Desde hace ya muchos años, una señora que vive en la calle pasa el día dentro o fuera de nuestra iglesia. No pide sino cuando está muy necesitada; uno la ve hacerse su comida, coser, lavarse la ropa y hasta teñirse el pelo. Algunos feligreses se extrañan un poco porque a veces teje, duerme o cose en plena misa; pero los demás sabemos que esta en su casa. Imposible sugerirle otra cosa: ella así está bien.
En julio, un día de muchísimo frío, vino a pedir un techo para dormir –en general no quiere porque prefiere su independencia- y después de un rato de dialogar, ya que la cosa no era demasiado fácil, nos contó que la señora de una pensión la recibía pero ella no tenía dinero.
Le dimos para pagar unos días un cuarto. Enseguida –creo que al día siguiente- se la volvió a ver en la calle, porque como digo no resiste estar encerrada. Y nunca hablamos más del tema.
Ayer, salía yo de casa a hacer un mandado, y me para con una sonrisa:
-Hermana, usted me había prestado doscientos pesos.
-No eran prestados. Sino porque los necesitabas en ese momento.
-Pero yo estuve juntando y se los devuelvo.
No pude convencerla. Tampoco hizo mucho caso a mi insistencia de que, en todo caso, si volvía a necesitar nos volviera a pedir. Lo totalmente lógico, y que dejaba las cosas en orden para ella, era que me devolviese ese dinero. Por lo que pude ver, le quedaba bastante menos de lo que me daba.
Y me volví a casa con los doscientos pesos.
Madre Nuestra
Hace 12 años.