Sonido Fulgor

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martes, 13 de diciembre de 2011

"El poeta no es sino el hacedor de algo en que pueden escucharse todas las voces"



Reloj de arena: Borges de noche

por JEP

Si alguien duda acerca de la palabra escrita y su perduración en la era electrónica, le hará bien asistir a una conferencia, esa actividad que, se ha dicho, tiene quinientos años de retraso porque ya se inventó la imprenta. La mujer habla de pie y rara vez mira sus notas. Es brillante y aguda. Su sintaxis oral parece impecable. Logra mantener nuestra atención durante una hora.
     Más tarde nos muestran la conferencia transcrita. Resulta ilegible, no tiene sentido, se ha vuelto un caos sin nombre. Faltaron los tonos, los matices, los cambios de dicción, los énfasis, los gestos, las sonrisas, los rubores, el intercambio de miradas. Se hallan ausentes también todos los signos —del párrafo a la coma, de las mayúsculas al punto— que se forjaron en la Edad Media cuando se pasó de la lectura en voz alta a la lectura en silencio. La conferencista no puede "editar" su texto: si quiere publicarlo tendrá que escribir de principio a fin un artículo basado en lo que dijo aquella noche.

     La facilidad de la grabación nos ha hecho olvidar que lo oral es habla y lo escrito es prosa. La prosa se puede decir pero el habla no se puede leer. Este olvido es cada día más grave en las entrevistas: no es posible transcribir tal cual lo que dijo una persona, es indispensable redactarlo. Cuanto se expone en cinco minutos se escribe con mayor precisión en un párrafo que leemos en segundos.

     El stalinismo del mercado

     Tan discutible como la tendencia a encuadernar hasta la última reliquia del santo —las notas para el periódico mural de su escuela secundaria, las cartas a la muchacha conocida en un viaje en barco, el prólogo para los sonetos del abogado que le arregló todos sus asuntos, las ingeniosidades malévolas con las que divertía a sus compañeros de mesa— es la proclividad a hacer libros que no son libros a base de las conferencias del escritor célebre.
     Mientras cada vez menos personas están dispuestas a leer, a leer de verdad, a sus contemporáneos, cada vez hay más público para escucharlos, pedirles autógrafos y retratarse con ellos. En las ferias del libro el escritor es como la vaca en la feria ganadera; si bien, apunta Saramago, es el único modo de darles las gracias a quienes tienen la generosidad infinita de acercarse precisamente a esos libros cuando hay tantos, miles de nuevos títulos todos los días.
     Por desgracia, sin feria ganadera ya no existe lo otro. Nunca más se darán casos como el de Arthur Machen (1863-1947), el autor de El gran dios Pan y Los tres impostores, predilecto de Borges. En medio siglo de actividad literaria Machen obtuvo por todos sus libros un total equivalente a quinientos dólares actuales. Fue afortunado; hoy ninguna empresa lo publicaría porque no vende.
     El stalinismo del mercado es tan feroz como el stalinismo de la historia. Para unos cuantos los grandes tirajes, las inmensas regalías, las casas de campo, los bonos de almacenes, comida y bebida, los viajes al extranjero. Para los demás el Gulag o el terror de caer en él. Supongamos que cuando Borges publicó Historia universal de la infamia hubieran estado vigentes los criterios actuales. Entonces jamás hubiéramos tenido Ficciones ni El Aleph. Sin posibilidad de ver impresos sus libros, Borges hubiese muerto como empleado de una biblioteca y autor de reseñas para Sur y La Nación.
      
     Borges precursor de Windows

     Una obra es sólo aquello que su autor determinó que lo fuera, los libros que admitió en su íntimo canon. Todo lo añadido post mortem es marginalia, juvenilia o gerontilia. No podemos responsabilizarlo de que se exhume cuanto en vida omitió o rechazó. La aparición inesperada de otro "nuevo" libro de Borges, This Craft of Verse (Harvard University Press), nos pone en principio a la defensiva. ¿No bastaba con Siete noches, Borges oral y los innumerables libros de entrevistas? ¿No ha dicho todo y lo ha dicho una y otra vez?
     Se alegará que a partir de 1955 Borges fue "el dictador", como lo llamó Emir Rodríguez Monegal, y no "escribió" la mitad de su obra. Pero basta leerlo para descreer de su aparente oralidad. Caminando por Buenos Aires Borges componía un draft, un borrador. Su mente actuaba como una procesadora de palabras antes de que se inventara el instrumento y realizaba todas las funciones que ahora hacemos con las teclas y el ratón: insert, typeover, undo, redo, cut, paste, delete...
    Este contemporáneo del entonces futuro Bill Gate también lo era de Flaubert. Hacía un save y ya con el texto en su inmaterial disco duro dictaba verso por verso, línea a línea, y no avanzaba a la siguiente hasta quedar satisfecho con cada unidad mínima tras interminables revisiones y correcciones. Borges se consideró ante todo un hacedor, un maker, un faber. Por buena que haya llegado a ser su expresión oral, seríamos injustos con él y su ética literaria si la pusiéramos a la misma altura de su verso y su prosa.

 Arte y oficio del verso

     A las conferencias en memoria de Charles Eliot Norton que organiza cada año la Universidad de Harvard nuestras letras deben libros comoLas corrientes literarias en la América hispánica (Pedro Henríquez Ureña), Lenguaje y poesía (Jorge Guillén) y Los hijos del limo (Octavio Paz). Borges fue el invitado en el invierno de 1967-1968. Las grabaciones se extraviaron como había ocurrido con las de Igor Stravinski, leídas en 1939-1940, que no aparecieron hasta 1970 con el título de Poetics of Music in the Form of Six Lessons. Las cintas —aún no había casettes— se encontraron en una bóveda y 33 años después Calin-Andrei Mihailescu, profesor en la Universidad de Western Ontario, se encargó de organizarlas y anotarlas con verdadero acierto.
     Salido de la noche y las tinieblas, auténtico mensaje de ultratumba,This Craft of Verse tiene la singularidad y la importancia de ser el único "libro" que Borges consagró a su mayor pasión, la poesía. 1967 está muy lejos. Quienes escucharon estas conferencias en su mayoría deben de haber muerto y los jóvenes de entonces ya hace mucho que dejamos de serlo.
     Desde ese siglo pasado, para este siglo XXI, Borges habla de poesía a un público que era inimaginable en el año de la muerte del Che Guevara, Vietnam, la guerra de los seis días, la rebelión en los guetos negros de los Estados Unidos, los jipis, Cien años de soledad, el esplendor de los Beatles y también el último gran destello de la colaboración entre Borges y Bioy Casares: las Crónicas de Bustos Domecq, una de las obras que iniciaron la posmodernidad al ser la burla, la parodia y escarnio de aquella misma vanguardia que Borges nos trajo de Europa en 1921. La última conferencia fue el 10 de abril de 1968 cuando ya estaba en movimiento lo que llevó a la rebelión de mayo en París.
     ¿Qué dice Borges? Lo mismo de siempre pero también cosas que no están en ninguna otra parte. Por juego, por burla, por timidez, por aburrimiento, por gratitud, por agresión, Borges jamás negó una entrevista. Fueron tantas que en ellas las ideas fértiles y originales luchan con las barbaridades más ofensivas.
     En las conferencias Borges no dicta, habla. Quien escribe va a lo concreto, el hablante divaga. "El enigma de la poesía" protesta contra quienes la consideran una tarea y no una pasión y un goce. Un libro es un objeto más entre las cosas del mundo hasta que llega el lector y la poesía que yace bajo las palabras vuelve a ser parte de la vida. Importa el poema, no quien lo escribió y da lo mismo que sea un poeta mayor o menor. Si sobrevive —porque el tiempo humilla o enriquece a los versos—, tarde o temprano se volverá anónimo. El toque de la poesía se siente como un estremecimiento. Nadie puede definirla, como es imposible definir el color rojo o el sabor del café. A la pregunta de qué es la poesía sólo se puede responder con lo que San Agustín dijo del tiempo: "Si no me preguntan lo sé; si me preguntan no lo sé". 
     Entre los misterios que intrigan a Borges figura el que los poetas empleen siempre las mismas metáforas, basadas en sólo doce afinidades esenciales. Por eso tienen un gran porvenir: faltan muchas que no han sido descubiertas. Hace memorables a las Coplas de Manrique no sus metáforas sino la grave música de sus versos. El arte es artificio y toda literatura está hecha de trucos. La victoria consiste en ocultarlos o justificarlos. Borges rechaza el término "creador": el poeta no es sino el hacedor de algo en que pueden escucharse todas las voces.
      
     Cantar, contar, traducir

     "La narración del cuento" es una conferencia valiente en una época en la que estaba prohibida la poesía narrativa. En principio verso y cuento eran la misma cosa. Se narraba una historia al mismo tiempo que se cantaba un poema. La humanidad necesita de la épica y la épica requiere de un héroe. El siglo XX no cree en la felicidad ni en la victoria. Por tanto las dos guerras mundiales no produjeron ningún poema épico. Queda la novela, que Borges considera su degradación y supone destinada a morir, mientras que el cuento es inmortal porque nunca nos cansaremos de escuchar ni de leer relatos.
     Al escribir The Canterbury Tales Chaucer no sintió la obligación de inventar nuevas historias. Su originalidad consistía en el modo de recontar las antiguas. La invención de tramas empezó en el siglo XIX con Hawthorne y Poe y ha llegado al exceso. Borges piensa que volverá un momento en que el poeta y el narrador no se distingan, como no podemos diferenciarlos en Homero y Virgilio.
     En aquellos años Borges trabajaba en su admirable versión de Whitman y en traducirse al inglés con Norman Thomas Di Giovanni. Acerca de las traducciones poéticas, piensa que la literalidad no existe: Good morning no se traduce como "buena mañana" sino como "buenos días". En las lenguas romances no decimos It is cold. Hablamos de que Il fait froid, Fa freddo, "hace frío". A nadie se le ocurriría trasladarlo al inglés como It makes cold. Los traductores clásicos pensaron en la lengua vernácula y en el poema en sí mismo, al punto de que los lectores de su idioma no necesitaran del original.
     El literalismo, piensa Borges, es herencia de las traducciones bíblicas. Seguros de que se enfrentaban a la palabra de Dios, sus intérpretes no osaron modificar nada. El alemán distingue entre la simple traducción (Übersetzung), la versión poética (Nachdichtung) y el poema tejido en derredor de otro poema (Umdichtung), como los que hizo Stefan George en torno a Les fleurs du mal.
     Las conferencias pueden ser oscilatorias y divagatorias, a diferencia de la concisión y velocidad del texto borgeano. La abundancia de citas y referencias es tan notable como el poder de hablar sin notas en un idioma que, por íntimo que le resulte, no es su lengua materna. El ultraísta de 1921 reaparece cuando Borges se atreve a decir en una ciudadela del puritanismo que los Evangelios son un poema épico como la Iliada y la Odisea, a descreer en pleno Harvard de la teoría, la historia literaria, las perspectivas biográficas, las escuelas, las influencias: medios de impedir que hable la música de las palabras, símbolos de las memorias compartidas. This Craft of Verse, como toda la crítica de Borges, defiende la libertad del lector contra las pretensiones de los autores y sus intérpretes. El poder está en otra parte. Porque, después de todo, uno lee lo que quiere pero escribe lo que puede. 


sábado, 10 de diciembre de 2011

domingo, 29 de mayo de 2011

La melodía luminosa del sonido adecuado



Volcán encendido 4

Volcán despierto 4

Volcán encendido 1

Los volcanes de Vicente Rojo
Carlos Monsiváis
Nunca le he preguntado a Vicente Rojo por su idea del paisaje, entre otras cosas por la posible respuesta: “Si no la extraes de mi trabajo, nunca tendrás noticia.” En su extraordinaria serie deLluvias, por ejemplo, la lluvia, entre otro de sus comentarios, aclara y oculta el paisaje, al que disuelve y pone de relieve porque un hecho deviene una sucesión de vértigos aquietados, si la expresión tiene algún sentido. Según Rojo, el paisaje es el eje del diálogo con la Naturaleza, a la que debemos entender por partes o, si se quiere, reconocerla en sus momentos culminantes. No hay tal cosa como la Naturaleza que se da por entero y de una buena vez, la vista elige y las lluvias se observan mejor al fragmentarse. Esto, sin la moraleja traicionera según la cual el diluvio universal cabe en un vaso de agua.
Los volcanes son, siempre, la sospecha o la evidencia de sus estremecimientos, de sus fulgores mortales, de todo lo que auspicia: visiones literarias, testimonios, fotografías, películas, óleos, grabados. El Etna, el Paricutín, Krakatoa, los restos de Pompeya, las imágenes clásicas de la fuga de la pareja campesina con el niño, los pueblos sepultados por la lava, el terror ante el avance del río ígneo, el ánimo confuso que ve en la catástrofe la ira de Dios, los cuerpos calcinados que brotan de los escondrijos de la Tierra al excavar en las ruinas, las crepitaciones del calor, el eco de los rezos que no amenguaron la furia geológica, las bellísimas nativas arrojadas al cráter con tal de apaciguar la indignación de los dioses, los bailes y las oraciones que imploran la concordia. “Ten piedad de mí, oh dios, borra mis rebeliones”…
Rojo no desatiende esta realidad tan armada con datos y supersticiones, pero no la incorpora a su trabajo. Para él –y lo desprendo de sus piezas, nunca de sus escasas y precisas declaraciones–, los volcanes son piezas sólidas y pruebas fantasmáticas, un signo de la fertilidad presente aún allí, las formaciones que encierran de tarde en tarde la ingrata novedad de las fumarolas y las corrientes de lava y las formas del cosmos más antiguo donde cuentan las sorpresas de la tierra incendiada, el ruido primigenio ante el que se inmovilizan el terror y la prisa. Pero en la serie de Rojo no hay amenazas, sólo cristaliza la noción primordial, antes del pánico y la huída con las creencias sobre los hombros (los penates de última hora), surgieron los volcanes que ahora, en una sucesión de piezas artísticas, emiten la persuasión de sus formas.
El estilo de Vicente Rojo se despliega. Es elegante sin pretensiones, es sencillo y jamás desciende a la simpleza, admite que se le absorba con un golpe de vista y deja que los espectadores/lectores confunden la levedad con la ligereza. No se puede asimilar por entero un estilo a partir de la primera impresión, un aviso o, si se quiere, una premonición del cuadro, el grabado, la escultura. Por eso, el estilo de Rojo es la síntesis y el anuncio de su visión del mundo donde la delicadeza es –sin paradojas– la fuerza primordial; la belleza es un elemento que la contemplación reiterada adquiere; la finura proviene de los numerosos experimentos inadvertidos, de la eliminación de los recursos considerados superfluos por el artista, del experimentar para que la autocrítica ordene las relaciones entre el creador y las formas que vayan surgiendo.
¿Qué es la inteligencia artística? En el caso de Rojo es el juego del entendimiento de los límites y los avances, la humildad que se niega a reconocerse en la repetición, el espíritu que se libera al eliminar el mensaje y al suprimir lo gratuito. A Rojo le importa la obtención de lo necesario, y para ello en cada una de sus series recomienza en la definición de lo necesario, aquello que, por principio, establece la multiplicidad de los lenguajes. Cada pintor debe intentar en su obra y hasta donde se puede el ordenamiento lingüístico de la Torre de Babel.
Rojo no se repite en la producción seriada de un símbolo o una representación. En su serie de Volcanes construidos, hace de la variedad el centro de su obtención de semejanzas, cuánto se parece esta pintura o esta escultura a sí misma (el objeto como espejo de su continuidad) y cuánto difiere de sus iguales. El gran parecido es una trampa en la que únicamente caen los descuidados, y la lectura de imágenes es una disciplina recompensada por el hallazgo de matices. Lo dice el poeta Jorge Cuesta: “Capto la seña de una mano y veo/ que hay una libertad en mi deseo.”

Volcán despierto 7
A Rojo no le interesa la hermosura deliberada, es decir, la localización del hechizo o del círculo de tiza que atrapa a los que llegan a las artes plásticas. Su estética, en todo caso, se va revelando en el acercamiento satisfactorio a una de sus piezas, y el gozo de contemplar se acrecienta en la siguiente contemplación porque, si es verdad la paradoja de Oscar Wilde, “la naturaleza imita al arte”, también puede ser cierto que si hay una manera fija de contemplar la belleza, ésta probablemente no existe. ¿Tiene sentido entonces precisar “Este no es un volcán”?
Lo argumenta Wittgenstein: “Todo lo que se puede decir se ha de decir claramente, de lo que no se puede hablar, mejor callarse.” Y luego aclara: el lenguaje es un retrato de la realidad.
Sin establecer comparaciones, me resulta evidente que para Rojo todo lo que se puede crear artísticamente se ha de crear con claridad, lo que no se pueda crear mejor omitirlo. Y esto se transparenta en sus volcanes, formulaciones esenciales de un punto de vista que es una declaración de bienes. Su lenguaje pictórico es, a su modo y como se debe, un retrato de la realidad en tanto disfruta de las formas estéticas.
Escribe Harold Rosenberg: “Puesto que el artista se ha convertido en un actor, el espectador tiene que producir mentalmente un vocabulario de la acción: el momento en que surge, su duración, su dirección, el estado psíquico, la concentración y el relajamiento de la voluntad, la pasividad, la vigilancia alerta. El espectador debe volverse un conocedor de las graduaciones entre lo automático, lo espontáneo, lo evocado.”
Nunca hay tradiciones sólo nacionales, nunca hay tradiciones sólo internacionales, nunca hay arte contemporáneo sin tradición. Por eso, ante el arte globalizado (un mismo espacio creativo, un mismo mercado, diferentes y cada vez más escasas puertas de acceso), lo que cuenta, además de afirmaciones y contrariedades, es el deleite del espectador que es el cómplice (crítico) de la obra, el autor indirecto de lo que ve, o más directo de lo que se piensa, puesto que canjea las interpretaciones por las sensaciones, la institución inesperada que transforma en estética y vivencias donde crecen en el espacio de las significaciones los objetos a su disposición.
La originalidad de Rojo ¿En qué consiste? Probablemente, esto deduzco, en que el estilo, tan preciso desde su primera etapa, no es memorizable ni crea reflejos condicionantes. (Es memorable y crea esa gama de contemplar una obra que es el otro nombre de la adicción.) Es un estilo hecho de cambios, de sorpresas, de encuentros, que de pronto modifican el territorio conocido. La originalidad de Rojo viene de su notable inteligencia artística y de su precisión conceptual, a sabiendas de que en este término (precisión conceptual) se refiere a los conceptos tal y como se ejercen o se ejercitan en el taller, ante la tela, ante el barro, ante la visión de un conjunto sólo integrado desde el amor al detalle.
Cada volcán es, en potencia o en acto, una sucesión de erupciones. A Rojo le entusiasma –no lo dice, lo demuestra– la metamorfosis de una pieza y de una sucesión de imágenes en alegorías que, en este caso, no predicen una intromisión de las entrañas de la Tierra, sino un fenómeno de las alusiones: el físico se desdobla en metáforas de la mirada con todo y alusiones al volcán y desdibujamientos, que se vuelven tributarias de una operación de la memoria y de la vista que recuerda y evoca al volcán, una pirámide, una escalera que lleva al centro de la Tierra.
¿Tiene sentido todavía mencionar la vanguardia? Tal vez los términos prestigiosos también se atienen a un ciclo biológico, o quizás, fuera del ámbito de la primera mitad del siglo XX, hoy todo tiende a ser vanguardia, en el sentido de trastocamiento, invención o refundación de la experiencia artística. “No dejes para mañana lo que puedas corroer o destruir hoy.” El arte contemporáneo suele experimentar (en las diversas acepciones del verbo) y se instala, niega la tradición y la revisa (de allí el concepto de “transvanguardia”), y se rehúsa a medias a volver a la era de los seres impresionables estremecidos ante las revelaciones del arte. Y suele remitirse a la vanguardia al tiempo de los creyentes en los poderes milagreros del artista. Ante este desfile de paradojas, Rojo, que experimenta de continuo, jamás se declara de vanguardia.
Los artistas latinoamericanos, que no ven en el gentilicio una ideología o un determinismo, atraviesan los géneros, van del mural de barrio al diseño gráfico, de la parodia al pastiche, de la instalación a la reelaboración de los códigos, del incentivo visual al cúmulo de referencias que sólo se entregan para mejor resguardarse. La ironía, y en este terreno Vicente Rojo es un maestro, requiere de conocimientos específicos y los desecha con rapidez, asiste al entrecruce de los signos que aspiran a la condición de horizonte crítico. Así, en la serie del volcán, todo es referencia y mucho de ese todo prescinde de las informaciones específicas. Si el espectador quiere atenerse al título de la serie de cada una de las piezas, hágalo por su cuenta, el riesgo ya está garantizado.
Los elementos formativos (los estímulos) están a la disposición, y nunca afirman su presencia de modo insolente. Rojo vive su singularidad a fondo, y evita en lo posible, que es muchísimo, dejarse atrapar por los cánones que todo lo evalúan pronto o póstumamente… Él no padece la exigencia suprema, y no representa un país, una cultura, un temperamento histórico más o menos actualizado. Sin embargo, tampoco deja de representar un país, una cultura, un temperamento histórico más o menos actualizado.
¿Puede hablarse de la tradición de lo nuevo o ya debe hablarse de las similitudes entre la tradición y lo nuevo, o de la novedad de la tradición? Rojo nunca se ha preocupado por las señales externas (un modo como otro de referirme a la moda), y se ocupa en su desenvolvimiento personal, muy al tanto de lo que sucede en el arte contemporáneo y de lo que sigue sucediendo en el campo de las tradiciones. Si, como dice Rosenberg, un estilo artístico, si quiere ser considerado legítimo, debe relacionarse con un estilo fuera del arte, en cada una de sus etapas Rojo se vincula con las transformaciones del aspecto de las ciudades y de esas otras ciudades del centro o de la periferia, las construcciones simbólicas. Él siempre formula otras reglas de la mirada y auspicia otras maneras de la percepción.
Un volcán es un volcán es un volcán… Rojo no concede porque, como todos los artistas que sí lo son, el reconocimiento que más le importa viene de su propia apreciación estética y del grupo de amigos que incluye artistas de otras épocas. (Luego de atravesar la aduana de la autocrítica, desde luego). Él se ha comprometido con sus obsesiones, “la melodía luminosa del sonido adecuado”, y trabaja con un doble propósito: crear obras de validez artística y afirmar la manera de ser, que es la serie de rasgos de carácter también vueltos estilo. Cada óleo, cada dibujo, cada grabado, dan fe de un estilo y de la seriedad emocional de su responsable, el artista Vicente Rojo que le da oportunidad a sus volcanes de una quietud trepidatoria.
En el ámbito de los símbolos, no hay tal cosa como un volcán apagado o una pirámide que no toque el cielo.
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