua dulce que tenemos está en la costa, lugar en el que vive el 52% de la población peruana. Que en Lima viven 8 millones de almas; que está en el medio del desierto, donde nunca llueve y que apenas tiene 2 ríos minúsculos para saciar su sed; que por eso mismo el Perú es un país con estrés hídrico, casi al nivel de los países de África del norte o el Medio Este. Siempre tenia la idea que Sudamérica era pura selva, me dice. ¿Y por qué la gente no se va a vivir donde está el 98% del agua dulce?, pregunta. Somos un país muy extraño, le digo, nos gusta vivir al extremo. Ríe. Me pregunta si sé algo de Uganda. Le respondo que al Perú sólo llegan noticias de la guerra. Me imagino, señala. Noto que no es un tema del que le guste hablar. Le pregunto si ha oído algo del Perú. Me dice que no. Es que somos malos en el fútbol, le digo. Ríe otra vez. Debe ser, dice, porque a Brasil y Argentina lo conocen todos.
Un chino gordo con restos de acné juvenil, se nos acerca. Achmad Marju Kordi, Director de Desarrollo de Abastecimiento de Agua Potable de Indonesia, nos dice. Le entrego mi tarjeta, y repito el rito del quién soy y el qué hago por la vida. Atrapo otra copa de vino. La mancha peruana recién llega, los saludo a la distancia: ya no los extraño; ahora me río de las bromas del indonesio. Vino, bendito vino.
V
Estoy frente al auditorio que escuchará mi exposición. Reconozco a la mancha de ugandeses, indonesios, nigerianas. A los musulmanes de Bangladesh, las mujeres cubiertas como tapadas de Kenya. La infaltable mancha peruana del Banco Mundial, de Rotoplas y el Ministerio de Vivienda. Me levantan el dedo gordo para animarme. Me encomiendo a mi padre, y le ruego por el amor de Dios que no me traicionen los nervios y que haga un milagro con mi inglés. Empiezo. Quién soy, de dónde vengo, dónde trabajo. Explico como desde 1993 al 2001, SEDAPAL, con el apoyo de la Unión Europea y los propios pobladores, construyo 186 sistemas provisionales de agua potable, en asentamientos humanos de Lima. Que empezó siendo una respuesta a la emergencia originada por la epidemia del cólera y que terminaron convirtiéndose en sistemas definitivos, 120 de los cuales aún vienen siendo administrados por los propios pobladores como si fueran pequeñas empresas privadas. Compran el agua a SEDAPAL, o a los camiones cisterna, y ellos mismos se encargan de la distribución del agua potable, de la operación y mantenimiento de los sistemas. Que todo eso funciona al margen de los vacíos legales existentes. Son pequeñas empresas privadas, insisto, y yo mismo me emociono cuando veo, en mis diapositivas, las estadísticas de la inventiva nacional cuando de sobrevivir se trata. Les explico que el 2008 esperamos llegar al 91% de cobertura de agua potable en Lima. Viene la ronda de preguntas. Algunas no las entiendo, mi listening siempre fue fatal. Sudo de impotencia. El moderador, un chileno buena gente, me traduce la pregunta. Respiro, respondo. Siguen las preguntas. 2 horas después el moderador da por terminada la exposición. Han sido las dos horas más largas de mi vida.
El ascensor se detiene en el piso 3. Sube una de las tapadas de Kenya, ahora tiene el rostro descubierto. Me felicita por la exposición. Le agradezco y le pregunto si se entendió mi inglés y me excuso por las preguntas que no entendí. Me dice que sí, que todo estuvo claro. Se sorprende del 91% de cobertura de agua potable en Lima. Deberían estar felices, me dice. Estaremos felices cuando lleguemos al 100%, le digo. Es un sueño responde. El ascensor se detiene. Me felicita otra vez y se despide. Camino entre la gente que conversa en grupos en medio del hall del hotel. Algunas caras me sonríen, correspondo el saludo sonriendo. Me quedo pensando en el sueño: si el 2011 logramos el 100%, así como los norteamericanos en 1950, y así como va nuestra economía, empezara el despegue de nuestro PBI y habremos dado el gran salto en nuestra historia.
VI
Son las cinco de la tarde, pero con el sol casi vertical parece mediodía. Es primavera y el día es más largo: amanece a las 4.00 a.m. y anochece a las 11.00 p.m. Aprovecho que tengo la tarde libre para irme a conocer el mítico Hotel Savoy. Croquis en mano he caminado entre la colmena de teatros de Westminster (¡más de 47 teatros en torno al Leicester Square!). Me he muerto de envidia de solo ver los anuncios: Lion King, Les Miserables, El Fantasma de la Opera, Mama Mia, Chicago, Dirty Dancing. Pero prefiero caminar y conocer lo más que se pueda de esta ciudad. Las calles me recuerdan escenas de Oliver Twist, imágenes de David Copperfield. Parece que estoy en pleno siglo XIX, pero rodeado de autos y buces rojos de dos pisos. Es increíble como conviven, aquí, la historia y la modernidad. Las calles están llenas de gente de todas las razas. Hindúes, árabes, negros, chinos. Unos tan estrafalariamente vestidos como los otros; eso me convierte en un anónimo más: soy un lorcho estrafalario. Miro al cielo, está azul a pesar de lo avanzado del día. Está lleno de arañazos blancos por la estela que deja el paso de tantos aviones. Agradezco a los dioses por el viaje. Me detengo a beber una Coca Cola y repaso los discos que he comprado como un ladrón que vuelve a contar su botín. Morrisey, The Smiths, Muse, Dire Straits, The Human League, Petshop Boys, Sex Pistol, Fleetwood Mac, Pink Floyd… Miro las calles y me pregunto qué tiene esta ciudad, éste país que, para mí, ha producido los mejores músicos por kilometro cuadrado. Sigo caminando con los audífonos puestos. Dentro de mí empieza sonar la voz de Federico Moura… «A veces voy donde reina el mar/ es mi lugar, llego sin disfraz/ por un minuto abandono el frac/ y me descubro en lo espiritual/ para amar/ como si fuera mentiroso y nudista/ en taxi voy, Hotel Savoy, y bailamos/ y ya no sé si estamos hoy, ayer o mañana...»
VI
Son las cinco de la tarde, pero con el sol casi vertical parece mediodía. Es primavera y el día es más largo: amanece a las 4.00 a.m. y anochece a las 11.00 p.m. Aprovecho que tengo la tarde libre para irme a conocer el mítico Hotel Savoy. Croquis en mano he caminado entre la colmena de teatros de Westminster (¡más de 47 teatros en torno al Leicester Square!). Me he muerto de envidia de solo ver los anuncios: Lion King, Les Miserables, El Fantasma de la Opera, Mama Mia, Chicago, Dirty Dancing. Pero prefiero caminar y conocer lo más que se pueda de esta ciudad. Las calles me recuerdan escenas de Oliver Twist, imágenes de David Copperfield. Parece que estoy en pleno siglo XIX, pero rodeado de autos y buces rojos de dos pisos. Es increíble como conviven, aquí, la historia y la modernidad. Las calles están llenas de gente de todas las razas. Hindúes, árabes, negros, chinos. Unos tan estrafalariamente vestidos como los otros; eso me convierte en un anónimo más: soy un lorcho estrafalario. Miro al cielo, está azul a pesar de lo avanzado del día. Está lleno de arañazos blancos por la estela que deja el paso de tantos aviones. Agradezco a los dioses por el viaje. Me detengo a beber una Coca Cola y repaso los discos que he comprado como un ladrón que vuelve a contar su botín. Morrisey, The Smiths, Muse, Dire Straits, The Human League, Petshop Boys, Sex Pistol, Fleetwood Mac, Pink Floyd… Miro las calles y me pregunto qué tiene esta ciudad, éste país que, para mí, ha producido los mejores músicos por kilometro cuadrado. Sigo caminando con los audífonos puestos. Dentro de mí empieza sonar la voz de Federico Moura… «A veces voy donde reina el mar/ es mi lugar, llego sin disfraz/ por un minuto abandono el frac/ y me descubro en lo espiritual/ para amar/ como si fuera mentiroso y nudista/ en taxi voy, Hotel Savoy, y bailamos/ y ya no sé si estamos hoy, ayer o mañana...»