No voy todos los días al sanatorio pero ya lo he hecho varias veces.
Un edificio grande que tiene una entrada importante con mucho espacio en el exterior; y como los días han sido lindos, cuando se va acercando la hora de visita a los pacientes de terapia intensiva, son muchos los familiares que llegan y se reúnen ahí.
Debo confesar que -creo- más de la mitad de los que están suelen ser de nuestra familia: El enfermo es joven, son siete hermanos, varios casados y con hijos -chiquitos que corren-, y hasta algún perro. También, por supuesto, amigos y novias; además de su mamá y alguna tía incluyéndome.
Pero también están las otras familias.
Y sobre eso quería comentar hoy.
Es muy linda la relación que se hace entre los familiares. Unos pendientes del estado de los otros, alegrándose con las buenas noticias o preocupándose con las que no son tanto. Animándose y rezando fuerte unos por otros.
Lo mismo pasa dentro de la terapia: si bien el nuestro no está despierto, los demás sí y están pendientes de los otros.
Es como si el dolor –muchas veces por lo menos- te hiciera sacar de dentro lo mejor de uno mismo.
No es la primera vez que lo experimento. Pero esta vez se hace más patente porque muchos son muy jóvenes y una, ya más grande, mira un poco desde la distancia.
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Por eso, por lo que uno se siente solidario, les invito a que, además de rezar por mi sobrino, lo hagan también por los otros que están en la terapia intensiva.
Entre ellos hay un muchacho de 23 años, que se pescó un virus justo cuando estaba por recibirse de abogado; creo que después de dar el último examen. Pareciera que ya va remitiendo pero tiene todavía para rato. Se llama Mariano.