Nada más entrar en casa noté un cierto olor fuera de lo habitual. Cambié mis embarradas botas por las cómodas zapatillas; mi mojada chaqueta por el batín de seda. Mientras me ceñía a la cintura el kimono, avancé por el largo pasillo de parquet, observando cada trocito de madera, su color, su espectacular brillo que siempre Sara había sabido sacar, su leve crepitar al pasar por algunos tramos... Entré en el salón y otra vez percibí ese extraño olor. Todo estaba en silencio; un incomodo silencio que sólo rompió la bocina de un barco al zarpar. Miré mi reloj de bolsillo: las 17 horas y 11 minutos. El navío con destino a las Américas salía con varios minutos de retraso. Me senté en el sofá frente al ventanal. Agarré la pipa situada sobre la tabaquera de marfil; metí la mano en su interior, rozando mi abultado anillo de oro con la tapa, y saqué el saquito con el tabaco (mi mujer sólo permitía que fumase en pipa siempre y cuando la limpiara de cenizas en el balconcillo). Al encenderla, vino de nuevo ese olor, esta vez más intenso; eché de menos a Sara trayéndome una taza de café y una copa de coñac. Resultaba extraño no haberla escuchado desde que había llegado a casa. Di dos largas caladas para avivar el tabaco y miré hacia la alacena de roble macizo. Todas las copas, tazas y demás enseres colocados en un riguroso orden, con una enfermiza separación, todas a la misma distancia; todo sin una mota de polvo, sin ninguna mancha, sin ninguna huella. Cogí los guantes blancos situados junto a la tabaquera y me los puse para abrir el mini bar que tenía forma de bola del mundo. Saqué la botella de coñac y serví una generosa copa. Cerré el mini bar. Otra vez el silencio. Caminé hacia el ventanal; desplacé las ostentosas cortinas con dos dedos. Volvía a llover. Distinguí en el horizonte gris la estala dejada por el gran barco de vapor… y otra vez el pitido… el silencio… el olor… el olor… ese olor tan extraño que estaba empezando a descifrar. Era el olor del hogar sin Sara. No había olor, sino la ausencia de él. Entonces me vino a la mente una huella que había visto sobre el globo terráqueo. Me acerqué con el corazón en un puño. Era una huella de ella, sin duda, pequeñita y bien definida sobre La Patagonia. Recordé que ella siempre decía que algún día lo dejaría todo por ir a Santiago de Chile. Esa era la condición con la que tendría que vivir si quería estar con ella; ese era su sueño y nadie se lo iba a arrebatar. Volví al ventanal, alcé la copa, y brindé por ella: Allí donde quieras que vayas… siempre te querré.