martes, 7 de enero de 2025

Nochevieja 2024

 



Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Del “ruido de fondo” del real Mensaje (el Mensaje es el Estado de Partidos, McLuhan) al “ruido de forma” de la plebeya Nochevieja (con Broncano de bufón de Estado comiéndose las uvas del ciego/contribuyente), que no es otra cosa que el ruido de las ruedas al cambiar de vía.


Mirad a ése –decían unas charos de Verona, según cuenta Bocaccio, mirad a ése –refiriéndose al Dante, que va al Infierno y vuelve cuando quiere.


En los 80 el Infierno era la ruidajera de la Nochevieja, que tenía su cachito de Cielo en el “Pachá” de Marilé Zaera. Uno salía todas las noches del año, menos en Nochevieja, que se quedaba en casa hecho un Juan Ramón, aislado de los ruidos de las sirenas y de los voladores de pólvora que enloquecen a los perros. A la calle en Nochevieja sólo se echaba José Alfonso Morera Ortiz, o sea, Pepe el Hortelano, para despedirse de la noche de Madrid porque marchaba a Nueva York con una beca de pintor. Aquella Nochevieja hizo migas en Sol con un rufián que bebió por la exaltación de la amistad hasta que se le terminó el dinero al artista. Pepe cometió el error de ir por más dinero a casa, en la calle Mayor, circunstancia que aprovechó el rufián para apalizarlo y rendirle la hucha. El episodio traumó al Hortelano de tal modo que, para ahuyentar a los malos, en Nueva York se disfrazó de skin, y un grupo de “black panthers” le propinó otra paliza.


El “ruido de fondo” citado en el Mensaje ha sido la excusa para colocarnos la Censura (democrática, por supuesto) como el “ruido de sables” inventado por Carrillo fue la excusa para colocarnos el Consenso. El españolejo es domesticado desde que nace para “no querer ruidos con la Inquisición”: de aquí nuestra obediencia enfermiza a cualquier cosa que parezca tener mando, razón por la cual Valencia, que una vez dio Borgias, ahora da Mazones.


Por miedo a los ruidos podemos llegar a ser tan neuróticos como aquel amigo alemán de Santayana, el barón Westenholtz, que no dormía por miedo a que algún ruido lo despertara: viajaba con unos gruesos cortinones para cubrir las ventanas y las puertas de sus cuartos de hotel, y en su casa los suelos estaban alfombrados con goma para amortiguar las pisadas de los invitados…


Y solía bajar corriendo más de una vez, después de estar metido en la cama, para cerciorarse de que había cerrado el piano, porque de lo contrario podía entrar un ladrón y despertarlo al sentarse a tocarlo.


Cuando nuestro filósofo le sugirió que podría superar esa idea absurda simplemente contraviniéndola, el barón reconoció que quizá lograra superarla, pero que entonces desarrollaría alguna otra obsesión en su lugar. Uno no es barón ni alemán ni cuenta con amigos como Santayana (¡un bostoniano de Ávila!), pero tengo la idea absurda de que la Nochevieja está hecha para coger la neurastenia y el perro y meterse con los dos en la cama, mientras en la calle prospera la elocuencia del ruido con los “bruiteurs” de la alegría. Feliz Año Nuevo.


[Martes, 31 de Diciembre]

Martes, 7 de Enero


El juego del calamar 

lunes, 6 de enero de 2025

La cuesta de Enero

Dalí



Ignacio Ruiz Quintano

Abc


El Madrid de Ancelotti, que llevaba meses siendo un cadáver a los postres, se ha tomado ocho días de vacaciones para coger carrerilla hacia una demencial cuesta de Enero, con nueve partidos de todos los colores (Champions, Liga, Copa del Rey, Supercopa de España…) a disputar en países exóticos, tal que la Arabia de Lawrence Rubiales, que quiso ser nuestro Elon Musk, a quien imitó llevando la Supercopa de España al desierto árabe, ya que no podía llevarla al desierto de Marte, donde se jugará algún día, si Musk consigue, por fin, montar su servicio de cohetes en línea Tierra-Marte, Planeta Azul-Planeta Rojo, esa ciencia-ficción anticipada por la comunista de aluvión Yolanda Díaz, que vicepreside nuestro gobierno de progreso: “Las personas inmensamente ricas tienen cohetes para escapar de la Tierra”.


Con catorce jugadores, que son los que tiene Ancelotti (eso dijo en rueda de prensa), llega el momento de tirar por la ventana al menos Copa y Supercopa, que no suman, y llegado el caso, también la Liga doméstica, cuyo desgaste absurdo pondría en peligro la disputa de la Champions de Ceferino y el Mundial de Infantino, pues, con el madridismo en juego, nada hay que espante más que la posibilidad de hacer una versión pequeña de la grandeza. ¿Qué grandeza va a haber en la Supercopa, un espectáculo creado por Rubiales y Piqué? A Piqué le dirían que es un Dalí de la publicidad, y él se lo creyó. Dalí diseñó en Nueva York un montaje publicitario para unos grandes almacenes: un escaparate loco con un vestido de señora con el rótulo “Abrigo de piel de cangrejo viudo”, un sombrero de caballero con peces vivos, otro sombrero de señora hecho con rodetes superpuestos de rabos de buey, un infiernillo eléctrico “para freír espárragos”… más el estrambote de una última cláusula contractual por la que la empresa se obligaba, cada día y a la hora más concurrida en la Quinta Avenida, a que un gamberro contratado rompiera a estacazos la luna de cristal maldiciendo a las tres “bes”:


La Burguesía, la Banca y la Burra de Balaan.


No hablamos tonterías, y la prueba es que los futbolistas ya han aprendido a sacarle brillo a la demencia con el negocio de cobrar por la alegría de los goles, registrando la propiedad intelectual de las celebraciones. En España, como se sabe, la ley de la Propiedad Intelectual fue redactada por la generación republicana de Castelar, el tribuno que da nombre al premio que los revistosos del puchero en el Parlamento han concedido al fanegas de Rufián, lo más sandio de nuestra primera industria nacional, que es la política.


Los primeros barruntos nos llegaron de la mano de Dani Olmo, el futbolista del Barcelona, que planteó su deseo de registrar notarialmente su número celebratorio consistente en un gesto de señalarse un reloj imaginario, que no sería un reloj daliniano, sino un reloj de los de toda la vida, tipo Enrique Busián. En la cultura culé no hay descanso, y si no se puede inscribir al futbolista en la Liga por un quítame allá esas pajas del “fair play”, se inscribe en el notario su “sketch” del peluco para rubricar sus goles. ¡Goles con firma! En Inglaterra, “la vieja raposa” de León Felipe, el extremo Cole Palmer ha corrido a la Oficina de Propiedad Intelectual del Reino Unido para registrar su celebración del “frío”, una forma de hacer el papafrita como otra cualquiera. Ese chico lo pasó mal en la Eurocopa, cuando el merluzo de Southgate lo tuvo en el banquillo, donde seguramente maquinó estas salidas de pata de banco. Pero Palmer es una estrella con firma del Chelsea, mientras que a Olmo no lo dejan serlo del Barcelona, que podría aprovechar el día de los Inocentes para inscribir al jugador. Recordemos las anotaciones de Pla: “Ésta es tierra de desconfiados, de desconfiados ancestrales, de retorcidos, de personas convencidas de que aquí se puede hacer todo a base de adoptar el aire del campanero cuando pasa a cobrar las sillas de la iglesia”. Éste es el club, según tenemos oído a Roures, que pagó el “Dream Team” de Cruyff con el dinero de la TV pública.


[Sábado, 28 de Diciembre] 

Lunes, 6 de Enero

 


Pedro y el lobo

Feliz MMXV

 


Jean Palette-Cazajus


Os aviso con máxima franqueza,

En vista del ambiente circunstante

Quedarán sin soneto el año entrante.

Para ripios no tengo la cabeza.


No es pereza, ni gabacha vileza.

Me gustaría recoger el guante,

Que mi lira tañera rozagante,

Pero me ignora y cansina bosteza.


No basta confesar tanta flaqueza,

Maldito quede el bardo sin ahínco,

Incapaz de acabar con su torpeza.


Y en esto el garlochí, que pega un brinco,

Se le olvidaba la única certeza:

Ya nos atraca Dos Mil Veinticinco.


(P.E.C.T.LH.)

Felicidades a Javi

 


F-J-G-I- (y Melqui al fondo)

Que ardorosa el alma encierra



Gamonal



Aquel Burgos Promesas: Peña, Cipri, Terradillos, ¿Ibáñez?, ¿López?, Manzanedo.

Andrés(un Laudrup varado) Portugal, Renuncio, Requejo II y ¿Salas?

domingo, 5 de enero de 2025

Gas



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Mario Gas, el Sófocles de Montevideo, es un personaje de muchos aspavientos. “Gas en cada piso”, avisaba un letrero antiguo de Madrid. Gas como aquél, hoy, ya sólo puede encontrarse en el Español, el teatro municipal que se ha hecho universal por suspender la gala de un cómico famoso por sus regüeldos. ¿Suspensión gubernativa? No. ¿Municipal? Tampoco. ¿Entonces? Todo indica que Gas, asustado por el riesgo que podía correr su sueldo, dijo a su amigo el de los regüeldos: “Vete por donde has venido.” Lo demás estaba cantado: ayes y más ayes por el himen de esa bella y graciosa moza que es la Libertad de Expresión.


Cuando vine a Madrid ya sabía a qué me exponía. ¡No tardé ni dos días en comprobarlo!


Gas vino de Barcelona, cuyo “seny” ha convertido a la banda juvenil “Latin King” en una Organización Cultural de Reyes y Reinas de Cataluña, presidida por Queen Melody, que ya debe de beber sola, ay, sus vasitos de agua clara.


Moriré resant el Credo: ¡Crec en la resurreció de la carn!


Y vino –Gas, no Melody– a la sopa boba del teatro subvencionado en la capital. En su “Diccionario políticamente incorrecto”, Rodríguez Braun saca a relucir el caso de Peter O’Toole, quien, preguntado por la crisis del teatro en una TV de España, contestó: “Sí, las cosas están mal, pero yo espero que algún día se acaben los manejos políticos y los subsidios, para que el teatro mejore.” Resultado: O’Toole no volvió a salir en una TV de España y a Gas sus amigos lo pusieron a dirigir el Español, donde la función más popular ha sido precisamente la que no se ha dado. ¿Por qué? Porque a Gas no le ha petado. Digámoselo, pues, con el editorial de un periódico de progreso: “Con sus temores a la irritación del radicalismo, lo que ha logrado la dirección de la Deutsche Oper ha sido indignar a las sociedades libres y democráticas y alarmar a todos los individuos que luchan en todo el mundo por conseguir unas cotas de libertad de expresión como las que existen en Europa...” El resto, en fin, puede sustituirlo uno por un polvorón.


Hombre, no hay comparación entre la cancelación de una ópera de Mozart, que es lo que censura el editorialista de progreso, y la cancelación de una tragedia de Paco Rubiales –dirán ustedes.


Ya lo creo que hay comparación. La ministra de Cultura la ha hecho, pero a favor de Rubiales, que es de los suyos, mientras que Mozart... ¿quién nos dice que no era un fascista? El mármol egabrense ha lamentado lo de Mozart. Pero...


Pero lo de Rubiales es todavía más lamentable.

Dalmacio entre nosotros



Domingo González


Cuenta Eugenio d´Ors una anécdota que tiene como protagonista a Charles Maurras. Acompaña en coche el pensador catalán al jefe de escuela de Acción Francesa cuando éste, en un momento de la conversación, se quita el sombrero en un gesto de natural reverencia mientras se le escucha decir, casi en un susurro: “Como decía mi maestro Anatole France…”. Conocida es la oposición de ideas entre France y Maurras, especialmente a partir de ese traumatismo nacional que supuso el “affaire Dreyfus” en la intelectualidad francesa. Y aunque D´Ors se contenta con extraer de esta historia una moraleja constructiva en forma de benevolente alegato en favor de la educación, la tolerancia y las buenas costumbres, Dionisio Ridruejo, que también evoca el episodio en cierto artículo (galardonado por cierto con el premio Mariano de Cavia de 1953) que dedicó a conmemorar el setenta aniversario de Ortega, dirige la mirada del lector hacia otro lugar: el que se abre en la relación de los discípulos con sus maestros y de estos con aquellos. Viene también a cuento recordar esta historia al rememorar a nuestro ya añorado Dalmacio Negro.


Dice Ridruejo que en la anécdota maurrasiana resplandece la idea de lo que supone un maestro. Y que Maurras se hubiera extrañado de que otros interpretaran en ese gesto de reconocimiento un “gesto de secuacidad”. Porque un discípulo no es un secuaz, y una cosa es admirar al maestro y otra muy distinta tener que suscribir todas sus opiniones o posiciones. No debe engañarse el lector. No se ha elegido esta vieja historia para disculpar de antemano a quien no suscribe muchas o algunas de las opiniones de Dalmacio Negro. Se ha elegido más bien para destacar que reconocerle como a un verdadero maestro debería motivarse en razones que van más allá de la mera, y en el fondo superficial, coincidencia de aquellas. Porque siguiendo la schmittiana distinción entre conceptos objetivos (Begriffe) y posiciones subjetivas (Positionen), cabe recordar que don Dalmacio fue un maestro de conceptos y no de posiciones. Este moverse en los conceptos fue ciertamente su divisa. Por eso, escribe Jerónimo Molina, no hay stricto sensu una escuela dalmaciana, porque una escuela es una suma de posiciones particulares del maestro. “No hay tal escuela, digo, pero sí, en cambio, un modo de mirar, una visión de lo político que poseen maestros y condiscípulos. En este caso, una variación hispánica del realismo político”.


Relata por su parte Alain Besançon, en un texto admirable en memoria de Raymond Aron, que éste siempre llegaba puntual a su seminario. “Hubiera sido preciso –dice– que este hombre ocupado estuviera en Harvard, en Oxford, que tuviera a esa hora una cita con Kissinger o De Gaulle, para que faltara”. Ciertamente algo parecido hubiese sido necesario para que nuestro Dalmacio dejara un día su seminario, al margen de que ya no quedaran kissingers o degaulles para justificar puntualmente su ausencia. Recuperamos este sentido suyo del compromiso y dedicación a su vocación académica porque, por volver una vez más a la distinción entre conceptos y posiciones, no es fácil olvidar una sesión en la que apareció de modo inadvertido el carácter del maestro. A alguien se le ocurrió preguntar a don Dalmacio qué debíamos pensar sobre cierto asunto particular. La enjundia y cariz de tal asunto es lo de menos, pero no que se reclamara del profesor algo así como un posicionamiento concreto calculado por su brújula infalible. Esto refleja bien una cierta predisposición mental en la comprensión de la relación con nuestros maestros, como si estos, cómplices en la disculpa de nuestra pereza, pudieran ahorrarnos el esfuerzo de pensar. No faltan puristas o devotos, tan anonadados por hábitos de sumisión y conformismo, que tratan la obra del maestro como la de un ramillete prescriptor de verdades inmarcesibles. Obra tan frágil y vulnerable que una sola mirada crítica y transgresora pudiera desbaratar el templo de sus dogmas. Tampoco faltan (más bien abundan) en la otra orilla sedicentes maestros que cultivan un tipo de sectaria tiranía entre sus seguidores, que estos, más que sus discípulos, parecen sus lacayos. Este, conviene no olvidarlo, no era el caso de Dalmacio Negro. Por eso su respuesta debió de defraudar y desarmar a un tiempo a su interlocutor: “Pueden pensar ustedes lo que quieran”. “¿No es ocioso decir –se preguntaba Ridruejo– que nuestro maestro no es forzosamente nuestro director de conciencia, ni nuestro jefe político, ni mucho menos nuestro sumo Pontífice?”. Pensar esto o aquello con el esquematismo automático de un circuito ideológico no supone ningún riesgo. La educación política de la mirada política, la formación del regard politique, sí. Ya dijo Hannah Arendt, en su última entrevista, que no hay pensamientos peligrosos, que es pensar lo peligroso. Porque nuestra herencia no nos la dejó ningún testamento. Por esa razón, la obra de don Dalmacio es una de las herencias más valiosas que recibirse puedan y, la suya, una de las contribuciones más peligrosas en el ejercicio del pensar sobre lo político.


Es importante evocar estos gestos, que son nada menos que el poso de todo un talante universitario, porque hacer honor a un maestro supone también el esfuerzo moral de un ingrato desapego a fin de hacer viva la comprensión de su obra. Naturalmente, cuesta más hacerlo en estas fechas, pocos días después del adiós al hombre irrepetible que se ocultaba tras el inefable magisterio. Tan esencial como no repetirle resulta también no instrumentalizar su legado en aras de tal o cual posición, incluso aunque fuera contingentemente la suya. Pues no se trata de ser fieles a él, sino de ser dignos de él.


El profesor Fernando Muñoz ha escrito una hermosa pieza, hija de un afecto nacido de un único pero inolvidable encuentro con nuestro hombre, en la que reconocemos al Dalmacio que frecuentamos. Fernando esperaba encontrarse con un gigante y lo que se encontró fue mucho mejor porque, como termina diciendo, “Dalmacio Negro era el mayor filósofo político de nuestro tiempo, pero era –por decirlo con una imagen que no me pertenece– más grande por dentro que por fuera”. Aunque la imagen tampoco me pertenece quisiera abundar en ella. Imaginamos sin dificultad a un don Dalmacio sepultado bajo una montaña de libros (reinaba en su biblioteca, mas no gobernaba), como se puede comprobar en alguna fotografía que circula por la red. Esto, a decir verdad, le representa muy bien. Porque siempre se quitaba importancia para dársela al libro, a la idea, al concepto. A diferencia de otros muchos, tan pagados de sí mismos en el circo académico, no señalaba los libros ni multiplicaba las citas para que le mirásemos a él. Señalaba a los libros porque realmente le preocupaban los conceptos que allí se custodiaban. Sí, había en él una curiosidad auténtica que no apagaron los años. Sin rastro de solemnidad, afectación o pedantería, al oírle hablar de esos libros casi podíamos sentir cómo podrían cambiar nuestro recorrido intelectual a poco que profundizáramos en ellos. Y diría que hasta parecía disculparse por verse obligado a mencionar ese catálogo infinito de referencias que se encadenaban unas con otras. Como si dijera, “perdone que sea yo, que parezco tan poca cosa, el que se lo diga”.


Era inevitable que el primer encuentro con don Dalmacio despertase la viva sensación de un contraste entre su apariencia y su obra. “¿Cómo salían de ese hombre esos párrafos de tan intenso saber?”, se pregunta Hughes. Era normal, probable y hasta inevitable que esa pregunta nos asaltara en algún momento. ¿Acaso frotaba la lámpara de los genios políticos cada noche? ¿Se transformaba en licántropo de las ideas con cada luna llena? ¿Vampirizaba la sangre de los sabios en sus sublimes diálogos con los muertos eximios? ¿Firmó tal vez un fáustico pacto para ridiculizar, por contraste, todas las páginas insulsas que se han publicado en las editoriales y periódicos de estepaís en los últimos cincuenta años? Dalmacio siempre escondía sus majestuosas alas, que reservaba para elevarse en sus escritos, ya fueran libros o artículos académicos. Y es que, como también se ha dicho en estos últimos días, es difícil dejar de leer a Dalmacio cuando se empieza en serio a leer a Dalmacio. Allí, en sus páginas, despegaba, entraba en erupción la caldera dalmaciana y, en medio de un seísmo general, se condensaba una lava intelectual que brotaba a partir de volcánicas cimas. De sus solos vapores podía uno alimentarse, de concepto en concepto, durante días. Vislumbraba, tras algunos dolorosos pero necesarios desenmascaramientos, alturas desconocidas. Sin caretas ideológicas, entre fueyos, freunds, fernandezdelamoras y schmitts, quedaba la inteligencia probada y mansa, plena de fibrosa destreza, llena también de inmaculada humildad, la paradójica humildad que don Dalmacio proyectaba al descubrir mediterráneos ocultos a los ojos de muchos y, desde luego, a los nuestros. Quedaba la mente serena y despojada de las cosas de la política, como acabada de nacer a la verdadera política de las cosas, como regresada –victoriosa– de una guerra sin cadáveres, aunque no sin combates, sacrificios o renuncias. Al principio eran ejercicios casi escolares, pero tras esas interiores escaramuzas dialécticas, quedaba, en fin, la cabeza toda despejada y esclarecida, ventilada de más desprendido realismo, el realismo de lo político. Realismo que murmura que los cielos del poder están vacíos y que el mundo de las ideas políticas pertenece a quienes lo saben. Así, desposeída de calenturas ideológicas y enrevesamientos, dispuesta a una desnuda profundidad de juicio, a una más noble capacidad de análisis, quedaba nuestra forma mentis tras el experimentum crucis de la letra dalmaciana. Porque, aunque plagado de citas y referencias, el saber político abandonaba todo esoterismo y se volvía, con la compañía de Dalmacio, sencillo y asequible. Y en un mismo movimiento lo sencillo se tornaba, como él, grande, magno, casi grandioso.


Porque no nace uno Dalmacio Negro, sino que se hace, se quiere imaginar al niño, al adolescente, al estudiante o al estudioso, ya sea en el instituto, en las aulas de la universidad o en el silencio de las bibliotecas, para ser testigos furtivos de ese momento misterioso y secreto en el que un joven inquieto se convierte en el maestro que a partir de ahora recordaremos con la misma reverencia del gesto maurrasiano. Hace tiempo que dejó de existir la España en la que esta metamorfosis biográfica era todavía posible. Y desde luego todavía no ha llegado tampoco la España en la que escribir sobre Dalmacio Negro sea exactamente lo mismo que llevar búhos a Atenas o hierro a Vizcaya. Sí, queda muy lejos el día en que uno pueda decir con sorna, o mejor, con la retranca de su sonrisa oriental, que es ridícula pretensión la de querer llevar dalmacios a España. Pero ni nuestra patria puede seguir siempre enferma ni embotado tampoco sin terapia posible el entendimiento político de los españoles. Frente a la esclerosis del pensamiento blando y la parálisis del cacareo ideológico, el fármaco dalmaciano, veneno mortal para las elites decadentes incrustadas en el aparato del Estado Minotauro, resulta un antídoto político catártico, profiláctico y tonificante en el momento histórico presente.


Aunque resulte insuficiente para estar a la altura del agradecimiento que nuestro gran maestro merece, nos quitaremos con emoción el sombrero, que no la cabeza, cada vez que pronunciemos el nombre de don Dalmacio Negro Pavón. Y si lo hacemos será también para recordar que nuestra cabeza, sin la suya, tampoco sería ya la nuestra. 


Leer en La Gaceta de la Iberosfera

Domingo, 5 de Enero

 


Esperando a los Reyes

Abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra

DOMINGO, 5 DE ENERO


Jesús nació en Belén de Judá, en tiempos del rey Herodes. Unos magos de oriente llegaron entonces a Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo”. Al enterarse de esto, el rey Herodes se sobresaltó y toda Jerusalén con él. Convocó entonces a los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo y les preguntó dónde tenía que nacer el Mesías. Ellos le contestaron: “En Belén de Judá, porque así lo ha escrito el profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será el pastor de mi pueblo, Israel”. Entonces Herodes llamó en secreto a los magos, para que le precisaran el tiempo en que se les había aparecido la estrella y los mandó a Belén, diciéndoles: “Vayan a averiguar cuidadosamente qué hay de ese niño y, cuando lo encuentren, avísenme para que yo también vaya a adorarlo”. Después de oír al rey, los magos se pusieron en camino, y de pronto la estrella que habían visto surgir, comenzó a guiarlos, hasta que se detuvo encima de donde estaba el niño. Al ver de nuevo la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa y vieron al niño con María, su madre, y postrándose, lo adoraron. Después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Advertidos durante el sueño de que no volvieran a Herodes, regresaron a su tierra por otro camino.

Mateo 2, 1-12 

sábado, 4 de enero de 2025

Hughes. Valencia,1-Real Madrid, 2. El hijo que Cunningham tuvo con Juanito


@realmadrid


Hughes

Pura Golosina Deportiva


Vi el partido en diferido por, como se diría antes, problemas ajenos a Torre España.


Tenía ganas de ver fútbol. Unas ganas enormes. Creo que empiezo a entrar en un territorio pitopáusico donde, en lugar de la moto de gran cilindrada, me va a dar por Bellingham.


El Valencia agradeció la sensibilidad del Madrid con Valencia. El valencianismo iba a protestar contra Lim, pero hasta eso lo hizo ya sin convicción. Acabaron con Vinicius, que les despierta una ira más viva.


La Liga española es triste. Valencia está triste tras la DANA y muy triste el histórico club que depende de Hugo Duro para evitar el descenso.



@realmadrid


El Madrid, a su lado, o al lado del ridículo ólmico del Barcelona, parece vivir en otro planeta, respirar otra atmósfera.


Va todo tan bien en el Madrid que hasta parece inteligente y temeroso de Dios (del dios del fútbol, al menos) dejarles pequeñas victorias a los rivales. Como la de Vinicius, por ejemplo. Dejar el asunto y que se queden en eso, magro consuelo mientras sus clubes se hunden...


Pero fue grave ayer la manipulación de la imagen en la polémica. El VAR avisa al árbitro y destaca el gesto de Vinicius, que en la moviola pierde contexto, adquiere importancia, mientras se pasa por alto el del portero Dimitrievski.


Como el VAR demuestra estar manipulado o al menos ser un instrumento muy falible, es posible empezar a sospechar de otra cosa: los fueras de juego que le están pitando a Mbappé, offsides milimétricos, por el tamaño de una rótula. Todo parte de la determinación del exacto frame en que se para la acción, pero esto... ¿hasta qué punto es científico? Junto a la imagen y las famosas líneas paralelas, debería acreditarse el instante de la pausa. Mbappé, delantero supersónico, vive en el alambre, de su aceleración, y ya le han birlado dos goles apoteósicos (uno contra el Barça) por milímetros según un uso del VAR del que es perfectamente posible dudar. Dudar no como madridistas, sino como aficionados al fútbol.


Quitarle eso a Mbappé es como quitarle a Hugo su chilena. El fuera de juego en línea exige un plus de garantía en el uso de la tecnología. Parte del juego de Mbappé es el repente de pantera. Un movimiento de félido. Cuando anulan esos goles por la ridiculez de una uña es como si le aplicaran el VAR a una pantera cuando salta a por el cervatillo. "Hay que repetir", diría David Attenborough deteniendo el documental. Es como abortar la cresta de una ola o la refracción de un arco iris. Se destruye un movimiento tan plástico, tan superior, tan alto en la escala, tan perfecto que parece un boicoteo a una acción suprema del fútbol.


Pero esto sucede más en España que en Europa.


En lo tocante al carácter, el partido estuvo marcado o simbolizado por el peinado de Vinicius. Es el que lleva cuando vuelve de veraneo o Navidad. Cuando aun está un poco ahí. El Madrid estaba un poco así. Empezó con poca tensión, y la muestra fue que mejoró mucho cuando marcó Hugo Duro. Después, pudo ser la coletilla o rasta lo que estiraba Dimitrievski en la acción de la vargresión. Si no lo fuera, daría igual. Esos peinados enfatizan el bad boy en Vinicius y no le ayudan. Además, son peinados antifutbolísticos. El club debe tomar cartas capilares en el asunto.


Me gustó Tchouaméni, me volvió a gustar Ceballos, sin poderme parar a hablar de ellos. Y el partido confirmó los morbos navideños con Trent Alexander y Davies. En enero mejor que en verano, y en verano en cualquier caso. El Madrid necesita laterales.


Modric volvió a maravillar como refresco. Ahí es un lujo. En el minuto 70 entra un Balón de Oro con el handicap pulmonar equilibrado.



@realmadrid


La estrella pudo ser Mbappé, forzando un penalti y marcando una obra de arte, pero acabó siendo Bellingham: asistencia y gol. Sobre todo su pasión al celebrarlo. Es el jugador que más besa la camiseta y lo hace tantas veces que hemos de entender que su amor es sincero. Ha rehabilitado un gesto que estaba bajo sospecha. Es una cosa rara. No es que excite el madridismo de los madridistas, es que lo renueva como una fe y alegría nuevas. Es como si por dentro estuviese sintiendo ese ardor hegemónico del "y va a seguir, y va a seguir, la dictadura del Madrid...". Bellingham demuestra una pasión dominante por el Madrid y eso es extraño. Hay gente que con el flamenco se arranca y otra que no. Bellingham se arranca como un Juanito que hubiera tenido un hijo con Cunningham.


Brillan sus goles y pases, pero lo mejor es verle controlar, hacerse sitio en la mediapunta. Es Zidane de pies, Salinas de hombros. En Internet circula un video en el que un robot juega al fútbol con Marcelo. Alto, cuadrado, Usain Bolt de metal; hace lo mismo que el brasileño. Es falso, un fake, pero el robot (estilo Boston Dynamics), es clavado a Bellingham. Quizás su madridismo sea de IA, brote de un chat GPT. Tan perfecto que es razonable dudar.



@realmadrid 

Garrigues



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


Una noche salía Ángel Luis Bienvenida con Juan Lamarca de la tertulia de la Peña del 7 en la madrileña plaza de Manuel Becerra y fue abordado por un admirador de la dinastía: “Hay que ver qué buenos sois todos los Bienvenida –le dijo–. Pero a mí el que más me gustaba era Antonio, porque toreaba con mucha educación.”


También la mucha educación en lo que haga es costumbre en Garrigues, otro Antonio, que acaba de celebrar con su barraca, la barraca de Antonio Garrigues, sus cincuenta años de afición al teatro.


Yo de teatro puedo decir lo que Ruano, y es que no entiendo mucho por falta de afición. Sé que el teatro nació de una borrachera de ninfas y sátiros, pero que los siglos le han hecho perder ese carácter, quedando la parte dionisiaca en un mano a mano de recitación entre Ansón y Nuria Espert, la mamá de Alicia Moreno, el Malraux de Gallardón. Pero me gusta leer que a la Acrópolis se iba, como se irá a casa de Garrigues, para oír a Esquilo al amanecer con ánimo de deporte y romería, llevándose la merienda, porque se saldría al caer la tarde después de haber oído toda una trilogía más una pieza.


Cincuenta años haciendo teatro de balde es demasiado teatro para un caballero español con empaque de liberal americano. ¡América! Dicen que la primera vez que Sara Bernhardt fue a América, en París Jules Lamaître la despidió así:


Va usted a mostrarse allá a hombres de poco arte y de poca literatura que la mirarán como mirarían a una ternera de cinco patas... Procure usted salvar su gracia y devolvérnosla intacta... Porque yo espero que usted volverá, aunque esté bien lejos esa América... Entre usted entonces en la comedia Francesa para reposarse en la admiración y la simpatía ardiente de este buen pueblo parisiense... Luego, una hermosa noche, muérase usted en escena repentinamente, en un gran grito trágico, porque la vejez sería demasiado dura para usted...


Más tarde, Valle-Inclán le pasaría la receta lamaîtreana a Belmonte, con el mismo éxito. Frente al problema de España, la solución no es arrojarse sobre el cornete del torillo, por la tremenda, a lo José Tomás; la solución, que viene de Lope, sería ilusión y esperanzada metafísica. Hay que figurarse a Garrigues en la escalera de Buero como al Novalis que también dudaba, turbado, al subir en Berlín una mañana las escaleras de Hegel.

En memoria de Dalmacio Negro. Nunca nos equivocamos


El profesor y el alumno


Jorge Sánchez de Castro


Conocí al profesor Dalmacio Negro, sin tener aún 19 años, cuando me dirigía al aula donde se iba a impartir la asignatura de Historia de las Ideas y las Formas Políticas en la España ochentera de los pelos de colores y en la Facultad de Ciencias Políticas que lindaba con el Palacio de la Moncloa.


Al alcanzar la puerta no pude franquearla porque una fila enorme de alumnos lo impedía.


Pregunté al que daba la vez qué pasaba y me comentó que todos estaban esperando que el profesor Negro les firmase la autorización para cambiar de grupo porque era casi imposible aprobar con él.


Mi curiosidad hizo que entrara al módulo para ver al temido maestro.


De mediana estatura, pero corpulento; con el pelo muy corto y el gesto serio, debo reconocer que por un momento pensé que la mejor opción quizás fuera engrosar la fila con un miembro más.    


En ese pequeño espacio donde concurrían el profesor y sus alumnos, y donde yo tenía que elegir entre el uno o los otros, tomé su única lección callada de la política: nunca se elige a los aliados, sólo se elige al enemigo.


Aplicado a mi caso eso significaba que me quedaría con Dalmacio Negro no por él (no le conocía de nada) sino contra los que huían de él, aquella masa que obedecía con unanimidad al prejuicio.    


Al terminar de despachar las autorizaciones a sus ya exalumnos apenas quedaban unos pocos minutos para que terminara la clase y no tuve el tiempo necesario para juzgarle.


A la siguiente sesión, con los pupitres medio vacíos, el maestro se abrió de capa y con un ¡oh! silencioso acompañé cada descubrimiento que salía de su cerebro.


Todos los conceptos difusos de la ciencia política eran aclarados y separados con un detalle mínimo que devolvía a cada idea su significado distinto y preciso.


En cada vuelta al mundo cultural en una hora nos enseñaba, por ejemplo, que la teoría de la división de poderes de Montesquieu, tan cara para la España aconfesional del 78, sólo era un remedo de la doctrina cristiana “de las dos espadas”. Toda idea tenía un precedente, una explicación y ésta siempre era cristalina cuando la escuchábamos por primera vez.


Gracias a él leímos por primera vez a Mircea Eliade, a Pieper, a Jaeger, a Bertrand de Jouvenel y, por último, nosotros empezamos a leer a Negro Pavón.


De sus clases y de su pensamiento no se podía volver pues, como decía Durruti de su Columna, “revolucionamos en seguida la vida cotidiana. Una derrota de mi columna sería terrible porque no podríamos retroceder sin más. Tendríamos que llevar con nosotros a todos los habitantes del lugar donde hemos permanecido, a todos sin excepción”.


Estas palabras de Durruti quizás sean las que mejor puedan dar cuenta, en sentido contrario, del nulo interés del profesor en crear una escuela.


Por mucho que a partir de ahora puedan escuchar o leer a algún dizque discípulo, les advierto que nadie puede presumir de serlo porque él temía a los epígonos. Nos advirtió en innumerables ocasiones que lo peor del soportable sociólogo Karl Marx eran sus lamentables herederos marxistas.


Su insistencia en el recordatorio siempre lo consideré una advertencia para que no se nos ocurriera vivir de ser “dalmacianos”.


Negro revolucionó nuestra forma de pensar para siempre y desde entonces sólo podíamos ir con él. Pero el profesor no quería adeptos de los que hacerse cargo, como Durruti, sino lectores atentos a los que ayudar en la comprensión de las “regularidades de la política”, esa serie de constantes que definen al Poder, con independencia de sus ocasionales protagonistas.


Autor de casi infinitos prólogos, siempre con buena disposición para acoger a cualquiera que quisiera profundizar en sus ideas, nos regaló un privilegio: nunca nos equivocamos.


En todos sus libros y en todas sus clases nos ofrecía un catálogo de enseñanzas y de autores donde podíamos encontrar las claves para tomar la decisión correcta ante cualquier debate o evento político.


No recuerdo una sola recomendación que fuera inútil o un texto que me hiciera perder el tiempo. Ni uno solo. Ese es el legado que deja a todos aquellos que quieran conocer su obra. ¿Cabe un maestro mejor?


Para terminar, quiero traer un fragmento de las memorias de su admirado Raymond Aron donde aparece un resumen de una entrevista que Bernard-Henry Lévy le hizo en 1975. Éste le preguntaba a cuento de la histórica disputa Sartre-Aron que ganó el primero, a juicio apresurado de los intelectuales de la época, lo siguiente:


«¿Qué es mejor? ¿Un Sartre victorioso, pero equivocado, o un Aron vencido, pero poseedor de la verdad?».


Tuve la oportunidad de reformular esa pregunta dado que él nunca tuvo a ningún Sartre del otro lado, y hacérsela dos veces al profesor.


La primera fue así: «¿Qué es mejor? ¿Una izquierda victoriosa, pero equivocada, o un Dalmacio vencido, pero poseedor de la verdad?».


Con el paso de los años tuve que ampliar el adversario: «¿Qué es mejor? ¿Un régimen victorioso, pero equivocado, o un Dalmacio vencido, pero poseedor de la verdad?».


El profesor, igual que hizo Aron a Lévy, no me contestó en ninguna de las dos ocasiones.  


Les invito a que lean al maestro Dalmacio Negro para que ustedes mismos obtengan la respuesta y, sobre todo, para que cuando piensen sobre lo político y la política nunca se equivoquen.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera

Sábado, 4 de Enero

 


Vino blanco

viernes, 3 de enero de 2025

El último sabio



Ignacio Ruiz Quintano

Abc


Teníamos dicho que Dalmacio Negro, cuando se fuera (“y parece eterno”), apagaría la luz de “una época que al final habrá tenido un fin”. Se fue el 23, víspera de Nochebuena y día de su cumpleaños, que a eso llamaría Ruano “desnacer”:


Como volver a nacer, esta vez de verdad, para entrar en esa ancha patria que llamamos muerte, donde se despierta de ese ridículo sueño que llamamos vida.


España es atroz, y la desaparición de Dalmacio, que sigue a las de Trevijano y Gustavo Bueno, nos deja políticamente a oscuras: ayunos de pensamiento político y ahítos de lo que lo parece, en expresión de Quevedo. Trevijano descubrió la teoría de la democracia a una nación que no la ha conocido nunca. Bueno descubrió España a un pueblo arrastrado a detestarla siempre. Y Dalmacio descubrió la teoría del Estado a una sociedad que no sabe quitarse los mocos sin una nómina del gobierno (172.000 millones en políticos y funcionarios).


Sin arredrarnos, podríamos extremar a Hobbes (para quien los pensamientos son como escuchas y espías que baten los campos hasta dar con las cosas apetecidas) y decir con soberbia expresividad castellana que el animal locuaz llamado hombre piensa por mor del pienso –avisó don Nicolás R. Rico.


¡El españolejo como animalejo hobbesiano! Al pasear por la ciudad, si cierras los ojos, oirás el rosnar de los liberalios en sus comedores ministeriales; comen como sabañones, con arreglo al principio del esnobismo superior de Santayana, para quien “todos los liberales sinceros son esnobs superiores”. Lo llaman “democracia liberal” (no lo es), que va ya para el medio siglo, un “lustro” de los de Urtasun, ministro de un gobierno que ignora la muerte de un sabio, pero que dedica “pompas estatales” a una cómica que, como dice otra cómica, “ha estado siempre ahí” (no reírse: Steiner define la desconstrucción como una elaboración de la “boutade” de Gertrude Stein: “there is no there there” –“ahí no hay ahí”–). El mismo gobierno aprueba luego el “anteproyecto de Ley Orgánica (en España no hay poder legislativo) reguladora del derecho de rectificación, que forma parte del Plan de Acción por la Democracia”, o sea, la Censura gubernativa.


Trevijano enseñó que no hay más democracia que la americana, y Dalmacio, que los Estados Unidos no tienen Estado, sino (sólo) Administración. Por su funesta manía de pensar, ambos (y Bueno) recibieron la hispánica condena al ostracismo: apartar de la vida pública a los mejores. ¡La consigna masónica del silencio! Son los tres nombres que salvan la dignidad intelectual de este medio siglo de España la más cerril. Dalmacio Negro se ha ido tan sigilosamente que ni siquiera hemos oído la tos del cura (“la cama, la pared, la tos del cura”) que anunciara el poeta, seguramente tapada en la calle por el pimple y la zambomba de la Navidad. Dejan libros únicos (¡no picar, por favor, en los discípulos!), pero a los españoles los libros siempre se les hacen bola.


[Viernes, 27 de Diciembre]

Viernes, 3 de Enero

 


Cuerpo de guardia

jueves, 2 de enero de 2025

Garcilaso



Ignacio Ruiz Quintano

Abc Cultural


En la descripción que hace Ruano en conversación con su amigo de romanerías Eugenio Montes, va Garcilaso por Provenza en las compañías del emperador. Le disparan desde una fortaleza. Le corresponde tomar la fortaleza a un hombre gordo que suda sólo de pensarlo. Garcilaso le dice que se quede, sube él y allí recibe su herida mortal. Esto, según Montes, es elegante y no es dandy.


El dandysmo es la versión anglofrancesa de la elegancia.


¿Puede ser dandy un español?


El punto de coincidencia entre el dandysmo y las virtudes españolas sería la exigencia para uno mismo. Pero el dandy se exige parecer bien y los grandes españoles se distinguen por ser buenos, por ser hombres esenciales y no aparenciales. De otra parte, los valores del dandysmo son valores mundanos, y para el español ha existido siempre el otro mundo.


Según Montes, el escritor menos elegante del mundo es, del mundo español, Blasco, y del mundo “mundial”, Sartre, pero porque cuando él lo dijo todavía no había aparecido –quién lo diría– Gala, el escritor que, como un príncipe “emo”, anuncia que, de fallarle algo, se suicidará. El anuncio tiene conmocionada a la república de las letras, donde todo el mundo se pregunta qué va a pasar.


Nada –es la respuesta.


¿Qué esperan ustedes? ¿Un suicidio de Gala a lo Garcilaso?


Garcilaso cantó siempre al amor en su poesía y nunca a la guerra. Como Gala, que ya en las campas de Brazatortas suspiraba: “¡No, no y no a la guerra!”


Si Neruda fue el Sepu de la poesía, Gala es el Sepu del amor: Catulo, el Arcipreste y Quevedo untarían sus versos con tocino porque no se los mordiera un tío de Brazatortas que, viniendo de una mili dura en el Regimiento Lepanto de Córdoba, no ha sido capaz de encontrar una oración en la Biblia, obligándose a rezar una oración a la luna que le enseñaron unos indios con un real de bellón (sic) en la mano:


Con real me dejaste, con real me encontraste, haz que cuando vuelvas con real me encuentres.


¿Un real de “bellón”? Por un real de vellón con “uve” entenderíamos una moneda de cobre, pero por un real de “bellón” con “be” hay que entender a un Arturo Fernández, a un Roberto Domínguez o a un Cayetano Ordóñez. Es decir, a un guapo de exportación o de caja de pasas.


El guapo español que a uno no le gusta.


Rarezas.

Don Dalmacio o la posibilidad de no morir idiotas. Vale más su obra que todo el Régimen del 78



Jerónimo Molina


No creo que nadie, ni siquiera los primeros pensionados de la Junta de Ampliación de Estudios que regresan de Alemania, en pequeñas y patrióticas oleadas desde 1907, haya utilizado en España el vocativo “Profesor” con tanta profundidad y elegancia, respeto y afecto como los que pone en el tratamiento de don Dalmacio Negro Pavón su alumno Jorge Sánchez de Castro. El “Profesor”, “nuestro Profesor”, como también le llaman los convidados a su seminario –un banquete del cual, desde hace cuarenta años justos, sin que muchos lo sepan todavía, se nutre la España futura–, se nos murió. Se apagó, al descuido, el día de su cumpleaños, el 23 de diciembre de 2024, su dies natalis ya para las moradas eternas; por sorpresa, como quien participa en un escaqueo de distracción, previo al “golpe de mano” –táctica aprendida por don Dalmacio en la morería de Larache, en la 9ª Bandera (“Franco”) del Tercio Don Juan de Austria y que solía explicarme para enlazar amenamente sus experiencias en la Legión con la definición del coup d’État de Naudé–.


Creímos, el primer ingenuo uno mismo, que su energía, la misma que irradia el Don Quijote de Maeztu, era inextinguible. Aunque en “un día de angustias pued[e] madurar [el hombre] por completo”, confiábamos, tal vez, en que “aún no [estaría] en sazón” su humanidad, como escribe en unas páginas bellísimas, en Desolación (1922), Gabriela Mistral. Llegué a concebir, incluso, una de esas ideas sin fundamento que nos acompañan muchos años y nos reconfortan: que tal vez no fue advertida su presencia en el siglo, que acaso estaría siempre con nosotros, “como la espiga en la que no reparó, pasando, el Segador”. Pero sé que esto no es más que uno de los “universales del sentimiento”, algo que me contaba mi padre, extasiado en la contemplación de esos viejos valetudinarios (estampas de Gabriel Miró) que dan compaña en los pueblos y de los que parecía que, por alguna confusión o cambalache en sus estadillos abscónditos, Dios se había olvidado. Leído en la Mistral, lo del cereal y la siega, tan escatológico, suena distinto, pero no más bello, pues estos universales, “voz viva”, que no “eco inerte” (Antonio Machado), valen lo mismo enunciados por un labrador que por un espíritu del porte de la poeta chilena.


Debemos a Dalmacio (estoy pensando, ahora caigo, en aquel sonado “Debemos a Costa” [1911], también de Maeztu) tantas cosas. Sus libros y su magisterio. El concepto de Estado (“La historia moderna-contemporánea de España resultaría más inteligible si se emplease con exactitud el concepto Estado”). Una historia de las formas del Estado y la estatalidad en sus múltiples facetas (la teología política del Estado; el Estado moral o Estado-iglesia; la historicidad del Estado frente a la persistencia del gobierno). La dilucidación de la tradición política de la libertad. El liberalismo triste, la forma superior del realismo político o, como sugiere Carlo Gambescia, que tenía bien calado al Profesor, del realismo político ad quem. Pero le debemos también una manera de ver el mundo e, inscrito en él, la política, “piel de todo lo demás”, opinión de Ortega y Gasset cuyo sesgo, a favor o en contra, nunca he sabido captar del todo, quizá porque tampoco tuve la certeza de que el filósofo hablara en realidad de la política. Deudos suyos, don Dalmacio nos ha enseñado con su ejemplo que en política no caben ni la desesperación ni la indignación, actitudes incompatibles con la genuina inteligencia de lo político, un sector de la vida humana colectiva del que sabemos poco y del que también olvidamos casi todo periódicamente. La metapolítica es el ávido arqueo cotidiano de un cierto número de banalidades superiores y olvidadas.


Pero lo más importante: a este hombre bueno y feliz, jocundo tantas veces, le debemos la posibilidad de no morir políticamente idiotas. Se lo debemos como hijos, no de la carne, sino del entendimiento, pues son segundos padres los maestros. Lo de la paternidad en segundo grado se lo escuché a Pedro Laín Entralgo en una conferencia o acaso alguien lo dejó caer a mi lado; pero lo mismo pudo escribirlo Aristóteles, el del zoon politikón o un Maquiavelo, mientras despenaba pajarillos en San Casciano y, in der Sicherheit des Schweigens, “en la seguridad del silencio”, escribía Il Principe. También pudo repentizarlo el hijo de un campesino.


La muerte de don Dalmacio no ha revelado la existencia de una escuela (“las escuelas no existen, son clasificaciones abstractas que se hacen para ordenar la historia de las ideas”), pero sí la de una como hermandad de viejos y jóvenes –él era el gran Urvater– que participa del mismo lenguaje, que comparte conceptos políticos y cuidados. También las mismas o parecidas lecturas (Luis Díez del Corral, José Ortega y Gasset, Xavier Zubiri; Carl Schmitt y Bertrand de Jouvenel; Michael Oakeshott y Eric Vögelin; y tantos otros). Precepto mayor de su magisterio, de su extraordinaria vis docente era el Tolle, lege agustiniano con el que solía despedirnos, estudiantes de Políticas, al llegar el verano. El pasado lunes se encontraron muchos de sus alumnos en la despedida del Profesor, insólita reunión que nadie más que don Dalmacio podría suscitar en la España actual, en la que parece que todo el mundo, cuando no va a lo suyo, anda a la greña. Esa tarde-noche se estrecharon los vínculos de solidaridad y se hizo más grande aún la amistad entre todos nosotros.


Responde don Dalmacio al arquetipo profundamente europeo del sabio desinteresado. Su ascética contrautilitaria le ha permitido seguir su propio camino, sin extraviarse, en una década decisiva para la historia reciente de España, la que va de 1985 a 1995. No puede decirse lo mismo de la entontecida derecha intelectual posfranquista, pedisecua, desde entonces, de la última moda extranjerizante: de la corrección política al patriotismo constitucional, del Austrian Economics al neoconservadurismo.


Don Dalmacio llega a la cátedra de su maestro, Díez del Corral, en 1985 y a la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas diez años después. Mientras que el Profesor, en su cátedra de Historia de las Ideas y de las Formas Políticas, metaboliza el liberalismo para nacionalizarlo mejor, cerca de él, aunque sin conocerse todavía, Gonzalo Fernández de la Mora se bate, desde Razón Española, para hispanizarlo más bien y darle contenido, con sus oceánicas lecturas, a un neofranquismo nonato, homólogo, como explicaba Arnaud Imatz no hace mucho, al soberanismo neogaullista. Sucede entonces que la “derecha intelectual” española, heredera de “casi un cuarto de siglo de oro” (el que va de 1935 1969), vende su primogenitura por la calderilla del cotarro. Se vuelve oportunista porque ya no cree en sí misma. La mayoría se “desolidariza”, como ha dado a entender, por antífrasis, el Profesor, de los maestros con los que se había formado intelectualmente. Con la palanca de la Ley Maravall (Ley de Reforma Universitaria de 1983), los socialistas –expresión manifiesta de un residuo (résidu) español indestructible: el bandolerismo– echan mano de la universidad y se la meriendan en menos de una generación, porque todos quieren hacerse catedráticos. Se quedarán con todo, sin apenas resistencia, al adelantar cinco años la jubilación del profesorado universitario, por “franquista”. Ni siquiera en las “oposiciones patrióticas” de la posguerra llegó a la cátedra una colección de ignorantes como la de los años 80 y 90 del siglo pasado. Advertido, por los síntomas, de que estamos ante un nuevo tiempo-eje, don Dalmacio espera y mira pasar. Algunos de esos teratológicos catedráticos parecían venidos directamente de los Programas de Alfabetización de Adultos. La universidad española, convertida, sin embargo, en el tonel de la Danaides, nunca había caído tan bajo. La ANECA, organismo saprófito, se limita hoy (en inglés) a acelerar su descomposición


No lo tuvo, pues, fácil el Profesor en esos ambientes. Ni podían ni querían entenderle quienes tenían la obligación de hacerlo. Por su cuenta, don Dalmacio inicia “un giro (schmittiano)”, eine schmittsche Wendung, hacia el realismo político –desde el liberalismo tout court de La acción humana de Ludwig von Mises y Los fundamentos de la libertad de Friedrich A. von Hayek–. Esto, que hoy nos parece obvio, porque se reconoce que siempre tuvo razón, entonces, ¿hace cuántos años? ¿treinta?, no lo era tanto. Y él pagó la patente en la forma de un ostracismo, siempre relativo porque, sencillamente, imperturbable, no se dejó marginar. Vien dietro a me, e lascia dir le genti. No quiso ser un sabio cortesano ni un profesor orgánico, como otros que se han repartido los gajes con los esclavos morales del socialismo español, de izquierdas y derechas. Todos estos perdieron hace treinta años la posibilidad de no morir idiotas. Así que por ahí los vemos hoy, aplaudiéndose mutuamente y consumiendo, viejos alebrados, lo poco que queda ya de todo, de instituciones, de colecciones, de archivos estatales, de autoridad, hasta de higiene mental.


Decía Ortega y Gasset, en sus Meditaciones del Quijote (1914), que “conviene a todo el que ame honradamente, profundamente la futura España, suma claridad en la misión que atañe al concepto [político]”. A forjarlos, por patriotismo y por amor a la verdad, dedicó sus horas a miles el Profesor. Por eso, vale más su obra que todo el Régimen del 78, desfondado también, como la inteligencia política nacional, entre 1985 y 1995. Desde entonces, el relato antipolítico de la fundación de la monarquía parlamentaria ha estimulado una selección inversa de las oligarquías. El gran problema nacional, como decía don Dalmacio, es la ínfima calidad de nuestra clase dirigente, ayuna, particularmente después del franquismo, de una tradición de servicio público que merezca ese nombre. Políticamente enervado y deslegitimado por sus enemigos –débiles como el régimen que tanto desprecian–, el desmayado Estado de las Autonomías da sus últimas boqueadas.


Releía hace unos días, con la vista puesta en una ocasión festiva, una oposición a cátedras fijada para el día de san Dalmacio por el ciego cómputo de plazos de la Ley de Procedimiento Administrativo Común, algunos pasajes de la Galería de amigos de Ramón Carande. Uno de ellos, que me atrevo a copiar, me alienta a seguir, de otro modo, con un diálogo, para mi tan pródigo, que nunca cesó desde que me determiné, en los mismos términos que, con tanta gracia, cuenta hoy aquí mismo mi amigo Jorge Sánchez de Castro, a “desobedecer la unanimidad del prejuicio”: “Ante la velocidad del olvido devorador de recuerdos y cancelador de mercedes, ante la inquietud de la incertidumbre que nos envuelve y nos aparta del pasado, ante el imperio pasajero de las novedades del día, ante un horizonte nublado, me gustaría tener otra vez cerca de mí al maestro que ayer me enseñó y luego me dejó solo”.


Leer en La Gaceta de la Iberosfera 

Jueves, 2 de Enero

 


Pies para qué os quiero