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Voy a decir algo que, seguramente, va a generar variados insultos hacia mi persona por parte de mis amigos cinéfilos, pero mejor ser sincero desde el vamos: para mí,
Brian De Palma es un cineasta bastante pedorro. Listo, lo dije... ¡Eh! No, paren, mi mamá no tiene nada que ver, más respeto, che...
Sinceramente, la mayoría de sus películas siempre me parecieron medio truchas, por decirlo de algún modo. Creo que se valora mucho el conocimiento de cine que demuestra tener y su maestría técnica (indiscutible), ejemplificada en sus recurrentes y elaborados homenajes hitchcockianos. Pero sus filmes, generalmente, son muy imperfectos: desde películas menores como Snake eyes, Femme fatale ó Raising Cain hasta sus clásicos Vestida para matar, Doble de cuerpo y Scarface. Todas tienen, para mí, elementos muy “berretas” (¡Cómo me deben estar puteando...! Ya me lo harán saber con sus comentarios). Ojo, tengo en claro que De Palma utiliza una deliberada estética de cine clase B, pero igual, nunca me cerró... Sin embargo, con Los Intocables (1987), logró la que es, en mi opinión, su única obra maestra.
Una película que, en su génesis, no debería de haber generado muchas expectativas: las remakes para cine de viejas series de televisión no suelen culminar en grandes filmes. Pero, en este caso, se conjugaron una suma de talentos que terminaron conformando un verdadero clásico de la historia del cine.
Primero, hay que mencionar el guión de David Mamet. El afamado escritor delineó una historia notable, que cuenta cómo Elliot Ness conformó su grupo de “Intocables” para desbaratar a la mafia de Al Capone en la Chicago de la Ley Seca. Es un guión lleno de personajes atractivos (aunque no siempre tridimensionales), situaciones atrapantes y diálogos memorables, donde términos como honor, ética, lealtad y romanticismo empapan a sus protagonistas. Después, está la notable música de Ennio Morricone. Con una buena cuota de grandilocuencia, contribuye al relato con las dosis justas de fuerza y melancolía (y con ciertas reminiscencias a su partitura para Érase una vez en América). En cuanto al elenco, es sólido como una roca. Es cierto que Kevin Costner, en uno de sus primeros roles importantes, brinda una actuación con pocos matices, pero esa falta de fuerza le cae como anillo al dedo a su poco experimentado pero tenaz Elliot Ness; Sean Connery (Oscar a Actor Secundario), como Malone, aporta su típicamente fuerte presencia y se configura en el alma de la película, haciendo del experimentado mentor (papel que luego repetiría hasta el hartazgo); el temible Capone de Robert De Niro (engordado para este papel) roza lo caricaturesco, pero elude, de manera experta, la exageración. El resto de las actuaciones, de las que vale destacar las de Andy García, Charles Martín Smith y Richard Bradford, están a la altura de las circunstancias.
Po último, hay que hablar sobre la dirección de Brian De Palma, quien jamás consiguió (ni antes ni después) una fluidez narrativa tan notable. Aquí logró conjugar todos los elementos mencionados de forma brillante, entregando un filme que destila clase por todos sus poros. Además, sus típicas exageraciones e intrincadas puestas de escena encajan a la perfección con el tono de la historia, elevando las posibilidades del guión al máximo.
En definitiva, un film para ver repetidas veces. Una escena memorable sigue a la otra: el discurso de Al Capone a sus lugartenientes, bate de baseball en mano; la redada con la ayuda de la policía montada canadiense; el ataque de los secuaces de Capone al departamento de Malone; el increíble clímax en la estación de trenes (homenaje a Hitchcock y al Acorazado Potemkin); Elliot Ness persiguiendo a Frank Nitti por los techos del juzgado... El índice de momentos célebres es un indicador ineludible de que estamos frente a un clásico. Una obra maestra. La única (y lo repito, aunque sólo sea para “molestar” a sus fans) del Sr. Brian De Palma.