Sonido Fulgor

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sábado, 31 de diciembre de 2011

O "el sueño de la Razón produce monstruos"

Pregunta: Y ese trasfondo violento de su obra, qué es, una crítica, apología o una especie de preocupación.
Luis Royo: Lo que me jode es que esta sociedad sea tan pura, tan remilgada, que moleste la violencia y el sexo, me resulta tan antipática y tan falsa que por ello precisamente van hacia ello mis dibujos, y son naturales. Creo que sería incapaz de matar a una mosca. Pero me gusta provocar, incordiar.
P: Pero, ¿quiere decir que hace apología de la violencia en su obra?
LR: Sí, y no me importa. Tenemos una violencia interior que es una estupidez negarla, ¿no? Condúcela, contrólate. Negarla es como ir al Museo del Prado y quitar todos los cuadros de escenas violentas, nos quedaríamos con cuatro paisajes holandeses de mierda. Puedes ir ala Capilla Sixtina y ver allí unos demonios y unos cuerpos y una sexualidad explosiva, y de pronto, que estemos en el siglo XX y que estemos diciendo que la violencia, la tele, todo perjudica a los niños... Lo que es pernicioso en la tele son esas muestras de impudor, la gente contando sus penurias, que vemos ahora en cualquier pantalla. Déjales que sueñen. A los niños les gusta la violencia, les mantiene vivos. Yo recuerdo que cuando mi hijo era pequeño lo llevaba a ver todo tipo de películas o le hacía miedo con los fantasmas, y me parecía interesantísimo... Esa actitud me produce mucha antipatía. Ahora les quieren poner música clásica. ¡Por favor! Ha que darles caña para que sus cabezas se llenen de imágenes. Todo eso configura un mundo interior que es precioso. Ojo: otra cosa es coger una pistola. Desde un punto de vista creativo, la violencia, como el mal, da mucho de sí, el creador la necesita. Sin ella no se entendería la historia ni la civilización ni el hombre.


Imágenes de Luis Royo en su Etiqueta...

domingo, 10 de julio de 2011

La inercia del lenguaje

Entrevista con Evodio Escalante, por Ricardo Venegas

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–¿Sigue vigente la guía del crítico para leer o no una obra?
–Yo diría que la vigencia del crítico no está en discusión. Lo que sí es evidente es que cada vez la voz, o sería mejor decir, el coro a mil voces del mercado, se impone con mayor facilidad. La publicidad apabulla y satura los espacios públicos y privados. Todos sabemos, por ejemplo, que los principales concursos literarios son una herramienta más de mercadotecnia utilizada con eficacia por editoriales que son casi todas ellas transnacionales. Esto impone una lógica atroz. No se premia la mejor novela, sino la que de antemano garantiza un alto nivel de ventas. Esta es la “democracia” del mercado a la que estamos sometidos. Hasta la idea misma del “canon”, lo que ya es una monstruosidad, se convierte para algunos despistados en sinónimo de altos tirajes y popularidad. Pero la crítica, en el sentido auténtico de la palabra, como decía bien Alfonso Reyes, es un acto inseparable de la creación. Lo diré de otro modo: la crítica propicia que haya un oxígeno cultural indispensable para que los creadores puedan despegar, para que no se ahoguen en el primer intento. A la crítica no hay que verla ni apreciarla, hay que respirarla. Ese es el secreto de su poder. Por aquí habría que empezar.


–Pero los lectores, ¿hacen caso de la crítica?
–En el largo plazo, los críticos acaban por imponerse: elaboran antologías, escriben la historia de la literatura, seleccionan la perla entre la paja. Ellos son dueños de la posteridad. En el corto plazo, el asunto es más discutible. Diez reseñas favorables acerca de un nuevo libro de poemas no garantizan que ese libro va a ser apreciado y leído por los lectores. Con esto quiero decir que el impacto inmediato de la crítica tiende a ser muy endeble.


–¿La crítica en México pasa por un período de oscuridad?
–Siempre hemos estado en la oscuridad, ni modo, y no soy pesimista. En los años cincuenta, un jovencito de veinte años llamado José Emilio Pacheco, al reseñar en la revista Estaciones una antología de relatos que empezaba a circular en México, decía: “Del prólogo ni siquiera vale la pena hablar.” Se refería a un libro que firmaba un crítico literario entonces muy respetado. Aunque me parece admirable el valor de aquel Pacheco, yo diría hoy exactamente lo opuesto: la crítica tiene que darse el lujo de hablar hasta de aquello de lo que no vale la pena. De otro modo, la tontería ambiente seguirá propalándose al infinito.


–¿Ha disminuido el sentido crítico del poeta en México para cuestionar su propia obra?
–Si se acepta un punto de vista demasiado general, sabiendo que ello implica violentar los casos particulares, que son al fin los que importan, habría que decir que sí. Los poetas de hoy se han vuelto demasiado complacientes consigo mismos, con la inercia de su lenguaje narcisista hasta decir basta. Por eso resulta hoy tan aburrido leer un libro de poemas.


–¿Estamos más cerca o más lejos de la época de Octavio Paz respecto a los amiguismos y los privilegios inmerecidos?
–Estamos lejos de esa época donde imperaba el Gran Tlatoani. Pero el amiguismo no ha desaparecido ni siquiera de los concursos nacionales de poesía. Ahí está el caso del Premio Nacional de Aguas-calientes, que se transmite por generación espontánea según el adn del “cuatachismo” y que nuestras eficientes autoridades del Conaculta no se han dignado someter a revisión a pesar de muchas protestas al respecto.


–Recibió en 2009 el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde. ¿Cómo complementa su actividad de crítico con la de poeta?
–Aclaro un malentendido. No lo recibí como poeta, sino como crítico. Las cláusulas del concurso dejan abierta la puerta a la posibilidad de que se entregue esta distinción a un crítico que haya abordado la obra del gran poeta zacatecano. Confesaré, empero, que lo que hasta ahora he escrito sobre él no está a la altura de lo que merece su obra que me sigue pareciendo vigente y de un extraordinario valor.


–¿Con cuál de sus libros se siente más satisfecho como autor, tanto en la crítica como en la poesía?
–De mi poesía soy el menos indicado para hablar. De mis libros como ensayista creo que me satisfacen Las metáforas de la crítica, que la editorial Planeta, hasta donde supe, mandó “guillotinar” para tener espacio en sus bodegas. También me gustan mi libro sobre Gorostiza y mi Elevación y caída del estridentismo, difamada vanguardia que ahora se recupera gracias en gran parte, no tanto a Luis Mario Schneider, quien fue el primer estudioso que lo rescató, sino al enorme éxito de Los detectives salvajes,de Roberto Bolaño, que tiene una enorme ascendencia entre los lectores jóvenes. Hay cuando menos un boom académico del estridentismo: no pasa un semestre sin que algún alumno se me acerque para proponerme una tesis acerca de este movimiento que las recientes generaciones sienten como suyo. Los fantasmas regresan y se materializan: Maples Arce, Arqueles Vela y Germán List, por decir algo, están de regreso entre nosotros.


De La Jornada Semanal

jueves, 2 de septiembre de 2010

Entrevista a Cartier-Bresson




-Sigue siendo un libertario?

Sí, desde siempre. Desde el primer momento, muy temprano por cierto, en que descubrí la existencia de otros mundos aparte de las civilizaciones judeocristiana y musulmana. El anarquismo es, ante todo, una ética y, como tal, se ha mantenido intacto. El mundo ha cambiado, no así el concepto libertario, el desafío frente a todos los poderes. Gracias a eso, he logrado zafarme del falso problema de la celebridad. Ser un fotógrafo conocido es una forma de poder y yo no la deseo.

-Su negativa a dejarse fotografiar, ¿debe entenderse en este sentido?
Sin duda. Hay que pasar inadvertido y protegerse a toda costa. El hecho de ser observado modifica el modo de mirar a los otros.

-Por cierto que jamás se lo ve por televisión.
¿A mí? ¿Y para qué? No soy actor.

-¿Le interesa lo que se televisa?
¿Ese tropel ininterrumpido de imágenes? Ni siquiera son imágenes porque eso no es visual. No es nada. Hombres como Julien Gracq, Samuel Beckett o Louis René des Forets no van a la televisión. Son mis escritores preferidos, entre los contemporáneos.

-Usted ha fotografiado a Julien Gracq.
La primera vez que fui a su casa, charlamos sin llegar a nada. Le dije: "Perdón, adiós” Más tarde, volví a llamarlo y le pregunté: “¿Podemos intentarlo de nuevo?” Y entonces hice un truco con su mirada penetrante. Eso es peligroso porque siempre hay que hablar mientras se fotografía a alguien. Si no, la gente no comprende. En cambio, para dibujar el retrato de alguien se necesita silencio. Pero dejemos la fotografía y hablemos de otra cosa.

-¿De los escritores clásicos?
Siempre releo a los mismos. Saint Simon, que me apasiona, Nietzsche, Stendhal, Montaigne, Baudelaire, la novela inglesa y, por supuesto, Rimbaud. Sin olvidar el Aragón surrealista, el de Paysan de Paris (1926). Y Joyce, y Proust, del que no me canso. Al releer La prisionera, siento una emoción renovada. Cuando salgo de la literatura francesa, por lo general, es para leer algo sobre el budismo tibetano o el zen japonés, más accesible para los occidentales.

-¿Es creyente?
Nunca lo fui. Mis padres eran católicos de izquierda pero, cuando yo era muy pequeño, las historias bíblicas me aterraban. Del cristianismo elijo el amor, por eso prefiero el Cantar de los Cantares al resto. Del budismo, elijo la compasión.

-Pero, ¿qué le ha aportado el budismo?
Me ha permitido captar mejor la cuestión que me obsesiona, que no es el espacio sino el tiempo, la duración infinitesimal, la plenitud del instante. El tiempo es una convención. El budismo nos dice que no es lineal, que no avanza en una sola dirección. ¡En mi juventud detesté tanto el positivismo! Gracias al budismo, que me ha marcado mucho, he podido encarar mejor el problema del tiempo.

-¿También en la fotografía?
En ese aspecto, la fotografía tiene cierto matiz fúnebre. “Listo, retírese. Que pase el siguiente“. En el budismo, lo que importa es el instante. Cézanne expresó en una carta: “Cuando pinto y me pongo a pensar, todo huye”. Los artistas de hoy miran menos y piensan demasiado. El resultado es un supuesto academicismo de vanguardia. Hay que vivir el instante en plenitud, sólo así uno puede estar en lo que hace.

-¿Quiénes influyeron más en su manera de mirar el mundo?
Ante todo, mi tío que, en cierto modo, fue mi padre mítico ya que el mío, el verdadero, murió en la guerra, cuando yo era muy pequeño. Mi tío me llevaba a su taller. Después, el pintor André Lhote, con el que estudié en su Academia. El me decía: “Pequeño surrealista, qué hermosos colores!” De allí proviene mi gusto por la forma, la composición y la geometría en la fotografía. No sé contar, pero sé dónde cae la sección áurea. Todo eso se hace sin premeditación, como algo integrado hasta devenir un reflejo. Encuentro mi placer en la contemplación. Otro hombre que influyó mucho sobre mí fue el crítico y editor de arte Tériade, mi amigo desde la década del 30. Era mi gurú. Jamás me atreví a tutearlo, pese a que entre los dos no había una gran diferencia de edad. Fue por respeto. Él me dijo, hace veinte años, “Has hecho cuanto podías hacer en fotografía; en ella, sólo podrás venir a menos. Deberías volver a la pintura y el dibujo” Desde luego, tenía razón. Seguí su consejo inmediatamente.

-¿No le quedaba nada por demostrar en ese campo?
La fotografía no demuestra absolutamente nada, ni es mi propósito demostrar algo. Mi amigo Sebastiao Salgado sacó fotografías extraordinarias que no fueron concebidas por el ojo de un pintor, sino por el de un sociólogo, un economista, un militante. Respeto muchísimo lo que él hace, pero en él hay una faceta mesiánica que yo no poseo. Es la diferencia que hay entre una novela auténtica, no de tesis, y un libelo.

-¿Cómo sitúa sus dos actividades principales ante el problema del tiempo?
La fotografía es la acción inmediata; el dibujo es la meditación. Aquella es el impulso espontáneo de una atención visual perpetua; capta el instante y su eternidad. En éste, el trazo elabora lo que nuestra conciencia pudo captar de ese instante. Al dibujar, disponemos de un tiempo; no así cuando fotografiamos.

-La fotografía y el dibujo, ¿le proporcionan placeres distintos?
El placer es el mismo; concretar, luchar contra el tiempo. Pero tanto en la fotografía como en el dibujo o la pintura, una vez acabada la obra, quiero saber si tiene sentido o no. Esa es la verdadera crítica. No me interesa saber si aquél a quien muestro lo que hago lo ama o no, si todos los gustos están contenidos en la naturaleza y otras tonterías. Criticar es meterse en la piel de otro e intentar comprender qué quiso hacer. Sólo me importa el porqué de las cosas.

-¿Qué le ha gustado en la fotografía durante tantos años?
Apretar el disparador o, si lo prefiere, sacar la foto. Es mi pasión. Estuve tres años en la India, Birmania, China e Indonesia. En todo ese tiempo, digamos que sólo vi mis fotos por casualidad, en los diarios. Las sacaba y las enviaba a Magnum, sin interesarme por el resultado. Soy como ese cazador al que le apasiona derribar una pieza, pero no la comería. A mí me ocurre lo mismo; sólo me importa disparar. El problema es encontrar el momento oportuno, el instante...

-¿El instante decisivo?
Nada tengo contra esa expresión, pero la llevo pegada a la piel como una etiqueta, desde que Verve publicó mi libro Images a la sauvette, con una ilustración en tapa de Matisse que era un homenaje a la fotografía en general. Yo lo había encabezado con una cita del cardenal de Retz: “Nada hay en el mundo que no tenga un momento decisivo”. Un editor neoyorkino que publicó mi libro, se inspiró en ella y lo tituló The Decisive Moment. Desde entonces, esa frase me persigue.

-¿Cómo concilia los imperativos de ese instante decisivo con su gusto por la geometría?
La composición se basa en el azar. Jamás hago cálculos. Entreveo una estructura y espero que suceda algo. No hay reglas.

-En última instancia, ¿trata su cámara como si fuera una libreta de bosquejos?
Absolutamente. En verdad, me meto en la imagen recortada en el visor. Esta actitud no sólo requiere sensibilidad y concentración; en mi caso, también pide espíritu geométrico.

-¿Por qué nunca dejó encuadrar sus fotos cuando era necesario?
Es mi alegría, mi placer. La única que hice encuadrar fue la del cardenal Pacelli, el futuro Papa, que tomé en Montmartre en 1938. Trabajaba para el diario Cesoir y la foto debía estar lista a las 11. Tuve que alzar la cámara por encima de mi cabeza y disparar a ciegas. Después, hubo que encuadrarla en el laboratorio.

-De todos modos, el laboratorio no lo apasiona...
No tengo nada que ver con todo eso. No es mi oficio. Para mis exposiciones, sólo pido que me dejen pasar una hora a solas, antes de la inauguraión, y sugerir, si fuera preciso, el desplazamiento de tal o cual foto.

-¿Hay fotos que lamenta haber sacado?
En un momento dado, hubo una autocensura pero... eso a nadie le interesa ni le concierne.

-¿En qué situaciones interviene esa autocensura?
En el amor, la violencia, la muerte. Es una cuestión de pudor. Sin olvidar nuestra propia violencia cuando queremos sacar fotos. Comprendo muy bien la renuencia de los orientales a dejarse fotografiar.

-¿Se ha autocensurado a menudo?
Las malas fotos abundan y se desperdician muchas. En 1934, en México, fui muy afortunado. Sólo tuve que empujar una puerta y ahí estaban dos lesbianas haciendo el amor. ¡Qué voluptuosidad, qué sensualidad! No se veían sus rostros. Disparé. Haber podido verlo fue un milagro. Eso nada tiene de obseno. Es el amor físico en plenitud. Nunca habría logrado que posaran.

-¿Qué es el pudor para un fotógrafo?
Los desnudos, por ejemplo. Jamás fotografié uno...

-Pero los ha dibujado...
No es la misma visión. En fotografía, me desagrada. Degas obtuvo un desnudo fotográfico admirable. Salvo en tales casos, es uno de esos temas que a nadie conciernen. En dibujo, es otra cosa. Hago muchos. Es lo que mas me cuesta dibujar; me obstino hasta el encarnizamiento. El dibujo me obsesiona de veras. En las exposiciones, hago muchos bosquejos. No soy un ilustrador; carezco totalmente de imaginación. Cuando era segundo asistente de Jean Renoir, en La regla del fuego y Une partie de campagne, los dos sabíamos muy bien que yo nunca dirigiría un film porque, sinceramente, no tengo imaginación.

-¿Aprendió mucho de su contacto con él?
“De su contacto con él” es una expresión que viene al caso porque, cuando se trabajaba a su lado, lo más enriquecedor era escucharlo y seguirlo. Trabajaba de un día para otro, rehacía los diálogos y cada uno aportaba lo suyo. Era la época del Frente Popular. Estábamos en medio del torbellino, el entusiasmo y el desorden, pero el equipo vivía la experiencia de una auténtica solidaridad entre todos sus miembros. Nos divertíamos mucho. Georges Bataille y yo fuimos extras en Une partie de capmagne, vestidos de seminaristas. Allí estuvieron también Jackes Becker y Luchino Visconti. Entre los niños que participaron como extras en La regla del juego, figuraron los nietos de Paul Cézanne y de Auguste Renoir. Esta experiencia cinematográfica no me dejó ninguna enseñanza técnica. Un segundo asistente no ponía el ojo en el visor.

-¿Cómo se puede tener vista de pintor y, al mismo tiempo, ver el mundo únicamente en blanco y negro?
No predomina la luz, sino la forma. Ese es el quid de la cuestión.

-¿Por eso se dedica al dibujo más que a la pintura?
Soy un apasionado del color pero, para acercarme a la paleta, necesito que alguien me dé un puntapié en el trasero. Quizá tema enfrentar el problema del color. En fotografía, el color se basa en un prisma elemental, se queda en lo químico, no trasciende como en la pintura.

-¿Qué pintores reúne su museo imaginario?
Van Eyck, Cézanne, Uccello. Me obsesiona la composición. Matisse, por supuesto, pero también Bonnard, Bonnard... Y la pintura metafísica del joven de Chirico, por su misterio. Las Meninas, de Velázquez, es el misterio absoluto. No lo comprendo y, por lo tanto, toda vez que lo miro me trastorna. Tal vez sea preciso renunciar a saber y explicar. Limitarse a mirar. La gente identifica, pero no mira. La observo en las exposiciones. Pasa uno o dos minutos frente a un cuadro con los auriculares puestos; exactamente lo que dura la perorata. ¡Pero no somos estudiantes de paleografía¡ La pintura se dirige, ante todo, a la emoción, a la sensibilidad, a la vista. La historia viene después. Durante la muestra de escultores taínos en el Petit Palais, me entretuve observando a los visitantes. Una minoría ínfima daba la vuelta a cada vitrina. A la mayoría, le bastaba echarle un vistazo de frente, acercarse lo imprescindible para leer el tarjetón. ¡Algunos se decepcionaban cuando no encontraban el precio¡ Eso no es amar la pintura.

-Usted ha sido surrealista...
Mas bien he sido “surrealizante”. Conocí muy bien a Bretón, Crevel, Ernst. Pero no amo la pintura surrealista. Es literatura. Magritte está lleno de astucias. ¡Es bueno para la publicidad¡

-La publicidad tampoco le gusta mucho que digamos...
Es la punta de lanza de un sistema que, sin ella, se derrumbaría. Nos obliga a comprar. La aparición de la sociedad de consumo, en la década del 60, es una de las dos grandes fechas del pensamiento contemporáneo; la otra fue el descubrimiento de las matemáticas cuánticas. He trabajado para la industria en condiciones hoy inexistentes, pero jamás para agencias de publicidad.

-Desde siempre, es conocido como un gran rebelde, pero, ¿ha cambiado el objeto de su indignación?
Hay mucha gente lúcida respecto a la demografía y el estallido del mundo, por ejemplo, pero esa lucidez impele a muy poca cosa a rebelarse. En el mejor de los casos, se hastían. Hoy el desastre tiene un nombre: tecnociencia, esta carrera de aprendices de brujos. Eso me rebela. Y el universo de los “especialistas”. Y la supuesta “brecha generacional”. Cuando estamos sobre la tierra, todos pertenecemos a la misma generación. Mientras vivimos sobre la misma tierra, somos solidarios. Esta segregación entre edades me horroriza tanto como los integrismos religiosos.

-¿No discrimina entre jóvenes y viejos?
No, con una sola excepción, que reconozco. Tengo problemas con mis coetáneos alemanes, pero ninguno con los jóvenes alemanes. No siento odio alguno; simplemente, prefiero no conversar con ellos. Hace poco montaron una exposición de fotos mías en Hamburgo. La visité y me sentí muy cómodo, pero... también me invitaron a visitar Salzburgo. De noche, en la Opera, me crucé con hombres de mi edad en smoking, y tuve ganas de preguntarles qué hacían durante la guerra.

-¿Cincuenta años después?
Hice trabajos forzados en treinta “komandos” diferentes. Me evadí tres veces. Tuve compañeros denunciados, torturados, fusilados. Eso no se puede olvidar. Mi nacionalidad no era “francés”, sino “prisionero evadido”. He conocido la verdadera solidaridad; he conocido a personas de una calidad humana... HOMBRES que habían asumido su destino.

-¿Es inútil abrigar la esperanza que alguna vez podamos leer sus memorias?
No soy escritor. Apenas si puedo escribir tarjetas postales. De todos modos, no tengo tiempo.

-Pero, ¿qué hace todo el día?
¿Qué cree que hago? Miro.

martes, 31 de agosto de 2010

Dos entrevistas a Juan Rulfo




PRIMERA

J. S. Primero, señor Rulfo, ¿quisiera usted comentar un poco su formación como escritor?

J. R. Bueno, en realidad es un poco difícil buscar el origen de esa formación. No fue una formación formal, sino más bien arbitraria, si se quiere, basada en lecturas no sistemáticas sino de cuanta cosa me caía en las manos. Por lo tanto no hubo una disciplina formal -una búsqueda tal vez de algo que gustara, que tuviera aspectos humanos coincidentes.


J. S. ¿Entre estas lecturas más o menos caóticas, pues, había algunas obras que tuvieran una importancia especial?

J. R. Pues sí. Entre ellas, las obras de Knut Hamsun, las cuales leí -absorbí realmente- en una edad temprana. Tenía unos catorce o quince años cuando descubrí este autor, quien me impresionó mucho, llevándome a planos antes desconocidos. A un mundo brumoso, como es el mundo nórdico, ¿no? Pero que al mismo tiempo me sustrajo de esta situación tan luminosa donde vivimos nosotros -este país tan brillante, con esa luz tan intensa. Quizá por cierta tendencia a buscar precisamente algo nublado, algo matizado, no tan duro y tan cortante como era el ambiente en que uno vivía. Entonces, de los autores nórdicos, Knut Hamsun fue en realidad el principio, pero después continué buscándolos, leyéndolos, hasta que agoté los pocos autores conocidos en ese tiempo, como Boyersen, Jens Peter Jacobsen, Selma Lagerlof. Para mí fue un verdadero descubrimiento Halldor Laxness -eso fue mucho antes de que recibiera el premio Nobel. De modo que yo sentía una especie de simpatía hacia esos autores. Me daban una impresión más justa, o mejor, más optimista que el mundo un poco áspero como era el nuestro.

J. S. Y en literatura mexicana, por ejemplo en la novela de la Revolución Mexicana, ¿hizo lecturas también?

J. R. Sí. Efectivamente, la novela de la Revolución Mexicana me dio más o menos una idea de lo que había sido la Revolución. Yo conocí la historia a través de la narrativa. Ahí comprendí qué había sido la Revolución. No me tocó vivirla. Reconozco que fueron esos autores, hoy subestimados, los que realmente abrieron el ciclo de la novela mexicana. Por ejemplo, Rafael F. Muñoz, Azuela, Martín Luis Guzmán, López y Fuentes sobre todo en Campamento, más que en el resto de su obra. De Muñoz es importante Se llevaron el cañón para Bachimba. También su novela histórica sobre Santa Anna, que trata irónicamente a este personaje de la historia mexicana.

J. S. ¿Y había leído a Yañez antes de empezar a escribir?

J. R. Sí, había leído Al filo del agua antes de escribir Pedro Páramo.

J. S. ¿Podría dar una idea de cómo llegó a encontrar la manera de escribir Pedro Páramo?



J. R. Pues en primer lugar, fue una búsqueda de estilo. Tenía yo los personajes y el ambiente. Estaba familiarizado con esa región del país, donde había pasado la infancia, y tenía muy ahondadas esas situaciones. Pero no encontraba un modo de expresarlas. Entonces simplemente lo intenté hacer con el lenguaje que yo había oído de mi gente, de la gente de mi pueblo. Había hecho otros intentos -de tipo lingüístico- que habían fracasado porque me resultaban poco académicos y más o menos falsos. Eran incomprensibles en el contexto del ambiente donde yo me había desarrollado. Entonces el sistema aplicado finalmente, primero en los cuentos, después en la novela, fue utilizar el lenguaje del pueblo, el lenguaje hablado que yo había oído de mis mayores, y que sigue vivo hasta hoy.



J. S. ¿Cómo ve usted el hecho de que algunos críticos digan que Pedro Páramo es una novela oscura?

J. R. Bueno, para mí también, en realidad, es oscura. Creo que no es una novela de lectura fácil. Sobre todo intenté sugerir ciertos aspectos, no darlos. Quise cerrar los capítulos de una manera total. Se trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquéllos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos.

J. S. Otra pregunta para mí importante: ¿cómo se compagina la visión de un mundo muerto, y por implicación de un México muerto; la visión tan pesimista en donde se niega la progresión del hombre en el tiempo, cómo compaginar esa interpretación tan amarga con la de Juan Rulfo, persona e individuo?

J. R. Bueno, es que en realidad nunca he usado, ni en los cuentos ni en Pedro Páramo, nada autobiográfico. No hay páginas allí que tengan que ver con mi persona ni con mi familia. No utilizo nunca la autobiografía directa. No es porque yo tenga algo en contra de ese modo novelístico. Es simplemente porque los personajes conocidos no me dan la realidad que necesito, y que me dan los personajes imaginados.

J. S. Pero se supone que una novela refleja la visión del mundo que tiene su autor.

J. R. Tal vez en lo profundo haya algo que no esté planteado en forma clara en la superficie de la novela. Yo tuve una infancia muy dura, muy difícil. Una familia que se desintegró muy fácilmente en un lugar que fue totalmente destruido. Desde mi padre y mi madre, inclusive todos los hermanos de mi padre fueron asesinados. Entonces viví en una zona de devastación. No sólo de devastación humana, sino de devastación geográfica. Nunca encontré ni he encontrado hasta la fecha, la lógica de todo eso. No se puede atribuir a la Revolución. Fue más bien una cosa atávica, una cosa de destino, una cosa ilógica. Hasta hoy no he encontrado el punto de apoyo que me muestre por qué en esta familia mía sucedieron en esa forma, y tan sistemáticamente, esa serie de asesinatos y de crueldades.

J. S. Volviendo al arte de escribir novelas, ¿cómo es el proceso de creación de un personaje?



J. R. No puedo saber hasta ahora qué es lo que me lleva a tratar los temas de mi obra narrativa. No tengo un sentido crítico-analítico preestablecido. Simplemente me imagino un personaje y trato de ver a dónde este personaje, al seguir su curso, me va a llevar. No trato yo de encauzarlo, sino de seguirlo aunque sea por caminos oscuros. Yo empiezo primero imaginándome un personaje. Tengo la idea exacta de cómo es ese personaje. Y entonces lo sigo. Sé que no me va a llevar de una manera en secuencia, sino que a veces va a dar saltos. Lo cual es natural, pues la vida de un hombre nunca es continua. Sobre todo si se trata de hechos. Los hechos humanos no siempre se dan en secuencia. De modo que yo trato de evitar momentos muertos, en que no sucede nada. Doy el salto hasta el momento cuando al personaje le sucede algo, cuando se inicia una acción, y a él le toca accionar, recorrer los sucesos de su vida.


J. S. Cambiando un poco el enfoque de esta conversación, ¿diría usted que Pedro Páramo es novela de negación?

J. R. No, en lo absoluto. Simplemente se niegan algunos valores que tradicionalmente se han considerado válidos. Para mí, en lo personal, estos valores no lo son. Por ejemplo, en la cuestión de la creencia, de la fe. Yo fui criado en un ambiente de fe, pero sé que la fe allí ha sido trastocada a tal grado que aparentemente se niega que estos hombres crean, que tengan fe en algo. Pero en realidad precisamente porque tienen fe en algo, por eso han llegado a ese estado. Me refiero a un estado casi negativo. Su fe ha sido destruida. Ellos creyeron alguna vez en algo, los personajes de Pedro Páramo, aunque siguen siendo creyentes, en realidad su fe está deshabitada. No tienen un asidero, una cosa de dónde aferrarse. Tal vez en este sentido se estima que la novela es negativa. Esto me hace pensar en aquellas personas que piensan que la justicia más justa es la mejor de todas las justicias, cuando es la más grande de las injusticias. Así, en estos casos la fe fanática produce precisamente la antifé, la negación de la fe. Debo hacer una advertencia. Yo procedo de una región donde se produjo más que una revolución -la Revolución Mexicana, la conocida-, en donde se produjo asimismo la revolución cristera. En ésta los hombres combatieron unos en contra de otros sin tener fe en la causa que estaban peleando. Creían combatir por su fe, por una causa santa, pero en realidad, si se mirara con cuidado cuál era la base de su lucha, se encontraría uno que esos hombres eran los más carentes de cristianismo.

J. S. Puesto que ya se refirió a su región (Jalisco), ¿no quiere elaborar un poco la personalidad histórica de esa zona?

J. R. Sí, porque hay que entender la historia para entender este fanatismo de que hemos venido hablando. Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores ahí no dejaron ser viviente. Entraron a saco, destruyeron la población indígena, y se establecieron. Toda la región fue colonizada nuevamente por agricultores españoles. Pero el hecho de haber exterminado a la población indígena les trajo una característica muy especial, esa actitud criolla que hasta cierto punto es reaccionaria, conservadora de sus intereses creados. Son intereses que ellos consideraban inalienables. Era lo que ellos cobraban por haber participado en la conquista y en la población de la región. Entonces los hijos de los pobladores, sus descendientes, siempre se consideraron dueños absolutos. Se oponían a cualquier fuerza que pareciera amenazar su propiedad. De ahí la atmósfera de terquedad, de resentimiento acumulado desde siglos atrás, que es un poco el aire que respira el personaje Pedro Páramo desde su niñez. Ahora, para cerrar esta plática, vuelvo al punto del posible negativismo de Pedro Páramo. No creo que sea negativo, sino más bien algo como lo contrario, poner en tela de juicio estas tradiciones nefastas, estas tendencias inhumanas que tienen como únicas consecuencias la crueldad y el sufrimiento.

Publicado originalmente en Siempre! La cultura en México, núm. 1,051 (15-VIII-1973), pp. VI-VII. (Juan Rulfo respondió por escrito a esta entrevista.)


SEGUNDA

Estamos ante Juan Rulfo.
Es un hombre delgado, con cabello corto que comienza a encanecer. Sus movimientos son vigorosos, constantes. Habla y sus ideas son más rápidas que las palabras que las expresan. Sus manos -exageradamente grandes- se debaten ágilmente y expresan, con suprema fidelidad, lo que sus labios pretenden ocultar.
Preguntamos:
-¿Fue justo otorgarle el premio Rómulo Gallegos a Vargas Llosa?
¡No! No lo merecía. Fue una imposición del grupo latinoamericano de París. Considero La Casa Verde y La Ciudad y los Perros como obras que, descubierto el desenlace, no tienen ningún interés.
-¿Quiénes merecían ese premio?
Onetti, del Uruguay; Leopoldo Marechal, de Argentina; Miguel Ángel Asturias de Guatemala; Alejo Carpentier, de Cuba; por ejemplo.
Pienso que con la convocatoria del concurso se trató de excluir a los escritores cubanos y a los de tendencias socialistas.
-Pero Vargas Llosa estuvo en Cuba.
Lo olvidaron los organizadores.
-Como consejero del Centro Mexicano de Escritores: ¿una escuela podría ser un centro de producción masiva de escritores?
No. A nadie se le enseña a escribir, es un atributo que se posee desde que se nace. Sin embargo, se les orienta en el trabajo, se les obliga a escribir. Tomás Mojarro tenía mucho que decir, por ejemplo, y ahí adquirió los elementos para expresarlo. Carlos Fuentes, cuando solicitó la beca, había escrito un solo cuento; Chac Mool. Las becas literarias son muy importantes para el desarrollo cultural de un país. Hasta ahora México ha podido conservarlas, y esperamos que surjan nuevos valores gracias a ellas. Actualmente las personas becadas por el Centro Mexicano de Escritores son ocho. Y se critican severa, ferozmente, entre ellos mismos. Los poetas son los peores y los más holgazanes: tienen muchas defensas; algunas de sus obras son absurdas, inauditas , insólitas. Predomina la influencia de Neruda y el nadaísmo.
-¿Cuál considera el mejor de los poetas actuales?
Jaime Sabines.
-¿Qué opina de las letras mexicanas?
Una gran pobreza. En ningún género tan crítica como en el ensayo. A principios de siglo, por ejemplo, se practicaba con gran maestría y fluidez.
-¿España?
Puede considerarse hasta la generación del 98, lo que sigue es árido y monótono, orientado por ideas fascistas. Adjetivan mucho: característico del orgullo nacional.
-¿Latinoamérica?
Es lo mejor de las letras castellanas, sobre todo los argentinos, los uruguayos… la literatura brasileña es muy interesante también.
-¿Un best seller implica calidad literaria?
Los norteamericanos, principalmente, pueden hacer de cualquiera un best seller; saben los que le agradan leer a la gente: cosas que no tienen tiempo de elegir por sí mismas. Muchos buenos escritores se han prostituido ante el impulso mercantilista de nuestra época; un libro tiene éxito de venta y los editores obligan a su autor a que escriba más, sin interesarse mucho en la calidad.

-Se afirma que con obras como Pedro Páramo y El Llano en Llamas se ha agotado los temas rurales…
Eso es falso y absurdo. Los sociólogos calculan que en un futuro más o menos inmediato, el hombre se desarrollará, predominantemente, en el medio urbano. Sin embargo, en nuestros días, el campo representa las carencias más terribles que padece el hombre. Inclusive, las mejores obras que se han producido en los últimos años, tienen como tema central las miserias cotidianas del medio rural.
-¿No es un caso típico de localismo?
No, en lo absoluto. Obras puramente localistas son las que se desarrollan, por ejemplo, en la colonia Narvarte y, como es evidente, su trascendencia se extiende hasta los mismos límites que señala una simple localidad urbana.
-¿Cuál es la causa de la precaria calidad literaria de los escritores mexicanos?
Es producto inmediato de la falta de estímulo: si un autor escribe un libro excelente, los demás deben tratar de superarlo o, cuanto menos, igualarlo.
-¿Qué opina de los recursos literarios y publicitarios que han adoptados algunos escritores mexicanos contemporáneos?
Es un ciclo: los que principian a escribir pretenden renovar lo establecido y practican métodos y estilos que les parecen más adecuados, el pasado no tiene ninguna validez sustancial, pero, por desgracia, las innovaciones practicadas en México no son originales y se han copiado servilmente en modelos que se consideran superados en otros países.
-¿No cree que las reuniones literarias servirían para ampliar el mercado de venta de sus libros y, además, propiciaría una mejor comprensión de su obra entre los lectores?
No; es una forma de perder el tiempo que puede aprovecharse en labores más útiles. Una vez dentro es imposible sustraerse: a una reunión sigue otra y otra. Además, en nuestro país existen muchas personas que se afanan en organizar este tipo de eventos sociales seudoculturales y los han convertido en una forma de vida.
-¿La Academia Sueca actuó correctamente al otorgar el premio Nóbel al guatemalteco Asturias?
Sí. Lo cual viene a comprobar que él también merecía el premio Rómulo Gallegos. Yo, personalmente, considero a Miguel Ángel Asturias uno de los más grandes novelistas de América Latina. Es un hombre íntegro que ha dedicado toda su existencia a luchar por las clases desvalidas.
-¿La Academia de la Lengua en México?
Simplemente no funciona. Está constituida por un grupo de reaccionarios que se niegan a integrar nuestro idioma con palabras que son de uso común.

Esta entrevista a Juan Rulfo apareció en el número 38 de la revista El Escarabajo de Oro que dirigía en Buenos Aires, Argentina, el escritor Abelardo Castillo. No aparece la fecha de dicha publicación, salvo que está tomada de la revista El Cuento del D.F.
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