Mi padre nunca me había golpeado. Pero por primera vez sentí que su voz, su mirada, sus manos hablaban en serio. Desistí. Caminé hacia el patio. Mientras esperaba que se iniciara la formación, me quedé pensando en cómo les diría a mis amigos que mi padre se había dado cuenta de mis planes, que me daría una golpiza si me tiraba la vaca con ellos. Traté de ubicar a Arón, Percy, Humberto, pero no los hallé. Esperé unos minutos cuidando la entrada hasta que el auxiliar tocó el timbre para la formación. No llegaron. Estos pendejos ya se escaparon, dije para mí. Los imaginé trepados en uno de los camiones que aquella mañana partirían a la puna de Carpapata para esperar el paso de los bólidos que venían de Huancayo, camino a Ayacucho, disputando el «Gran Premio Caminos del Inca 1980». La idea de perderme aquel espectáculo al que había asistido todos los años, la idea de que mis amigos lo iban a hacer sin mí, de que luego tendría que conformarme con que me lo contaran, pudieron más que mi temor.
Decidí escapar. Ocupé mi lugar en la formación, canté el himno nacional y a la hora del rompanfilas me escabullí a la calle. Corrí hacía la plaza de armas por el lado opuesto a la bajada de Laborpampa para evitar que mi padre pudiera verme desde el patio de mi casa. Me detuve en la tienda de mama Elena. Vi el camión de los Ciwincha que aún estaba aparcado cerca de la glorieta, recogiendo pasajeros. Cuidé que mi padre, mi madre o mis hermanos no anduvieran cerca, corrí como un pericote y trepé a la carrocería del camión. Éramos unos veinte pasajeros. Los adultos sujetos a los maderos y los niños pegados a un rincón. Pregunté a los Gallos si habían visto a mis amigos. Ya se fueron en el camión de los Dolorier, me dijo el menor. Me acomodé cerca de ellos y unos minutos después el camión partió. Las paredes de la carrocería no me dejaban ver nada, pero el bamboleo de los cuerpos me decían en qué curva de la carretera estábamos. El camión se detuvo cerca al recodo de Huancahuanca. El cuerpo se me heló al oír la voz de mi padre hablando con el chofer. ¿Has visto por ahí a mi hijo?, preguntó. Me acurruqué en mi esquina. Los Gallos me miraron. No, respondió el chofer. ¿Está ahí el hijo de El Siete?, gritó el chofer a los pasajeros. La gente volteo a verme. No, dijo uno. No, dijo otro. No, dijeron los Gallos. Gracias, dijo mi padre y el camión continuó.
Dejamos atrás la hoyada de maizales secos de Colcabamba. Trepamos por el lento zigzag de Chauqui, Huancayoccasa, Jabonillo hasta que por fin llegamos a Carpapata. Busqué a mis amigos y nos sentamos en lo alto del cerro Marcopata. Desde ahí se veía el largo y sinuoso hilo de la carretera que venía de Pampas. Cortaba el cerro en dos, coronaba las chacras de Marccos y desembocaba en el recodo en que estábamos.
¡Atención, Huancayo!, gritó por la radio el locutor de Radio Huancayo. ¡Coche a la vista! ¡Coooche a la vista en la ciudad de Pampas! Todos saltamos de emoción. ¡Henry Bradley! ¡Henry Bladley y su Toyota Corona acaba de pasar por la ciudad de Pampas! Quince minutos después apareció en la lejana curva. Al rato, el segundo coche; luego, el tercero. En minutos la carretera era una sucesión de cometas de polvo en dirección hacia nosotros.
¡Atención, Huancayo! ¡Atención, Huancayo! Adelante, Ulises Gutierrez; adelante, Ulises Gutierrez, lo escuchamos. ¡Coche a la vista en Carpapata! ¡Coooche a la vista! ¡Por cortesía de Tiendas mama Elena donde comprar es ahorrar! ¡Henry Bradley, a las 10 horas con 25 minutos, acaba de pasar a toda velocidad por Carpapata en su potente Toyota Corona rumbo a Ayacucho; hora controlada por Pilas National! Ulises Gutierrez, que bien suena su radio. Claro, con pilas National, porque duran más, ¡Pilas National!
Luego narré para mí el veloz paso de Luchón Alayza, Raul Orlandini, Luis Reyes blanco. Thomas Hearne en su Toyota 2000, Julio Cesar de La Casas en su Ford Escort, Luis Carlessi en su Volvo 1800, hasta que la última camioneta de auxilio mecánico se perdió por las punas dejándonos su estela de polvo como el telón final de una carrera inolvidable.
El regreso a Colcabamba fue diferente. A medida que el camión descendía, el miedo de enfrentar a mi padre se acrecentaba. El recuerdo de su voz, la autoridad de su mirada me anunciaban que esta vez mi padre iba a golpearme por primera vez en mi vida. Al llegar al pueblo, evite regresar a casa. Caminé por el parque, la bajada de Laborpampa, el estadio de la escuela, hasta que el sol se perdió tras los cerros de Chauqui. Recién entonces tuve el valor de ir a casa. Me detuve en la puerta y espié el patio a través de una rendija. No había nadie. Entre. Mi padre apareció en la puerta de la cocina con una correa de cuero en la mano. Me detuve en medio del patio. ¡Ven para acá!, gritó. Me acerqué con el paso más lento que pude. Blandió la correa sobre mí, cuando estuve cerca. ¡Te advertí o no te advertí!, gritó. Sí, dije con la cabeza. ¡Por qué no obedeciste! No respondí nada. Me quede tieso y cerré los ojos a la espera del primer correazo. También mi padre pareció quedarse tieso. ¿Ya comiste?, preguntó luego de unos segundos aún blandiendo la correa. No, respondí. Entonces me llevó a la cocina, reavivó la leña del fogón y sin hablar nada me calentó la cena.