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"Que otros se jacten de las páginas que han escrito; a mi me enorgullecen las que he leido"
(Jorge Luis Borges)
(Jorge Luis Borges)
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José Trepat
Me rindo. Después de cuarenta años de persecución debo admitir que ya no podré dar alcance a estos cuatro “próceres” de las letras universales, o sea, leer completas sus obras cumbre.
James Joyce - Thomas Mann - Franz Kafka - Marcel Proust
Me rindo. Después de cuarenta años de persecución debo admitir que ya no podré dar alcance a estos cuatro “próceres” de las letras universales, o sea, leer completas sus obras cumbre.
Consuela pensar que a otros muchos miles de ávidos lectores en el mundo les ha pasado seguramente lo mismo, si bien es un hecho evidente que otros tantos sí lo han hecho, ya sea por tener una mayor capacidad intelectual, una voluntad más férrea, o por el placer que han hallado en abrirse camino a través de la densa prosa de James Joyce, Marcel Proust, Thomas Mann y Franz Kafka.
Pero pertenezco al grupo de quienes toman la lectura como un entretenimiento adictivo, que encuentran en los libros placer a la vez que fuente de conocimientos. Y que no se diga que no lo he intentado, porque hasta compré y tengo en la biblioteca (con excepción de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust) los voluminosos textos de Ulyses y La Montaña Mágica, y el también inacabado El Castillo.
Pero eso ocurrió hace 40 años, a una edad en que todo parecía ser posible, inclusive digerir estos títulos, considerados entre los máximos exponentes de la literatura del Siglo XX.
No es que la cantidad de páginas intimide porque poniendo como ejemplo La Guerra y la Paz, de Leon Tolstoi, y Los Miserables, de Víctor Hugo, el lector las pasa rápidamente cuando captan su interés, como ha sido mi caso. Lo mismo puedo decir de Archipiélago Gulag, de Alexander Solsenytsin, Dr Zhivago, de Boris Pasternak, o Viñas de Ira, de John Steinbeck.
Pero los Cuatro Jinetes del Apocalipsis para mi modesta mollera, que son el tema central de esta nota, constituyen una barrera infranqueable. Veamos por qué.
El primer intento que hice por adentrarme en el mundo de este cuarteto fue comenzar a leer El Castillo. Allí me encontré con un señor llamado K. que se esfuerza por llegar hasta las autoridades que gobiernan el pueblo al que ha venido a trabajar. Estas misteriosas autoridades están en un castillo al que K. no llega, y no llega, y no llega. En un determinado momento dije “Basta. Hasta aquí llego yo”. Kafka tampoco llegó porque murió antes de terminar el libro, cuya última oración está inconclusa. El tercio que leí me aburrió sobremanera. Lo siento.
En Ulyses, James Joyce, relata los avatares de su personaje principal, Leopoldo Bloom, durante UN SOLO día, el 16 de junio de 1904. Parece mucho. Si hasta el archiculto Jorge Luis Borges, después de leer el libro en su versión original en inglés, admitió que no se sentía capacitado para apreciar el infinito mundo del escritor irlandés. Mi interés por Ulyses llegó hasta la página 100 y allí está el marcador, que no se ha movido más.
Más adelante acometí con decisión La Montaña Mágica, de Thomas Mann, que narra la estancia de su protagonista principal, el joven Hans Castorp, en un sanatorio de los Alpes suizos al que inicialmente había llegado únicamente como visitante. El libro transita por la filosofía y reflexiones sobre temas variados. Pero la morosidad en la acción terminó con mi paciencia, y allí está, en el estante, esperando que alguien recorra sus páginas aún vírgenes.
Con respecto a Proust y En busca del tiempo perdido quedé apabullado al enterarme de que iban a ser trece volúmenes de reflexiones, pensamientos, recuerdos, etc etc.
Si entre quienes han llegado hasta aquí hay alguien que quiera explicar de que manera hay que leer estas obras para valorarlas en su justa medida, bienvenido sea. No están siendo cuestionadas sino que esto es más bien una admisión de cobardía y limitación intelectual.
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